Capítulo 16
Norte de Italia, mayo de 1410
El viaje desde Brisighella a Venecia les llevó seis jornadas. Muchos años después, Cosimo aún podría recordar la sensación de premonición que se cernió sobre la comitiva durante el viaje hacia el norte. Era como si, a medida que se alejaban de Florencia, estuviesen adentrándose en unas inquietantes tinieblas que se tornaban más y más opresivas a cada legua que pasaba. Corrían rumores de que la peste estaba extendiendo sus mortíferos tentáculos por las regiones rurales, así como noticias sobre bandoleros que controlaban las rutas principales.
Pasaron una noche en el exterior de la amurallada ciudad de Módena, donde compartieron campamento con un grupo de músicos y cómicos ambulantes. Formaban una alegre compañía, pero era evidente que alimentaban su buen humor a base de hidromiel y algo más, una extraña hierba que habían adquirido de otra pandilla de actores cuyo camino habían cruzado en Venecia. Aseguraban que la planta procedía de la China. El cabecilla de la compañía, un hombre grande como un oso llamado Trojan, mostró a Cosimo y a sus compañeros cómo enrollar la hierba en la palma de la mano y mascar a continuación la picadura de hojas renegridas. Sabía a tomillo, pero le proporcionaba a uno una tremenda oleada de euforia que duraba varios minutos.
El encuentro con los artistas fue uno de los pocos momentos alegres que experimentaron a lo largo de esa fase del viaje. Cuando se despidieron de ellos en un cruce de caminos al norte de Módena, retornó el negro velo de la angustia.
Tras cabalgar sin parar durante una larga noche llegaron a Copparo, una pequeña población próxima a Ferrara. El sol estaba asomando por detrás de unos montes bajos, iluminando los verdes brotes jóvenes de la cebada. Una cañada polvorienta los llevó al centro del pueblo. Al doblar por una esquina, se toparon con una iglesia. Delante se había reunido una multitud que jaleaba a voces mientras se encendía una hoguera. En cuestión de segundos, las llamas lamieron los bajos del hábito de un sacerdote amarrado a una burda estaca. Iba vestido de gris y tenía las manos atadas con una soga y la cabeza afeitada. Sus ojos estaban negros de espanto.
El acusador había empleado madera húmeda adrede, por lo que el fuego tardó mucho rato en arder. Cosimo y Niccolò Niccoli se volvieron cuando el sacerdote empezó a gritar. Después sabrían que el condenado había sido hallado culpable de fecundar a tres jóvenes del pueblo.
La comitiva se quedó el tiempo preciso de dormir durante las horas del día en una taberna de las afueras de la población, mientras el aire apestaba con el olor de la carne quemada. Regresaron al camino una hora después del anochecer, deseosos de marchar de allí. Los huesos del sacerdote habían sido ya pulverizados y las gentes del pueblo habían esparcido sus cenizas por un campo de cebada.
A Cosimo y a su pequeño séquito no les era extraña la muerte, pero esa familiaridad no contribuyó en lo más mínimo a mitigar la creciente sensación de temor que cada uno de ellos sintió aquella mañana. El cielo estaba plomizo, la tierra gris. La peste acechaba el país pero la muerte procedía también fácilmente de las manos del hombre. No fue hasta entrar en el Véneto que sus ánimos se elevaron. Poco más de un día después llegaron a Mestre, dos horas antes del anochecer.
Enviaron por adelantado a un sirviente para que avisase de su inminente llegada al dux. Una hora después, cuando salían al muelle del puerto, una pequeña compañía de hombres se aproximó a ellos en una galera. Uno de ellos bajó a tierra.
Cosimo se apeó de su montura y corrió a abrazarle.
—Ambrogio, qué alegría verte de nuevo.
Ambrogio Tommasini estiró los brazos para ver mejor a su amigo y contempló el semblante de Cosimo con sus intensos ojos castaños.
—Has tenido un viaje duro. —Él mismo parecía cansado, más viejo que los treinta años que en realidad contaba, pero poseía una energía contagiosa que se transmitía de manera inmediata—. Me alivia verte, Cosi, pero has llegado en un momento sumamente poco favorable.
En ese instante Niccolò Niccoli se acercó a grandes pasos, abrazó a Tommasini y le dio dos besos en la cara. Ambrogio era uno de los integrantes más respetados de su círculo. Estaba especialmente unido a Cosimo, pero todos los miembros de la Liga Humanista le apreciaban y confiaban en él. Aunque apenas llevaba algo más de una semana en Venecia, desempeñaba un cargo importante en el tribunal de justicia actuando como consultor del dux, el anciano Michele Steno. Muy afamado como copista y restaurador de documentos antiguos, Tommasini había trabajado para la curia en Roma, y solo cinco años atrás se había hecho célebre dentro de la comunidad académica europea por su descubrimiento de una pieza corta de Homero, un documento que hasta entonces la mayoría de los eruditos consideraban perdido por siempre jamás. Sus servicios se pagaban caros y estaban muy solicitados, y podía permitirse el lujo de elegir clientes deseosos de contratarle.
—Pareces muy serio, Ambrogio —observó Niccoli.
—Me disponía a explicárselo a Cosi. La peste llegó dos días después de mi aparición aquí y es peor de lo que hayáis podido imaginar nunca. Han muerto ya tal vez mil personas, mueren a cientos cada día. Nadie tiene autorización para entrar en la ciudad. Los navíos han de pasar la cuarentena en San Lazaretto Nuovo. Vuestro emisario fue detenido antes de que pudiera entrar en la ciudad y la noticia de vuestra llegada fue transmitida al dux. El emisario se encuentra en mi barco.
—¿Pero…?
Tommasini había levantado una mano.
—No te preocupes. Lo he organizado todo para que el dux en persona emita una dispensa especial y podáis pasar la cuarentena vosotros dos. Vuestros sirvientes tendrán que regresar a Florencia.
—Son noticias amargas, ciertamente.
—El dux os ha invitado a quedaros en el palacio. Yo mismo dispongo también de una pequeña alcoba; es el lugar más seguro. Pero ha dicho que si decidís dar la vuelta y regresar a casa, lo entenderá. De hecho, tu padre ha estado presionando a Michele Steno para que de todos modos os deniegue el permiso de entrada.
Cosimo agitó la cabeza.
—Estoy seguro de que solo piensa en tu…
—Estoy seguro de que sí, Ambrogio —le espetó Cosimo, apartando la mirada de la laguna anaranjada. Luego, se volvió a Niccoli—. Debo irme. No me queda elección, pero no espero que vengas conmigo.
—Cosimo, no seas absurdo —dijo Niccoli en tono despreciativo, y se puso a descargar los fardos de su montura.
Pasada una legua o dos, las negras siluetas de la ciudad empezaron a emerger de las aguas. Venecia parecía envuelta en llamas: la luz del sol poniéndose detrás de ellas se reflejaba en la vetusta piedra y destellaba al contacto con infinidad de agujas y cruces. Cosimo estaba de pie al lado del timón, perdido en sus reflexiones. Cuán terrible si, además de haber sido todo aquello una pérdida de tiempo, había alejado a su padre. Por lo que sabía, el único contacto que tenían en Venecia, el desconocido Luigi que Francesco Valiani les había dicho que fuesen a ver, podía estar muerto, víctima de la peste. De ser así, ¿cómo podrían encontrar el fragmento que faltaba del mapa y llegar al monasterio de Golem Korab?
Bajaron a tierra a cierta distancia de la Piazza San Marco, entrando por un tramo tranquilo del canal que discurría por detrás del palacio del dux. Los sirvientes transportaron su equipaje y un hombre ataviado con un abrigo largo forrado de piel se aproximó al muelle. Iba acompañado de cuatro guardias con casco de metal bruñido y portando picas. El hombre se presentó como Servo Zamboldi, asistente personal del dux. Hizo una profunda reverencia pero no se les acercó ni estrechó la mano a ninguno de los viajeros. Zamboldi los escoltó por una estrecha calleja de piedra que discurría en paralelo al canal y entraron en un patio.
El palacio estaba sumido en una atmósfera apagada y lúgubre. Al cruzar una puerta, Zamboldi saludó con un gesto de la cabeza a los guardias y éstos se pusieron firmes. Después de subir por un magnífico arco de escalones de mármol, Cosimo y sus compañeros siguieron al asistente personal del dux por un fastuoso pasillo galería. Las paredes estaban decoradas con ricos tapices y hasta el suelo, que estaba compuesto de preciosos baldosines de intrincado diseño; a ambos lados del pasillo había exquisitas figuras de mármol y esculturas de bestias míticas. Era la primera vez que Cosimo visitaba Venecia, y aunque había oído hablar de sus muchas maravillas, se sentía más bien desconcertado ante la magnificencia del lugar.
El dux Michele Steno era un hombre alto y musculoso que se encontraba ya en su octavo decenio de vida. Su rostro era alargado y estaba surcado de arrugas, tenía la tez color gris ostra y el pelo, blanco y largo, le llegaba hasta los hombros, asomándole por debajo de una gorra de terciopelo azul. Llevaba un largo abrigo negro y dorado con botones de oro desde el cuello hasta los tobillos. Steno había sido un militar condecorado y se había convertido en un poderoso dirigente político que dominaba la política veneciana desde hacía más de una década. Sentado en su trono de piedra, con un dosel rojo en el que se veía el león de Venecia, observó a sus visitantes mientras se acercaban a él y se levantó para saludarlos al pie del estrado. Pero tuvo la precaución de no estrecharles la mano ni de abrazar a los recién llegados.
—Cosimo de’ Medici —dijo, clavando sus ojos gris acero en el joven—. Tienes el porte y la dignidad de tu ilustre padre. Eso es bueno.
Cosimo sonrió e hizo una reverencia, para a continuación presentar a sus amigos. El dux había estado con Niccolò Niccoli en más de una ocasión.
—Fui informado de vuestra llegada, por supuesto —dijo el dux.
—Eso tenía entendido —respondió Cosimo, lanzando una mirada a Ambrogio.
—Pero, evidentemente, no tienes la menor intención de cumplir los deseos de tu padre. Vuestro viaje debe de obedecer a un motivo de suma importancia.
—Así es —respondió Cosimo simplemente—. Y os estamos muy agradecidos por vuestra hospitalidad.
—No des nada por hecho, joven —respondió dulcemente el dux—. Es posible que nosotros deseemos ofreceros lo mejor, pero habéis llegado en un momento muy malo. —Su semblante era serio—. La Gran Peste es exactamente igual de feroz que como la recuerdo de cuando era un muchacho, hace casi medio siglo. Esta noche me han comunicado que más de mil almas han perecido. Lo hemos intentado todo: aceites aromáticos, tañer todas las campanas de iglesia de la república y disparar todos los cañones de que disponemos en el arsenal. Todo ha sido en vano.
—Lamento la noticia de este mal que os aflige, mi Señor. Y nuestra empresa aquí será lo más breve posible. De hecho, deseamos proseguir viaje a Ragusa en cuanto tengamos oportunidad.
—¿Ragusa? —El dux sostuvo la mirada a Cosimo unos segundos y luego apartó la vista—. Tú y tus compañeros sois muy bienvenidos. Se os ha preparado habitaciones aquí, en el palacio. Os ayudaré en lo que sea que necesitéis para hacer vuestra estancia lo más agradable posible y encargaré a mi servicio que prepare un navío para vosotros. Pero estamos tal como nos veis. No necesito recordaros que, para vuestro propio bienestar, deberéis conduciros con la máxima cautela. Por favor, no abandonéis los alrededores del palacio sin uno de mis asistentes personales como guía. Os deseo buenas noches.
Cuando los tres florentinos hubieron salido escoltados de la cámara, el dux volvió a sentarse en su trono e hizo una señal a Zamboldi para que se acercara. Los guardias estaban alrededor del perímetro de la sala, fuera del alcance del oído.
—Quiero conocer su paradero en todo momento —dijo Steno—. Y eso va también por Tommasini.
—Por supuesto, mi señor. Pero aún no comprendo por qué os habéis arriesgado a permitir que estos hombres entrasen en la ciudad.
—Hombres como el joven Medici y sus amigos no viajan tan lejos sin un buen motivo, y menos aún a una ciudad totalmente afectada por la peste. Necesitan algo de aquí y aunque le he pedido a Cosimo que no salga del palacio sin un guía, hará eso precisamente, por descontado, a la menor oportunidad.
Zamboldi mostró su acuerdo con un leve gesto afirmativo.
—Pero ¿cómo sabemos que no están infectados? ¿Cómo sabemos que no van a complicar nuestra situación?
—No tenemos forma de saberlo. —El dux sonrió sin rastro de humor—. De todos modos… ¿podría nuestra situación empeorar aún más? No lo creo. A veces es necesario correr riesgos.
—Pero…
Steno lanzó una mirada a su sirviente.
—Ya basta. Ahora, haz lo que te pido. Quiero que se me informe de inmediato sobre el mínimo gesto de cualquiera de los integrantes de la comitiva, así se trate de una flatulencia. ¿Entendido?
Zamboldi asintió.
—Ahora, vete.
—Entonces, Cosi, ¿cuál es el plan?
Cosimo y Niccolò Niccoli estaban sentados a la mesa de un lujoso apartamento ubicado en un ala apartada del palacio. El suelo estaba desnudo salvo por una preciosa alfombra roja que ocupaba el centro de la sala. Una puerta comunicaba con un pasillito que conducía a una espaciosa alcoba.
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—Pase.
Ambrogio Tommasini entró en la habitación con grandes pasos.
—Ah, qué oportuno. Niccolò acaba de pedirme que proponga un plan.
Tommasini se unió a ellos en la mesa. Se echó hacia atrás en su silla y estiró sus largas piernas para descansar.
—Creo que estarán de acuerdo conmigo, caballeros —prosiguió Cosimo—, en que deberíamos cumplir con la mayor premura la misión que nos ha traído aquí.
—El buen dux ha puesto guardias al final del pasillo —dijo Tommasini.
—Como es natural, le preocupa que podamos poner en peligro a las personas que se encuentran en el palacio aisladas del exterior —replicó Cosimo.
—Por otra parte… —dijo Niccoli.
Cosimo sonrió.
—Considero que no es ningún disparate suponer que el dux siente curiosidad, como mínimo, acerca de nuestra misión. ¿Por qué, si no, se arriesgaría a dejarnos entrar sin obligarnos a pasar la cuarentena? Sea como sea, hace unos minutos ha llegado un emisario. Parece ser que nuestro contacto, Luigi, está vivito y coleando y me espera.
—¿Te espera?
—Insiste en que nos veamos a solas.
—¡Pero Cosimo…! —exclamó Niccoli.
—Aprecio tu preocupación, Niccolò, pero no puedo hacer concesiones. Si no acepto los términos de Luigi, no nos llevará al resto del mapa. Sin eso, habremos perdido el tiempo y habremos arriesgado la vida inútilmente. Bien, escuchad: debería ser algo bastante fácil. Ambrogio, sé que solo llevas aquí poco tiempo, pero imagino que después de la reunión con Valiani te ocupaste de averiguar dónde podría hallarse I Cinque Canali.
Tommasini asintió.
—Puedo dibujarte un mapa.
—Bien hecho. Niccolò, tú debes distraer a los guardias para que pueda salir del palacio a hurtadillas. En el plazo exacto de dos horas podré reunirme contigo en el punto de encuentro prefijado. Tendrás que encontrar una embarcación apropiada, con su tripulación, para que podamos zarpar hacia Ragusa antes del alba. La travesía por mar es corta, pero extremadamente peligrosa. Si no me reúno contigo al final de la hora tercera de la noche, deberás volver sobre mis pasos lo mejor que puedas.
—Yo también iré a Ragusa —dijo Tommasini, sorprendiendo a los otros dos.
—Pero no tienes ningún motivo para…
—Cosimo, siento tanta curiosidad como tú. Además, quiero salir de este rincón dejado de la mano de Dios.
Cosimo asintió.
—Por supuesto.
Tapándose bien la boca y la nariz con un pañolón empapado en jugo de enebrina, Cosimo salió a la noche. Llevaba una sencilla capa larga sobre una túnica, unos pantalones bombachos y unas resistentes botas de piel. Debajo de la capa portaba una espada corta de caballero. Al salir de su alcoba había dado un sorbo de una botellita de porcelana que Ambrogio le había puesto en la palma de la mano. «Es triaca —le había dicho el erudito—. Ámbar y especias orientales. Puede representar una pequeña defensa contra la peste».
El espacio abierto de San Marcos estaba demasiado expuesto incluso en la relativa oscuridad de una noche sin luna, por lo que Cosimo se escabulló por una calleja estrecha que lo llevó al lado norte de la plaza. I Cinque Canali se encontraba cerca del Campo St. Luca, equidistante de San Marcos y del Gran Canal. Avanzó despacio por un camino que discurría junto a una lengua de aguas grises.
No había ni una sola luz en los edificios y daba la sensación de que los hubiera abandonado toda vida humana. Así era en muchos casos. Algunas casas lucían en la puerta una cruz blanca burdamente pintada, y habían clavado tablones encima de estas puertas para sellar los edificios, aprisionando a sus moradores, cuyas pústulas acabarían enconándose y matándolos.
El camino daba a una placita, en cuyo centro había un brasero. La lumbre, cubierta de incienso, ardía de color naranja y rosa, impregnándolo todo con un penetrante aroma y cubriendo con una pátina lastimera los oscuros muros de los edificios circundantes. Cosimo oyó un ruido a sus espaldas. Sobresaltado, giró sobre sí mismo justo a tiempo para ver una silueta fantasmagórica apareciendo por la calleja por la que él acababa de llegar. Se trataba de un hombre alto ataviado con una toga que le llegaba hasta el suelo, y llevaba una máscara blanca que le tapaba la cara por completo. La nariz de la máscara era enorme y estaba moldeada con forma de pico curvado hacia abajo. En la cabeza portaba un sombrero negro con alas en los laterales y en la parte de atrás. Tenía las manos enguantadas y asía un gran bolso de cuero negro. Era un médico de la peste, una rara estirpe de hombres obligados a quedarse en la ciudad por orden del dux para atender a los enfermos. El hombre pasó a toda prisa junto a Cosimo, en silencio, y se metió por un pasillo que había en el lado sur de la plaza.
Ambrogio había indicado a Cosimo que saliera del campo por la puerta septentrional. Apretó el paso, siempre resguardado en la sombra. Respiraba deprisa, y el pañuelo que le cubría el rostro estaba salpicado de sudor. En un momento dado, se detuvo frente a un edificio alto y estrecho con franjas de suciedad en la piedra de la fachada y las ventanas del piso superior cerradas a cal y canto. Encima de la puerta había un letrero que decía «I Cinque Canali».
Al acercarse, Cosimo oyó música y el sonido de unas voces. Empujó la puerta y entró en una habitación alargada y estrecha. Al fondo se veía un pequeño mostrador. Encima de él, una hilera de velas colocadas sobre bandejas de metal, proporcionaba una luz tenue color crema. Dos hombres bebían en el mostrador, y un tercero tocaba un laúd, sentado en un rincón. Los tres se volvieron a mirar al desconocido que acababa de entrar, con recelo en la mirada.
Cosimo se disponía a decir algo cuando de detrás del mostrador apareció un personaje greñudo.
—Creo que es a mí a quien buscáis.
La luz de las velas dibujaba sobre su rostro unas irregulares manchas blancas. Era un hombre diminuto de melena blanca y revuelta, no más de un metro cuarenta de alto, vestido con lo que parecían harapos y apoyado en un bastón de madera lleno de nudos. Cosimo se sobresaltó al darse cuenta de que sus ojos eran dos meros discos blancos.
—Parecéis sorprendido —dijo Luigi riendo entre dientes—. Lo noto por el movimiento de vuestro cuerpo, por el sonido de vuestros pies al moverse ligeramente por el suelo. —Lanzó una mirada ciega a las botas de piel de Cosimo.
—¿Conocéis al hombre que me dio vuestro nombre?
—Hace muchos años que conozco a Francesco —respondió Luigi—. Hemos recorrido muchas leguas juntos. No he sido ciego toda la vida. —El anciano se rió; tenía la cara arrugada como una manzana pocha y la boca desdentada era de color rojo oscuro.
Cosimo se frotó la frente.
—Disculpadme —dijo—. Nuestro amigo común me dijo que podríais ayudarme.
—Así es, ciertamente —respondió Luigi, y echó a andar en línea recta por delante de Cosimo, en dirección a la puerta de la posada—. Bueno, venid conmigo.
Para ser ciego, Luigi se movía con asombrosa velocidad y agilidad. Avanzaba a paso ligero por los pasadizos y cruzaba las plazas con la seguridad de un hombre vidente a plena luz del día. Parecía poseer un sexto sentido, ¿o acaso, al haber perdido por completo el uso de un sentido, resultaban potenciados los otros cuatro?
Cosimo hizo esfuerzos para mantenerse a su altura. Recorrieron oscuros callejones con las viviendas agobiándolos a un lado y otro, todas igual de silenciosas que una tumba. De repente, a lo lejos, se oyó un largo chillido, un sonido que parecía manar de las mismísimas cavernas del infierno.
Luigi se volvió hacia él sin aminorar la velocidad.
—Nos estamos muriendo todos, uno a uno —dijo.
Cruzaron por un puente angosto y aparecieron en un campo de reducidas dimensiones, que también estaba iluminado con un brasero. Los troncos ardían a fuego lento, desprendiendo un resplandor borroso que olía a haya y limón. Cientos de mosquitos y polillas zumbaban alrededor de las llamas mortecinas. Justo delante de ellos se erigía una capilla.
—Lo que buscáis se encuentra en el interior de este edificio —entonó Luigi—. Venid.
Giró una pesada arandela de hierro que había en la puerta y tiró de ésta. Se colaron por la abertura y la puerta se cerró de golpe a su espalda. El interior de la capilla estaba bañado en la luz de cientos de velas colocadas en soportes repartidos sin orden ni concierto por toda la nave, así como en platillos planos y dentro de los nichos de piedra. Luigi recorrió lentamente el pasillo entre las filas de bancos y Cosimo fue detrás de él, con el eco de las pisadas de sus botas reverberando contra las paredes. Justo delante de ellos un ornado biombo representaba la crucifixión. Era nuevo y muy gráfico. La sangre que goteaba de las palmas de las manos de Cristo parecía casi de verdad.
Oyeron un leve movimiento al otro lado del biombo y apareció un cura. Era un hombre alto y escuálido, y sobre su cuerpo estrecho los ropajes de clérigo le quedaban tan grandes que casi resultaban cómicos. Tenía la cara demacrada y los ojos muy cansados.
—Mi señor Cosimo de’ Medici —dijo el cura, e hizo una torpe reverencia—. Soy el padre Enrico. Nuestro amigo en común, Francesco Valiani, me ha transmitido unas indicaciones. —A Luigi lo ignoró por completo—. Si queréis venir conmigo…
—También yo he recibido indicaciones, padre —manifestó Luigi.
—Eso no estaba…
—He de acompañar al señor Cosimo.
—En realidad no hay ninguna necesidad… —empezó a decir Cosimo.
—He de acompañaros, señor Cosimo —repitió Luigi, y puso una mano firme en el brazo del noble.
El cura titubeó unos segundos pero, antes de poder responder nada, Luigi le dirigió una sonrisa desdentada.
—Entonces estamos todos de acuerdo.
El padre Enrico los condujo por una puerta a uno de los laterales de la nave y a continuación por una estrecha escalera de bajada apenas más ancha que los hombros de un hombre. Una vez abajo, el sacerdote abrió con una llave una pesada puerta de madera y Cosimo y Luigi la cruzaron detrás de él. Se hallaban en un largo pasadizo, iluminado por una única lámpara de aceite suspendida del techo. El lugar olía a tierra húmeda y muerta.
—Este pasadizo comunica con la capilla original —explicó el cura—. Fue uno de los primeros edificios construidos en Venecia hace mil años y lo consagró el gran padre de la Iglesia, el obispo Athenasius. La capilla actual fue construida encima. Mis compañeros y yo utilizamos este recinto para servicios especiales.
Se trataba de una capilla de reducidas dimensiones. El techo, formado por una serie de bóvedas de piedra, descansaba en cuatro gruesos pilares. Un intrincado mosaico de aproximadamente un metro de ancho recorría el suelo. La luz procedía de un buen número de velas colocadas dentro de los nichos de piedra del perímetro de la sala.
—Es hermosa —dijo Cosimo.
El cura lo miró a los ojos.
—Me alegro de que apreciéis esta sencilla maravilla, mi señor. Lo que atrae la mirada es el suelo de mosaico, por supuesto, una representación de la historia de la natividad del siglo V. Pero este lugar alberga secretos insospechados. El maestro Valiani os entregó una llave, ¿verdad?
Cosimo buscó en su túnica.
—Ah —exclamó el padre Enrico, y se dirigió a un punto concreto del suelo—. Los artesanos del siglo V eran unos maestros en su oficio. Este mosaico no es solo un bello ornamento, sino que además sirve como depósito de objetos propiedad de mi orden. Nosotros somos arrianos, una secta cristiana declarada ilegal. El maestro Valiani es un miembro veterano de la orden; él fue quien dejó el objeto que buscáis aquí. —Y señaló hacia abajo—. ¿Me dais la llave?
Cosimo se la tendió. El padre Enrico metió la llave de oro en un agujerito practicado en el ojo de una de las figuras del grupo que rodeaba la santa cuna. Al hacer girar la llave aparecieron unas líneas alrededor de los bordes del mosaico, donde antes no se percibía el menor rastro de ellas. Cosimo se agachó y ayudó al cura a retirar la losa.
En el interior del hueco había un sencillo estuche cuadrado de madera. Cosimo metió la mano y lo extrajo: era asombrosamente liviano. Lo depositó en el suelo y abrió la tapa. Dentro había un hueso blanqueado.
—¿Qué es exactamente? —preguntó Luigi—. Dejadme que lo toque. —Tocó delicadamente el hueso, acariciándolo a lo largo—. Francesco Valiani me habló de esto. Forma parte del cúbito de san Benedicto. Lo adquirió durante su viaje de regreso desde Oriente.
—No es lo que yo esperaba encontrar.
Cosimo dio la vuelta al objeto en sus manos, y entonces reparó en una abertura en uno de los extremos del hueso. Se dirigió al nicho más cercano, donde había mejor luz, introdujo un dedo por la abertura y notó que había algo metido a la fuerza en el interior rugoso del hueso. Tirando de él con sumo cuidado, lo extrajo.
Se trataba del fragmento perdido del mapa de Valiani, un disco de pergamino de unos centímetros de diámetro. A duras penas distinguió unas letras escritas y unas diminutas ilustraciones pintadas con tinta descolorida. Cosimo se concedió a sí mismo el placer de una leve sonrisa.
—Bendito sea Dios —susurró.
Se oyó entonces un sonido silbante procedente de la entrada y Cosimo se dio la vuelta rápidamente. Pero Luigi llegó antes que él.
—¡Retroceded, Cosimo! —gritó.
Dos hombres entraron corriendo en la sala. Iban ataviados con sencillos ropajes con capucha ceñidos a la cintura mediante un cordón. En la tenue luz, resultaba imposible verles la cara. Cada uno sostenía una espada.
Luigi había obligado a Cosimo a pegarse al muro y le protegía con su propio cuerpo y con una espada corta que había sacado de dentro de su grasienta capa. El padre Enrico se hizo a un lado, cuidadosamente. Parecía absolutamente tranquilo.
—Da otro paso y eres hombre muerto —dijo Luigi apretando los dientes.
Uno de los encapuchados dejó escapar un suspiro de diversión.
Con pasmosa agilidad, Luigi brincó adelante blandiendo la espada hacia arriba. Ésta dio en el brazo de uno de los atacantes y le produjo un corte. El hombre retrocedió a tumbos y, al hacerlo, se le resbaló la capucha, revelando un rostro joven y bello enmarcado por unos bucles negros. Luigi golpeó por segunda vez, hendiendo el aire nada más.
Cosimo desenvainó su espada y, al dar unos pasos al frente, reparó en que el cura se escabullía hacia la puerta y salía al pasadizo.
Luigi dibujó con su espada un gran arco en el aire, delante de sí, mientras Cosimo se abalanzó sobre el segundo asaltante encapuchado. En ese momento el herido clavó a fondo su espada en el pecho de Luigi. El viejo cayó de espaldas y su arma rebotó con estrépito en el suelo de piedra. Con calculada ferocidad, el encapuchado volvió a clavarle la hoja de la espada y, lanzando un suspiro ahogado, Luigi quedó tendido en el suelo, inmóvil.
Enfurecido, Cosimo continuó con su ataque. Se produjo un estrépito al chocar los aceros. Los dos hombres retrocedieron, pero solo por un instante. Se abrieron en abanico y fueron a por Cosimo por delante y por detrás. Cosimo acertó a ver por el rabillo del ojo a otro encapuchado vestido de blanco que había aparecido en la puerta de la cámara. Luego, por poco no consiguió detener un golpe salvaje dirigido a su cabeza. Uno de los asaltantes se volvió para hacer frente al recién llegado, mientras el otro lanzaba un nuevo ataque contra él. Se oyó entonces el inconfundible sonido del acero al sajar la carne, y el hombre que había matado a Luigi gritó, dejó caer la espada y se aferró al estómago, mientras la sangre le manaba por entre los dedos temblorosos.
Al caer, chocó con su compañero, lo que otorgó a Cosimo una ventaja crucial y le permitió abalanzarse sobre ellos. Pero incluso habiendo perdido el equilibrio, su adversario era ágil y decidido. Esquivó la espada de Cosimo y contraatacó.
Cosimo notó un dolor abrasador en el hombro. Tambaleándose hacia atrás, chocó contra uno de los pilares de piedra. De repente, bajo la capucha, pudo ver el rostro de su atacante: una nariz larga, barba y unos brillantes ojos negros. Vio la punta de una espada asomando por el vestido del hombre. El acero siguió saliendo por la carne, bañado en rojo. El hombre miró conmocionado el metal que asomaba por su pecho. Cayó hacia delante. Cosimo no tuvo tiempo de hacerse a un lado y la empuñadura de la espada del hombre le golpeó la cabeza.