8 - ¡Corre, bailarina, corre!

OTRA VEZ HABÍA un nuevo hombre en la sala. Se había quitado la chaqueta y estaba arrollándose las mangas de la camisa diestra y deliberadamente para exponer los protuberantes músculos del luchador profesional. Nick le observaba lánguidamente, sintiendo que el machacante dolor enervaba su voluntad y se extendía a todos los músculos de su cuerpo. Importaba muy poco quién iba a golpearle ahora. Lo que precisaba era que su cerebro se pusiera en funcionamiento de nuevo para discurrir alguna hábil cosa que decir o hacer, que le sacara de allí.

El nuevo hombre, observó Nick, estaba haciendo un gran quehacer de la acción de ajustar el balón a diferente altura. El hermano Sergei inclinaba la cabeza prudentemente y contribuía con sugerencias.

«Discutiendo técnicas», —pensó amargamente Nick.

Estaba sufriendo horriblemente, y la tensión de su peso contra las cuerdecillas de las muñecas y tobillos era entumecedora y dolorosa por tumos.

«Lo que necesitaba más que toda otra cosa», —pensó de repente—, «era que alguien como la formidable Valentina Sichikova entrase atacando, sus grandes brazos agitándose, sus grandes hombros golpeando, su vozarrón haciendo resonar gritos de guerra, para dispersar a esta banda de asesinos igual que un puñado de bolos. Pero eso sería un milagro, y Nick estaba lejos de los milagros en aquel momento. ¡Dios! ¡Qué enredo había hecho de esto!».

—¡Ahora, Andrei! —profirió vivamente la voz del hermano Sergei.

El hombre ataviado de chino miraba inexorablemente.

El levantado balón golpeó la sien de Nick, retrocedió volando frente a un preparado puño, y lanzado de nuevo, batió el rostro de Nick con el estruendo de una descarga de balas de cañón.

«No podría resistir mucho más, lo sabía. Ya se estaba emborrachando de golpes. Pronto quedaría inconsciente, una sacudida eléctrica de la varilla le devolvería la lucidez, y pasaría por toda la terrible prueba de nuevo. No había salida. Ni esperanza alguna de soltarse. De alguna manera, podían hacerle hablar de lo poco que sabía».

«Sólo podía rezar para que no encontrasen a Sonya».

Sonya despertó con un sobresalto cuando la luz del sol matinal, filtrada por la única ventana, caía sobre su rostro. Por un momento se sintió perpleja, no sabiendo dónde estaba, hasta que cayó en la cuenta de que aquélla era la habitación de Ivan.

Musitó enojadamente para sí y se levantó de la cama. Había esperado mucho más de lo que merecía, a aquel vanidoso y engañador Ivan que se retocaba el pelo y la dejaba plantada después de hacerle prometer que le aguardaría para cuando él volviera a casa. De algún modo se había quedado dormida sobre este colchón horriblemente incómodo, y él todavía no había vuelto.

Era extraño. Apartó de sus ojos el cabello y miró a la puerta, como si esperara que Ivan la abriese y entrase de un brinco con su usual exuberancia. No era propio de él obrar de esta manera. Por otra parte, ¿qué era propio de él? ¿Su teñido pelo?

Abajo en la calle, un «Pobeda» negro se deslizó hacia la orilla de la acera y paró frente al número 22 de la Pereulok Tolstoy. Salieron dos hombres. Nick los habría reconocido si los hubiera visto, o si hubiese podido ver.

Gimió otra vez y flaqueó. Su cabeza cayó hacia delante y su magullado cuerpo colgaba flojamente de las barras paralelas, todo el peso de plomo suspendido de sus hinchadas manos. Los pies estaban aún tan firmemente atados como siempre, pero tan de repente se doblegó el cuerpo que las rodillas cedieron bajo la presión.

—¡Georgi! ¡Georgi! ¡El aguijón!

La carga eléctrica sacudió a Nick. Pero todavía colgaba como un muerto de la horca.

—¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Manténgala más esta vez! ¡Hágale sentirla!

La corriente debiera haber galvanizado el cuerpo de Nick. Pero no tuvo ningún efecto visible.

—¡Andrei, necio! Le ha dado con demasiada intensidad… ¡Lo quería vivo! ¡Usted, Igor traiga a Chiang-Soo inmediatamente!

Sonya se echó agua en la cara y se secó con la toalla, restregando vigorosamente.

«¡Maldito Ivan! ¡Maldito, maldito! Ningún otro hombre la había tratado nunca antes de este modo, y ningún hombre volvería a hacerlo jamás, mucho menos ese… ¡ese Ivan!».

Hubo pasos en la escalera pero Sonya no los oyó. O, quizá sí, pero no eran los de él; por tanto no atrajeron su atención.

Sonya pasó aprisa el peine por su cabello y cerró el bolso con la vigorosa determinación de una mujer enfurecida casi hasta lo indecible. Se encaminó aprisa a la puerta con paso largo y enérgico, de fuerte pisada, y la abrió de repente. ¡Se iría a casa, y en casa se quedaría, y que se lo llevara el diablo si Ivan aparecía por allí y trataba de meterse en la ducha!

—¿Qué quieren ustedes? —dijo furiosamente.

Había dos hombres en el rellano, a la puerta de la habitación de Ivan, y uno de ellos todavía tenía la mano levantada, como si fuese a llamar. No le gustó su aspecto.

«Sin duda, amigos secretos de Ivan. ¡Cerdos, todos!».

El más grueso de los dos hombres, de anchos hombros, tocó su sombrero superficialmente.

—Ah… ¿usted es la amiga de Kokoschka?

—¡No! —soltó, y cerró la puerta de golpe tras ella—. Su ama de llaves, eso es lo que soy, y nada más. ¡Pero si quieren esperarle ahí, pueden hacerlo libremente!

Sonya pasó más allá de ellos con decisión y estaba ya en la escalera, cuando el hombre menos grueso la alcanzó. Asiéndola del brazo la hizo girar para enfrentarla a él.

—¿Quién es usted? —le espetó en la cara.

Sonya le miró con insolencia a su vez, con sus oscuros ojos ardiendo como ascuas.

—¡Eso no es cosa que deba importarle! —respondió alterada. Pero si usted es uno de sus amigos de la MVD, en tal caso más vale que me enseñe su tarjeta de identidad. ¡Estoy harta de Ivan y de sus disimulos!

—¿La MVD? —el hombre pareció quedar extrañamente desconcertado, y soltó el brazo de la muchacha—. ¡Oh… oh… no! ¿Son ésos los amigos de Kokoschka?

—¡Bah! ¡Usted es un estúpido! —profirió vivamente Sonya—. ¡Igual que él!

Se separó del hombre con violencia y bajó la escalera corriendo.

Él la alcanzó en el cuarto piso y dejó caer una mano sobre el hombro de la muchacha. Sonya podía oír al hombre más grueso bajando la escalera con estrépito detrás del otro.

—Quiere verle a usted —dijo el hombre de menor talla—. Quiere que usted venga con nosotros. Es algo de la mayor importancia…

—¡Yo no quiero verle! —contestó Sonya, en un arranque de ira—. ¡Quíteme las manos de encima!

—Usted no comprende —adujo el hombre grueso, arrimándose a Sonya de un modo que a ella no le gustó en absoluto—. Ha surgido algo…

—¡No me interesa! —Sonya se separó con empuje.

—Sin embargo, usted va a venir con nosotros —dijo el hombre grueso, en un tono que de repente envió un escalofrío de miedo a lo largo del espinazo de la muchacha. Su mano asió la de Sonya y la estrujó con un doloroso apretón.

—¡No! —gritó Sonya—. ¡Suélteme…!

—¡Camarada! —una puerta se abrió de repente y un hombre muy corpulento, un operario de los talleres de fabricación del acero, apareció en el rellano—. Trabajo por las noches, ¿quieren dejar de meter ruido?

Su voz resonó a través del rellano y otra puerta se abrió de repente. Leí camarada Vera Plotznikova estaba erguida allí en camisa de dormir, su boca muy abierta, pronta a gritar.

—¡Ruido, ruido! —vociferó—. ¿Qué está pasando en esta casa?

Sonya se soltó con un repentino y violento movimiento.

—¡Estos hombres me están atacando! ¡Camarada…! ¡Ayúdeme! —gritó.

—Con que la están atacando, ¿eh? —el vecino se adelantó con gesto decidido.

—¡La están atacando! —chilló la camarada Plotznikova—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Sonya huyó, medio sollozando… Detrás de ella, igual que ruidos de una perseguidora pesadilla, oyó unos estruendosos pasos y los desaforados gritos del camarada operario de los talleres del acero, de la Plotznikova, del viejo Golovin, de todos…, y continuó corriendo hasta que no pudo más. Se detuvo. Y entonces se preguntó de qué había estado huyendo.

Nick oyó el apagado sonido de las palabras y sintió el húmedo y frío suelo bajo su cuerpo. La helada agua mordía de nuevo su cuerpo, y esta vez agradecía su mordedura. Pero todavía estaba tan inmóvil como un muerto o un moribundo. Una mano le tomó el pulso.

—Malo —dijo la voz, en chino—. Muy malo. Esto no es buena señal —unos dedos tiraron del párpado derecho de Nick y lo hicieron levantar bruscamente—. No es buena señal. La piel, igualmente…

—La aguja, pues, Chiang-Soo —dijo urgentemente otra vez—. ¿Cómo podíamos saber que estaba tan cerca de morir, si no gritó ni siquiera habló? Usted debe salvarlo, debe hacerlo, ¡aunque sólo sea por un día!

—Probaré —dijo la primera voz, sin animación ni interés—. Pero no prometo nada. Ha sido golpeada demasiado, con excesiva dureza.

Una aguja pinchó el pegajoso brazo que estaba estirado formando abierto ángulo con el tendido y atormentado cuerpo de Nick, quien apenas sintió el pinchazo.

Por un momento Sonya se preguntó si al fin y al cabo no debiera haber acompañado a aquellos hombres, por muy toscos y ásperos que fueran. Al menos de esa manera habría averiguado lo que realmente querían y acaso qué se había hecho de Ivan.

Echó una ojeada atrás por encima del hombro y vio al oscuro «Pobeda» avanzar en dirección a ella de una manera que de repente encontró indeciblemente siniestra. El corazón le dio un vuelco y su paso largo y ligero se aceleró hasta que la llevó hacia un grupo de empleados de oficina que se dirigían aprisa a sus ocupaciones. El grupo alcanzó a la muchacha y mezclado con él entró en un alto edificio con una segunda salida a medio camino en torno a la manzana. Sonya fue hacia esa salida tan de prisa como podía procurando pasar desapercibida y miró a la calle. Ningún «Pobeda», ni hombres de anchos hombros que vigilaran la salida; sólo ordinarios y honrados trabajadores rusos.

Sus hermosas y flexibles piernas la llevaron rápidamente a través del agolpamiento del tráfico y luego hacia el pequeño mundo bohemio cuyo corazón era el café «Neva». Era demasiado temprano para que la mayor parte de ellos estuviesen levantados, ¡pero los haría levantarse! Y averiguaría quién había visto a Ivan la última vez y quizás hasta quienes eran aquellos extraños hombres.

De repente, una interrogante surgida una semana antes, reapareció y reclamó su atención:

«¿Por qué el hombre de la MVD había estado haciendo indagaciones acerca de Ivan? Y ahora, ¿por qué Iván no había vuelto a casa? ¿Qué clase de hombres, eran esos dos desconocidos…? ¿Eran agentes de la MVD, amigos de Ivan o cobradores, de facturas?». —Ninguna de esas cosas, determinó firmemente—. «Además, tenían un vago aire de… extranjeros».

Su ira de la madrugada se había disipado bajo el asalto de algo muy cercano al miedo: Era desconcertante que Iván no hubiese aparecido; era alarmante haber sido agarrada por esos hombres. Pero haber sido premeditadamente seguida en circunstancias que eran ya aturdidoras, bastaba para enervar a una joven menos templada. Sin embargo los nervios, de Sonya, aunque tirantes, estaban hechos de material fuerte.

Por dos horas enteras visitó las pequeñas galerías, tiendas de vasijas de barro, y cafés que sabía eran los sitios favoritos de Ivan. De vez en cuando llamaba a una puerta e interrogaba. Desde el café «Neva» telefoneó a su casa, por si acaso estuviese allí; no hubo contestación, Llamó a otros números.

—Boris, ¿ha visto usted por casualidad a Ivan…?

—No, desde anteanoche, Sonya. ¿Por qué…?

—Galina, ¿puede decirme cuándo vio a Ivan, por última vez…?

—Casi hace una semana. ¿Por qué? —Oyó una risa—. ¿La ha plantado…?

—Feodor, estoy inquieta por Ivan. ¿Lo ha visto usted últimamente…?

—Por un momento ayer, Sonya, atravesando la Plaza Chekhov. Pero no le hablé. Sí, por supuesto, parecía estar bien.

—Sasha…

—Vanya…

—¿Nikolai…?

Ninguno de sus amigos lo había visto desde hacía casi veinticuatro horas.

Ahora la desazón se convirtió en congoja.

Regresó despacio a su apartamento, pensando cancelar su clase de ballet y esperar en casa, por si acaso Ivan procurase llegar hasta ella Pero el instinto empezaba a trabajar en su interior, y se detuvo en la esquina de su propia calle, echando una, extensa y cauta mirada a lo largo de la manzana. El coche negro no estaba allí. Pero habla un hombre que se apoyaba en el edificio de enfrente, el rostro medio oculto bajo un sombrero de ala gacha. ¡De modo que habían averiguado dónde residía!

Se desvió prestamente y volvió de prisa al café «Neva». Después de unos minutos de honda reflexión y una taza de fuerte café, buscó en el bolso tentando hasta que encontró el pedacito de papel que buscaba.

Esta vez usó el teléfono particular del dueño. Sus dedos temblaban ligeramente mientras marcaba el número especial que le había dado el hombre de boca de ranura de la MVD.

Nick abrió los ojos cautelosamente, maldiciéndose por haber cedido al sueño y sin embargo agradeciendo el reposo. El cuerpo le dolía abominablemente, pero por lo que podía determinar estaba todavía en algo parecido al estado de funcionamiento.

Podía oír el vivo golpeteo de puños pegando a un balón en alguna parte cerca de él. A unos cuantos metros de distancia, un hombre de maciza constitución estaba sentado en un taburete bajo, al parecer mirando con atención al que estaba dándole al batiente saco. Las dos puertas de la sala estaban cerradas. Ningún ruido procedente de fuera se filtraba en la sala.

Comprobó que estaba parcialmente vestido y yacía sobre un colchoncillo de gimnasia con una tosca manta de viaje echada por encima de él y la cabeza reposando sobre lo que parecía ser la chaqueta de Ivan.

«¡Qué cuidado más conmovedor!», —pensó irónicamente.

Pero por si acaso se pusiese demasiado cómodo, habían esposado sus muñecas y ceñido una áspera cuerdecilla en torno a los tobillos. Y también le habían proporcionado la compañía de dos hombres, y quizás otros que no podía distinguir.

«Al menos tenía algo de ropa encima y no estaba colgado de una pared. Y parecía que querían mantenerlo vivo para diversión y entretenimiento sádico».

Se estiró bajo la manta. Todos los músculos de su cuerpo gimieron otra vez silenciosamente. Las esposas y la cuerdecilla estaban tan apretadas que era imposible librarse.

«¡Habían tomado buenas precauciones, los bastardos!».

La puerta de una sala Interior, o quizás era exterior, se abrió de repente. Nick captó una rápida vista de un almacén con hileras de cajas y, más allá, un indicio de luz diurna. Luego la puerta se cerró y el hombre ataviado de chino entró en la sala mirándole de través.

Nick cerró los ojos aprisa y compuso un gemido.

«Dentro de un minuto o dos a lo sumo», —estaba seguro—, «iban a acercarse y a aguijonearle otra vez, para comprobar si se había repuesto. Después, por supuesto, lo amarrarían de nuevo y estarla exactamente donde había empezado».

Deliberadamente, desembarazó la mente de todos los pensamientos que lo asediaban respecto a cuán poco tiempo tenía para repetir su ardid y cuán inútil probablemente sería de cualquier modo, y concentró todas las fibras de su ser en el serio asunto de morir.

Milagrosamente, se le dio tiempo, si bien su mente estaba demasiado activa para darse cuenta de ello. Se abrió la otra puerta de la sala y entró el hermano Sergei con precipitación. Él y el chino hablaron rápidamente en voz baja, mirando frecuentemente al abstraído Nick.

Su piel perdía el color. Un sudor frío brotaba de su frente. El pulso disminuía… gradualmente, hasta que su latido fue casi imperceptible.

No era una proeza que intentase con frecuencia, porque no era especialmente apto y no podía mantener ese estado por mucho tiempo. Pero había aprendido bastante con sus largos años de práctica del yoga para que por lo menos pudiera vencer al tiempo y conservar su energía, supuesto que hubiera algo para lo cual conservarla.

Se concentró con una intensidad que no dejaba espacio para otra consideración, excepto la deliberada retardación de las funciones corporales.

Cuando los dos hombres se acercaron a Nick y se inclinaron para escuchar los latidos del corazón, no quedaba mucho para percibir. Sin embargo, la vida no se había extinguido. La respiración era débil, pero él respiraba. La piel era pastosa, pero aún no tenía la plasticidad de la muerte.

—Ah, hay ligera mejoría —declaró el chino—. Es posible que dentro de unas horas pueda hablar. O ser de utilidad en alguna forma. Le administraré otra dosis, y esperaremos…

De nuevo, la punzante sensación en la parte superior del brazo.

—Bien. Creo que podemos esperar un retomo al estado consciente antes de mañana. En tal caso creo que Chou le inducirá a hablar, o a actuar de alguna otra manera. Mientras tanto, es insustancial hacer nada excepto dejarlo donde está. Esta tarde, quizá, pueda forzársele a comer.

El bajo susurro giraba en torno, a la cabeza de Nick y finalmente decayó, para dejar oír sólo el tenue golpeteo de unos pasos.

Más tarde —no tenía idea del tiempo transcurrido y no sabía si fue mucho después— abrió los ojos y echó una cautelosa mirada alrededor.

No había más que un hombre en la sala, y estaba sentado en el taburete bajo leyendo un periódico. Sergei, el chino, el sujeto que le daba al balón; todos se habían ido. Sólo quedaba un hombre…, y las dos puertas cerradas.

Nick se puso a prueba otra vez. Sea lo que fuere lo que le estuvieron inyectando, ciertamente era eficaz. Se sentía renovado y fuerte, como si hubiese dormido mucho y saludablemente, y sólo quedaba un sordo dolor del castigo que había recibido.

Se movió y gimió. El hombre del taburete le miró de reojo y volvió a poner la atención en el periódico. Nick daba lastimosos quejidos y se volvía incómodamente de un lado a otro en la provisional cama.

—Agua, agua… —gimió débilmente.

El hombre echó el periódico a un lado, levantándose lentamente del taburete, y fue hacia Nick.

—Usted… usted… escúcheme —susurró roncamente Nick—. He de decirle… algo… —su voz descendió a un agonizante siseo—. Pero tiene que darme agua primero…

—Hable primero, el agua después —dijo implacablemente el hombre.

—Bien, escuche —musitó urgentemente Nick—. Ustedes… se equivocaron. Yo no soy el que… —su voz decayó hasta ser sólo un débil quejido de casi inconexo sonido—. Todo en los… papeles… —dijo confusamente.

—¿Qué papeles? ¿Qué papeles?

Nick susurró algo ininteligible.

—¿Qué? —el hombre inclinó una oreja hacia los temblorosos labios de Nick—. ¿Qué hay de unos papeles?

—Escritura secreta —siseó Nick de un modo irritante—. Manuscrito… cartera… última página… —sus palabras se extinguieron hasta confundirse con el sonido de un trémulo suspiro.

—¿Qué manuscrito? —La cabeza del hombre se acercó más—. ¡Más alto! ¡No puedo oírle!

—Es muy lamentable, compañero —dijo Nick en puro inglés, y sacó los maniatados brazos de debajo de la tosca manta con un rápido movimiento Semejante al de una guillotina.

Era una guillotina que batía desde abajo con horrible e inesperada rapidez, y la hoja era la maciza cadena entre las manillas. La cabeza del hombre no cayó ni rodó; retrocedió de golpe como la tapa de una caja de resorte con un muñeco dentro. Los ojos salieron de sus cuencas y emitió un breve y apagado sonido a través de su magullada tráquea. Nick golpeó otra vez malignamente, lanzando sus manos con armadura de acero oblicuamente contra el cuello igual que un talador cortando un árbol. El hombre cayó casi airosamente hacia el colchoncillo y aterrizó con un golpe sordo.

Nick echó la manta a un lado y se puso de hinojos forcejeando. Aquél era un sujeto que no iba a molestar a nadie, nunca más. Embarazosamente, rebuscó en la ropa del hombre con sus dos esposadas manos. No encontró absolutamente nada que pudiera auxiliarle; ni pistola, ni cuchillo, ni la llave de las manillas, ni siquiera una lima para las uñas.

«¡Diablos! ¡El bastardo ni tan sólo se había molestado en armarse! No, un momento; la varilla todavía estaba allí, en el suelo, cerca del taburete. No era un arma muy útil para un hombre con manos y pies atados, pero era algo».

Avanzó penosamente hacia el taburete dando saltos y recogió la varilla eléctrica.

Ahora… ¿por qué puerta? Ninguna de ellas era demasiado atractiva. Pero la de la izquierda era aquélla a través de la cual había visto luz del día minutos antes, o acaso horas o días…

Y, cosa que le sorprendió mucho, no estaba cerrada con llave.

La abrió, atravesó penosamente un almacén con altas pilas de cajas, y se abrió paso a empujones entre cortinas qué emitieron un breve sonido crujiente mientras las apartaba.

Estaba dentro de una tienda china de objetos para regalos, solo en el interior del local; y era de noche. Fuera, a través del escaparate, podía ver la viva luz de un farol; dentro, en la ventana de la tienda, vio un cuchillo.