7
Creo que fue uno o dos días después, cuando un niño cayó en el puerto de St. Loo. Un grupo de niños estaba jugando al borde del muelle y uno de ellos resbaló y cayó de cabeza desde el muelle, yendo a parar al agua que estaba unos seis metros más abajo. La marea era media y había unos tres metros de profundidad.
El mayor Gabriel, que casualmente se hallaba paseando por el muelle en aquel momento, no lo dudó. Se tiró inmediatamente a por el niño. En el borde del muelle se amontonaron unas veinticinco personas. Por una rampa lateral un pescador empujó un bote al agua y comenzó a remar hacia ellos. Pero antes de que hubiese podido llegar, otro hombre había intervenido en el rescate, al ver que el mayor Gabriel no sabía nadar.
El incidente terminó bien. Gabriel y el niño fueron recogidos. Éste había perdido el conocimiento, pero pronto se recuperó al serle practicada la respiración artificial. La madre del pequeño, completamente histérica, se echó al cuello de Gabriel, colmándole de agradecimientos y bendiciones. Gabriel quitó importancia a la cosa, le dio unas palmaditas en la espalda y se fue aprisa al St. Loo Arms para buscar ropa seca y tomarse una copita.
Aquel mismo día Carslake lo trajo a casa a tomar el té.
—Lo más valiente que he visto en mi vida —comunicó a Teresa—. Ni un instante de duda. Podía haberse ahogado. Es increíble que se haya salvado.
Gabriel se mostraba ciertamente modesto y despreciativo.
—En realidad fue una cosa bastante tonta —dijo—. Hubiera sido mucho más práctico pedir ayuda o coger un bote. Lo malo es que uno no se para a pensar.
Teresa le dijo:
—Cualquier día hará usted algo demasiado precipitado.
Lo dijo con cierta hosquedad. Gabriel le lanzó una rápida mirada.
Después de que Teresa se fue con las cosas del té y Carslake se excusó con una disculpa del trabajo, Gabriel dijo pensativamente:
—Es brusca, ¿verdad?
—¿Quién?
—La señora Norreys. Sabe lo que son las cosas. No se la puede engañar fácilmente.
A continuación añadió que habría que andarse con cuidado con ella.
Estuvo un rato callado, como pensando, y luego me preguntó:
—¿Estuvo bien?
Quise saber a qué demonios se refería y se lo dije.
—Mi actitud. Fue la correcta, ¿verdad? Quiero decir, despreciar el asunto. Dejar entrever que había sido un irreflexivo. —Sonrío atractivamente y añadió—: No se toma en serio mi pregunta, ¿no es así? Pero para mí es tremendamente importante saber si resultan bien mis efectos.
—¿Tiene que calcular los efectos? ¿No puede ser natural?
Después de pensarlo bastante me dijo que resultaría demasiado peligroso.
—No me reportaría beneficios el entrar aquí frotándome las manos de satisfacción y diciendo: «¡Menuda chiripa!». ¿No le parece?
—¿Piensa, en verdad, que fue así? ¿Una chiripa?
—Mi querido amigo, estuve paseando por ahí durante mucho tiempo, esperando que sucediera algo de ese tipo. Ya me comprende, caballos desbocados, edificios en llamas o sacar a un niño de debajo de las ruedas de un coche. Los niños son estupendos para estas cuestiones sentimentales. Se podría pensar, por lo que cuentan los periódicos de todas esas muertes en las carreteras, que con el tiempo encontraría una oportunidad. Pero nada. Por culpa de la mala suerte o porque los niños de St. Loo son tan endemoniadamente prevenidos como los animales.
—¿No le pagaría usted a ese niño un chelín para que se tirara al puerto, verdad? —inquirí.
Recibió mi comentario con toda naturalidad y seriedad, contestándome que todo había sucedido de forma casual e imprevisible.
—De cualquier forma no me arriesgaría a hacer una cosa semejante. El niño se lo contaría probablemente a su madre y entonces, ¿en qué situación hubiese quedado yo?
Casi reviento de risa.
—Oiga una cosa —quise saber—. ¿Es cierto que no sabe nadar?
—En efecto, pero puedo mantenerme a flote durante unos segundos.
—Pero entonces… ¿Por qué corrió un riesgo tan grande? Podía haberse ahogado…
—Supongo que sí, que podía haberme ahogado. Pero mire, Norreys, no se pueden tener todas las cartas en la mano. Y no se puede hacer algo heroico si no se está más o menos preparado para ser héroe. De todas formas había mucha gente por los alrededores. Nadie quería mojarse, desde luego, pero alguien lo tendría que hacer sin remedio. Si no por mí, lo habrían hecho por el niño. Y había barcas. El tipo que se tiró después de que lo hiciera yo, agarró al niño y el que venía en el bote llegó antes de que yo me hundiera. ¡Te devuelven a la vida aunque estés parcialmente ahogado!
Su habitual y atractiva mueca se extendió por todo el rostro. Yo estaba realmente fascinado por su audacia. Continuó:
—Todo es terriblemente estúpido, ¿verdad? Quiero decir que la gente es tan condenadamente tonta… Con seguridad conseguí mucha más fama tirándome a por el niño sin saber nadar, que si hubiera estado trabajando como científico para salvar la vida a la humanidad. El tipo que en realidad lo hizo todo, el que se tiró detrás de mí y nos salvó a los dos obtendrá como mucho la mitad de la fama que yo. Es un nadador de primera clase. Echó a perder un buen traje, ¡pobre diablo! Y el que yo me debatiera en el agua tanto como el niño, solo contribuyó a hacer las cosas más difíciles para él. Pero nadie lo verá de esa manera, a no ser quizá gente como su cuñada. Afortunadamente no hay muchas personas así. La mayor parte del pueblo estará pregonando ahora lo valiente que fui. Si tuvieran sentido común, dirían que fue algo completamente insensato, cosa que es verdad…
Hizo una pausa y comenzó a pasear por el salón. Luego añadió:
—Pero por suerte para los políticos, no abundan mentes claras como la de su cuñada. Lo único que se desea en unas elecciones es un montón de colaboradores que piensen bien las cosas y utilicen la cabeza.
—¿No sintió ningún reparo antes de saltar? ¿Una especie de desagradable nudo en la boca del estómago?
—No tuve tiempo. Lo único que sentí fue una gran alegría al ver que se me servía la oportunidad en bandeja.
—No estoy muy seguro de entender por qué piensa usted así… que ese tipo de espectáculo es necesario…
El aspecto de su rostro cambió. Se volvió duro y determinado.
—¿No se da usted cuenta de que es mi único triunfo? No tengo presencia para hablar en público. No soy un orador de primera clase. No tengo apoyos ni influencia. No tengo dinero. Nací con un único talento —me puso una mano sobre la rodilla—, valor físico. ¿Usted cree que sin una Cruz de la Victoria estaría ahora aquí como candidato conservador?
—Querido amigo, ¿no es suficiente para usted una cruz?
—No sabe nada de psicología, Norreys. Una cosa tan tonta como la de esta mañana tiene mucho más efecto que una cruz ganada en el sur de Italia. Italia está muy lejos. Ellos no me vieron ganar esa cruz y por desgracia yo no les puedo contar cómo la gané. Podría hacer que lo vieran en caso de poderlo contar… Los arrastraría conmigo y cuando hubiera acabado mi relato, la cruz ya sería de todos. Pero las convenciones de este país no me permiten hacerlo. He tenido que parecer modesto y mascullar entre dientes que no tuvo importancia. Que cualquier tipo podría hacer lo mismo. Lo cual no tiene sentido, muy pocos tipos podrían hacer lo que yo hice. Como mucho, media docena en todo el regimiento. Se necesita juicio, ya me comprende, cálculo y conservar la sangre fría. Además hay que colocarse en posición de disfrutar de lo que se está haciendo. —Se quedó en silencio un buen rato. Luego añadió muy convencido—: Intentaba conseguir una Cruz de la Victoria desde que me incorporé.
—¡Mi querido Gabriel! No exagere.
Volvió hacia mí su rostro feo y pequeño, con sus brillantes ojos.
—Tiene razón. No se puede decir de modo definitivo que se conseguirá una cosa así. Hay que tener suerte. Yo me propuse hacer lo posible por conseguirla. Ya por entonces comprendía que era mi gran oportunidad. La valentía es la última cosa que se necesita en la vida cotidiana. Rara vez se exige y es muy difícil, si se posee, encontrar ocasión de emplearla. En la guerra es distinto. En la guerra el valor se encuentra en su elemento. Y no es que intente alardear. Todo es cuestión de nervios, glándulas o algo por el estilo. Pero te permite el hecho de no tener miedo a morir. Como puede ver, eso da una gran ventaja sobre otro hombre en una guerra.
Por supuesto se expresaba con claridad. Su disertación hasta era razonable. No me daba ocasión de interrumpirle.
Continuó:
—Desde luego, yo no podía estar seguro de que mi oportunidad fuera a llegar… Se puede ser un valiente durante toda una guerra y salir de ella sin una simple medalla. O se puede ser atrevido en el momento equivocado y volar en pedazos sin que nadie te lo agradezca.
—La mayoría de las condecoraciones son póstumas —murmuré.
—¡Ya lo sé! Y me extraña no contarme entre los que la recibieron de esa forma. Cuando pienso en los proyectiles que silbaban sobre mi cabeza, me cuesta trabajo imaginar por qué estoy aquí. Me alcanzaron cuatro, ninguno en un sitio vital. Estúpido, ¿verdad? Nunca olvidaré el dolor que sentía al arrastrarme con la pierna rota. Eso y la pérdida de sangre por una herida en el hombro. Además, tirar del viejo Spider James, al que nunca dejaba de maldecir. Y su peso… —Gabriel estuvo meditando un minuto, después suspiró y dijo—: En fin, días felices…
Fue a servirse una copa.
—Tengo con usted una deuda de gratitud —dije—. Me hizo pedazos la creencia popular de que todos los hombres valientes son modestos.
—¡Es una vergüenza! —dijo Gabriel—. Si eres un magnate de la ciudad y llevas a cabo un buen negocio, puedes alardear de ello y todo el mundo siente más respeto por ti. También puedes admitir que pintaste un cuadro muy bueno. Y en el golf, si haces un recorrido completo con el mínimo de golpes, todo el mundo se entera del acontecimiento. ¡Pero este asunto de los héroes de la guerra…! —Movió la cabeza—. Tienes que conseguir que otro tipo toque la trompeta por ti. Y la verdad es que Carslake no es nada bueno para este tipo de cosas. Está demasiado sujeto por la reticencia de la chinche tory. Todo lo que saben hacer es atacar al rival, en vez de hacer sonar su propia trompeta… —Se volvió a quedar pensativo—. He pedido a mi brigadier que baje hasta aquí para hablar la próxima semana. Quizá ponga un poco más de énfasis al señalar que soy un tipo realmente notable. Por descontado que no se lo puedo pedir. ¡Sería horrible!
—Con eso, y con el pequeño incidente de hoy, creo que no lo está usted haciendo nada mal —dije.
—No subestime el incidente de hoy —aconsejó muy serio Gabriel—. Ya lo verá. Traerá como consecuencia que todo el mundo vuelva a hablar de mi cruz. ¡Bendito sea ese niño! Mañana, me daré una vuelta por allí para entregarle un juguete o algo por el estilo. Además será una buena publicidad.
—Hay algo que me interesaría saber —dije—. Si no hubiese habido nadie allí para ver lo que ocurría, nadie en absoluto, ¿se habría lanzado usted a salvarle?
—¿Quiere saber lo que hubiera sucedido si no hubiera estado presenciándolo nadie? Nos habríamos ahogado los dos y nadie se hubiera enterado hasta que la marea nos hubiera devuelto a la superficie en alguna parte.
—Entonces, ¿se habría marchado a casa dejando que el niño se ahogara?
—No, claro que no, ¿por quién me toma? Soy un ser humano. Habría corrido como un loco hasta la rampa, hubiera cogido un bote y remado con furia hasta donde hubiese caído el niño. Con un poco de suerte lo podría haber sacado del agua y todo hubiera terminado bien. Desde luego haría lo que creyese mejor para la criatura. Me gustan los niños. ¿Cree que el Departamento de Comercio me dará algunos cupones extra por el traje que se me estropeó? Créame, no puedo volverme a poner ese traje. Se ha encogido hasta quedarse en nada. Estos departamentos del gobierno son muy tacaños.
Con este comentario práctico se despidió.
Especulé mucho sobre John Gabriel. No podía decidir si el hombre me gustaba o no. Su oportunismo vocinglero más bien me desagradaba, pero su franqueza era atractiva. Respecto a la exactitud de su juicio, pronto tuve amplia confirmación de que había calibrado la opinión pública muy bien.
Lady Tressilian fue la primera persona que me comunicó sus puntos de vista. Vino a verme para traerme unos libros.
—¿Sabe? —dijo con su respiración fatigosa—. Siempre estuve segura de que había algo realmente hermoso en el mayor Gabriel. Esto lo prueba, ¿no lo cree así?
Yo pregunté:
—¿En qué medida?
—No le importó el riesgo. Se tiró directamente al agua, aunque no sabe nadar.
—Lo que no hubiera servido de mucho, ¿verdad? Quiero decir que jamás habría rescatado al niño sin ayuda.
—No, pero no se paró un solo instante a pensar en eso. Lo que yo admiro es su valiente impulso, la ausencia total de cálculo.
Podría haberle dicho que estaba equivocada.
Continuó hablando con su redonda cara de pastel, sonrojada como si fuera la de una niña:
—Admiro a los hombres realmente valientes…
Una que ya está en el bote de John Gabriel, pensé para mí.
La señora Carslake, una mujer felina y exagerada que no me gustaba, estaba positivamente trastornada.
—¡La cosa más valiente que jamás escuché! ¿Sabe? Ya me habían dicho que el arrojo de John Gabriel durante la guerra fue sencillamente increíble. Desconocía por completo lo que era el miedo. Todos sus hombres le adoraban. Su historial de heroísmo marca un récord fabuloso. El jueves llegará su jefe. Le voy a sonsacar descaradamente. Desde luego, el mayor Gabriel se enfadaría si supiera lo que intento hacer. Es demasiado modesto, ¿verdad?
—Ciertamente, ésa es la impresión que pretende dar —dije.
La mujer no advirtió la menor ambigüedad en mis palabras.
—Pienso que esos muchachos nuestros, tan maravillosos, no deberían disimular tanto su valía. Deben conocerse las espléndidas cosas que han hecho. ¡Los hombres son tan incoherentes…! Creo que es el deber de las mujeres sacar a relucir estas cosas. Nuestro actual miembro del Parlamento, Wilbraham, ¿sabe?, nunca salió de una oficina durante la guerra.
En resumidas cuentas, pensé que John Gabriel diría que la señora Carslake tenía las ideas correctas, pero a mí no me gustaban. Era demasiado efusiva. E incluso en su efusión sus pequeños ojos negros eran intencionados y calculadores.
Al cabo de un rato dijo:
—Es una pena, ¿verdad?, que el señor Norreys sea comunista.
—Toda familia tiene su oveja negra —contesté.
—Tienen unas horribles ideas. Atacan la propiedad.
—Y atacan también otras cosas —le dije—. En Francia el movimiento de resistencia está formado, en su mayor parte, por comunistas.
Aquello supuso un problema demasiado difícil para la señora Carslake. Y se retiró.
La señora Bigham Charteris, que había venido para distribuir unas circulares, tenía también su opinión sobre el incidente del puerto.
—Debe de tener sangre noble procedente de alguna parte —dijo.
—¿Lo cree así?
—Supongo que sí.
—Su padre era fontanero —dije.
La señora Bigham Charteris no pareció sorprenderse mucho.
—Me imaginé algo de ese tipo. Pero le viene sangre noble de algún sitio. Quizá de más atrás. Tenemos que conseguir que venga al castillo con más frecuencia. Hablaré con Adelaida. A veces se comporta de un modo desafortunado y pone a la gente incómoda. Personalmente, a mí me cae muy bien y creo que debemos darnos cuenta de que el mayor Gabriel está haciendo todo lo que puede.
—En general parece que se está haciendo muy popular.
—Sí, lo está haciendo muy bien. Fue una buena elección. El partido necesita sangre nueva, la necesita desesperadamente. —Hizo una pausa para luego continuar—: Tal vez llegue a ser otro Disraeli.
—¿Cree que llegará tan lejos?
—Creo que puede llegar a la cumbre. Rebosa vitalidad.
El comentario que del asunto hizo lady St. Loo lo supe por Teresa, que había estado en el castillo.
—¡Hum! —había dicho—. Por supuesto que lo hizo cara a la galería.
Comprendí perfectamente por qué Gabriel, normalmente, se refería a lady St. Loo como a una vieja zorra.