14
La mañana de la partida de bridge llegó el capitán Carslake, dando muestra de grandes dosis de alarma y desesperación.
—No hay nada de nada —aseguró—. ¡Por descontado que no hay nada de nada! No conozco mucho a la señora Burt. Pero sé que es una mujer muy recta, muy estricta y todas esas cosas, una hermosa mujer muy sensata. ¡Pero usted ya sabe lo que significa la imaginación de las personas!
Yo sabía lo que era la imaginación de su mujer. Probablemente era el rasero que él utilizaba para medir la de las demás personas.
Continuó andando de un lado para otro, frotándose la nariz con gesto exasperado.
—Gabriel es un buen tipo. Es amable con ella, pero muy descuidado. Y no te puedes permitir el ser descuidado durante unas elecciones.
—¿Es que quiere decir que lo que no te puedes permitir es, en realidad, ser amable?
—Exactamente, exactamente… Gabriel es demasiado amable, y en público. ¡Tomando café con ella en el Ginger Cat! No me parece bien. ¿Por qué tuvo que tomar café con ella allí?
—¿Y por qué no? —pregunté.
Carslake pareció no haberme oído.
—Todos los viejos zorros tomaban allí el aperitivo a aquella hora. Además, creo que, la otra mañana, estuvo paseando con ella por la ciudad durante un buen rato. ¡Le llevaba el cesto de la compra!
—Un caballero conservador no podía hacer menos —murmuré.
Carslake seguía sin prestar ninguna atención a mis palabras.
—Y un día la llevó a dar un paseo en coche. Fueron hasta la granja de Sprague. Demasiado paseo. Habrá parecido como si hubieran estado todo el día por ahí.
—Después de todo estamos en 1945; no en 1845 —dije.
—Las cosas no han cambiado mucho aquí —prosiguió Carslake—. No me refiero a los que viven en los bungalows y a los artistas, que están al día y no hablan sobre cuestiones de moral. Pero esos votarán a los laboristas de cualquier modo. La que debe preocuparnos es la parte respetable, chapada a la antigua, el sector sólido de la ciudad. Gabriel debería ser más cauteloso.
Media hora más tarde tenía a Gabriel encima de mí. Estaba blanco de indignación. Carslake le acababa de hacer una serie de observaciones, con mucho tacto, y el resultado había sido el lógico.
—Ese Carslake —me dijo— es una vieja loca. ¿Sabe lo que ha tenido la desvergüenza de decirme?
—Sí —respondí—. Lo sé todo. Y hablando de otra cosa, ésta es la hora del día en que suelo descansar. No recibo visitas.
—De ningún modo —exclamó Gabriel—. No necesita descansar. Está descansando constantemente. Ahora tiene que escuchar lo que yo tengo que decir sobre esto. ¡Maldita sea! Tengo que desahogarme con alguien y, como le dije el otro día, en eso es usted muy bueno. Está en la obligación de aclarar su mente para escuchar con atención a las personas, cuando éstas quieran oír el sonido de su voz.
—Recuerdo la especial delicadeza con la que me dijo eso —puntualicé.
—En realidad lo dije porque quería que se enfadara.
—Ya lo sé.
—Supongo que lo que dije es algo brutal, pero después de todo no es bueno para usted estar todo el día entre algodones.
—Ciertamente lo que dijo me sentó muy bien. Estoy harto de tanta consideración y de tanto tacto. Escuchar unas palabras dolorosas fue un verdadero alivio.
—Y ahora, óigame —dijo Gabriel. Y siguió desahogándose de sus propios problemas—. ¿No puedo ofrecer a una señora desgraciada una taza de café en un local público sin que se sospeche de inmoralidad? ¿Y por qué tengo que estar preocupado con lo que la gente pueda pensar, si por mí se pueden ir todos al alcantarillado público?
—Bueno, usted quiere ser miembro del Parlamento, ¿verdad? —pregunté.
—Voy a ser miembro del Parlamento —aseguró.
—Pues Carslake es de la opinión, compartida por muchos, de que no lo será, si es que su amistad con la señora Burt va a más.
—¡Qué bestia repugnante es la gente!
—Oh, sí, sí.
—Y la política es el asunto más sucio que hay.
—Sí, sí.
—No se burle, Norreys. Lo encuentro muy incómodo esta mañana. Y si cree usted que entre la señora Burt y yo hay algo que no debería haber, está equivocado. Siento lástima por ella, eso es todo. Nunca le he dicho una palabra que no pudieran oír, si así lo desearan, su marido o el Comité de Vigilancia de St. Loo. ¡Dios mío, si usted supiera cómo me he contenido en lo que respecta a las mujeres! ¡Soy casi como una de ellas!
Estaba profundamente ultrajado. El asunto tenía su lado cómico.
A continuación dijo con toda seriedad:
—Esa mujer es tremendamente desgraciada. No sabe, no puede figurarse lo que tiene que soportar. Qué valientemente se está comportando. Y qué leal. Ni siquiera se queja. Asegura que comprende que tiene que ser, en parte, culpa suya. Me gustaría ponerle la mano encima a ese Burt. ¡Es un zafio repugnante! ¡Ni su madre le reconocerá cuando yo le haya pegado!
—¡Por el amor de Dios! —grité realmente alarmado—. ¿No le queda a usted un mínimo de prudencia? Una trifulca pública con Burt y se harían pedazos sus posibilidades en las elecciones, Gabriel.
Se echó a reír y dijo:
—¡Quién sabe! Valdría la pena verlo. Ya se lo contaré.
Se detuvo de improviso.
Volví la cabeza para saber quién había contenido el torrente de palabras. Era Isabella. Acababa de pasar ante la ventana. Nos dio los buenos días a los dos y nos dijo que Teresa le había pedido que viniera a ayudarla a preparar el Granero para la noche.
—Espero que nos honre con su presencia, señorita Charteris —dijo Gabriel. Sus palabras tuvieron una mezcla de acritud y amabilidad que no era corriente en él. Isabella siempre le hizo mal efecto.
Ella asintió, añadiendo que siempre acudía a estas cosas.
Después se fue en busca de Teresa y Gabriel estalló:
—¡Cuánta amabilidad por parte de la princesa! —barboteó—. ¡Cuánta condescendencia! ¡Un bello gesto de su parte el mezclarse con la chusma! ¡Qué gracia! Le aseguro, Norreys, que Milly Burt vale por una docena de chicas presuntuosas como Isabella Charteris. ¡Isabella Charteris! ¿Quién es ella, después de todo?
Parecía claro quién era Isabella. Pero Gabriel disfrutó respondiéndose a su pregunta.
—Pobre como una rata de iglesia. Viviendo en un castillo viejo y arruinado como una tumba, pero con la pretensión de ser más que todos. Con los brazos cruzados todo el santo día, sin hacer nada de nada, esperando a que el gentil heredero llegue a casa y se case con ella. Nunca le ha visto y le tiene que importar un bledo, pero desea casarse con él. ¡Bah! Estas niñas me ponen enfermo. Enfermo, Norreys. Perritas pequinesas rollizas, eso es lo que son. Lady St. Loo, eso es lo que ella quiere ser. ¿Y para qué demonios sirve hoy en día ser lady St. Loo? Todo ese tipo de cosas se acabó. Eso resulta tan cómico como una broma de music-hall.
—De verdad, Gabriel —dije—, creo que está usted equivocado. Haría unos discursos magníficos en la plataforma de Wilbraham. ¿Por qué no cambia de papel?
—Para una niña de ésas —prosiguió Gabriel todavía jadeante— Milly Burt es solo la mujer del veterinario. ¡Alguien a quien se puede invitar a una reunión política, pero no para tomar el té en el castillo! ¡Oh, no, no, no lo suficientemente buena para eso! ¡Le aseguro que Milly Burt vale por doce presuntuosas Isabella Charteris!
Yo cerré los ojos con determinación.
—¿Podría retirarse, Gabriel? —pregunté—. No importa lo que diga, soy todavía un hombre muy enfermo e insisto en descansar. Hoy me resulta usted enormemente agotador.