12 - Conozca a los hermanos, camarada
—¡CAMARADA TOM! —La tremenda voz de Valentina Sichikova hizo retemblar el auricular del teléfono de la habitación de Nick—. ¿Cómo le va?
—¡Camarada Valya! —respondió alegremente Nick, en chillante tono—. ¡Bien, gracias! ¿Hay noticias?
—Quizá —rugió cautamente Valentina Sichikova—. ¿Podrá usted reunirse conmigo dentro de una hora en el sitio de que hablamos?
—Gustosamente —respondió Nick. Por varios días había estado encerrado en su habitación del hotel… bien, en la habitación de Sonya, obedeciendo instrucciones de mantenerse fuera de circulación. A pesar de las compensaciones, tenía ansias de otras formas de acción—. Empiezo a sentirme como un ratón en una jaula.
En su oído resonó la estruendosa risa de Valentina.
—¡Pero usted es un ratón muy afortunado, camarada! ¿O no le ha sido abierta la jaula de la puerta contigua?
—¡Qué vergüenza, Valentina! —le reprobó Nick, sonriendo—. Eso es un secreto entre los ratones.
—¡Ho, ho, ho! ¡De modo que la galantería todavía no ha muerto! Pero hablaremos luego, camarada. De aquí a una hora. Vendrá solo, por supuesto.
—Por supuesto.
—Y póngase en marcha pronto, por favor, porque temo que no podrá coger un taxi. El tráfico es denso a esta hora.
Nick colgó, frunciendo el ceño. «El tráfico es denso a esta hora» era una frase en clave que habían acordado antes. Obviamente había sido imposible urdir frases en clave para toda posible contingencia, por tanto habían elegido una que sencillamente significaba: Tenga cuidado, puede haber complicaciones.
Bien, lo tendría. Se quitó la bata de baño que fue su vestido durante los largos y ociosos días, y se puso el traje de corte ruso proporcionado por Smirnov, quien infortunadamente se había mostrado contrario a proveerle de una pistola, ni de cualquier clase de arma. Escribió de prisa una nota a Sonya y la deslizó debajo de la puerta contigua.
Dos minutos después salió del anticuado ascensor y atravesó el vestíbulo del «Hotel Moska». Estaba seguro de que nada intentarían allí. Había demasiada gente alrededor, y la huida le sería imposible a un asesino. ¿O intentarían secuestrarlo…? No… lo querían muerto, porque sabían que podía identificarles.
Nada podía haber más apacible que el sosegado vestíbulo del «Moska». Nadie podía haber sido más discreto que el hombre que le estuvo observando desde detrás de la última edición de Pravda, y unos momentos después echaba un vistazo al reloj de pulsera y se levantaba para seguirle.
Nick lo observó casualmente. El camarada Alexei Stepanovich estaba atento al eficaz cumplimiento de su cometido. Smirnov, ¿o era Valentina?, no dejaba mucho al azar.
Salió a la acera andando despacio, sintiéndose indefenso y vulnerable y alegrándose de que uno de los hombres de confianza de Smirnov estuviera tan Cerca de él. El día era hermoso, y sorbió el aire con delectación, como un preso liberado. Se alegraba tanto de respirar aire puro de nuevo, que su reacción fue un poquito lenta cuando el hombre apareció en frente de él y dijo:
—Ah, le he estado esperando, camarada. Venga conmigo.
Nick se detuvo y le miró. ¡Qué extraño! Stepanovich estaba delante de él. ¡Cuán de prisa habla ido el hombre! ¡No por Dios, era demasiado extraño! Giró sobre sus tacones rápidamente y miró a su espalda. ¡Otro Stepanovich estaba avanzando hacia él con una torva expresión en el rostro!
Debe de ser alguna especie de alucinación, pensó fugazmente Nick. Doble vista, algo por el estilo.
Pero no lo era. Los dos Stepanovich avanzaban sobre él, y el uno sobre el otro; en la mano de uno había el fulgor del acero, y en la del otro, una corta y tiesa varilla negra que terminaba en algo de mal aspecto, semejante a una nariz chata. Por un segundo los dobles se miraron el uno al otro. Y enseguida ambos, o así le pareció a Nick, volvieron el rostro hacia él con las manos levantadas de un modo amenazante.
Nick se abalanzó reflexivamente. Agarró el brazo que empuñaba la varilla y lo retorció fieramente, y mientras oía el aullido de dolor echó a puntapiés al hombre que sostenía el arma de fuego. Uno de ellos, lo sabía, era el verdadero Stepanovich; pero ¿cuál? ¿Cuál es Stepanovich?, susurró para sí desatinadamente, y extendió dos vigorosos brazos con un movimiento semejante al de una serpiente, demasiado rápido para que ninguno de los hombres lo evadiese.
—Lo siento, caballeros —dijo Nick, y juntó las cabezas de golpe—, ¡pero no sé quién es quién!
Los dos hombres se bambolearon en la acera y cayeron el uno contra el otro como amigos que se volviesen a encontrar después de mucho tiempo o como fatigados y viejos boxeadores al final de un duro asalto, y Nicholas J. Huntington Carter, alias Tom Slade, alias Dios sabía qué otro nombre, se volvió y corrió como una liebre perseguida por los sabuesos. Gritos de ultraje y de alarma le siguieron calle abajo y se atenuaron al fusionarse con el rumor gruñón del tráfico de las doce en punto de Moscú:
Nick sonrió mientras bajaba como una flecha por una calle lateral, metiéndose en un portal, echando una rápida mirada a su espalda. No había nadie que le siguiese de cerca. Estaba seguro que a la hora presente un grupo de Curiosos moscovitas se habría congregado alrededor de los dos Stepanovich. Era muy improbable que uno u otro de ellos, aturdidos como estaban, escapasen. Y uno al menos iba a tener una muy interesante historia que contar.
Tomó un camino indirecto para ir al café «Neva» variando el paso y deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que nadie le seguía.
La camarada Valentina llegó al «Neva» con unos minutos de retraso. Nick había ya pedido el café.
—¡Saludos, camarada! —el estampido de la voz de Valentina fue poco clamoroso, pero su apretón de manos era tan triturador como siempre.
Nick sonrió afectuosamente en los claros ojos de la campesina, y apretó la grande y algo callosa mano.
—Es excelente verla —dijo, y verdaderamente lo pensaba.
Valentina pasó lentamente la mano por el hombro de Nick y se sentó con excesiva dignidad.
—Primero café —dijo, y se sirvió.
Por una vez su voz era tan queda que apenas podía ser oída en la mesa vecina.
Nick se asombró de que Valentina pudiera reducir su enorme voz a un murmullo de sala de café tan normal, y lo comentó.
Valentina Sichikova rio entre dientes, produciendo un ruido semejante a un estruendo recogido en un jarrón.
—Soy bastante inteligente para no revelar nuestros secretos a gritos a toda la gente de Moscú —habló sosegadamente—. Y ciertamente traigo noticias. Pero, ante todo, ¿tiene inconveniente en decirme si ha tenido algo que ver con la tarea ne kulturny del «Hotel Moska»? Porque el camarada Stepanovich no debía dejar que usted se le escapase de vista. Y veo que lo hizo.
—No es culpa suya —dijo Nick, y le informó sobre los dos Stepanovich y cómo los había dejado—. Realmente no sabía cuál era el verdadero, y no parecía práctico estar allí discutiéndolo.
Valentina inclinó la cabeza lentamente.
—Pensé que debía de haber sido de ese modo. Sólo Que creía que Stepanovich habría sido más perspicaz. Ambos fueron enviados en custodia, por diferentes motivos. Uno todavía está inconsciente. El otro, con maquillaje en el rostro, ha muerto. Cianuro. Administrado por él mismo.
—Oh —dijo Nick—. Infortunado caso. Espero que el verdadero Stepanovich esté bien.
—Oh, sí, se repondrá —la repentina sonrisa maliciosa de Valentina la hizo parecer una endiablada gigantona—. Quisiera verle a usted probar eso con mi cabeza, amigo. Una vez, durante la pasada guerra un soldado alemán muy rudo me echó de cabeza contra una pared. ¿Y sabe usted lo que sucedió?
—Supongo, que primero derribó la pared y enseguida al soldado alemán —conjeturó Nick, sus ojos brillantes de gozo.
—Exactamente —una ahogada risa sacudió los hombros de Valentina—. Pero basta de jactancia. La significación del asunto de esta mañana es lo que he estado sospechando todo el tiempo; no hemos logrado convencer a nuestros amigos chinos de que usted ha muerto. La verdad, es que también han descubierto en qué lugar lo hemos tenido oculto. Son astutamente eficientes persiguiendo y vigilando. Y escabullándose, también, —miró directamente a los ojos de Nick, y no había risa en ella ahora—. Tenemos un cierto número de hombres a nuestra disposición para este caso. No pueden estar en todas partes a un mismo tiempo.
Nick sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Los hemos perdido. No importa hacerlos sentirse seguros; les dimos una oportunidad para desaparecer de un soplo.
—¿Desaparecer de un soplo? —Valentina le miró dudosamente—. ¡Oh, largarse, quiere decir! Con la rapidez del viento. Sí, algo parecido a eso. Mire, sabíamos que había dos principales posibilidades. O suspenderían inmediatamente las operaciones y se harían los inocentes con respecto a su tienda de objetos para regalos, o dejarían pasar un tiempo para aquietar nuestras sospechas y entonces entrar otra vez en acción. He de decir que esto es más de lo que yo esperaba. Una cosa que no pueden saber es que ha sido descubierto su artificio. Hemos sido muy cuidadosos en cuanto a eso. Sumamente cuidadosos.
»Estoy convencida, lo he estado desde el mismo principio, que su principal objetivo es continuar sacando información de nosotros mientras les sea posible. La oportunidad para comprometer a Estados Unidos y hacer difíciles las relaciones entre nuestros dos países es sólo lo que yo llamaría un producto accesorio de su plan original, algo a que recurrir si las cosas iban mal. Pero no su plan principal. Es una… ¿cómo lo llaman ustedes…? Ah, sí. Tajada. Es una tajada demasiado buena para que la desechen. Y no los hemos hostigado. Al contrario. Hemos sido demasiado blandos —se detuvo, y apuró su taza de café de un desmedido pero elegante sorbo.
Nick la miró fijamente, de un modo pensativo. Una mujer muy inteligente, juzgó. Su razonamiento era excelente. Pero había una extraña mezcla de expresiones en su rostro: una insinuación de justificación por el fracaso; una indicación de expectación; algo de irritación, y una pizca de triunfo.
—Así, usted tenía razón y no la tenía —dijo tranquilamente Nick—. ¿Qué ha ocurrido, exactamente?
Valentina le miró resueltamente a los ojos.
—Han desaparecido —dijo—. Uno a uno han salido de la tienda y no han vuelto. Los hemos perdido. No queda nada de interés dentro del local. La tienda de objetos para regalos está desmantelada; hay allí un letrero que dice: «Cerrado por restauración» —sonrió torcidamente—. Igual que en nuestra propia Oficina principal, sólo que realmente no hay nadie en su local. Chou Tso-Lin ha salido del país, o así lo declaran en la Embajada. Afirman que en Pekín no les gustó la manera en que dejó que el espía americano se le escapase de las manos sólo para morir en las nuestras. No estamos muy seguros de que se haya marchado. Sabemos que otras personas que se suponía habían salido del país, luego reaparecían de manera misteriosa —dirigió a Nick la cosa más cercana a una despreciativa mirada que él hubiese visto jamás en su escabroso y ordinario rostro—. Algún día tiene que explicarme cómo lo hizo. Kokoschka estaba en la ciudad mucho antes de que usted viniese.
—Sí, exactamente. —Nick sonrió brevemente, pero estaba lleno de decepción—. De modo que sólo se nos ha dejado un muerto por indicio, ¿es eso?
—No, en absoluto —dijo suavemente Valentina—. Es por eso que le pedí que viniese aquí. Quiero que usted identifique a alguien por mí. Posiblemente a varias personas… ¿debo decir, a los residuos de los Doce Hermanos?
—¿Qué? —Las cejas de Nick se elevaron de repente, como movidas por un resorte—. Pero usted ha dicho…
—¡Calma, camarada! —Valentina sonrió extremadamente—. Han desaparecido, se han dispersado; pero mi creencia es que se han reagrupado y puesto en actividad de nuevo, reanudando las operaciones en un lugar diferente y en más pequeña escala. ¿Recuerda que usted sugirió que inspeccionásemos otros de nuestros edificios públicos y… privados, para averiguar si se había enviado algo para su reparación?
Nick inclinó la cabeza ansiosamente, para asentir.
—Bien —continuó Valentina—, no entraré en todos los detalles de lo que hicimos y lo que averiguamos y en dónde, pero sí le diré que ayer uno de mis agentes observó un coche aparcado delante de cierto edificio; y los dos hombres que estaban dentro de él no se apearon.
—¡Ah! —Nick lanzó un suspiro de satisfacción—. ¿Y había una cartera de diplomático entre ellos en el asiento?
—No. —Valentina meneó la cabeza—. Ni el coche fue remplazado por otro cuando se alejó. Pero fue seguido y otro ha vuelto esta mañana. No reconocimos a los hombres. Aparte de usted, no tenemos ninguna prueba contra ellos, y no quisiéramos ahuyentarlos actuando con demasiada precipitación, pero por lo que sabemos que hay en el interior de ese edificio, camarada Tom, estoy convencida de que hemos hallado a nuestros hombres.
—¡Vámonos! —dijo urgentemente Nick—. Pero, por el amor de Dios, ¡encuéntreme alguna cosa para usar contra ellos, aparte de mis uñas!
—¡Ho, ho, ho! —rugió quedamente la camarada Valentina—. ¡Pero naturalmente, camarada Tomska! Traigo una pistola para usted, dentro del coche. Yo saldré ahora. Deme unos tres minutos, y entonces diríjase cuidadosamente a la esquina, cerca de la pequeña fuente. Verá un «ZIM» negro. Gracias por el café, camarada, ¡y que pronto podamos beber vodka para celebrar el buen éxito!
Valentina se levantó, envió con celeridad una desmedida sonrisa a Nick, y salió del café «Neva» zarandeándose.
Nick se unió a ella unos minutos después.
—Es mejor que se siente delante, camarada —dijo Valentina con su estruendosa voz—. ¡Hay más espacio junto al joven Volgin que aquí detrás conmigo!
Nick se metió al lado de un joven que le ofreció una benévola sonrisa y enseguida separó el gran coche de la orilla de la acera.
—Tenga, camarada. —Valentina inclinó su abultado cuerpo hacia Nick y echó dos objetos en el asiento, junto a él. Una «Luger», cargada, y cartucho con balas de repuesto—. Espero que le agradará.
—¡Una «Luger»! Sí, excelente.
Nick la cogió, examinándola. Era más moderna qué su querida y ausente Wilhelmina, y no tenía los contornos que él prefería, pero parecía útil y limpia. Probó su peso, y le agradó.
—¿Qué le hizo elegir una «Luger»? —preguntó Curiosamente—. Es lo que yo habría elegido.
—Oh, pensé que le gustaría —dijo alegremente Valentina—. En una ocasión tuvimos noticia por uno de nuestros agentes, que infortunadamente ya no está con nosotros, de cierto operario de la AXE llamado Carter que siempre llevaba encima una listada «Luger» que él llamaba Wilhelmina. Nikolai Carter, creo que dijo. Se cuenta de él que es el mejor de los hombres de Mr. Hawk, experto en mujeres, armas y disfraces. No sabiendo lo que usted prefería, pensé que quizá por afinidad, le gustaría igualmente una «Luger». ¿Usted conocerá a este Carter, por supuesto?
—Oh, sí —dijo Nick, muy atareado inspeccionando la pistola—. Formidable hombre. Excelente agente. ¿A dónde ha dicho usted que íbamos ahora?
Estaba tan ocupado en la pistola que no advirtió la enorme sonrisa que contrajo las mejillas de Valentina y casi anegó sus vivaces ojos.
—Primero al edificio del cual le he hablado —explicó Valentina—. O más bien, más allá del coche que verá aparcado. Es un pequeño «Moskvitch» verde con una placa de matrícula de Kiev, no uno de los números de la lista que usted nos facilitó. Pero la placa puede ser falsa. Y enseguida echaremos un pequeño vistazo al lugar del cual creemos salió, hasta donde seguimos al «Volga» anoche. Es un almacén, no diferente del que nosotros mismos usamos por un tiempo, ¡ho, ho! Pero por supuesto, no el mismo. ¡Bien, vamos!
Se inclinó hacia delante otra vez y dio unas palmaditas en el hombro del conductor.
—Despacio, Alik, y procure no hacerse demasiado visible. Igualmente, no hay necesidad, de acercarse demasiado. Tenemos que verlos, pero ellos no tienen que vernos a nosotros.
Volgin hizo una seña afirmativa.
—Exactamente como antes, camarada. Tendré mucho cuidado.
Torció a la izquierda, salió de la ancha avenida, y el coche se deslizó suavemente a lo largo de una calle residencial que era estrecha según las liberales normas de Moscú. Casi Imperceptiblemente, disminuyo la velocidad, como un conductor prudente dando un paseo en domingo.
—¡Allí! —dijo de repente Valentina—. ¡A la derecha!
Nick miró al frente, hacia el pequeño «Moskvitch» verde.
—Ése es uno de los suyos —dijo—. Tiene una abolladura en el parachoques; lo seguí por quince minutos aproximadamente hace una semana. Puede ir un poquito más aprisa ahora, Alik. Me fijaré en sus rostros cuando pasemos.
Volgin hizo una seña afirmativa y aceleró la marcha.
—¡Bueno! —dijo Valentina—. Al menos sabemos… ¡cuidado, Alik… el camión!
Volgin blasfemó y se desvió hacia el «Moskvitch» frenando apresuradamente. Un camión cisterna había entrado en la calle por una bocacalle próxima y se estaba acercando con demasiada rapidez, impidiendo la maniobra por el centro de la calzada, casi directamente sobre ellos. En el último momento se desvió a su propia derecha y pasó junto a ellos, siguiendo su camino. Había pasado el peligro, pero el gran «ZIM», para esquivarlo, había parado exactamente al lado del pequeño «Moskvitch». Nick se acurrucó en su asiento y lanzó una rápida ojeada a los ocupantes del otro coche, rogando a Dios que no lo estuviesen observando. Pero lo estaban haciendo, con una intensa y alarmada atención que era prueba positiva de reconocimiento. Y Nick los reconoció a su vez.
—¡En marcha, Volgin! —apremió Nick, desviando la cabeza—. ¡Adelante… de prisa!
El gran coche avanzó, rugiendo el motor. Y mientras lo hacía, el pequeño coche aparcado emitió tres agudos bocinazos y una bala pegó en la carrocería del «ZIM».
—¡Así que son ellos! —rugió triunfalmente Valentina.
—Sí. ¡Mantenga la cabeza baja! ¡Volgin, esté alerta! Pudiera: haber jaleo delante. Esa bocina fue una señal.
Nick estaba bajando la ventanilla mientras hablaba. Momentos después, su «Luger» escupía plomo en los neumáticos del pequeño «Moskvitch». El exiguo coche se estremeció, pero el motor se puso en marcha. Nick disparó otra vez. Se quebraron cristales en el otro Coche, mientras marchaba tras ellos con fuerte bamboleo.
—Bien, frene y de la vuelta —ordenó Nick—. Esta vez no van a escaparse.
Disparó de nuevo y se agachó prudentemente, cuando desde la ventanilla del otro coche le respondió un disparo. Volgin hizo girar el volante diestramente y dio un repentino y agudo grito de alarma.
—Hay una… —empezó.
Y en ese instante el parabrisas se quebró, formando un diseño de telaraña que se hizo pedazos, al recibir el impacto de la granizada de balas que siguió a los primeros disparos. Nick captó una fugaz visión de la metralleta y el hombre tras ella, escupiendo fuego desde el borde de la acera frente a ellos y entonces vio a Volgin apretarse el pecho y agitarse convulsivamente.
El gran coche avanzó a empellones. Volgin se reclinó en el asiento de golpe y enseguida se desplomó de través mientras una lluvia de cristales, penetraba en el coche.