17

Yo esperaba que Gabriel se guardara de verme al día siguiente, pero lo que Gabriel hacía era siempre imprevisible.

Entró en mi habitación poco antes de las once.

—Esperaba encontrarle solo —dijo a guisa de saludo—. Supongo que anoche me comporté como el más cretino de los cretinos.

—Puede decirlo así, pero yo lo llamaría algo más fuerte. Usted es un cerdo repugnante, Gabriel.

—¿Qué fue lo que dijo ella?

—No dijo nada.

—¿Estaba nerviosa? ¿Enfadada? ¡Maldita sea!, tuvo que decir algo. Estuvo con usted casi una hora.

—No dijo nada en absoluto —repetí.

—Ojalá nunca hubiera… —Se detuvo—. Oiga, no se vaya a creer que la seduje, ¿eh? Nada de eso. Por Dios, no. Yo sólo… en fin, yo sólo le hice el amor un momento, eso fue todo. La luz de la luna, una muchacha… en fin, supongo que le hubiera podido ocurrir a cualquiera.

No contesté. Gabriel respondió a mi silencio como si yo hubiera dicho algo:

—Tiene razón —dijo—. No estoy orgulloso de mí. Pero ella me volvió loco. Me estaba volviendo loco desde que la conocí. Parecía como si fuera demasiado feliz para ser tocada. Por eso fue por lo que hice el amor con ella. Sí y no fue un coito demasiado bonito, sino más bien bestial. Pero ella respondió, Norreys… Es completamente humana, tan humana como cualquier mujerzuela con la que uno se va los sábados. Me fastidia que ahora me odie. No he pegado ojo en toda la noche.

Se puso a pasear con violencia de un lado a otro. Luego preguntó otra vez:

—¿Está seguro de que no dijo nada? ¿Nada en absoluto?

—Ya se lo he dicho dos veces —respondí fríamente.

Se llevó las manos a la cabeza. Podría haberse tomado como un gesto cómico, pero en aquel momento fue puramente trágico.

—Nunca sé lo que piensa —dijo—. No sé nada de ella. Está en un lugar al que no puedo llegar. Es como ese friso del demonio de Pisa. Los bienaventurados sentados allí, bajo los árboles, sonriendo. Yo la tenía que hacer bajar. ¡Tenía que hacerlo! No lo podía soportar más. Le digo que no podía soportarlo. Quería ponerle las manos encima, bajarla a la tierra, verla avergonzada. Quería llevarla conmigo al infierno.

—Por el amor de Dios, Gabriel, cállese —dije enfadado—. ¿Es que no tiene usted la menor decencia?

—No, no la tengo. Usted tampoco la tendría si hubiera pasado por lo que yo. Todas estas semanas. Ojalá no la hubiera conocido. Ojalá la pudiera olvidar. Ojalá no supiera de su existencia.

—No tenía idea de… —empecé a decir.

Gabriel me interrumpió:

—No tenía idea de nada. ¡No es capaz de ver unos centímetros delante de su nariz! Es el individuo más egoísta que he conocido nunca, completamente encerrado en sus sentimientos. ¿No se da usted cuenta de que estoy cogido? Un poco más y ya no me importaría llegar al Parlamento.

—El país —dije— podría salir ganando.

—Lo cierto es —dijo Gabriel tristemente— que me he metido en un buen lío.

No contesté. Había soportado tanto a Gabriel con sus modales jactanciosos que podía conseguir cierta cantidad de satisfacción al verle hundido.

Mi silencio le molestó. Yo estaba contento. Lo había hecho a propósito para molestarle.

—Me pregunto, Norreys, si tiene usted idea de lo puritano y retrógrado que parece. ¿Qué supone que yo debiera hacer, defenderme ante la chica diciendo que perdí la cabeza o algo por el estilo?

—Eso a mí no me concierne. Tiene usted tanta experiencia con las mujeres que debería saber perfectamente lo que tiene que hacer.

—Nunca hasta ahora me las vi con una chica así. ¿Cree usted que está conmocionada? ¿Que ella cree que soy un cerdo?

De nuevo encontré placer en decirle lo que era verdad, que no sabía lo que pensaba ni lo que sentía Isabella.

—Pero me parece —dije— que ahí viene…

Gabriel se puso colorado y sus ojos tomaron el aspecto de los de un animal cazado en la trampa. Abandonó su postura frente a la chimenea, una postura fea, con las piernas abiertas y el mentón echado hacia delante. Adoptó un aspecto de perro apaleado que le iba muy mal. Sentí un gran placer al comprobar que estaba asustado.

—Si Isabella me mira como si yo fuese algo que hubiese cazado el gato… —No terminó la frase.

Isabella, sin embargo, no le miró como si Gabriel fuera algo que hubiera cazado el gato. Dio los buenos días, primero a mí y luego a él. Sus modales no establecían ninguna diferencia entre ambos. Era, como de costumbre, grave y cortés. Mostraba su aspecto sereno e impasible de siempre. Traía un recado para Teresa y, cuando supo que ésta estaba en la habitación contigua con los Carslake, se fue en su busca, dedicándonos una ligera y graciosa sonrisa a los dos.

Cuando cerró la puerta, Gabriel comenzó a maldecir. Le molestaba la firmeza y la frialdad de la muchacha. Intenté hacer frente a su torrente de malicia, pero sin éxito.

Me gritó:

—Sujete su lengua, Norreys. Esto no tiene nada que ver con usted. Le aseguro que conseguiré a esa zorra orgullosa y presumida aunque sea lo último que haga en mi vida.

Salió de la habitación, dando tal portazo que todo Polnorth House vibró con el impacto.

No quería que se me escapara Isabella cuando saliera de ver a los Carslake, así que hice sonar el timbre y me sacaron a la terraza.

No tuve que esperar mucho. Isabella apareció y vino hacia mí. Con su naturalidad habitual fue derecha al banco de piedra y se sentó. No dijo nada. Sus largas manos estaban, como de costumbre, dobladas distraídamente sobre el regazo.

Por lo general yo estaba bastante contento, pero aquel día mi mente especulativa se hallaba en plena actividad. Quería saber lo que sucedía en aquella cabeza de aspecto noble. Había visto el estado de Gabriel. No tenía idea de las impresiones, si es que existían, que los acontecimientos de la noche anterior habían dejado en Isabella. La dificultad al tratar con Isabella es que se tenían que decir las cosas con palabras llanas. Utilizar cualquier eufemismo convencional solo hubiera traído como resultado el sumirla en un brutal aturdimiento.

Aun sabiéndolo así, mi primer comentario fue completamente ambiguo:

—¿Todo va bien, Isabella? —pregunté.

Me dirigió una mirada levemente interrogadora. Volví a hablar:

—Gabriel parece muy trastornado esta mañana. Creo que quiere justificarse contigo por lo que sucedido anoche entre vosotros.

Isabella preguntó:

—¿Y por qué tiene que justificarse?

—Bueno —dije vacilando—, creo que se portó mal.

Se quedó un instante pensativa y exclamó enseguida:

—¡Oh, comprendo!

No había rastro de turbación en sus modales. Mi curiosidad me indujo a proseguir con mis preguntas, no obstante el hecho de que el asunto no tenía nada que ver conmigo.

—¿No crees que se portó mal? —pregunté.

Isabella contestó:

—No lo sé. Realmente no lo sé… —Y añadió en un tono como de disculpa—: Compréndame, es algo que no he tenido tiempo de pensar…

—¿Su comportamiento no te conmocionó, ni te enfureció, ni te turbó?

Yo sentía curiosidad, una gran curiosidad.

Isabella pareció retorcer mis palabras en su mente. Luego, con ese aire de contemplar algo con despego, como si estuviera muy lejos, dijo:

—No, creo que no. ¿Debería haber sentido alguna de esas sensaciones?

Entonces, naturalmente, me pilló desprevenido. No sabía qué responder. ¿Qué habría sentido una chica normal al encontrarse por primera vez no con el amor, ni con la ternura, sino con la pasión fácilmente excitable de un hombre de disposición más bien tosca?

Siempre había tenido la sensación (¿o solo creía tenerla?) de que había algo extraordinariamente virginal en Isabella. ¿Era realmente así? Recordé que Gabriel había mencionado por dos veces su boca. Miré hacia aquella boca. El labio inferior era prominente. Casi una boca habsburga. Labios sin pintar, pero de un rojo fresco, natural. Sí, era una boca sensual y apasionada.

Gabriel había despertado en ella una respuesta. Pero ¿cuál era esa respuesta? ¿Pura sensualidad? ¿Instinto? ¿Era una respuesta emitida en pleno juicio?

Entonces Isabella me hizo una pregunta. De la forma más sencilla me preguntó si a mí me gustaba John Gabriel.

En otro momento hubiera encontrado sumamente difícil responder a semejante pregunta. Pero no en aquella ocasión. En aquel instante me sentía muy seguro de mis sentimientos hacia John Gabriel.

Con demasiada rotundidad respondí:

—No.

Isabella dijo pensativamente:

—A la señora Carslake tampoco le gusta.

Me desagradó mucho ser equiparado a la señora Carslake.

Hice otra pregunta, a mi vez:

—¿Te gusta a ti, Isabella?

Se quedó en silencio durante unos largos segundos. Y cuando sus palabras luchaban por aflorar a sus labios, comprendí que provenían del más absoluto aturdimiento:

—No le conozco… No sé nada de él. Es horrible cuando no puedes hablar con alguien.

Era difícil para mí comprender lo que quería decir, porque siempre que yo me había sentido atraído hacia las mujeres, la comprensión había sido, por decirlo así, un atractivo. La creencia (a veces errónea) en una simpatía especial entre nosotros; el descubrimiento de cosas que nos gustaban a ambos, de cosas que nos disgustaban, discusiones sobre juegos, libros, puntos de vista éticos, mutuas simpatías y mutuas adversiones.

La sensación de cálida camaradería siempre había sido el comienzo de lo que muy a menudo no era camaradería en absoluto, sino, simplemente, sexo camuflado.

Gabriel, según Teresa, era un hombre que resultaba atractivo a las mujeres. Presumiblemente Isabella lo había encontrado atractivo. Pero aunque su atractivo masculino fuera un hecho escueto y real para ella, no se disfrazaba con un revestimiento de falsa comprensión. Se le había aproximado como un extraño, como un extranjero. Pero ¿le encontraba realmente atractivo? ¿Era posiblemente su modo de hacer el amor lo que le resultaba atractivo, no el hombre en sí?

Sabía que todo esto no eran más que especulaciones. Isabella no especulaba. Cualesquiera que fueran sus sentimientos hacia John Gabriel, no los analizaría. Se limitaría a aceptarlos como una parte tejida en la tapicería de la vida y proseguiría con la siguiente porción del dibujo. Me di cuenta de repente de que eso era lo que había provocado en John Gabriel aquella rabia de maníaco. Durante una fracción de segundo sentí que nacía en mi interior simpatía por él.

Entonces Isabella se puso a hablar de otras cosas.

Me preguntó con voz grave por qué razón pensaba yo que las rosas rojas apenas duraban en agua.

Discutimos la cuestión. Le pregunté cuáles eran sus flores favoritas. Dijo que las rosas rojas y los alhelíes marrones, muy oscuros, aterciopelados, y lo que ella llamaba «injertos» color malva pálido que parecían muy consistentes.

Me pareció una selección más bien extraña. Le pregunté por qué le gustaban aquellas flores en concreto. Me respondió que no lo sabía.

—Tienes una mente perezosa, Isabella —le dije—. Lo sabrías perfectamente si te tomaras el trabajo de pensarlo.

—¿De verdad? Muy bien. Entonces lo pensaré.

Se quedó sentada allí, envarada y seria, pensando.

(Y es así, cuando me acuerdo de Isabella, como la veo y como la veré siempre, hasta el fin de mis días. Sentada al sol en el banco de piedra, con la cabeza erguida y orgullosa, con las manos largas y estrechas dobladas en paz sobre el regazo, con la cara seria, pensando en flores).

Dijo por fin:

—Creo que es porque todas ellas dan la impresión de ser muy agradables de tocar, como si fueran de terciopelo… Y porque tienen un olor adorable. Las rosas no tienen buen aspecto cuando están creciendo. Crecen de un modo feo. Una rosa necesita estar sola en un búcaro. Entonces es muy hermosa. Pero solo durante un pequeño período de tiempo, después se marchita y muere. Las aspirinas, el quemar los tallos y todas esas cosas no hacen ningún bien. Me refiero a las rosas rojas. Dan buen resultado, en cambio, con las otras. Pero nadie es capaz de mantener por mucho tiempo las grandes rosas de color rojo oscuro. ¡Ojalá no murieran!

Era, con mucho, lo más largo que le había oído decir nunca a Isabella.

Tenía más interés en hablar de las rosas que de John Gabriel. Fue, como he dicho, un momento que nunca olvidaré. Compuso el clímax de nuestra amistad… No sé si me comprenderéis.

Desde donde mi silla estaba colocada veía el sendero que cruzaba los campos hasta el castillo de St. Loo. Y una figura se aproximaba por aquel sendero. Una figura en uniforme de campaña. Con una súbita certeza que me dejó atónito, supe que lord St. Loo acababa de llegar a su casa.