14 - El amargo final
HABÍA UN AIRE de enorme preocupación en la ancha Cara de la camarada Valentina.
Nick: tomó aliento e imperativamente y por medio de señas le indicó que retrocediese.
Valentina le vio a su vez. Y aunque la distancia era casi de media manzana, Nick pudo observar la luz de gozo y alivio en sus ojos; pero ella no hizo caso del imperativo ademán de su camarada.
Nick fue prontamente hacia Valentina, andando a lo largo de la fachada del edificio, reuniéndose con ella más allá de la puerta de la oficina.
—¡Le pedí que no se mostrase, Valya! —susurró urgentemente Nick—. Habrá jaleo. ¡Regrese… por favor!
—¡Cállese, camarada! —dijo agudamente Valentina—. Oí el ruido, y me inquieté por usted. Su pierna Sangra. Pero atenderemos eso después, ¿no? Ellos nos estarán esperando. Por tanto sólo hay una cosa que hacer, y es visitarles.
Examinó la puerta.
—Creo Que tendremos dificultades con las puertas, metálicas. Ésta es nuestra única entrada.
Nick hizo una seña afirmativa.
—Así lo creo yo, también. Pero mi intención es entrar solo —observó que la mandíbula de Valentina se endurecía, y resolvió no insistir.
Era una pérdida de tiempo, de cualquier modo.
—Espero —dijo en vez de ello—, que usted pueda agacharse con la misma rapidez con que dispara.
Probó la puerta parecía firme como una roca, y muy fuerte.
—Apártese, tendré que destrozar la cerradura. —Sacó la «Luger» mientras hablaba. Valentina hizo un gesto de contrariedad.
—Conserve sus balas, camarada —rugió—. Puede necesitarlas luego.
Dio una repentina carrerilla, retrocediendo hacia el borde de la acera y avanzó estruendosamente con un inmenso hombro vuelto hacia la puerta. Su enorme cuerpo embistió la gruesa madera como un vigoroso toro. La tabla tembló, vibró, y saltaron pequeñas astillas…, pero aguantó.
—¡Bah! —dijo airadamente Valentina, retrocediendo de nuevo—. Debo estar un poco falta de práctica.
Nick la miraba boquiabierto, demasiado asombrado para hablar, fascinado por el espectáculo, a pesar del peligro que pudiera haber detrás de la puerta. Otra vez Valentina agachó la cabeza y arremetió, como un, ariete. ¡Pam! La puerta saltó con un quebrantador estruendo, seguido casi instantáneamente de un estallido y un grito de apenado asombro. Valentina permaneció en el umbral por un fugaz momento, y enseguida avanzó impetuosamente como un guisante gigante saltando con golpe seco de una gigantesca vaina.
Nick se apelotonó detrás de Valentina, reprimiendo un impetuoso deseo de reír, y miró con atención a lo que podía ver más allá de los enormes hombros de la camarada. Vio una estancia bastante espaciosa, separada del resto del almacén por un alto tabique, y había señales de haber sido recientemente usada como despacho. Había dos hombres a pocos pasos de Valentina y más o menos a ambos lados. Eran fieros púgiles a los cuales nunca había visto; hermanos sustitutos, sin duda, y de desagradable aspecto hasta en su desconcierto. Uno estaba situado a medio camino de la puerta, con una expresión de aturdida incredulidad en su tosco rostro de luchador; y el otro sostenía una pistola que apuntaba a Valentina con incertidumbre y vacilación.
—¡Aparte eso de mí! —rugió airadamente Valentina, y movió una mano igual que una pala con garfios impelida por un motor de retropropulsión.
La mano de la camarada Valentina sujetó fuertemente la mano armada del individuo, y dio una vuelta sin esfuerzo. La muñeca y el codo del hombre tomaron de repente incompatibles posturas y la pistola se escurrió de sus separados dedos mientras aullaba por el terrible dolor. Su rostro era una máscara de tormento y rabia. Con un esfuerzo sobrehumano, torció el cuerpo de repente y libertó la mano. Con su otra mano útil golpeó furiosamente él cuello de Valentina y su pierna se levantó para dar una maligna patada. Valentina permaneció como una enorme y elástica montaña, completamente inamovible por los golpes del hombre pero extendiendo sus brazos igual que boas constrictoras.
—¡Basta! —gruñó, y agarró la pierna del hombre.
Nick estaba tan fascinado por la acción de Valentina que casi le pasó desapercibido el movimiento a su espalda. Pero lo vio justamente a tiempo. Un largo y flaco brazo salió ligeramente de debajo de una tabla de la estropeada puerta y trató de coger la pistola. Nick se agachó, dio un gran salto, y lanzó todo el peso de su cuerpo sobre la puerta y el hombre. Hubo un fuerte crujido, y la mano cesó de moverse hacia la pistola. Por fortuna, Nick dejó caer la culata de la «Luger» con fuerza contra la inclinada sien del hombre.
—¡Bien, camarada! —rugió Valentina, a pesar de lo atareada que estaba. Tenía a su víctima levantada en vilo y la estaba haciendo girar como un lazo. Un par de vueltas más y…
Nick se agachó para esquivar el cuerpo volador, y mientras lo hacía percibió un furtivo movimiento más allá de la entornada puerta que conducía al interior del almacén. Se agachó todavía más, apretó el dedo en el gatillo, y permaneció a la expectativa.
La puerta se abrió de repente. Nick no tardó ni un Segundo en fijar el blanco antes de dirigir la puntería, y enseguida hizo tres rápidos y mortíferos disparos sobre el hombre cuyo puntapié había hecho que la puerta se abriese del todo.
El hermano Georgi cayó como una piedra.
—¡Bien, allá va! —rugió Valentina, y soltó a su víctima.
El hombre rodó por el aire y dio contra la sólida pared delantera con un impacto que pareció enviar ondas trepidantes a través de la sala. Su cuerpo se contrajo en el suelo, rodó aún con el ímpetu de la caída, y luego quedó inmóvil. Nick notó que su cabeza estaba seriamente abollada; el hombre no volvería a servirse de ella.
Valentina estaba poniendo en orden sus revueltos cabellos en su grande y redonda cabeza, y enderezando las abultadas extensiones del vestido.
—Muy bien hecho —dijo Nick con aprobación, pasando más allá de la abultada figura de Valentina y los caídos cuerpos, en dirección al ancho pasillo en el cual yacía el hermano Georgi.
Entró en el corredor cautelosamente. Comunicaba al fondo, con otra sala al parecer mucho más grande, débilmente alumbrada y llena de pilas de cajas. No pudo ver señal de movimiento, ni percibirlo, pero los pelos de la nuca, se le estaban erizando; esa sensación le era ya familiar, por haberla experimentado muchas veces antes, y era indicio de que le aguardaba algo desagradable. Valentina, moviéndose pesadamente, se unió a él, sacando una maciza automática de alguna parte de los pliegues de su vestido. Juntos, atisbaron desde la oscuridad, hacia el final del pasillo.
—Eso tiene mal aspecto —susurró Valentina—. Está, oscuro y lleno de escondrijos. Muy tranquilo, además… ¿Una trampa? ¿O, quizá los otros se han marchado?
—Tal vez, pero no lo creo. Quédese aquí detrás y protéjame, ¿quiere? Voy a ver lo que hay ahí dentro. No, no, Valya. —Nick rechazó a Valentina suavemente—. Uno de nosotros debe quedarse atrás hasta que sepamos lo que nos espera. Y pienso que quizá yo sea el blanco más difícil —le sonrió y afectuosamente le dio unas palmaditas en el hombro—. Empiece a disparar en el momento en que yo eche a correr. Pero, por amor de Dios… ¡dirija la puntería por encima de mi cabeza!
—No soy una aficionada, camarada —dijo secamente Valentina. Y entonces sonrió de repente—. Adelante, pues, Tomska… y buena suerte.
Nick se apartó de Valentina, con la «Luger» crispándose en su mano, y avanzó de lado a lo largo de la pared. Todos sus sentidos estaban tensos ante el peligro, y cuando oyó el leve rumor en alguna parte de la estancia, delante de él, se agachó y corrió en un rápido zigzag hacia el final del pasillo. Una pistola rugió vivamente a su espalda. Una bala… dos… tres… pasaron por encima de su cabeza y dieron en las cajas apiladas en la sombra. La cuarta y la quinta procedían del frente y silbaron horriblemente cerca de sus oídos. Llegó al final del pasillo mientras las pistolas rugían de nuevo, cruzándose sus mortíferas cargas. Lanzándose de un salto, disparó rápidamente sobre los fogonazos que salían de las cajas. Una alta pila de cartones basculó ladeándose, y cayó; y el hambre que estaba agazapado se agachó rápidamente mientras la réplica de Nick rasaba la cima de la caja y se metía en otra jaula detrás de ella.
Esperó un momento, agachado, y vio el brazo del pistolero impeler el arma por el lado de la caja. Dos disparos cantaron a un tiempo, y el tiro de Nick no dio en el blanco. El otro aventó su mejilla con un ardiente y doloroso soplo, y Nick se revolvió como si le hubiesen dado un latigazo. Su mano dio con una sólida jaula para mercancías; se revolvió de nuevo y se agazapó detrás de ella agradecidamente, sintiendo el caliente escozor de la sangre en la cara.
—¡Ah! —una voz gutural dio un gruñido de triunfó, y dos fuertes manos se afianzaron en torno a la muñeca de Nick y La retorcieron despiadadamente.
Nick gritó involuntariamente y trató, en vano, de agarrar los dedos que sujetaban su muñeca. Una brutal torsión, y su «Luger» cayó. Blasfemó en voz baja y dio, pegando con la mano izquierda, un golpe fuerte y vivo como un cuchillo que ocasionó otro gruñido, éste no tan triunfante. Una rodilla sacudió su espalda con tal fuerza que le pareció que su espinazo iba a romperse, y los dos invisibles brazos se cerraron en torno a su cuello y apretaron.
Por segunda vez en el espacio de un cuarto de hora el mundo se arremolinó locamente y Nick sintió la muerte rondar junto a su cuello. Sólo deseó llamar a Valentina a gritos, igual que un niño pequeño llama a su madre para que lo libere de una pesadilla. Pero sabía que su garganta no podía emitir más que un gutural sonido. Luego agarró de repente dos de los gruesos dedos que apretaban su gaznate y los sacudió fieramente. Las manos se mantuvieron firmes y la presión sobre su espalda creció, pero Nick tenía un dedo agarrado con cada una de sus propias manos y si no podía fracturarlos, merecía bajar de categoría y ser reducido de su dignidad de Killmaster a simple mandadero. O a un muerto mandadero. Su garganta pedía clemencia con débiles chillidos y su cabeza vibraba como si fuese un tambor africano, golpeando brutalmente, pero él se asía de esos dedos y lentamente… lentamente… los retorcía. Cuando creyó que los tenía en la posición conveniente, hizo un repentino movimiento que casi le rompió la espalda. Los dos dedos chasquearán ruidosamente como dos ramitas secas y las manos se desprendieron de su cuello al acorde de un agudo grito.
Nick hizo girar sus caderas, doliéndole horriblemente por la herida, y golpeó la crispada cara del estrangulador con una proyección de mano cortante como el filo de un hacha. Retrocedió raudo, juntó las manos en la forma de una hoja de doble filo, y descargó con ellas un tremendo golpe contra el alargado cuello. Sin esperar a que el hombre cayese desplomado, recogió su «Luger» y disparó sobre el individuo.
Luego hubo silencio. ¿Por qué? Debiera de haber tiroteo. ¿Qué le había ocurrido al otro hombre? Nick se volvió de nuevo, su pistola todavía caliente y humeante, y la escena que vio entonces se mantuvo viva en su mente por mucho tiempo.
Fue plácida por un momento, y Nick la observó como si no tuviese parte en ella. El hombre estaba atisbando cautelosamente por el canto de la gran jaula de mercancías contigua a Nick, adelantando su pistola unos centímetros ante él y su expresión en la tenue luz, era de prevención mezclada con triunfo. Levantó la pistola.
Una grande y fornida mano avanzó y golpeó la coronilla del hombre igual que un martillo empuñado por un gigante. El hombre se tambaleó. Sus ojos se movieron extrañamente, hacia el techo. Su mano se inclinó hacia abajo y la pistola escupió una vez en el pavimento. El enorme puño golpeó otra vez y produjo un ruido semejante a la resquebrajadura de una calabaza. El hombre cayó.
Un descomunal cuerpo apareció a la vista y descubrió a Nick.
—¿Está usted bien, camarada? —preguntó ansiosamente Valentina.
—¡Dios! —dijo Nick—. ¡Muñeca, muñeca, fabulosa muñeca! Pero ¿cómo hizo usted para acercársele? ¡Y por amor de Dios, no deje que ninguno se le acerque a usted tan furtivamente!
Se levantó con dificultad y miró por encima del enorme hombro de Valentina. Todo estaba tranquilo, aunque confuso. Ni un alma parecía haber ahora por allí.
—Dejé que el hombre creyese que me había tumbado de un tiro —explicó calmosamente Valentina—. Ahora hemos de encontrar a los otros, ¿no?
—Ciertamente —convino Nick—. Aguarde un momento, sin embargo.
Sus oídos se aguzaron en el silencio. Hasta ellos llegaba débilmente rumor de movimiento, amortiguado por las paredes y la distancia. Pero era en el interior del almacén. Y parecía proceder de aquella cavernosa sala, la cual él había atisbado desde la ventana.
—Todavía están aquí —susurró—. Y atareados, supongo. Bien, vamos.
Nick pasó delante. Valentina caminaba detrás de él zarandeándose, admirablemente silenciosa para su increíble volumen.
Un almacén introducía a otro; un tabique se unía a otro; una gran pila de cajas vacías conducía a otra pila de cajas. Era como un laberinto. Pero gradualmente, los ruidos se aproximaban, o ellos se acercaban más a los ruidos. Había una separación de rumores, ahora: de alguna parte, apagadas pero fuertes pisadas descendentes; de otra, más cerca de lo que debía de ser la fachada del edificio, una especie de amortiguado rechinamiento.
Nick husmeó en la densa atmósfera. Gasolina. Debían de tener los coches cerca de allí, pensó. En silencio, él y Valentina se miraron, y siguieron a su olfato en busca del origen de las emanaciones. Pero el local estaba saturado de ellas, y era tal el laberinto de tabiques y polvorientas cajas de embalaje que ellos tendrían que pasar interminables y preciosos minutos buscando los coches, mientras que el tipo que arrastraba los pies atareadamente, detrás de otra serie de tabiques, podía concluir su quehacer y largarse calladamente, o lanzarse sobre ellos.
De nuevo hicieron un tácito acuerdo. Nick siguió avanzando con cautelosos pasos hacia el interior de la lobreguez, sintiendo, más bien que oyendo, las pisadas de Valentina a su espalda. Un momento después refrenó su marcha y se arrastró hacia delante como un felino, indicando a la corpulenta mujer que aguardase detrás, en la oscuridad. Un raudal de luz se derramaba por detrás del próximo tabique, en lo que parecía ser otro ancho pasillo, y vivaces y fuertes pisadas estaban hollando un pavimento.
Nick se pegó al tabique y escuchó las pisadas. Se acercaban invariablemente. Estiró el cuello con prevención y vio al hombre. Era al que había oído nombrar Chiang-Soo. En Una mano llevaba una negra caja grande y al parecer pesada, del tipo frecuentemente usado para transportar equipo fotográfico, y en la otra sostenía una pistola.
Nick mantuvo un dedo en, los labios advirtiendo a Valentina y dejó que el hombre pasara. Quizá fuese mejor idea observar a dónde iba con aquella caja, que no abalanzarse sobre él al momento.
Dio al hombre una ventaja de unos cuantos metros, y empleó el tiempo aprestando la «Luger». Luego fue silenciosamente tras del hombre.
Chiang-Soo siguió avanzando apresuradamente y entró en otro almacén, una estancia iluminada solo por tenues chorros de luz del día, procedentes de las pequeñas y altas ventanas. Se detuvo cerca de una puerta en un distante extremo de la sala, depositó la pesada caja… y se volvió. Por un terrible segundo miró a Nick directamente a los ojos, luego soltó un alarido que habría resucitado a todos los hermanos muertos y su pistola escupió plomo rápidamente.
Pero ya Nick estaba a distancia de donde el hombre lo había localizado, disparando a su vez con rapidez. Quería conservarlo vivo, de poder ser, porque había unas preguntas que deseaba hacer al hombre al cual consideraba como el médico brujo; por tanto, dirigió la puntería a los brazos y las piernas en vez de a un punto vulnerable.
Chiang-Soo chilló y cayó desplomado. Nick disparó otra vez, y tuvo la enorme satisfacción de ver aparecer un agujero en el hombro de Chiang-Soo. Manaba sangre de sus antebrazos y la pierna derecha yacía torcida bajo el cuerpo. Nick atravesó la sala corriendo e hizo saltar la pistola de su crispada y ensangrentada mano con un puntapié.
—¿Dónde está Chou? —inquirió Nick, consciente del acrecentado olor de gasolina y de las fuertes pisadas de Valentina que acudía a su alcance.
El hombre gruñó. De alguna parte más allá de la puerta llegó un suave zumbido de maquinaría y un metálico y machacante sonido.
—¡Esperándole! —gruñó Chiang-Soo.
—¡Bueno! —dijo Nick, y abrió la puerta de repente—. ¡Se escapa! —miró hacia otros interminables pasillos llenos de hileras de jaulas.
—¡No, no…! ¡No lo hará antes de que le mate! —rio Chiang-Soo.
La portezuela de un coche se cerró de golpe y el rugido de un motor se oyó claramente.
El semblante del chino perdió de repente su gesto desdeñoso y levantó la voz con un súbito y furioso grito, abalanzándose sobre las piernas de Nick.
Nick lo rechazó bruscamente.
—Valentina, ¿quiere vigilar a este bastardo?
—¡Con gusto, camarada! —rugió Valentina, y arrastró a Chiang-Soo hacia ella tirando de su pelo—. Él y yo tendremos una agradable conversación… ¿eh?
Nick dejó a Valentina y corrió por un pasillo, siguiendo desesperadamente el ruido del motor en marcha, que parecía amortiguarse. Se deslizó rápidamente por la más cercana abertura del tabique. ¡Por todos los diablos! ¡Otra maldita sala vacía! Pero en un extremo de ella había otra puerta, abierta de par en par, y mirando por ella pudo ver un rectángulo de luz solar. Corrió hacia allí. La puerta metálica estaba parcialmente levantada, derramando luz diurna en el interior de la espaciosa sala.
Había coches en ella y un predominante olor de gasolina. Nick corrió de prisa hacia el automóvil más cercano, un «Pobeda» negro, de aspecto familiar, y se metió en un traicionero charco de líquido que estaba echando vaho. Observó que el suelo estaba anegado. Debajo de cada tanque de gasolina, había un extendido charco… Supo antes de que lo intentase que era una causa perdida, pero abrió precipitadamente la portezuela de entrada del «Pobeda», vio las llaves del encendido, y de prisa trató de poner el coche en movimiento. El motor gimió sediento, la única cosa que marcaba era el manómetro de combustible. La aguja fluctuó ligeramente y se fijó en el punto de VACÍO.
Nick blasfemó con amargura y cruzó el resbaladizo y hediondo pavimento corriendo hacia la calle. La camioneta de tres ruedas estaba traqueteando, lejos del almacén, y a un par de manzanas de ella un «Volga» estaba girando ruidosamente, con agudos chirridos de los neumáticos, a través del paso a nivel.
Nick se lanzó al otro lado de la calle y pasó velozmente por el abandonado escondrijo de Polyansky, atravesando luego otra calle y metiéndose en el «ZIM» que estaba allí esperando. El coche se puso en marcha como un auto de carreras, y Nick lo bendijo por ello, cambiando las marchas y moviendo los pedales igual que un energúmeno. Dobló la primera esquina sobre dos ruedas, justamente a tiempo para ver al zumbante vehículo de tres ruedas torcer a través de la vía férrea y desaparecer.
Impelió al voluminoso «ZIM» hacia delante, forzándolo a alejarse velozmente del almacén, y rezó para que ya no hubiese allí hermanos que salieran de escondidos lugares hostigando a Valentina. Pero, según su cálculo, habían terminado con ellos excepto por Chou Tso-Lin, y de todos modos la camarada Valya podía aplastar a siete de un golpe.
Frenó velozmente antes de torcer a través de la vía férrea, y en aquel momento las furias de los infiernos se desataron alrededor de sus oídos. Por un instante creyó que era él el blanco, o que los coches a los que seguía habían estallado en un montón, pero mientras disminuía la velocidad, vio enseguida que el vehículo de tres ruedas corría todavía en furiosa persecución del «Volga» y que él mismo estaba aún intacto. Una descarga de estruendosas explosiones martilleó su cabeza, retumbando y resonando en un ensordecedor coro, que crecía hasta alcanzar aún más altos y terribles fragores. Paró el coche, con fuerte patinaje de las ruedas, y miró tras él.
¡El almacén! Se estaba desplomando, lanzando su techo al aire en rotos trozos, vomitando grandes pedazos de sus entrañas; se desmoronaban paredes y volaban ladrillos; enormes trozos de madera y de metal se elevaban por la calle, y caían con un clamor apenas perceptible por causa del bullicio de las detonaciones.
A Nick se le heló la sangre en las venas.
«¡Dios, Dios…! ¡Valentina!».
Tenía la portezuela del coche abierta antes de que se diese cuenta que no podía hacer nada para salvar a Valentina. Cerró la portezuela de golpe otra vez y puso el motor en marcha fieramente. Chou Tso-Lin debió de haber colocado la carga antes de escapar, por si acaso quedaban todavía pruebas para ser destruidas. Y existían tales pruebas. Al menos, habían existido.
Impelió al voluminoso «ZIM» hacia delante, por Una abandonada calle que de repente se había animado con boquiabiertos y asustados trabajadores. El «Volga» no estaba a la vista, pero Nick pudo oír el tiroteo y vio a la pequeña camioneta a lo lejos, desviándose vivamente a mano izquierda.
¡Bien! Cogería al bastardo, todavía.
Nick rechinó los dientes y apretó reciamente el acelerador. Su semblante era una máscara de odio, y dentro de él se estaba diciendo:
«¡Valentina, Valentina, Valentina! ¡Lo cogeremos, lo cogeremos, se lo prometo!».
Hizo girar el volante como si fuese una mortífera arma apuntada a un odiado enemigo y siguió al vehículo de tres ruedas hacia la calle lateral. Estaba alcanzando una milagrosa velocidad a pesar de ser un vehículo tan pequeño. Distinguió el voluminoso «Volga». De ambos vehículos salían fogonazos, tiros al azar de cada conductor demasiado atentos a la velocidad para una exacta puntería. Gradualmente, Nick se acercaba a ellos.
¡Ah! ¡El «Volga» había sido tocado! Desde casi dos manzanas de distancia vio quebrarse la portezuela posterior. El «Volga» pareció temblar y vacilar, y la camioneta lo seguía osadamente. Nick apretó el acelerador aún con más fuerza.
Algo salió volando de una ventanilla del «Volga», un objeto de forma ovalada que botó en la calzada, ante la camioneta y ascendió para chocar con ella. Nick tomó aliento y frenó. La camioneta traqueteó una vez más y saltó por el aire con un desgarrador ruido, y enseguida cayó, hecha un roto y chafado revoltijo que esparció fragmentos de rasgado metal y carne humana en muchos metros a su alrededor. Nick se desvió violentamente, y apenas vio lo que quedaba de Polyansky. El «Volga» había recobrado velocidad y estaba corriendo como si todos los demonios del infierno fuesen tras de él.
Solamente Nick iba a su alcance, y todas las fibras de su ser estaban tensas de concentrada furia. Poco a poco le ganaba terreno. Con fría calma apoyó el cañón de la «Luger» en las vítreas orlas del roto parabrisas y apretó el gatillo. El «Volga» se desvió y de repente torció a la derecha. Nick frenó bruscamente y el voluminoso «ZIM» patinó con un torpe pero eficiente chirrido. El «Volga», más pequeño, ganó preciosos metros en la maniobra y se deslizó con la velocidad de un rayo a lo largo de una calle empedrada, hacia la ancha avenida al frente. Nick enderezó el «ZIM» y lo siguió. El costado de un autobús apareció de repente frente a él. Nick frenó furiosamente otra vez, lo dejó pasar, y siguió adelante, topando casi, ya en la avenida, con una ambulancia que venía a toda velocidad hacia él.
El «Volga» se había dado buena maña. De nuevo; estaba a dos manzanas de distancia, y otra vez Nick aceleró la marcha y se lanzó tras él con la rapidez; de un cohete. Una vez más, el «Volga» se desvió. Tomó por un largo y llano camino que conducía al campo y a una veintena o más de escondidas sendas cada una con una docena de ramales, en cualquiera de los cuales un coche podía desaparecer con el tiempo suficiente para que su conductor saliera, y se ocultase, emboscándose, Nick aceleró la marcha con impaciencia e hizo un disparo por el abierto parabrisas. La bala dio en la trasera del «Volga» y rebotó.
Estaban en el camino del río, una hermosa extensión que rozaba un alto terraplén. A los turistas occidentales les encantaba. Nick podía ver sus ventajas también; y apretó fieramente el acelerador hasta que el «ZIM» alcanzó su máxima potencia. Estaba acercándose, ahora, inexorablemente, y podía ver a Chou Tso-Lin inclinado sobre el volante, asiéndolo con una desesperación que no le dejaba oportunidad para disparar.
El camino del río torcía hacia arriba, seguía brevemente junto a una pintoresca eminencia, y enseguida descendía de súbito, pero suavemente. Las ruedas delanteras del coche de Nick estaban al nivel de la trasera del «Volga». Nick se acercaba deliberadamente, con la venganza y el odio haciendo hervir su sangre. El «Volga» se acercó más a la margen del camino, avanzando de lado. Nick lo siguió. El río estaba abajo, cabrilleando a la luz del sol. El «Volga» bajó el declive chillando. Nick se acercaba más, invariablemente. Chou Tso-Lin echó una mirada de zozobra por encima del hombro. Nick estaba suficientemente cerca para mirarle a los ojos.
«¡Ahora!», —se dijo a sí mismo.
Levantó la pistola y disparó premeditadamente. El volante del «Volga» giró locamente. Chou dio un chillido de horror… y Nick arremetió contra el coche. El metal chocó con el metal y los maltratados neumáticos chillaron…
Sólo, quedó el «ZIM» en el camino. El «Volga» patinó, se volvió de costado, y se precipitó por el alto terraplén, cayendo en el tranquilo río. El grito de horror y el chapuzón perduraron en los oídos de Nick. Casi no valía la pena retroceder para mirar. Sin embargo, se detuvo, reculó, y miró abajo hacia las aguas del río.
Había grandes burbujas, nada más.
Embragó el coche y se alejó. Las sirenas ululaban en alguna parte a lo lejos, pero no significaban nada para él. Estaba pensando en un destrozado almacén y en una enorme y desproporcionada mujer con una risa que repetía ¡Ho, ho, ho, ho!, dentro de sus oídos… y en su corazón.
Apenas se daba cuenta de adónde iba, hasta que se metió en una calle cubierta de feos despojos y llena de coches, autobombas y ambulancias. Rojas llamas se elevaban todavía ligeramente hacia el cielo, pero las grandes mangueras y los vociferantes hombres parecían dominarlas.
Nick aparcó el «ZIM» y anduvo negligentemente a lo largo de la sucia calle, no haciendo caso de los hombres que trataban de detenerlo con gritos de advertencia.
—¡Ah! ¡Camarada! —Dmitri Borisovich Smirnov se separó de un grupo de funcionarios de serio aspecto y le dio unas palmadas en el hombro—. ¿Tuvo usted éxito, amigo? ¿Alcanzó al hombre?
—¡Oh, sí! —exclamó lentamente Nick, mirando a los ardientes y humeantes escombros—. Supongo que se refiere a Chou. Sí, lo alcancé. Pero está en el fondo del río. Por tanto si usted quiere interrogarlo, no está de suerte.
—Ah, bien, no importa, camarada —dijo alegremente Smirnov—. Tenemos al otro. ¡Oh, y tengo muchas noticias para usted, amigo mío! La pequeña Sonya ha estado llamando muy ansiosamente. Y Sam Harris quería que usted supiese que Ludmilla acepta con mucho gusto un combinado de vodka y champaña ¿Qué le parece eso? Y Yo… voy a preguntar a su jefe, el señor Hawk si no puedo cambiar una de mis hombres quizás el propio Ostrovsky, por usted… Entiendo que esto se hace entre los jugadores de béisbol americanos, ¿no? —rio regocijadamente y dio unos golpes a Nick en un hombro.
—Sí, pero no soy demasiado experto en béisbol.
«¡Qué estúpido resultaba ser este hombre! Charlando Sobre Ludmilla y el béisbol, cuando había ocurrido algo tan terrible…».
Se atiesó de repente.
—¿Cómo sabía que yo estaba persiguiendo a Chou?
Dmitri Smirnov arqueó sus espesas cejas con elocuente extrañeza.
—¡Pero sólo hay un medio por el cual podía saberlo! Naturalmente…
—¡Ho, ho, ho, ho!
Nick giró como si lo hubiesen pinchado. No podía ver a la mujer, pero ésa era ciertamente la increíble voz de Valentina. Atisbó a través del humo, buscando su procedencia, ignorando por completo la clara y viva expresión de esperanza pintada en su rustro y el repentino, afectuoso aire de comprensión y amistad en los irónicos y gastados ojos de Dmitri Smirnov.
—¡Ustedes son ridículos, camaradas! —rugió la enorme voz—. ¡Ni diez de ustedes me meterán en esa menuda ambulancia!
Nick la vio entonces, a través del humo, y corrió hacia ella.
La camarada Valentina estaba cerca de la portezuela de la ambulancia, desternillándose de risa. Su enorme blusa pendía en jirones y su cabeza aparecía vendada; manchas de sangre y oscuras marcas estaban esparcidas por su vestido, y su cara era una burlesca mancha redonda. Pero su persona era la vista más bella y maravillosa que él hubiese contemplado jamás.
—¡No puede ser! —gritó Nick—. ¡No puede ser usted!
—¡Ho, ho, ho, ho! ¿Quién más podría ser, camarada? —Valentina extendió sus macizos brazos—. Usted estaba angustiado, ¿eh? ¡Yo también! ¡Pero los dos estamos con vida!
Nick asió las magulladas manos de Valentina y las apretó.
—¡No es posible! ¡Yo vi saltar el edificio!
—¡Pero yo no soy un edificio! —rugió estruendosamente Valentina—. ¡Soy Valentina, un tanque humano, indestructible! Chiang-Soo estaba muy asustado y me dijo dónde estaba el sótano. ¡Pero, estropearé las cosas si le cuento eso! ¡Saludos, camarada!
—¡Saludos! —dijo Nick, y puso los brazos en torno al enorme y voluminoso cuerpo de la mujer—. ¿Tiene inconveniente en que yo le tenga un sincero y perdurable afecto, Valentina?
FIN