22

Despuntaba el alba cuando Giff salió con sigilo del dormitorio de Lexy y descendió por la escalera posterior. Había previsto marcharse antes del amanecer pero Lexy tenía una manera muy convincente de retener a un hombre.

Lo necesitaba, no sólo para desahogar la furia que le provocaba Brian, sino también para contarle los problemas de su hermana. Habían charlado sobre todo ello en voz baja. Esa facilidad para conversar, pensó Giff, es una de las ventajas de estar enamorado de alguien a quien se conoce desde la infancia.

Por supuesto había además una especie de descarga eléctrica, la sorpresa inesperada que se producía cuando se conocía de manera más íntima a una persona con la que se había tratado toda la vida. Giff respiró hondo al llegar a la puerta. No cabía duda de que Lexy Hathaway sabía cómo sorprenderle. Verla con el camisón que se había comprado en Savannah bastaba para que cualquiera se arrojara a sus pies y agradeciera a Dios que hubiera tenido la brillante idea de crear a Eva.

Despojarla de la prenda había constituido una tarea muy placentera, hasta el punto de que había decidido que, cuando el sábado siguiente la llevara a Savannah, le compraría otro sólo para poder quitárselo. Su fantasía erótica se esfumó cuando se topó con el padre de la muchacha. Era difícil determinar cuál de los dos había quedado más desconcertado, si el amante de Lexy, con el pelo despeinado, o Sam, que sostenía un bol con cereales en la mano.

Ambos se aclararon la garganta.

—Señor Hathaway…

—Giff…

—Yo… estaba…

—¿Has venido para revisar las tuberías del primer piso?

Era una justificación, que se ofrecía con tanta desesperación que en un primer momento Giff la recibió. Sin embargo el joven se dijo que no debía ser cobarde y miró a Sam Hathaway a los ojos.

—No, señor.

Con nerviosismo, el propietario de Sanctuary depositó el bol sobre la mesa y vertió leche sobre los cereales.

—Bueno, entonces… —se limitó a decir.

—Señor Hathaway, no quiero que piense que intentaba salir a hurtadillas de su casa. —Que era lo que trataba de hacer, admitió Giff para sus adentros.

—Has andado por Sanctuary desde que aprendiste a andar. —Deja el asunto en paz, muchacho, rogó Sam. No me des explicaciones y sigue tu camino—. Sabes que puedes entrar siempre que lo desees.

—Ya hace muchos años que aprendí a caminar, señor Hathaway y desde entonces… Supongo que ya sospecha qué he sentido siempre por Lexy.

Los cereales se van a reblandecer, pensó Sam.

—Me temo que no lo superaste como casi todos creímos que te sucedería.

—No, señor. De hecho, mis sentimientos se han intensificado. Amo a su hija, señor Hathaway, desde hace tiempo. Usted conoce muy bien a mi familia. No soy tonto. Tengo algunos ahorros y me gano bien la vida.

—No lo dudo. —Sam frunció el entrecejo. Aunque sólo había bebido la primera taza de café, tenía la mente lo bastante clara para comprender qué pretendía el joven—. Giff, si deseas pedirme permiso para… visitar a mi hija, creo que ya has abierto esa puerta, has entrado y te sientes como en tu casa.

Giff se ruborizó.

—Sí, señor, no lo negaré, pero no me refiero a esa puerta en particular, señor Hathaway.

—¡Ah! —Sam abrió un cajón en busca de una cuchara y rezó para que Giff comprendiera la indirecta antes de que las cosas se pusieran más difíciles. Después depositó con fuerza el cubierto sobre la mesa y miró a Giff con fijeza—. ¡Dios mío, muchacho! ¿Acaso quieres casarte con ella?

Giff apretó la mandíbula y sus ojos destellaron.

—Esa es mi intención, señor Hathaway. Me gustaría que usted nos diera su bendición; si no lo hace, de todos modos me casaré con ella.

Sam meneó la cabeza, se frotó los ojos. La vida se niega a ser sencilla, reflexionó. Un hombre seguía su camino, se ocupaba de sus asuntos, sin inmiscuirse en los de los demás, y el mundo se empeñaba en arrojarle tachuelas bajo los pies descalzos.

—Mira, muchacho, si quieres convertir a Lexy en tu esposa, no me interpondré en tu camino. De todas formas no podría, ya que ambos sois mayores de edad y supongo que tenéis el suficiente sentido común para saber qué queréis.

»Sin embargo, como siempre te he apreciado, Giff, te diré que creo que te estás buscando complicaciones. Tendrás suerte si disfrutas de unos minutos de paz desde el momento en que digas “sí quiero” hasta que exhales el último suspiro.

—La paz no es una prioridad para mí.

—Lexy gastará todos los centavos que hayas ahorrado y ni siquiera sabrá en qué.

—Lexy no es tan estúpida como usted cree. Además, si es así, ganaré más dinero.

—No pienso perder el tiempo tratando de disuadirte, porque es evidente que ya estás decidido.

—Le convengo a Lexy.

—No lo dudo. En realidad, es posible que seas su salvación. —Sam le tendió la mano con resignación—. Te deseo suerte.

Sam observó que Giff caminaba con resolución. Saltaba a la vista que estaba enamorado, por un instante se permitió recordar el aturdimiento que provocaba el amor.

Se sentó a la mesa de la cocina con una segunda taza de café y el bol de cereales y observó que el cielo se aclaraba con un azul estival. Había estado tan prendado de Annabelle como Giff de Lexy. Con sólo mirarla una vez, cayó rendido a sus pies.

¡Qué jóvenes eran! Ese verano acababa de cumplir los dieciocho cuando llegó a la isla para trabajar en el barco de pesca de su tío. Arrojaba las redes, sudaba bajo un sol inmisericorde hasta tener las manos despellejadas y la espalda deshecha. Sin embargo disfrutaba con su tarea.

Se enamoró al instante de la isla, tan verde, repleta de rincones solitarios y sorpresas que aparecían detrás de cada curva del río o del camino.

Un día vio a Belle Pendleton pasear por la playa. Recogía caracolas al atardecer; las largas piernas doradas, el cuerpo esbelto y cimbreante, la abundante cabellera rojiza, los ojos tan azules como el mar…

Al verla quedó impresionado por su belleza.

Él olía a pescado, sudor y aceite de motores. Quería nadar para relajar los músculos doloridos tras la dura jornada. Ella le sonrió y, con una caracola rosada en la mano, empezó a hablarle.

Él enmudeció. Las mujeres siempre lo intimidaban, pero esta vez la visión de aquella beldad lo convirtió en un patán que se limitaba a responder con monosílabos. Aún no se explicaba cómo se había atrevido a invitarla a pasear por la playa la tarde siguiente.

Años después, cuando le preguntó por qué había aceptado, ella rio.

«¡Eras tan buen mozo, Sam! —había contestado—. Tan serio y dulce. Y fuiste el primer muchacho, y el último hombre, que consiguió que por un instante el corazón me dejara de latir».

Había sido sincera, pensó Sam. Después de trabajar de firme con la intención de ahorrar una buena cantidad, se presentó ante el padre de Belle para pedirle la mano. Fue una reunión formal; no tenía nada que ver con la conversación que acababa de mantener con Giff. Tampoco hubo salidas furtivas del dormitorio de Annabelle al amanecer, aunque sí existieron tardes robadas en medio del bosque.

Después de tanto tiempo aún recordaba qué era la pasión. Durante los primeros años tras la marcha de Annabelle de vez en cuando le apremiaba la necesidad sexual, y solucionaba el asunto en Savannah.

No se avergonzaba de pagar por ello. Una profesional no exigía conversaciones. Sin embargo hacía tiempo que no solicitaba esa clase de servicios por temor a contraer el sida u otras enfermedades.

Todo cuanto necesitaba se hallaba en la isla. Había encontrado la paz que para el joven Giff no era una prioridad.

Se arrellanó en la silla. Se esforzó por contener la irritación cuando la puerta se abrió y Jo entró. Verla vacilar con una expresión de enojo en el rostro le resultó divertido.

Una pecera llena de peces que buscan la soledad, pensó.

—Buenos días. —¡Maldita sea! Jo sólo pretendía beber una taza de café antes de salir para trabajar; no para pasear o cavilar, sino para trabajar. Por primera vez en muchas semanas había despertado con la mente despejada, y no quería desperdiciar la oportunidad.

—Es una mañana clara —comentó Sam—, pero esta tarde se desatarán tormentas eléctricas y viento fuerte.

—Supongo que sí —replicó Jo al tiempo que abría un armario.

En el silencio, el ruido que producía el café que Jo se servía al caer en la taza resonó con la fuerza de una cascada. Sam cambió de posición y sus pantalones sisearon contra la madera lustrada del banco.

—Kate me dijo… me dijo.

—Supuse que lo haría.

—¿Te sientes mejor?

—Mucho mejor.

—La policía tomará medidas.

—Sí. Hará lo que pueda.

—He reflexionado sobre ello. Considero que deberías quedarte un tiempo aquí; hasta que el asunto se solucione, no te conviene volver a Charlotte ni viajar tanto como solías.

—Sí, he decidido trabajar aquí, por lo menos durante algunas semanas.

—No deberías marcharte hasta que el caso se resuelva, Jo Ellen.

Sorprendida por el tono autoritario de su padre, poco habitual en él, se volvió para mirarlo con las cejas arqueadas.

—No vivo aquí, sino en Charlotte.

—No regresarás a Charlotte —repuso Sam con lentitud— hasta que todo esto haya concluido.

Ella se irguió al instante.

—No permitiré que ningún hombre me dé órdenes. Regresaré a Charlotte cuando lo juzgue oportuno.

—No te marcharás de Sanctuary a menos que yo te lo diga.

Jo quedó boquiabierta.

—¿Qué has dicho?

—Lo sabes muy bien, Jo Ellen. Siempre has tenido buen oído y una inteligencia clara. Te quedarás aquí hasta que te repongas y la policía atrape a ese desaprensivo.

—Si quisiera irme mañana…

—No lo harás —la interrumpió Sam—. Lo tengo decidido.

—¿Lo has decidido? —Estupefacta, se acercó a la mesa y lo miró con el entrecejo fruncido—. ¿Crees que después de tanto tiempo puedes tomar decisiones que me conciernen y esperar que te obedezca?

—No. Reconozco que habrá que obligarte a obedecer, como siempre. No tengo nada más que añadir. —Deseaba escapar en busca de silencio, pero cuando hizo ademán de levantarse su hija golpeó la mesa con la mano y la mantuvo allí para bloquearle el paso.

—Pues yo aún no he acabado. Por lo visto no eres consciente del paso del tiempo. Tengo veintisiete años.

—En noviembre cumplirás veintiocho —afirmó él con tranquilidad—. Conozco la edad de mis hijos.

—¿Y eso te convierte, en un padre ejemplar?

—No. —Sostuvo la mirada de Jo—. De todos modos soy tu padre. Hasta ahora has salido adelante sin ayuda de nadie, pero la situación ha cambiado. Así Pues, te quedarás aquí, donde están aquellos que pueden cuidarte.

¿En serio? —Entrecerró los ojos hasta transformarlos en dos ranuras—. Bien, te diré que pienso continuar apañándomelas por mi cuenta.

—¡Buenos días! —Kate entró en la cocina muy sonriente, después de haber escuchado tras la puerta los últimos minutos de la conversación que mantenían padre e hija. Prefería el mal humor de los demás a la amargura o la apatía.

—El café huele de maravilla. Necesito tomar una taza.

En un movimiento calculado, llevó una taza y la cafetera a la mesa y tomó asiento junto a Sam para evitar que se marchase.

—Te serviré un poco más, Sam. Jo, trae tu taza. Juro que no recuerdo cuándo fue la última vez que nos sentamos juntos para desayunar. Dios sabe cuánto nos conviene un rato de calma después del caos que se creó anoche en el comedor.

—Yo estaba a punto de salir —anunció Jo.

—Muy bien, querida, pero primero toma el café. Pronto llegará Brian y nos expulsará de su dominio. Por lo visto anoche dormiste bien —agregó Kate con una brillante sonrisa—. Tu padre y yo temíamos que estuvieras inquieta.

—No debéis preocuparos. —A regañadientes, Jo se instaló ante la mesa—. La policía trabaja en el caso. Ahora me siento mucho más tranquila, hasta el punto de que me he planteado la posibilidad de volver a Charlotte. —Dirigió una mirada desafiante a su padre—. Pronto.

—Me parece estupendo si lo que pretendes es mandarnos a todos a la tumba antes de tiempo —repuso Kate con calma mientras vertía azúcar en el café.

—No entiendo…

—¡Por supuesto que lo entiendes! —interrumpió Kate—. Lo que te ocurre es que estás enojada, y es lógico. Sin embargo no tienes derecho a descargar tu rabia en la gente que te quiere. Es natural actuar así —agregó Kate con una sonrisa—, pero no está bien.

—Yo no hago eso.

—Me alegro. —Kate le dio una palmada en la mano como si el asunto estuviera arreglado—. Veo que planeas tomar algunas fotografías. —Miró la bolsa de la cámara que Jo había colocado sobre el mostrador—. He encontrado el libro de fotografías que el padre de Nathan publicó sobre la isla. Después de hojearlo lo dejé en la sala de estar. Contiene fotografías magníficas.

—Hizo un buen trabajo —admitió Jo mientras contenía su mal humor.

—Te aseguro que sí. En una aparecen Brian, Nathan y el que es su hermano menor. ¡Unos chicos preciosos! Sostenían un par de truchas mientras sonreían de oreja a oreja. Deberías mirarla.

—Lo haré. —Jo sonrió al imaginar a Nathan a los diez años con una trucha en la caña de pescar.

—Tú también podrías considerar la posibilidad de preparar un libro de fotografías de la isla —prosiguió Kate—. Sería maravilloso para la empresa. Sam, ¿por qué no llevas a Jo al pantano, a ese lugar donde crece el espliego? ¡Ah! También podríais pasear por el bosque; en la parte sudoeste el sendero está cubierto de pétalos. Sería una fotografía maravillosa, Jo Ellen. La vereda angosta, solitaria, con un manto de flores caídas.

Siguió hablando y ofreciendo sugerencias sin dar a Sam o Jo la oportunidad de interrumpirla. Cuando Brian entró por la puerta trasera y se sorprendió ante la agradable reunión familiar, Kate le sonrió.

—Enseguida saldremos de aquí, querido. Jo y Sam trazaban un recorrido por la isla para que tu hermana tome fotografías. Será mejor que os pongáis en marcha. —Kate se levantó y cogió la bolsa de la cámara dejo—. Ja sé que eres muy detallista con respecto a la luz y todas esas cosas. Estoy impaciente por ver tu obra. Marchaos ahora mismo, antes de que Brian os eche. Sam, si tienes oportunidad, lleva a Jo al lugar donde unas gaviotas acaban de salir del cascarón. ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho!

Sam se levantó de mala gana, y Kate siguió hablando hasta que consiguió que ambos abandonaran la cocina.

—¿Qué ha sido eso, Kate? —preguntó Brian.

—Eso, con un poquito de suerte, será el principio de algo.

—Cuando se hayan alejado unos metros de la casa, cada uno tomará su camino.

—No —replicó Kate mientras se dirigía hacia el teléfono para atender una llamada—, porque ninguno de los dos querrá ser el primero en dar ese paso. Mientras esperan que el otro cambie de ruta, continuarán juntos para variar. Buenos días —dijo al descolgar el auricular—. Habla con la posada de Sanctuary. —La sonrisa se borró de su rostro—. Lo siento. Sí, sí, por supuesto. —Cogió un lápiz y anotó algo—. Desde luego, efectuaré las llamadas oportunas. No se preocupe; la isla es muy pequeña. Lo ayudaremos en todo lo que podamos, señor Peters. Enseguida pasaré por su cabaña. No, no, está bien. Salgo para allá.

—¿Se queja otra vez de que los mosquitos entran en la casa a pesar del alambre? —preguntó Brian, si bien sospechaba que el asunto era más grave.

—Los Peters alquilaron la cabaña Wild Horse Cove junto con unos amigos. El señor Peters no consigue localizar a su esposa.

Brian sintió una punzada de miedo. No logró hacerla desaparecer pero consideró que era una reacción exagerada.

—Kate, todavía no son las siete de la mañana. Es probable que se levantara temprano y saliera a pasear.

—Lleva casi una hora buscándola. Encontró sus zapatos en la arena, cerca de la orilla. —Se mesó el cabello con angustia—. En fin, tal vez tengas razón, pero ese hombre está muy preocupado. Me reuniré con él para tranquilizarlo e intentar localizarla. —Consiguió esbozar una leve sonrisa—. Lo siento, querido, pero tendré que despertar a Lexy para que sirva el desayuno en mi lugar. Es probable que se enfade.

—Lexy no me inquieta, Kate —repuso Brian mientras su prima se dirigía a la puerta—. Avísame cuando la señora Peters vuelva a su casa, por favor.

—¡Por supuesto! Apuesto a que ya ha regresado cuando yo llegue.

Sin embargo, no había regresado. A mediodía, otras personas compartieron la preocupación de Tom Peters. Se unieron a la búsqueda los lugareños y los ocupantes de las cabañas, entre ellos Nathan, que había visto un par de veces a Tom y Susan Peters. Mientras los demás inspeccionaban la playa y la ensenada, concentró su atención en el espacio que separaba su cabaña de Wild Horse Cove. Había apenas un kilómetro entre ambas. Después de rastrear con lentitud la zona arbolada, llegó a la arena, donde advirtió las pisadas de otros que habían buscado allí.

Aun a sabiendas de que era inútil, trepó por las dunas. El bajío estaba retirado, pero sin duda ya lo habrían recorrido media docena de veces otros miembros del grupo. Miró hacia allí y distinguió la figura de un hombre que se paseaba de arriba abajo.

—¿Nathan?

Al oír su nombre se volvió y vio a Jo subir por la pendiente; le tendió una mano para ayudarla.

—Acabo de pasar por tu cabaña —dijo ella—. Veo que ya estás enterado.

—Ese de allí abajo debe de ser el marido. Lo he visto un par de veces.

—Tom Peters. He recorrido toda la isla. Esta mañana salí para trabajar alrededor de las siete. Un chico de los Pendleton nos buscó durante una hora para avisarnos. Dijo que los zapatos de la mujer estaban en la orilla.

—Eso me han contado.

—La gente sospecha que tal vez decidió nadar un rato y… La corriente es bastante suave, pero si sufrió un calambre o se internó demasiado…

Nathan ya se había planteado tal posibilidad.

—Es posible, pero entonces la corriente la habría arrastrado hasta la playa.

—Tal vez. Si la marea la llevó mar adentro, cabe la posibilidad de que el cuerpo aparezca dentro de unas horas. Así ocurrió cuando se ahogó Barry Fitzsimmons. Entonces teníamos unos diecisiete años. Era un buen nadador. Decidió nadar solo, y de noche, durante una fiesta en la playa. Había bebido mucho. Lo encontraron a la mañana siguiente, al bajar la marea, a un kilómetro y medio del lugar donde entró en el mar.

Nathan miró hacia el sur, donde las olas eran más bravas. Pensó en su hermano Kyle, que había perecido en las aguas del Mediterráneo.

—En ese caso, ¿dónde está su ropa?

—¿Qué?

—Supongo que si decidió darse un chapuzón, se quitaría la ropa.

—Es cierto. De todos modos tal vez bajó a la playa en traje de baño.

—¿Sin una toalla? —En su opinión, carecía de sentido—. No sé si alguien habrá preguntado al marido qué llevaba puesto al salir de casa. Hablaré con él.

—Creo que no deberíamos molestarlo.

—Está solo y preocupado. —Nathan comenzó a descender sin soltar la mano de Jo—. O tal vez discutió con su mujer, la mató y escondió el cadáver.

—Eso es ridículo. Es un hombre normal.

—A veces los hombres normales hacen cosas increíbles.

Mientras se acercaban, Nathan observó a Tom Peters. Cerca de los treinta años, calculó, alrededor de uno setenta de estatura. Vestía unos pantalones cortos arrugados y una camisa blanca sencilla. Apuesto a que va al gimnasio tres o cuatro veces por semana, pensó. Lucía un ligero bronceado, y la barba incipiente le confería un aspecto descuidado. Tenía el pelo castaño, bien cortado.

Cuando Peters levantó la vista, Nathan advirtió en sus ojos una expresión de enfermizo temor.

—Señor Peters. Tom.

—Ya no sé dónde buscar ni qué hacer. —Se le saltaron las lágrimas y parpadeó para contenerlas—. Mis amigos han decidido rastrear el otro lado de la isla. Yo he tenido que volver aquí; no he podido evitarlo.

—Debe descansar. —Jo lo tomó del brazo con suavidad—. ¿Por qué no vamos a su cabaña? Le prepararé un poco de café.

—No; no puedo alejarme. Ella vino aquí. Bajó anoche. Discutimos. ¡Oh, mi Dios, fue por una estupidez! ¿Por qué discutimos? —Se cubrió la cara con las manos—. Ella quiere que compremos una casa, pero no nos lo podemos permitir. Traté de explicárselo, pero se negó a escucharme. Cuando se marchó hecha una furia, me sentí aliviado y pensé: «Bueno, ahora por lo menos podré dormir un rato».

—Tal vez decidiera nadar para tranquilizarse un poco —sugirió Nathan.

—¿Susan? —Tom lanzó una corta carcajada—. ¿Nadar sola y de noche? Me extrañaría. De todos modos nunca permite que el agua le cubra más arriba de las rodillas. No le gusta bañarse en el mar.

»Ya sé que la gente sospecha que tal vez se ahogó, Pero es imposible. Le encanta sentarse para mirar el mar, pero se niega a zambullirse en el agua. ¿Dónde demonios estará? ¡Maldita sea, Susan! Esta es una manera diabólica de asustarme para convencerme de que compremos una casa. Debo moverme, seguir buscándola… No puedo permanecer aquí parado.

Salió corriendo hacia las dunas y, a medida que ascendía, provocaba pequeñas avalanchas de arena que cubrieron a Jo y Nathan.

—¿Crees que se trata de eso? ¿Que pretende asustarlo porque está enojada?

—Esperemos que sea eso. Ven. —Le rodeó la cintura con el brazo—. Tomaremos el camino más largo hacia mi cabaña. Después descansaremos un rato.

—Me sentará bien descansar.

Mientras andaban entre las dunas de la orilla y las más altas, donde los tamariscos estabilizaban la arena, se levantó el viento. La playa estaba llena de rastros; las marcas de cangrejos, las huellas de los patos salvajes, además de las pisadas de hombres. Dentro de poco la brisa las borraría todas.

¿Yo habría caminado por aquí sola en la oscuridad?, se preguntó Jo. La noche había sido clara, y una playa solitaria atraía tanto a las personas preocupadas como a las satisfechas. El aire debía de ser fresco.

—Debió de dejar los zapatos allí abajo —consideró Jo—. Si quería caminar, tal vez siguió la línea de la costa. Creo que es lo más probable.

Se volvió para contemplar los montículos que se alzaban junto al mar. El viento levantaba la arena y llenaba de espuma las olas.

—Tal vez ya la han encontrado —conjeturó Nathan al tiempo que apoyaba una mano sobre el hombro de Jo—. En cuanto lleguemos a la cabaña telefonearemos para informarnos.

—¿A qué otra parte pudo haber ido? —Jo observó la zona interior de la isla, donde las dunas se elevaban implacables en suaves curvas hacia los árboles—. Habría sido una estupidez que se internara en el bosque… Se habría perdido el espectáculo de la luna… y habría necesitado los zapatos. ¿Crees posible que la rabia la impulsara a huir para que su marido se preocupara?

—No lo sé. Algunas personas casadas actúan de forma extraña.

—¿A ti te ocurrió? —Se volvió para observarle el rostro—. ¿Hiciste cosas crueles y tontas cuando estabas casado?

—Posiblemente. —Se colocó detrás de las orejas el pelo que el viento le echaba sobre la cara—. Estoy seguro de que mi ex esposa te proporcionaría una larga lista de las estupideces que cometí.

—Por lo general el matrimonio es un error. Es inevitable que uno se apoye en exceso en el otro, no le haga caso o se irrite por verlo cada día.

—Me parece un comentario demasiado cínico para alguien que nunca ha estado casado.

—He observado a las parejas; es lo que suelo hacer: observar.

—Porque es menos arriesgado que participar.

Una vez más ella se volvió.

—Qué más da. Si ella ha planeado todo esto para hacer sufrir a su marido, ¿crees que él la perdonará? Apuesto a que sí —respondió ella misma—. Seguro que se arrojará a sus pies, sollozando de alivio, y le comprará la maldita casa. Entonces ella se habrá salido con la suya después de hacerle pasar un verdadero infierno.

Nathan observó cómo la rabia confería brillo a sus ojos y color a sus mejillas.

—Tal vez tengas razón. —Había quedado fascinado al observar cómo había pasado en un abrir y cerrar de los de la preocupación a la condena—. En todo caso, achacas un carácter calculador a una mujer a quien ni siquiera conoces.

—Pero he conocido a otras como ella. Mi madre, Ginny, personas que hacen cuanto les viene en gana sin importarles las consecuencias ni el dolor que puedan causar a los demás. Estoy harta de las actitudes egoístas.

Había hablado con una enorme pena. Su dolor traspasó a Nathan. Debo decírselo, pensó. No podía seguir arrinconándolo, por más que había luchado para convencerse de que sería mejor para los dos.

Tal vez la desaparición de Susan Peters constituía una señal, un presagio. Si él creyera en esas cosas… En todo caso, en algún momento tendría que decir a Jo lo que sabía.

—¿Sería ella lo bastante fuerte para soportarlo? ¿O la destrozaría?

—Entremos, Jo Ellen.

—Sí. —Cruzó los brazos cuando las nubes ocultaron el sol y el viento comenzó a aullar amenazador—. ¿Por qué demonios nos preocupamos por una desconocida que es desaprensiva como para hacer sufrir así a su marido y sus amigos?

—Porque está perdida, Jo, de una manera u otra.

—¿Y quién no lo está? —murmuró ella.

Puedo esperar un día más, se dijo Nathan. Podía esperar hasta que encontraran a Susan Peters. Si él desafiaba a los dioses retrasándolo otro día antes de destrozar la vida de ambos, estaba dispuesto a pagar el precio.

¿Acaso sería mayor que el que ya había pagado?

Cuando tuviera la certeza de que Jo era lo bastante fuerte, de que estaba en condiciones de escuchar la verdad, le revelaría el ominoso secreto que sólo él conocía.

Annabelle nunca abandonó Desire. La asesinaron en el bosque al oeste de Sanctuary, durante una noche de verano, bajo la luna llena. David Delaney, el padre a quien él quiso, admiró y respetó, fue su asesino.

Jo vio un relámpago y la cortina de lluvia que se formaba a lo lejos, sobre el mar.

—Pronto estallará la tormenta —anunció.

—Lo sé.