6 - La cuestión de los coches
—LUDMILLA…
—¡Camarada!, si me hace usted el favor —respondió fríamente Ludmilla—. Y, por favor, hemos venido aquí para comer, no para hacer un espectáculo público de nosotros.
Sam suspiró.
—No creía que el llamarla así fuese especialmente espectacular —se quejó—. Y puedo decir que cuando como, me gusta hacerlo con amigos. ¿Hay alguna razón por la cual no se pueda ser amigable?
—Soy amigable, camarada —los hermosos ojos enmarcados por clásicas facciones le miraron fijamente otra vez—. A su petición le he traído a nuestro más famoso restaurante. Fue aquí que Antonov escribió su oda, «El hombre detrás del tractor», y Petrovich ideó su teoría de la mutua relación entre la estructura molecular del átomo y la composición del Universo, y el gran Josef Malinsky explicó a sus amigos los principios del radar…
Sam se atiesó.
—¡Un momento! El radar fue inventado por un par de americanos, Taylor y Young, en 1922. Usted no puede…
Ludmilla sonrió ligeramente.
—1919, camarada Harris, Josef Malinsky. Y, para su información, en un tiempo ya tan lejano como el 1703 un hombre llamado Gurovitch se sentaba aquí en este rincón y…
—Sí, lo sé —interrumpió rudamente Sam—. Escribía la Enciclopedia Británica. Basta de esta hilaridad. Pidamos galones de vodka y champaña y pasemos a asuntos más serios.
Hizo una seña con la mano en demanda de un camarero y, cosa no usual, acudió inmediatamente uno. Ludmilla frunció los labios y oyó a Sam pedir, en perfecto ruso, una larga lista de bebidas y muy poca comida.
—Como estaba tratando de decir —empezó Sam un momento después—, usted es una muchacha muy linda con los ojos más extraordinariamente hermosos y un cuerpo realmente soberbio y… francamente, usted me hace sufrir. ¡Usted, magnífico y desperdiciado tipo de mujer!
Tragó saliva. Observó que el rostro de Ludmilla se helaba de indignación, y esperó a que el confortante licor desatase el nudo de tensión y frustración que habla estado haciéndose dentro suyo.
«Información: nada».
«Ludmilla: no se habla llegado a ninguna parte».
«Éxito de la misión: cero».
—Es ne kulturny por su parte dejarme beber solo, camarada —dijo, y llenó el vaso de Ludmilla con vodka de la enorme garrafa—. ¡Para días mejores, y que los veamos pronto!
Bebió otra vez
«¡Maldita sea esta vana misión!».
Mientras bebía y ponderaba su fracaso, se preguntó qué se habría hecho de Carter y hasta qué punto estaría teniendo buen éxito. ¿Qué estaría haciendo…?
Carter atravesó la Plaza Chekhov. Su paso era ligero, su corazón más alegre… hasta que se dio cuenta que estaba en la manzana de aquel raso edificio y todavía lejos de la solución. Rodeó un aparcado «Volga» hurtando, el cuerpo y vio que había dos hombres sentados en su interior, esperando; al parecer, tan cansados de la vida que hasta la conversación era un esfuerzo.
Reflexionó brevemente acerca de ello y lo desechó, guardándolo en el fondo de su mente. Esta vez, resolvió, iba a mirar al edificio con diferentes ojos; olvidándose de buscar hilos metálicos exteriores hábilmente encubiertos y concentrándose en encontrar una entrada.
A pesar de ser un edificio supuestamente en restauración, mostraba escasas señales de vida. No parecía haber actividad de construcción en absoluto, y las grandes puertas principales estaban tan obstruidas por tablones que nadie entraba nunca por ellas. De vez en cuando, como había observado durante los últimos días, hombres indescriptibles solían penetrar por una puerta lateral y eran tragados por una serie de puertas interiores. Indudablemente dentro había guardianes; alguien abría y cerraba las puertas tras los visitantes.
Consideró las posibilidades. No había muchas. Puertas macizas, ventanas de altas rejas, y guardianes armados. Quizá, el tejado, de noche… Un disfraz de alguna clase, como un guardián o un trabajador o hasta como un curioso transeúnte entrando casualmente en el edificio… Inútil. De algún modo tendría que entrar a hurtadillas de noche.
Bien, volvería.
Nick se desvió y cruzó de nuevo hacia la plaza.
Casi inconscientemente, miró para ver si las personas de dentro del «Volga» estaban todavía esperando.
Y así era, pero mientras Nick pasaba, a una distancia de unos cuantos coches, el motor ronroneó y el vehículo salió del lugar de aparcamiento, reculando. Aún había sólo dos hombres dentro del coche. No habían recogido a nadie, al fin y al cabo.
Otro «Volga» ocupó el sitio del que acababa de arrancar. Nick siguió andando hacia la blanda hierba de la plaza y se detuvo bajo un umbroso árbol para encender un picante cigarrillo ruso. Algún impulso le hizo volverse ligeramente, de modo que pudiera ver la hilera de coches aparcados. El segundo «Volga» estaba todavía allí con sus pasajeros también inmóviles. Desde donde se hallaba, Nick pudo ver que el conductor se reclinaba, como si se preparase para una espera algo larga. Su acompañante estaba hurgándose las narices contemplativamente como si él, igualmente, no tuviera nada más que hacer.
«Interesante», —pensó Nick—. «Igual que el “ZIL” de ayer. Y quizá otros antes. Los coches van y vienen, pero sus ocupantes no se mueven».
Resolvió quedarse un rato para ver si esto era casualidad o regla. Le parecía, ahora que rememoraba, que había habido un coche aparcado con gente dentro de él todas las veces que había atravesado la pinza.
Ivan Kokoschka se sentó sobre la hierba y se apoyó en el árbol. Desde donde estaba cómodamente recostado podía ver todos los coches aparcados. Sus ojos parecían únicamente examinar el manuscrito que había sacado de la cartera y su lápiz hacía ocasionales signos en las páginas, pero la novela de Ivan era la última cosa que tenía en consideración.
Los coches pasaban y se amontonaban, buscando espacio para aparcar. Uno o dos arrancaron y otros ocuparon sus sitios. El «Volga» y sus ocupantes permanecieron donde estaban.
Cuarenta minutos después, un luciente «ZIM» se metió en un sitio recién desocupado. El «Volga» arrancó.
Los dos hombres que iban en el «ZIM» no salieron.
«A una manzana de distancia del edificio de la Oficina de Información Rusa… Ciertamente era extraño».
Pasaron otros cuarenta minutos. Se repitió la operación. El «ZIM» arrancó majestuosamente y un pequeño «Moskvitch» entró traqueteando. Iban dos hombres en él. No se apearon.
Pensativamente, Nick encendió otro cigarrillo.
«¡Esto era! Allí estaba la oportunidad que había estado buscando y esperando».
Tenía un baladí y único instrumento para usar, y ése era el pequeño cartón escondido en su cinturón. Por primera vez en muchos años tenía que arreglárselas sin Wilhelmina, Hugo y Pierre. En vez de una «Luger», un puñal y una bolita de gas letal, tenía… un cartón. En vez de poder comprar un coche, alquilar uno para su propio uso particular, o hacer señas a un taxi para ir a donde quisiera, estaba en un país donde los coches sólo son entregados después de muchos meses de espera, donde alquilar uno es inaudito, y los taxistas están completamente inhabituados a indicaciones como: «¡Siga ese coche!»… «¡Veinte pavos adicionales para usted si no lo pierde!»…
«Por supuesto, la Policía…».
El cartón. Ese pedazo de cartulina plastificada, escondido en la fuerte correa de los pantalones de Ivan meses antes, cuando Tom Slade había empezado la impostura de Kokoschka. Era inservible para toda acción realmente importante, pero algún perspicaz muchacho de la sección de Documentos había juzgado que podía ser útil en una emergencia.
Nick aplastó el cigarrillo y se levantó con presteza. Si el patrón de cuarenta minutos iba a ser estable tenía que encontrar un taxi libre antes de media hora, y ése no era un espacio de tiempo demasiado largo en Moscú.
Su rápido paso le llevó a través de la plaza, lejos de la hilera de aparcados coches, hacia una ancha avenida donde la oportunidad era probable que fuese mejor.
Veinticinco minutos después, en la puerta de uno de los grandes hoteles, Nick estaba todavía buscando. Iba a desistir y esperar una mejor ocasión, cuando un «Volga» de color canela, con una franja a cuadros en torno al cuerpo del vehículo paró en espera del cambio de luces de un semáforo, a una manzana de distancia. La luz del taxi era verde; estaba libre. Nick corrió hacia el coche como un atleta de los Juegos Olímpicos y abrió la portezuela en el momento en que la luz del tráfico cambiaba.
El conductor se volvió y le miró enfurecido.
—Estoy libre de servicio, camarada, y me voy a casa —dijo airadamente.
—Usted está de servicio, camarada, e irá a donde yo le diga —respondió Nick con voz gruñona.
Su mano se deslizó hacia el cinturón y con habilidad extrajo la cartulina. La metió bajo las narices del conductor y dijo:
—Dese prisa. Al lado norte de la Plaza Chekhov, ¡inmediatamente!
—¡Si, por supuesto, camarada!
El conductor cambió de velocidad ruidosamente y dobló la siguiente esquina sobre dos ruedas. Las tarjetas de la MVD tienen una especial manera de producir tales efectos, aun cuando sean falseadas. Y ésta era una excelente imitación.
El taxi corría aprisa hacia la Plaza Chekhov. Bien, estaría allí a tiempo.
—Ahora vaya más despacio, camarada —profirió vivamente Nick, de un modo incisivo—. Por supuesto, no deseo ser visto. Bien. Pare. Deje el motor en marcha. Hay un «Moskvitch» de color verde oscuro en el aparcamiento. Cuando se vaya, usted lo seguirá. ¿Comprende?
El conductor hizo una seña afirmativa.
—Comprendo… Camarada, soy padre de familia…
—Yo también —mintió Nick—. No hay cuidado —así lo esperaba—. Aguarde hasta que le diga, y entonces siga al coche a una discreta distancia.
Un minuto después el «Moskvitch» arrancaba.
—Póngase en marcha despacio —ordenó Nick—. Doble la esquina con suavidad y deje que él se aleje.
El conductor te obedeció como hombre acostumbrado a obedecer.
—Ahora.
Él «Volga» se deslizó detrás del «Moskvitch».
—No demasiado cerca —advirtió Nick, y atisbó rápidamente por la ventanilla trasera.
El «Pobeda» que había estado esperando a que el «Moskvitch» arrancara, había ocupado su sitio. No salió nadie. Bien. El tiempo estaba definitivamente establecido. La única interrogación era: ¿qué podía significar?
Nick se retrepó en el asiento y reflexionó.
«Debía de haber un micrófono oculto en alguna parte dentro de aquel edificio, alguna clase de diminuto transmisor que estaba emitiendo una señal para ser captada en alguna otra parte. Y debía de ser un aparato muy especial y pequeño, para emitir una señal que no pudiera ser detectada por los técnicos rusos y sin embargo pudiese ser captada por los radioescuchas de la estación receptora… donde quiera que estuviese. Parecía muy improbable que la rol de coches tuviese algo que ver con la interceptación de la señal por derivación de parte de la corriente; pero por otro lado, tenía que haber alguna explicación. Y posiblemente una relación. Cara un poco de suerte, el pequeño “Moskvitch” que iba delante proporcionaría algún indicio».
El conductor del coche de Nick blasfemó y cortó por entre otro taxi y un camión. Una manzana adelante, el «Moskvitch» repentinamente dobló a la derecha y subió como una flecha por una calle lateral.
—No lo pierda, camarada —dijo Nick en tono amenazante—. De otro modo… —Nick dejó que sus palabras se extinguiesen con un siniestro siseo.
El conductor percibió la intención. Siguió al otro coche como si su propia vida dependiese de ello, lo cual quizás había pensado que así era.
El creciente tráfico hacía la persecución más difícil y sin embargo más operativa, porque había por allí muchos taxis y la totalidad de los chóferes estaban conduciendo como alegres locos. El conductor del «Moskvitch» no era probable que sospechase que le estaban siguiendo, aun cuando estaba tomando un camino tan tortuoso que las probabilidades eran de que lo considerase. Finalmente el «Moskvitch» rodó más despacio hasta detenerse en una calle con anticuadas tiendas y quebrantados edificios para despachos, en ambos lados.
—Siga adelante —ordenó vivamente Nick—. Doble la esquina y entonces pare. Pero mantenga el motor en marcha.
Observó que un hombre con una abultada cartera de diplomático salía del coche y atravesaba la calle hacia un edificio de tres pisos con un pequeño escaparate a nivel de la calle. Luego el segundo hombre salió del «Moskvitch», lo cerró con llave, se encaminó despacio a un «Pobeda» negro parado a varios metros de distancia y se metió en el asiento del conductor.
Y estuvo esperando.
Pasaron los minutos.
El taxista se agitó inquieto en su asiento.
—Camarada, es habitual ahorrar combustible…
—Veo que ya se da cuenta de que estamos haciendo algo que no es habitual —soltó Nick—. Haga lo que le digo y mantenga el motor funcionando. Se le pagará por ello.
—Ah. No había pensado…
—Es mejor que no piense en absoluto. Y usted no hablará sobre esto después. A nadie. ¿Comprende?
La cabeza del conductor se movió con vigorosas sacudidas.
—Por supuesto, camarada. Mis labios están sellados.
—Más vale que lo estén.
Diez minutos después otro hombre con una abultada cartera de diplomático salió de la puerta contigua al escaparate del piso bajo y se metió en el «Pobeda» que estaba esperando. Inmediatamente, el coche partió.
—¿Lo seguimos?
—No. Conduzca despacio alrededor de la manzana y retroceda más allá de ese edificio. No pare mientras pasamos. Cuando haya hecho eso me llevará de vuelta por un camino directo y me dejará a una manzana al norte de la Plaza Chekhov.
Mientras pasaban por delante del edificio en el cual había entrado el hombre con su cartera de diplomático, Nick lo examinó con considerable interés.
El escaparate del piso bajo mostraba una mescolanza de objetos de latón y quimonos de seda de vivos colores. El letrero del escaparate, y la inscripción de encima de la puerta de entrada del edificio, decían: «Harbin y Chengtu, Compañía Mercantil. Artículos para Regalos Orientales».
El hombre que estaba en la entrada de la tienda, observándoles mientras pasaban parecía ser más bien tártaro que chino. Y lo mismo podía decirse de todos los otros hombres que Nick había estado observando continuamente en los coches. Podían fácilmente pasar por rusos. Quizás era por eso que habían sido escogidos.