13 - Preludio de desastre
NICK EMPUJÓ EL CUERPO de Volgin a un lado con una ferocidad que estaba concentrada sobre la figura asesina al otro lado del quebrado parabrisas, y agarró el volante con su única mano libre. Lo sujetó, lo hizo girar precipitadamente, y apuntó al hombre, no con la «Luger», sino con la inmensa arma que era el atronador «ZIM». Oyó un rugido de rabia a su espalda y sintió que una bala pasaba cerca de su mejilla zumbando.
—Calma, Valya —tuvo tiempo para susurrar, e hizo girar el volante otra vez.
Rostro y metralleta, aparecían enormes frente a él, mientras las ruedas delanteras del coche traqueteaban sobre la acera. El hombre, ¡era el hermano Sergei!, soltó el arma con un grito de terror y echó el cuerpo a un lado intentando escapar. Por un segundo corrió como un aterrorizado cangrejo. Y enseguida Nick percibió el impacto y se alegró. El hermano Sergei fue lanzado al aire… cayó… y desapareció. El voluminoso «ZIM» traqueteó espantosamente y surcó la ancha acera. Una maciza pared apareció al frente.
Nick hizo girar el volante frenéticamente y apartó las flácidas piernas de Volgin a patadas para encontrar el freno. ¡Dios! Su pie hizo fuerte presión y el voluminoso coche paró con una tremenda sacudida. Nick giró rápidamente, vio el quebrantado cuerpo tendido sobre la acera con las piernas y los brazos abiertos; y vio a la camarada Valentina disparando aprisa desde una ventanilla sobre un pequeño «Moskvitch» que estaba haciendo un penoso viraje para huir, mientras de sus ventanillas surgían disparos.
Nick saltó del coche y agachándose, lanzó el mortífero mensaje de la «Luger» tras los fugitivos: Aun con dos neumáticos deshinchados, estaban cogiendo velocidad.
Sabía que era inútil tratar de perseguirles con el «ZIM». Una breve detención era todo lo que necesitaban.
—¡Persista, camarada! —gritó a Valentina, y corrió tras el bamboleante coche en una zigzagueante carrera.
Disparaba mientras corría, procurando acertar en el depósito de gasolina, pero el «Moskvitch» habla aumentado la velocidad y los primeros dos tiros de Nick erraron. El tercero le salió alto, pero penetró por la ventanilla trasera.
El coche se bamboleaba exageradamente, siguiendo su frenética marcha por la calzada hacia un aparcado camión. Nick disparó otra vez. El «Moskvitch» rodó de través en un repentino arranque de velocidad y embistió al camión con un ensordecedor ruido semejante a una explosión.
Nick detuvo su carrera y se agachó, esperando para ver si salía alguien del destrozado coche. Por un breve instante no hubo nada, excepto el eco del golpazo y un prolongado estruendo metálico de las partes del Coche que se desunían. Luego una desgajada portezuela se abrió de pronto, débilmente, como una hoja de otoño desprendiéndose de un árbol. Hubo un goteo de líquido del camión, y una repentina y viva lengua de fuego.
Nick se dio cuenta entonces de que era el camión cisterna el que había recibido el impacto. Mientras lo estaba pensando, el mundo a su alrededor estalló en una nueva y horrible explosión, y las voraces llamas se extendieron en inmenso abanico envolviendo al camión y al menudo coche. Nick observó la hecatombe, fascinado y horrorizado. El conductor del camión salió corriendo de una cercana casa, echando maldiciones en ruso; y puertas y ventanas se abrieron de repente a lo largo de la estrecha calle, en tanto la gente gritaba, llamándose unos a otros. Pero nadie Salió del «Moskvitch» verde oscuro, que era un infierno.
Nick se volvió y retrocedió hacia el «ZIM».
El enorme cuerpo de Valentina estaba ocupando la mayor parte del asiento delantero. La flácida masa que era ahora el cuerpo de Volgin ocupaba el resto.
—¡La radio! —gruñó la camarada Valentina—. ¡No funciona! ¡Y tengo que ponerme en comunicación con la jefatura inmediatamente!
—¡No! —graznó Nick—. Habrán tenido tiempo de avisar a su propia oficina. Tenemos que llegar allí antes que entren en acción de nuevo, suponiendo que este maldito cacharro funcione todavía. Apártese, ¿quiere, querida?
—¿Querida? —dijo Valentina, atontada. Pero se apartó.
—Y Volgin —dijo Nick—. Lo siento, pero no tenemos tiempo para ocupamos de él. O viene con nosotros, o lo dejamos aquí.
Estaba probando el encendido del motor mientras hablaba; el voluminoso «ZIM» gimió de un modo enfermizo y enseguida tomó una más firme vibración
—Nada de paradas en hospitales, Valya. ¿Qué dice usted?
—Muy bien —dijo lentamente Valentina—. Lo dejamos aquí. Sin duda la Policía acudirá pronto y cuidarán de él. No, no… Usted no tiene que ayudarme. Mantenga el motor en marcha. Yo puedo arreglarme fácilmente.
Valentina levantó al inconsciente, quizá muerto Volgin como si fuese un niño, y rápidamente lo transportó a la acera, donde lo depositó con insólita ternura.
Nick embragó con suavidad, probó el freno y el acelerador, y reculó el coche a la calzada.
Estuvo esperando impaciente con la portezuela abierta. Valentina acudió con sorprendente ligereza y entró pesadamente, derrumbándose en el asiento.
—Larguémonos enseguida —rugió—. La gente debe pensar que somos criminales perseguidos.
Nick gruñó y lanzó sobre ellos un quejumbroso fragor de engranajes. La calle parecía estar llena de gente colocada en fila, gente que vociferaba; y en el aire había un fuerte olor de petróleo quemado, que absorbía cualquier otro olor de cosa quemada.
—¿Por dónde? —inquirió Nick, efectuando un rápido doble embrague y lanzando al «ZIM» fuera del área del desastre.
—Siga en línea recta.
—Bien.
Nick condujo en silencio, atento al volante hasta entrar en otra avenida, a indicación de su acompañante, haciendo caso omiso de la luz roja de la esquina, aunque sin atropellar a ningún peatón a su rápido paso.
Salió airoso, y se deslizó velozmente a lo largo de la calzada, como una ambulancia acudiendo a una llamada de urgencia. Valentina manoseaba la radio, musitando airadamente para sí.
—Tres en la tienda. —Nick empezó a contar—. Y uno herido, pero probablemente repuesto. El falso Stepanovich. Ése hace el cuarto. El hermano Sergei el quinto. Dos más en el «Moskvitch». Siete. Suponiendo que Chou esté todavía aquí, quedan cinco hermanos, a menos que hayan logrado refuerzos.
—Humm… —gruñó irritada Valentina, desistiendo con la radio—. No puedo imaginar de dónde podrían recibirlos tan prestamente. De cualquier modo, tengo a un experto de servicio en el almacén, vigilando de cerca. Ayudará. También él tiene contacto con la Jefatura por radio, y puede enviar un mensaje. Hablaremos rápidamente con él y luego entraremos. No pueden negarme la entrada.
—Seguro —dijo Nick—. Se alegrarán tanto de vernos que es posible que no quieran soltarnos. Hágame un favor, Valya; cargue mi pistola de nuevo.
Nick le entregó la «Luger» y el cartucho de repuesto, y observó los hábiles y eficientes movimientos de la camarada, con el rabillo del ojo.
—¡Es usted una paradoja! —exclamó—. Arte culinario, historia, y experta en armas, todo en uno.
Valentina rio entre dientes, de una manera extremada, y le devolvió la pistola.
—¡En un enorme bulto! —rugió alegremente—. Ahora debe torcer a la derecha y doblar hacia Gogol hasta que crucemos el paso a nivel Luego doble de nuevo y verá una pequeña avenida. No es el camino más directo, pero es tranquilo.
Nick le lanzó una penetrante y curiosa mirada.
¡Qué rusa tan extraña era Valentina, considerando su calidad de primera funcionaria del Servicio Secreto! Sintió impulsos de preguntarle por qué, en vista del roto parabrisas, ningún ciudadano corriente sé había molestado en levantar un clamor y gritar tras ellos. Pero juzgó que sería quizás una pregunta imprudente, y en vez de ello hizo el rápido y suave viraje desembocando en la calle Gogol, en silencio.
—Usted tiene una pregunta en los ojos, camarada —rugió de repente Valentina—. Usted quiere saber por qué nadie nos ha detenido. Pero piense que no todo puede cambiar enseguida. La gente tiene sus costumbres. Es cauta. Y ni siquiera en EE.UU, según tengo entendido, les gusta hacer lo que creo que ustedes llaman… enredarse.
Nick le sonrió, asombrado de su facultad de percepción.
—Usted es adivina, entre sus otras habilidades. Siendo así, le ruego que me informe sobre el almacén al cual nos estamos dirigiendo.
En los minutos que siguieron Valentina le contó todo lo que sabía acerca del almacén y sus alrededores. No parecía demasiado prometedor. No había ventanas al nivel del suelo, y sí macizas puertas metálicas que se alzaban manejadas desde dentro; una puerta normal, que parecía llevar al despacho de un interventor; y muy pocos escondites para un hombre que quisiese vigilarlo sin ser visto. El muro posterior, afortunadamente, no estaba interrumpido por puertas o ventanas, y era por eso que hubo la posibilidad de que un hombre solo hiciese la vigilancia. Los edificios cercanos estaban casi todos vacíos, porque se completaba un nuevo grupo de almacenes a varias manzanas de distancia, y había un moderado tráfico en la calle y casi siempre un buen número de camiones de reparto y algunos coches aparcados pertenecientes a los más opulentos camaradas empleados en la nueva fábrica.
—Bien, aquí nos quedamos —anunció de repente Valentina—. Bueno. El camarada Polyansky está atisbando desde este edificio que ve ahí. Hace tiempo que fue abandonado. Aquélla es la puerta trasera. Desde aquella ventana observa lo que pasa al otro lado de la calle. Tiene aparcada una camioneta de reparto, de ésas de tres ruedas, en las cuales nunca en mi vida he podido meterme. Usaré su radio para hablar a la Oficina. ¿Quiere esperar aquí?
Nick negó con la cabeza.
—Prefiero averiguar lo que están haciendo; tengo una secreta sospecha de que pueden haber sido alertados por sus amigos del «Moskvitch».
—Bien. —Valentina salió del coche moviéndose pesadamente y cruzaron la calle juntos—. Creo que valdría más que esperase a los refuerzos, camarada, pero supongo que usted es un apasionado y tiene prisa.
—Exacto —dijo alegremente Nick, y le dio afectuosamente unas palmadas en su enorme hombro—. Sería conveniente que usted se quedase con Polyansky y se mantuviera fuera del radio visual del almacén. Usted es muy visible, ¿sabe?
—Y usted también, amigo mío —dijo seriamente Valentina—. Si le ven, le reconocerán.
—Lo sé. Pero ése es un riesgo que tengo que correr yo, no usted. Y mire, ocurra lo que ocurra, oiga lo que oiga y vea lo que vea, no quiero que salga. Ni Polyansky tampoco, a menos que ellos intenten huir. En tal caso, Polyansky puede seguirlos en su camioneta. ¿Conforme?
—¡Conforme! —tronó Valentina, dirigiéndole rápidamente una enorme sonrisa—. Pero tenga cuidado, camarada Tom.
Nick ofreció un pequeño saludo y se alejó.
El momento elegido no podía ser peor, pensó, mientras doblaba la esquina, más allá del escondite de Polyansky y se encaminaba al almacén. A plena luz, tenía pocas o ninguna oportunidad para disimularse. Pero tenía la sensación de que cualquier clase de dilación sería fatal para su empresa. Ellos tenían recursos y equipo electrónico; ¿por qué no radio en sus coches?
Llegó a la esquina, se pegó a la pared lateral y atisbó con cautela al otro lado de la calle.
El gran almacén parecía mirarle a su vez, su fachada sin expresión e inescrutable. Sí, había las dos puertas metálicas y la otra, más pequeña. Las ventanas eran altas e inaccesibles. Había un buen número de camiones y coches aparcados en la calle, ninguno de los cuales reconoció. Fuera de eso, la calle estaba desierta. Ni un peatón a la vista. Y nadie, al parecer, observando. Sin embargo, no se podía estar seguro de ello.
Sintiéndose más visible que una bailarina ejecutando una lasciva danza bajo un potente foco, cruzó la calle a un paso inusitado y se adelantó hacia el único saliente del edificio que ofrecía alguna oportunidad.
Era una cañería de desagüe, que bajaba desde el tejado hasta una de las altas aberturas que era más bien un respiradero que una ventana. Si aguantase el peso de su cuerpo, podría al menos otear el interior del edificio y quizá ver lo que estaba pasando dentro, a menos que la ventana diese a un oscuro almacén, lo cual era lo más seguro. Sin embargo, valía la pena intentarlo.
Examinó la cañería. Estaba muy deteriorada, pero si bien la superficie del muro a los lados estaba agrietada por el paso del tiempo, ofrecía la ventaja de ocasionales asideros que le ayudarían a distribuir el peso de su cuerpo. Echó una rápida mirada a su alrededor. Todavía no había nadie a la vista. Maldiciendo la tosquedad de sus zapatos de manufactura rusa, se agarró a la cañería y se izó hacia arriba con las manos firmemente apoyadas. A medio camino, Oyó un desagradable crujir que le hizo agarrarse a las paredes de un modo febril mientras la cañería se estremecía bajo su peso. Pero aguantó. Y Nick continuó trepando, cerca ya de la abertura encristalada de la ventana. Se alegró al observar, de cerca, que la ventana era un poco mayor de lo que había parecido desde abajo.
Pero no se habría alegrado de poder ver al hombre de recios hombros que saltó silenciosamente de la parte trasera de un camión aparcado y dobló la esquina de un modo igualmente significativo, para observar el tortuoso avance de Nick con no demasiada benévola atención.
La ventana estaba ya al alcance de la mano de Nick. Afianzó las rodillas en la cañería y trató de asirse al estrecho antepecho con una mano. Un fragmento de revoque se desprendió bajo sus manos y cayó sobre la acera.
«Malo», —pensó Nick, y se apoyó firmemente en la cañería mientras levantaba la cabeza para atisbar por encima del antepecho.
Todo lo que vio fue una vaga claridad.
«¡Maldita sea!», —pensó.
Se alzó cautelosamente y percibió la oscilación de la cañería. Pero ahora podía ver la estancia, alumbrada por bajas luces que brillaban sobré un pequeño grupo de hombres, los cuales estaban metiendo papeles apresuradamente dentro de una maleta y llenando una caja con lo que parecían ser estuches de cinta registradora. Vio también una máquina de escribir portátil, que estaba junto a su abierto estuche: Una «Regal» portátil. ¡Ah! Vio al hermano Georgi, abriendo una abultada cartera de diplomático y llamando urgentemente a alguien fuera del alcance de la vista.
«Debía de haber otra sala», —juzgó Nick—. «Georgi no estaba hablando para sí, eso era seguro, y de cualquier modo el almacén era mucho más grande que el espacio de abajo».
Se alzó un poquito más.
«Sí, había una puerta engastada en un tosco tabique…».
La cañería osciló violentamente entre sus apretadas rodillas, y su cabeza dio contra el saliente de la ventana. Se oyó un crujido, percibió una sacudida, y sintió que sus dedos asían vanamente el antepecho de la ventana que se desmoronaba. Igual que un hombre sin paracaídas lanzado de un avión en vuelo, Nick cayó a plomo hacia la acera con las piernas volteando en el aire. Captó la visión de un sonriente y familiar rostro más abajo de él y frenéticamente trató de voltear el cuerpo a media caída, y aterrizó con estrépito en la acera de hormigón. La cañería se vino abajó ruidosamente.
A través de la neblina que oscurecía su visión, percibió que un hombre se abalanzaba hacia él, empuñando algo. Aquel hombre se llevó una mano a la boca, de delgados labios enmarcada en un ancho rostro, y emitió, con un silbato, un prolongado aviso. Lo que empuñaba era una pistola directamente apuntada hacia él.
—No más oportunidades, hermano Ivan —siseó ásperamente, una voz—, y la pistola se le acercó más. Esta vez…
Nick levantó las dos piernas y arremetió contra el ancho rostro de burlona expresión, como si fuese, un ariete. La pistola ladró una vez, y Nick sintió que un lacerante dolor subía por su pierna y penetraba en la cadera como un ardiente clavo. Pero no estaba vencido. Se lanzó hacia delante, desdeñando la pistola, y golpeó fieramente el carnoso mentón con la palma de la mano. La cabeza del hombre reculó de un tirón y la pistola rugió de nuevo. Esta vez la bala pegó en la acera e hizo saltar pequeñas esquirlas.
Nick agarró la muñeca del hombre con una repentina y furiosa arremetida, y la retorció malignamente hasta que algo se quebró con violencia y la pistola cayó sobre el pavimento repiqueteando. El hombre chilló y trató de meter sus gordos dedos en los ojos de Nick. Éste asió la mano y dio un brusco tirón. El asaltante pasó volando por encima del hombro de Carter y aterrizó de cabeza con un tremendo chasquido y una sarta de apagados sonidos salidos de su garganta. Quizá ya estaba muerto, pero quiso asegurarse. Los brazos de Nick se enrollaron en torno al flácido cuello y su rodilla oprimió la espalda con fuerza.
Cuando sintió que el cuello se desnucaba, dejó caer la cabeza y se apropió de la pistola caída. Impulsivamente, recogió también el silbato del desventurado hermano y lo frotó cuidadosamente con su manga. Cuando juzgó que estaba razonablemente limpio, lo apretó entre sus labios y produjo un par de fuertes, (y esperaba que tranquilizadores), silbidos. Probablemente ello no le haría ningún bien, pero tampoco podía hacerle ningún mal. Se levantó lentamente, esperando lo peor. Lo que pudo percibir en el interior del almacén, no había sido de su agrado. Algunos de los del grupo que estaban diligentemente empaquetando cosas le eran desconocidos. Dos, o acaso tres, habían sido agregados para ocupar el lugar de los ausentes.
Escuchó cuidadosamente; no oyó nada. ¿Qué harían ahora? ¿Atrincherarse y pelear a balazos? ¿Largarse rápidamente con las pruebas? Si de una cosa podía estar seguro, era de que habían sido alertados y no tenían intención de permanecer allí mucho tiempo.
Y era lógico que reaccionarían de alguna forma al silbato de aviso. Era de esperar que alzasen las puertas metálicas, y procurasen largarse. Y entonces los camaradas, Slade, Sichikova y Polyansky podrían cogerlos uno a uno mientras salían dando tumbos.
Aunque también era presumible que la cosa no fuera tan fácil. Quizás ellos no estaban dispuestos a salir dando brincos. Tal vez tres personas no serían suficientes para cuidar de todos ellos. Había, probablemente; Seis o siete nuevos aspirantes; posiblemente más.
Dobló con cautela la esquina del edificio mientras trataba de imaginarse lo que ellos harían. Por el momento no tenían ningún motivo para sentirse acorralados; una pequeña pelea no significa una batalla. Pero por otro lado, sería necio esperar a un ataque o la captura. Tenían que marcharse, y pronto.
No trascendía ningún ruido del interior del almacén, y eso en sí mismo era ominoso. Por lo que, sabía, tenían un pasaje subterráneo, semejante al túnel de Dmitri Smirnov y en aquel momento podían estar escapando, a varias manzanas de distancia.
Instintivamente, giró la cabeza de un lado a otro, para ver si había señales de inusitada actividad a lo largo de la calle.
Nada. Volvió a fijar su atención en el almacén. Todo estaba despejado y tranquilo. Empezó a avanzar a lo largo de la fachada del edificio, hacia la puerta de la oficina. Entonces algo atrajo su atención.
La calle no estaba del todo despejada. La camarada Valentina estaba cruzando la calle con paso largo y majestuoso, resuelta como un tanque.