Capítulo 13
Londres, en la actualidad
Luc Fournier estaba sentado en un apartamento que en su día había pertenecido a los Rockefeller, quienes casi cien años atrás habían financiado la construcción de este edificio de Bellas Artes que daba a Green Park. Ahora el inmueble al completo formaba parte de su cartera de propiedades, valorada en varios billones de libras.
Poco se sabía del pasado de Fournier; vivía en la sombra, pero disfrutaba de lo mejor que el mundo podía ofrecer. Trasladándose de casa en casa, repartidas por los cinco continentes, y viajando en jet privado, muy rara vez se dejaba ver en público e incluso entonces pocas eran las personas que sabían quién era.
Mientras daba vueltas lentamente a su infusión de menta, se reclinó en una silla George Newton y miró a través de una pared acristalada en dirección a su izquierda inmediata. Ofrecía unas vistas espectaculares: ante sí se extendía Green Park como el tapete de una mesa de billar, y a lo lejos se divisaban el Palacio de Buckingham, The Mall y St. James. En la pared que quedaba a su espalda colgaba su De Kooning favorito, una mezcolanza de amarillos, naranjas y turquesas que gustaba a Fournier porque, para él, representaba el mundo al otro lado de la burbuja hermética que había creado para sí.
Pronto cumpliría setenta años. No sentía la edad, y sabía que parecía veinte años más joven gracias a un riguroso régimen de ejercicio físico y alimentación que seguía a conciencia desde que cumplió los treinta años. Había nacido en el seno de una familia adinerada, todo hay que decirlo, pero había sido testigo de cómo esa herencia se multiplicaba por cien y, al mismo tiempo, había hecho grandes contribuciones al mundo. Luc Fournier se percibía a sí mismo como un guerrero, o, mejor aún, como un líder de guerreros: un hombre que hacía que las cosas pasaran.
Dio un sorbo a su infusión y reflexionó sobre sus muchos logros y sus ocasionales fracasos. Llevaba cuarenta y cinco años dedicado a esta industria. Valiéndose de su inteligencia y de su talento innato, y de lo que se había convertido en un ingente entramado clandestino de contactos, suministraba armas y otro material bélico a toda organización antioccidental que pudiera permitirse sus precios. Un porcentaje de sus ganancias se reservaba para costear su fastuoso tren de vida, pero una parte de cada trato que cerraba se empleaba para financiar su afición rayana en la obsesión: una vasta y cada vez más nutrida colección de artículos antiguos, mayoritariamente datados a comienzos del Renacimiento. Lo hermoso de esta vida era que todos sus aspectos le reportaban alguna recompensa: con el dinero que ganaba podía comprar las cosas que deseaba, y al mismo tiempo podía atacar aquello que más aborrecía: la sociedad occidental actual.
El odio de Luc Fournier hacia el siglo XXI creado por Occidente no había menguado con la edad. Por mucho esfuerzo que invirtiese en aislarse del mundo, cada nuevo McDonald’s que aparecía le provocaba un dolor real, físico. Cada vez que acertaba a captar un fragmento de alguna horrorosa canción pop, se le revolvían las tripas. El edificio que había creado Occidente era, creía él, un cáncer mortal que estaba extendiendo la enfermedad por lo que en su día había sido un cuerpo puro y noble, protagonizando una metástasis de formas nuevas y aún más repulsivas. Uno de sus recuerdos más vívidos y preciados había sido el día en que dos aviones de pasajeros se habían estrellado contra las torres gemelas. Por supuesto, él había estado al corriente de la misión con antelación. Pero la emoción de presenciar la destrucción de aquellos dos monumentos icónicos, símbolo de todo lo que él aborrecía, fue un sentimiento sin parangón hasta la fecha y seguramente por siempre jamás.
Su carrera profesional se había iniciado a comienzos de la década de 1960. Su primer cometido había consistido, en parte, en suministrar munición al Vietcong. En aquel entonces también había flirteado con la venta de información estratégica, pero aquéllos eran tiempos más sencillos. Con las recompensas que había obtenido de los inicios de aquella guerra, había financiado la sustracción del diario de Cosimo de’ Medici de la capilla de Florencia. Pero, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho y de la asistencia de un equipo de expertos, se había quedado sin el premio. El idiota que había encontrado el diario en medio de las aguas de la riada había roto el sello y el valioso contenido se había deshecho hasta quedar reducido a polvo.
Las potencias occidentales nunca andaban cortas de enemigos y, como consecuencia, a Fournier nunca le había faltado el trabajo. Había amasado cientos de millones de libras con los rebeldes de la Contra, con los dictadores sudamericanos, con La Habana, con Moscú y, en los últimos tiempos, con los «nuevos» grupos terroristas de Oriente Medio. Entonces, unos años antes, se había enterado de la existencia del mayor tesoro que pudiera codiciar. Uno de sus numerosos contactos le informó sobre un documento de valor incalculable, escrito nada menos que por Niccolò Niccoli, íntimo amigo de Cosimo de’ Medici. Pero revelaciones más extraordinarias estaban aún por llegar, ya que, al parecer, este documento describía las cosas más inimaginables, pistas sobre grandes misterios, sobre secretos extraordinarios. Pronto ese documento fue suyo.
Depositó la taza en la mesa de cristal, cogió un mando a distancia y presionó dos botones. Al poco, una enorme pantalla de plasma se llenó de imágenes del documento de Niccoli. Todas las páginas estaban ajadas y unas cuantas presentaban desgarros, pero el original se encontraba en condiciones increíblemente buenas. Había hecho fotografiar cada página cuidadosamente y guardarlas en un dispositivo informático del cual solo él tenía la contraseña. Pasó las páginas digitalizadas mientras releía sus pasajes favoritos.
Entonces, transcurridos unos minutos, Fournier avanzó hasta la sección final, la parte que siempre le producía máxima emoción. Había leído tantas veces esa sección que casi se la sabía de memoria. Y ahora, al leerla por la que tal vez fuese la centésima vez, volvió a sentir una extraña sensación de presciencia, casi de déjà vu. Pero, como siempre, le fue imposible entender su significado.