Capítulo 23
Venecia, en la actualidad
Era de noche cuando llegaron a Piazzale Roma para devolver el coche alquilado. Los cafés y bares de la orilla empezaban a animarse, mientras el taxi marítimo se deslizaba por el Gran Canal. Tardaron solo diez minutos en llegar al Ospedale Civile.
La habitación de Roberto estaba en silencio y las luces a mínima potencia. En un rincón, un televisor encendido con el volumen bajo. Roberto estaba despierto, sentado en la cama. Tenía que dolerle la cara: la herida tenía peor aspecto que el día anterior.
—Ah, mis intrépidos investigadores —dijo—, y la adorable Rose. Es todo un honor…
Rose no pudo disimular el impacto de verle así, pero se acercó a la cama y le besó dulcemente en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras?
—Oh, bastante bien, princesa. ¿Y tú?
—Yo me lo he pasado genial.
Roberto dirigió a Edie y a Jeff una mirada de perplejidad.
—El barone Niccoli tiene dos hijos, Francesco y Filippo. Gemelos idénticos. Y de verdad que son igualitos —le explicó Rose muy animada.
—Ah. —A Roberto le resultaba doloroso sonreír.
—Bueno, ¿qué tal te va? —preguntó Edie, cogiéndole la mano.
—No me puedo quejar. Enfermeras bonitas, buena comida, un montón de tiempo para relajarme.
Edie frunció el entrecejo.
—Oh, y unas conversaciones de lo más amenas con Candotti. Ayer le mandé a paseo. Le dije que no quería hablar. Esta mañana volvió por aquí, bastante contrito.
—No suena como el Candotti que conocemos y que tanto amamos.
—Tuve la precaución de intercambiar unas palabras con el jefe de policía, el prefecto Vincenzo Piatti. Le conté que os estaban acosando.
—¿Pero hay alguien a quien tú no conozcas?
—A él no le conozco, de hecho. Pero resulta que él a mí sí.
—¿Y eso no picará a Candotti aún más?
—Puede que sí… pero, sinceramente, me da igual. Creo que ninguno de nosotros debería confiarle a nadie nada de lo que sabemos. Candotti está haciendo su trabajo, pero la policía no puede protegernos en este momento y yo creo que la mejor forma de impedir que personas como él accedan a la información es, simplemente, evitándolas. De todos modos, ya basta de eso. ¿Qué habéis averiguado?
Edie le habló de la biblioteca del barone Niccoli y del destino que habían corrido los diarios.
—Resultó ser una lectura fascinante pero frustrante. No nos ha hecho avanzar lo más mínimo.
Roberto permaneció en silencio unos segundos, sumido en sus pensamientos.
—¿Y tú?
—Bueno, afortunadamente, al menos yo sí he conseguido algún avance: la pista del Gritti Badoer; tampoco es que haya tenido mucho más en que pensar.
—¿Qué me dices de las enfermeras? —apostilló Edie, sonriendo dulcemente.
Roberto levantó una ceja y prosiguió.
—Esa frase musical resulta fascinante. A simple vista parece bastante obvia. Cada nota tiene que hacer referencia a una letra que yo pensaba que formaría una frase.
—¿Y no es así?
—No. Las letras formaban algo sin sentido. Entonces, empecé a pensar en los numerales romanos «IV» y «V». De repente se me ocurrió que debía trasponer las notas en una clave diferente y esos numerales indicaban el modo.
—¿Qué quieres decir?
—Veamos: Se puede interpretar una pieza musical en la clave que sea, lo que crea la melodía no son los intervalos que hay entre las notas. Los signos grabados en la semiesfera representaban un pentagrama con una sucesión de notas. Ésta puede transponerse; todas las notas pueden desplazarse hacia arriba o hacia abajo para cambiar de clave. Los números romanos nos estaban diciendo algo. En la pista había dos renglones de música: debajo del primer renglón aparecía el número «IV» y debajo del segundo el número «V». De pronto entendí que tenía que trasponer las notas del primer renglón a cuarta perfecta y las notas del segundo a quinta mayor.
—¿Y con eso obtuviste una serie de notas que sí creaban un mensaje legible?
—Pues… no.
—¿No? —Jeff estaba empezando a irritarse, pero se daba cuenta de que tenían que seguirle la corriente a Roberto, pues era evidente que estaba disfrutando de lo lindo suministrándoles la información poquito a poco.
—Yo también me llevé una sorpresa. Pensé que lo había resuelto. Pero entonces todo encajó. En la copia que hiciste de los signos grabados no aparecía ninguna clave musical.
—¿Y una clave musical es…?
Rose se rió entre dientes.
—¡Oh, papá!
—Perdón.
Roberto invitó a Rose a seguir por él con un gesto de la mano.
—La clave musical es el símbolo que se pone al principio del pentagrama. La más habitual es la clave de «sol», en notación anglosajona «G».
—Gracias, Rose, una definición de manual. Yo di por hecho que la notación estaba escrita utilizando dicha clave. Pero entonces me entró la duda. La segunda clave más habitual es la denominada clave grave, clave de «fa» o clave «F». Y, hey presto, cuando la apliqué dio resultado. —Hizo una breve pausa—. ¿Me haríais el favor de darme un poco de agua?
Edie le acercó un vaso. Él dio un sorbo y a continuación apoyó la cabeza en la almohada.
—¿Por dónde iba? Ah, sí, la clave grave. El primer renglón de notas decía, siguiendo la notación musical anglosajona: G, A, B, seguida de dos silencios, luego una E, un silencio y una F. Escríbelo.
—¿G A B _ _ E _ F?
—Exactamente. El segundo renglón decía: silencio, A, dos silencios más, una E, un silencio y otra A. Dicho de otro modo: _A _ _ E _ A.
—Se parece un poco al juego del ahorcado —dijo Rose.
—Es verdad —comentó Edie—. Hay que rellenar los huecos. Tafani mencionó que Vivaldi había confiado el fragmento de la carta de Contessina de’ Medici a un amigo, el pintor Gabriel Fabacci. ¿G A B _ _ E _ F? Gabriel F.: Gabriel Fabacci. ¡Perfecto!
—Vale, ¿y qué hay de _ A _ _ E _ A? —preguntó Edie.
—Eso me llevó un poco más de tiempo, pero unas nociones básicas de historia local dan para mucho. En 1741, el año en que murió Vivaldi, Gabriel Fabacci recibió el encargo de pintar un fresco en una iglesia llamada Chiesa di Santa Maria della Pietà. Vivaldi tocaba allí casi cada domingo, y fue el maestro de coro durante más de treinta años. Se la conoce popularmente como La Pietà. Añadid la L, la P y la T que faltan y lo tendréis.
—Bueno, a ver si lo he entendido —dijo Jeff tratando de no perder el hilo—. La pista del Gritti Badoer debió de dejarla el amigo de Vivaldi, Fabacci, después de la muerte de aquél. Y esa pista nos lleva a su fresco de La Pietà, ¿correcto? ¿Por qué no se limitó a tomar la información que le facilitó Vivaldi, dar con el paradero de los diarios de Niccoli y arrogarse el hallazgo del Secreto Medici?
—Lo mismo cabría preguntar al propio Vivaldi —replicó Roberto.
—En su «confesonario» —dijo Edie— nos cuenta que lo que descubrió le asustó tanto que ni siquiera podía plantearse seguir adelante con aquello.
—En un principio yo pensé que Fabacci también podría haber visto así la situación, que quizás él también fuese un hombre temeroso de Dios. Pero su tardanza se debió a razones más prosaicas. Poco después de finalizar el fresco, solo unas semanas más tarde de heredar los documentos de su amigo, alguien asesinó a Fabacci ahogándolo en la laguna. Lo único que alcanzó a hacer fue depositar la pista en el Gritti Badoer. La información sobre el Secreto Medici murió con él.
—Pero ¿por qué molestarse en dejar ninguna pista? —preguntó Edie.
Roberto suspiró y sacudió la cabeza.
—¿Quién sabe? A lo mejor le resultaba imposible olvidarse totalmente del tema. Tal vez pensó que en un futuro mejor, más ilustrado, alguien se enteraría de la existencia del secreto y haría un buen uso de él.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
—Pues está todo ahí, ¿no lo veis? Tenemos la pista de Fabacci, el nexo con su fresco de La Pietà. Hasta nos indica cuándo el intrépido investigador debería ir a buscarlo: a la puesta de sol.
Jeff asentía en silencio, pero su semblante denotaba aflicción.
—¿Jeff? —dijo Edie—. ¿Qué pasa?
—Todo esto está muy bien, pero ¿no deberíamos también preguntarnos quién más va tras el rastro? ¿El pistolero aquel iba tras ello o simplemente es un asesino a sueldo? En este último caso, ¿quién le paga, y por qué?
Se hizo el silencio en la habitación, mientras la luz procedente del televisor parpadeaba, difuminada, sobre las paredes y el techo teñidos de penumbra.
—No creo que alguno de nosotros esté en condiciones de responder a esos interrogantes, Jeff. Por lo menos, no de momento. Pero, por si te sirve de consuelo, al menos un poco, tengo a ciertas personas indagando sobre la identidad del que me disparó. —Por un instante fugaz todos pudieron observar en la expresión de Roberto un aspecto de su personalidad que hasta entonces ninguno de ellos había visto: una frialdad aristocrática rayana en la amenaza—. Concentrémonos todos en resolver el misterio central —añadió en voz baja.
Jeff se disponía a responder a eso cuando Rose señaló de repente la pantalla del televisor.
—Mirad, ¿no es ésa la Capilla Medici?
Todos se volvieron para ver a Jack Cartwright dirigiéndose a la cámara, con la fría piedra de la cripta detrás de su cabeza. Edie cogió rápidamente el mando a distancia y apretó el botón del volumen.
«¿Está seguro de lo que dice?». Un reportero sostenía un micro a unos centímetros de la cara de Cartwright, el cual parecía un tanto abrumado con los focos y las cámaras.
«Absolutamente. Hemos confirmado nuestras sospechas mediante análisis de ADN —respondió Cartwright—. El cuerpo que se creía que pertenecía a Cosimo el Viejo, el primer gobernante de Florencia de la familia Medici, pertenece en realidad a un impostor».
«¿Y de quién se trata?».
«De momento no tenemos ni la menor idea. No sabemos cuándo, por qué o cómo se cambió el cuerpo, si es que, de hecho, fue así. Tal vez esta persona desconocida fue enterrada ya como Cosimo de’ Medici; lo cual, por supuesto, nos lleva a plantearnos la pregunta de ¿dónde está el auténtico Cosimo? ¿Y por qué fue enterrado en otro lugar?».
—No me puedo creer lo que estoy oyendo —dijo Edie en voz baja—. Hijo de puta. Tengo que volver a Florencia… ahora mismo.
—Eso es ridículo —replicó Jeff.
—¿De verdad esperas que me quede aquí sentada mientras ese cabrón maquinador me roba la primicia? Yo siempre he sostenido la teoría de que el cuerpo que hay en Florencia no es el de Cosimo y, en cuanto me doy la vuelta, va Cartwright y me quita el sitio.
—Pues llámale. Pégale dos gritos, pero no vayas precisamente ahora.
Unos minutos después estaban saliendo del ascensor del ala privada del hospital para dirigirse a las puertas que daban a Campo Santi Giovanni e Paolo. Edie sacó el móvil del bolso y marcó un número. Rose parecía preocupada y su padre rodeó sus hombros con un brazo en un gesto tranquilizador.
—Oye, antes de que digas nada… —Era evidente que Jack Cartwright se había sobresaltado con la llamada de Edie—. No es lo que parece.
—¿Entonces qué es, Jack?
—¿Has visto la noticia entera?
—Pues no…
—He dejado claro desde el primer momento que la idea era tuya.
—¿Pero por qué tenías que contar nada de nada?
—No era mi intención —respondió Cartwright—. Tú no sabes lo que ha sido esto desde que te fuiste. La policía ha venido por aquí dos veces con los forenses. Venían a devolver archivos, se llevaban otros. No he tenido ni un minuto de privacidad. Hasta han instalado unas malditas cámaras de circuito cerrado de televisión.
—¿Qué tiene eso que ver con…?
—Yo a la prensa no le conté nada. Apareció fisgando un maldito reportero y él me contó a mí el resultado de nuestras investigaciones. Dijo que deseaba que hiciese unas declaraciones en directo. Al responderle que no quería, me dejó claro que de todos modos iban a emitir una noticia sobre el tema. Haciendo balance, pensé que…
—Pensaste que ibas a salir por un canal nacional para anunciar una hipótesis no demostrada, una hipótesis que ni siquiera era tuya.
—Sí.
—Vale, Jack. Lo pasado, pasado está. Tengo un asunto que terminar aquí, pero regresaré pasado mañana a más tardar. Y, Jack, por favor, no digas ni una palabra más en televisión ni en ningún otro sitio.
Después de dejar a Rose en el apartamento, Jeff y Edie llegaron a La Pietà hacia las cinco y cuarto de la tarde con el cielo del oeste transformado en un mágico mosaico de naranjas, rojos y morados. Quedaban poco más de quince minutos para la puesta de sol.
La iglesia se erigía en la Riva degli Schiavoni, mirando por encima de las aguas de la laguna hacia San Giorgio Maggiore. Poco quedaba del edificio del siglo XV en el que había trabajado Vivaldi: había sido reconstruido en su mayor parte a mediados del siglo XVIII, siguiendo una estructura diseñada por el arquitecto Giorgio Massari.
—Tiene gracia —dijo Jeff mientras contemplaba el interior de finales del Barroco—. En todos los años que llevo viviendo en esta ciudad nunca había pisado este edificio.
—Resulta bastante increíble, si no un tanto recargado.
Avanzaron por el pasillo central admirando los elaborados pilares de color crema y dorado y el espectacular fresco del techo, obra de Tiépolo. Había ventanas a lo largo de los muros, de izquierda a derecha, y entre ellas había pequeños frescos pintados por toda una serie de artistas.
El fresco que estaban buscando era el primero de la pared de la derecha. Representaba a una Madona con el Niño. Sobre sus cabezas revoloteaban ángeles de vivos colores aún. La Madona, que ocupaba gran parte de la mitad izquierda del fresco, sostenía a Cristo Niño con un brazo, y con el otro señalaba a tres hombres montados en mulas cargadas de cofres. En la parte superior del fresco, en el centro, se veía una estrella grande con los rayos formando un semicírculo de saetas doradas. La mitad inferior del cuadro quedaba en sombra y, a pesar de que apenas se percibía el movimiento, la sombra iba extendiéndose lentamente por el fresco a medida que menguaba la luz procedente de la puesta de sol, que penetraba por las ventanas traseras del templo.
Fueron pasando los segundos.
—Son las 17:31 —dijo Edie—. El sol se está poniendo. ¿Y ahora qué?
—No lo sé. ¿Qué estamos…?
—Allí —dijo Edie en voz tan alta que una pareja mayor se dio la vuelta y se quedó mirándola—. Allí, mira. La mano de la Madona.
La nítida división entre la sombra y la luz del sol caía en ese momento justo en la línea del brazo de la Madona y de su dedo señalador. Atravesaba el cuadro y seguía por el muro hasta el fresco que quedaba inmediatamente a su derecha. Se acercaron rápidamente a la imagen vecina. El fresco aparecía como dividido en dos, con un tercio de la superficie iluminado y los dos tercios restantes en sombra. La línea divisoria seccionaba el cielo, cortaba las cumbres de una cordillera, decapitaba un ángel y segaba un edificio.
—¡Por Dios! —exclamó Edie.
Jeff escudriñó el cuadro.
—¿Eso es lo que yo…?
La línea partía por la mitad la diminuta imagen de un edificio que no podía ser otro que la Capilla Medici de Florencia. Debajo del edificio se veía una leyenda: «Sotto 400, 1000».
El cielo se oscurecía cuando salieron de La Pietà y se dirigieron al oeste hacia San Marcos. A lo largo de la Riva degli Schiavoni se habían encendido las farolas. Los grupos de visitantes nocturnos habían empezado a crecer en número y los turistas inundaban ya la pasarela, traídos desde el Lido por los vaporetti. Un viento fresco batía las aguas de la laguna haciendo danzar y chapotear las góndolas amarradas.
Cruzaron San Marcos y se adentraron por el pasadizo que comunicaba con el portal del apartamento. La zona estaba desierta pero, al dirigirse a las escaleras, oyeron un leve sonido de gorgoteo. El portero, sentado tras su escritorio, era presa de unos violentos espasmos causados por una herida de bala de una pulgada de ancho en la garganta. Tanto su cara como toda la parte interior de la mesa estaban empapadas de sangre.
Jeff intentó reprimir la oleada de pánico.
—¡Edie! —La cogió por los hombros y la zarandeó para conseguir atraer su atención—. Llama a la policía.
Jeff subió de dos en dos las escaleras al apartamento. Al llegar al rellano pudo ver que la puerta de su casa estaba entornada. Un hombre alto y pálido, con traje negro, estaba de pie al lado de uno de los sofás. Tenía a Maria sujeta contra sí, con el silenciador de una pistola pegado fuertemente a su sien derecha. Ella gimoteaba con los ojos fuera de las órbitas de puro terror.
Jeff se escondió rápidamente en el vestíbulo.
—Le volaré los sesos, Jeff. —La voz sonaba ronca, con fuerte acento—. Lo sabes, ¿verdad? Luego mataré a la niña. Sé que Rose está aquí, en alguna parte. Y la encontraré.
Jeff entró despacio en el salón, con el corazón desbocado.
—¿Qué es lo que quiere?
—Vaya pregunta más estúpida. Pues la pista, por supuesto.
—¿Qué pista?
Jeff bajó la mirada al suelo cuando, repentinamente, un líquido cayó chorreando entre las piernas de Maria. El pistolero lo vio también. Apretó el gatillo y media cabeza de Maria salió volando por el salón.
Jeff se lanzó de espaldas en dirección al vestíbulo y chocó con Edie, a la que estuvo a punto de derribar.
Edie le agarró el brazo.
—¿Qué demonios está pasando?
—Rose —dijo él con la voz ronca, y volvió corriendo al salón.
Parecía la sala de un matadero. Había sangre por las paredes y por el techo. El pistolero había desaparecido sin dejar rastro.
—¡Oh, Dios mío! —Edie se tapó la cara con las manos, horrorizada.
—Tenemos que encontrarla —murmuró Jeff.
Echaron a correr por el pasillo.
La primera habitación estaba vacía. Delante quedaban dos habitaciones, una a la izquierda y otra a la derecha. Estaban a punto de entrar en la segunda habitación cuando el pistolero reapareció con el arma en alto.
—Buenas noches, signorina Granger. ¿Qué opina de la nueva combinación de colores? Très chic, ¿no? —En dos pasos se puso delante de Jeff, nariz contra nariz—. Entrégueme la pista —susurró—. Tanto si les mato a usted y a la adorable signorina como si no, encontraré a su hijita y terminaré la remodelación de su apartamento. Así pues, última oportunidad, chicos…
Pegó el arma a la frente de Edie.
Del fondo del pasillo se oyó una voz.
—Suelte el arma.
Por un segundo, el pistolero titubeó. Entonces bajó la pistola.
—Suéltela.
De repente, el piso se llenó de hombres uniformados con chalecos antibalas. Uno de ellos agarró al pistolero y le puso unas esposas. Otro corrió a coger el arma y la metió en una bolsa.
—Gracias —dijo Jeff, y pasó a zancadas por delante de Aldo Candotti, que no movió un dedo para impedirle el paso.
Al final del pasillo había una pequeña habitación. Nada más cruzar la puerta podía verse el leve dibujo de una puerta y un diminuto picaporte empotrado en la pared. El escondrijo secreto de Rose. Jeff asió el picaporte y tiró, rezando por que su hija se encontrara a salvo. Apretó el interruptor de la luz. La bombilla se había roto, pero la claridad que entraba le bastaba para ver el interior del escondrijo. Se trataba de un cuarto largo y estrecho provisto de un sofá en miniatura, una mesa baja y un armarito achaparrado en el que había unos cuantos libros.
—¿Rose?
No hubo respuesta.
—¿Rose? Soy papá. Todo está bien. Puedes salir.
Edie y dos agentes de la policía se acercaron.
—Jeff, ¿qué…?
—Creí que ella habría… —Edie le abrazó y él hundió la cara entre sus cabellos.
Se oyó un grito procedente del salón. Echaron a correr a toda velocidad hacia allí y vieron a Rose, con la cara color blanco alabastro.