3

Poco después nos mudamos a St. Loo, en Cornualles.

Teresa acababa de heredar allí una casa de una tía segunda. El doctor quería que yo saliese de Londres. Mi hermano Robert es pintor, con eso que muchas personas consideran una pervertida visión de los paisajes. Su servicio de guerra, como el de la mayoría de los artistas, había sido en la reserva, en el Departamento de Agricultura. Así que todo se ajustaba perfectamente.

Teresa se marchó para Cornualles con objeto de preparar la casa y después de cumplir con un sinfín de formalidades, se me trasladó en una ambulancia especial.

—¿Cómo van las cosas por aquí? —pregunté a Teresa la mañana siguiente a mi llegada.

Teresa estaba bien informada. Me dijo que había tres mundos perfectamente diferenciados. Por un lado, el pueblo de pescadores, agrupado en torno al puerto, con sus casas de altos tejados de pizarra alzándose en derredor y los letreros escritos tanto en inglés como en flamenco y francés. A lo largo de la costa se encontraban desparramados el moderno turismo y las residenciales excrecencias. Amplios hoteles de lujo, cientos de pequeños bungalows y cantidad de pequeñas casas de huéspedes. Todo era muy bullicioso y activo en verano, y tranquilo en invierno. En tercer lugar estaba el castillo de St. Loo, regentado por una vieja viuda, lady St. Loo. Era un núcleo en el que aún persistía otra forma de vida, con ramificaciones que se extendían a través de sinuosas callejas y senderos hacia las casas arracimadas anárquicamente sobre los valles, junto a las viejas iglesias pueblerinas. Lo que constituía la campiña, según aseguró Teresa.

—¿Y a dónde pertenecemos nosotros?

Teresa dijo que también pertenecíamos al campo, pues Polnorth House había sido de su tía abuela, la señora Amy Tregellis; ahora era suya por herencia y no por compra. De modo que formábamos parte del conjunto.

—¿Incluyendo a Robert? —pregunté—. ¿A pesar de ser pintor?

—Eso requerirá más tiempo —admitió Teresa—. En verano, hay muchos pintores en St. Loo —Y añadió con soberbia—: Además es mi marido y su madre era una Bolduro, descendiente de la línea Bodmy.

Fue entonces cuando le pregunté a Teresa que qué íbamos a hacer nosotros en la nueva casa —o más bien, qué iba a hacer ella—. Mi papel estaba claro. Yo era un mirón.

Teresa dijo que iba a participar en todos los movimientos locales.

—¿Cuáles son?

Teresa contestó que, según creía, los de política y jardinería. Existían, además, una serie de Institutos de Mujeres y una institución dedicada a la noble causa de dar a los soldados la bienvenida al lugar.

—Pero principalmente me interesaré por la política —dijo—. Después de todo, tendremos las elecciones generales encima en cualquier momento.

—¿Alguna vez sentiste interés por la política, Teresa? —pregunté.

—No, Hugh, no lo he sentido. Siempre la tuve por algo innecesario. Me limité a votar al candidato que me parecía menos perjudicial.

—¡Una admirable política! —murmuré.

Pero Teresa dijo que ahora iba a hacer todo lo posible por tomarse la política en serio. Naturalmente tendría que ser conservadora. Nadie que fuese propietario de Polnorth House podría ser otra cosa. La última señora, Amy Tregellis, se levantaría de su tumba si su sobrina, a quien había legado sus tesoros, votaba a los laboristas.

—¿Y si crees que el partido laborista es el mejor?

—No lo creo —contestó Teresa—. No creo que haya nada que haga preferible elegir a uno o a otro.

—Nada podría ser más razonable que esa contestación —dije.

Cuando hacía quince días que nos habíamos establecido en Polnorth House, vino a visitarnos lady St. Loo.

Apareció con su hermana lady Tressilian, su cuñada la señora Bigham Charteris y su nieta Isabella.

Una vez que se hubieron marchado, le dije a Teresa con voz cargada de fascinación que aquellas mujeres no podían ser reales.

Como veis, eran lo que se esperaba que saliera del castillo de St. Loo. También podían ser protagonistas de una historia de hadas: Las tres hechiceras y la mansión encantada.

Adelaida St. Loo era la viuda del séptimo barón. Su marido había muerto en la guerra de los bóers. Sus dos hijos habían caído en la de 1914-1918. No dejaron hijos, pero el más joven de los dos tenía una hija, Isabella, cuya madre había muerto al darla a luz. El título pasó a un primo, por entonces residente en Nueva Zelanda. El noveno lord St. Loo había arrendado con mucho gusto el castillo a la vieja viuda. A Isabella la llevaron allí, vigilada de cerca por sus guardianas, su abuela y sus dos tías abuelas. La hermana viuda de lady St. Loo, lady Tressilian y su cuñada viuda, la señora Bigham Charteris, se fueron a vivir con ella. Compartían los gastos y así había sido posible que Isabella se trasladara a lo que las ancianas señoras consideraban su hogar. Todas andaban sobre los setenta y parecían tres urracas negras. Lady St. Loo tenía la cara grande y huesuda, la nariz aguileña y la frente despejada. Lady Tressilian era regordeta, de cara ancha y redonda, con unos pequeños ojos saltones. La señora Bigham Charteris estaba encorvada y artrítica. Su apariencia producía un efecto de época eduardiana, como si el tiempo se hubiera detenido allí para las tres. Lucían joyas, más bien ennegrecidas pero indudablemente auténticas, colocadas en los lugares más insólitos. De todos modos no llevaban muchas y casi todas tenían forma de media luna, de herradura o de estrella. Así eran las tres ancianas señoras del castillo de St. Loo. Con ellas vino Isabella, un ejemplar propio de una casa encantada. Era alta y delgada, de cara alargada y fina, y frente muy despejada. La melena, de un rubio ceniciento, le caía sobre los hombros. Parecía una figura sacada de una antigua vidriera descolorida. Realmente no se podría decir que fuera linda, ni tampoco atractiva, pero, a su alrededor, flotaba algo que se podía considerar como belleza —aunque solo fuese la belleza de un tiempo ya pasado—. Sin embargo, no respondía definitivamente a la idea moderna de belleza. En ella no había animación, ni calor de colorido, ni irregularidad de facciones. Su belleza era la severa belleza de una buena estructura, de una buena formación ósea. Parecía medieval, severa y austera. Pero su cara tenía personalidad. Lo que podría describirse como nobleza.

Después de decirle a Teresa que las ancianas no eran reales, añadí que la muchacha tampoco lo era.

—¿La princesa aprisionada en el castillo ruinoso? —sugirió Teresa.

—Exactamente. Tenía que haber llegado aquí en un corcel blanco como la leche y no en un viejísimo Daimler. —Y añadí con curiosidad—: Me gustaría saber lo que piensa.

Porque Isabella apenas había hablado durante la visita oficial. Se había sentado muy envarada, con una sonrisa dulce y más bien lejana. Había respondido con amabilidad cuando las insinuaciones de la conversación habían recaído sobre ella, pero no había tenido necesidad de hablar mucho para sostener la conversación, puesto que su abuela y sus tías habían monopolizado la mayor parte de la charla. Me preguntaba si le habría aburrido la visita o si, por el contrario, le habría interesado la novedad de los que acababan de instalarse en St. Loo. Me imaginaba que su vida debería de ser muy insípida.

Pregunté con curiosidad:

—¿No la han llamado para nada durante la guerra? ¿Se quedó en su casa todo el tiempo?

—Sólo tiene diecinueve años. Ha estado trabajando aquí para la Cruz Roja desde que abandonó la escuela.

—¿Escuela? —Me quedé perplejo—. ¿Quieres decir que ha estado en una escuela? ¿En un internado?

—Sí. En St. Ninian.

Todavía me quedé más sorprendido. Porque St. Ninian es una escuela cara y moderna, no coeducacional ni desequilibrada en ningún sentido, pero sí un establecimiento orgulloso de sus puntos de vista modernos. No recuerda en absoluto a las escuelas a la antigua usanza.

—¿Lo encuentras sorprendente? —preguntó Teresa.

—Sí, y tú lo sabes —contesté lentamente—. Esa muchacha da la impresión de que nunca ha salido de su casa, de que siempre se ha movido en un ambiente trasnochado y medieval, sin ningún punto de contacto con el siglo XX.

Teresa movió la cabeza pensativamente:

—Sí —dijo—. Sé lo que quieres decir.

Entonces mi hermano Robert metió baza:

—Lo que demuestra que solo el ambiente del hogar es lo que cuenta. Y la disposición hereditaria.

—Todavía me pregunto —insistí curiosamente— qué piensa ella sobre…

—Quizá no piense… —respondió Teresa.

Me reí de la sugerencia de Teresa. Pero en el interior de mi mente todavía me sentía intrigado por aquella curiosa y misteriosa muchacha.

Por aquel tiempo lo estaba pasando mal a causa de una morbosa autoconciencia de mi propia condición. Siempre había sido una persona saludable y atlética. Siempre me habían disgustado cosas como la enfermedad o la deformidad e incluso el hecho de que me llamaran la atención. Había sido capaz de sentir lástima, sí, pero de la lástima siempre había sentido una cobarde repulsión.

Y ahora era un objeto que inspiraba lástima y repulsión. Un inválido, un tullido, un hombre postrado en una silla de ruedas con los miembros retorcidos y con una pequeña manta de viaje encima.

E instintivamente aguardaba, estremecido, toda reacción sobre mi estado. Las miradas de amable conmiseración me resultaban horribles. Pero no menos horrible era la evidente discreción con que se las ingeniaban para pretender que yo era un ser completamente normal y que el visitante no había advertido nada extraño. Y a pesar del tenaz deseo de Teresa, me habría encerrado en mí mismo y no habría visto a nadie en absoluto. Pero Teresa, cuando toma una determinación, no es fácil de repeler. Estaba decidida a que yo no me convirtiera en un recluso. Se las arreglaba, sin la ayuda de la palabra hablada, para sugerir que encerrarme en mí mismo era como hacer un misterio sobre mí, crear una forma de autonotificación. Yo sabía lo que estaba haciendo y por qué lo hacía, pero aun así respondía. Espantosamente me armé de valor para demostrarle que podía resistirlo, ¡lo que fuera! Simpatía, tacto, extrema amabilidad, evitar conscientemente cualquier alusión a accidentes o enfermedades y la pretensión de que yo era como cualquier otro hombre… Encaraba todo con un semblante impasible.

No me pareció demasiado fastidiosa la reacción de las ancianas señoras sobre mi estado. Lady St. Loo había adoptado la línea de evitar cualquier alusión al respecto. Lady Tressilian, del tipo maternal, no había podido por menos que emanar compasión maternal. Había insistido en hablar de los más recientes libros. Me preguntó si por casualidad había hecho alguna crítica. Y la señora Bigham Charteris, de tipo más rudo, dio a entender su situación de enterada porque, cuando hablaba de los deportes más activos, ejercía un severo control sobre sí misma. (¡Pobre demonio, no poder charlar de cacerías y de sabuesos!).

Solamente la muchacha, Isabella, me sorprendió por su forma natural de comportarse. Parecía no sentir la tentación de mirarme a hurtadillas. Me dio la sensación de que su mente me registraba junto con los demás ocupantes de la habitación y con el mobiliario. «Un hombre de unos treinta años, tullido…». Un elemento más en un catálogo, un catálogo de cosas que no tenían que ver con ella.

Cuando acabó conmigo, sus ojos se posaron en el gran piano y luego en el caballo de la dinastía Tang de Robert y Teresa, que se sostenía airosamente sobre una mesa. El caballo Tang parecía despertar cierto interés en ella. Me preguntó qué era y le contesté.

—¿Le gusta? —le pregunté.

Lo pensó muy cuidadosamente antes de responder. Luego dijo:

—Sí.

Y dio a su monosílabo un gran énfasis, como si se tratara de algo muy importante. Me pregunté si no sería una deficiente mental.

Luego quise saber si le gustaban los caballos.

Me contestó que era la primera vez que veía uno.

—No —le aclaré—. Me refiero a los caballos de verdad, no a las porcelanas.

—¡Oh, comprendo! Sí. Pero no me puedo permitir el lujo de ir de caza.

—¿Le gustaría cazar?

—No particularmente. Ésta no es una comarca muy apropiada.

Le pregunté a continuación si había navegado alguna vez y me dijo que sí. Después, lady Tressilian comenzó a hablarme de libros, e Isabella retornó a su silencio. Tenía, lo advertí entonces, un arte altamente desarrollado; el arte del reposo. No fumaba, no cruzaba las piernas ni las movía, no jugaba con sus manos ni se arreglaba el pelo. Estaba sentada, completamente inmóvil y rígida, en el gran sillón del abuelo, con sus largas y estrechas manos sobre el regazo. Permanecía tan inmóvil como el caballo Tang. Él en su mesa y ella en su silla.

Pensé que ambos tenían la misma cualidad —altamente decorativa y estática— perteneciente a un tiempo pasado.

Me reí cuando Teresa sugirió que la muchacha no pensaba, pero más tarde se me ocurrió que podía ser verdad. Los animales no piensan: sus mentes están relajadas, pasivas, hasta que ocurre una emergencia que tienen que resolver. Pensar (en el sentido especulativo del término) es en realidad un proceso muy artificial que nos hemos enseñado a nosotros mismos con alguna dificultad. Reflexionamos sobre lo que hicimos ayer, debatimos lo que vamos a hacer hoy y lo que ocurrirá mañana. Pero el ayer, el hoy y el mañana existen independientemente de nuestra especulación. Han sucedido y van a suceder sin que importe lo que nosotros hagamos sobre la cuestión.

Los pronósticos de Teresa sobre nuestra vida en St. Loo fueron singularmente agudos. Casi enseguida nos metimos hasta el cuello en política. Polnorth House era grande y encantadora. La señorita Amy Tregellis, cuya renta había disminuido por los impuestos, había levantado un tabique en una de las alas, aislándola del resto de la casa y dotándola de una cocina independiente. Originariamente había sido construida para evacuados de las áreas bombardeadas. Pero los evacuados, llegados de Londres a mediados de invierno, no habían podido digerir los horrores de Polnorth House. En el mismo St. Loo, con sus tiendas y sus bungalows, quizá hubieran podido soportar la vida, pero a una milla de la ciudad, a lo largo de «aquel sendero sucio y batido por el viento», con una cantidad de barro imposible de imaginar y sin luz, con el constante temor de ver a alguien saltando el seto, las cosas se ponían difíciles. Las verduras de la huerta estaban completamente enfangadas, y la maleza crecía por todas partes. La leche —que venía directamente de la vaca— casi siempre demasiado caliente, resultaba desagradable al paladar. ¡Y no tenían la menor ocasión de conseguir un bote de leche condensada!

Todo aquello fue demasiado para la señora Price, la señora Hardy y sus acompañantes. Se marcharon en secreto un amanecer, llevándose a sus polluelos de vuelta a los peligros de Londres. Eran buenas mujeres. Dejaron la casa limpia y aseada, además de una nota encima de la mesa:

Gracias a usted, señorita, por su amabilidad. Sabemos que ha hecho todo lo que ha podido, pero esto del campo es demasiado pesado y los niños tienen que llenarse de barro para ir a la escuela. Pero gracias de todos modos. Esperamos que todo haya quedado en orden.

El oficial de alojamiento no intentó otra experiencia. Fue un hombre sabio. Más adelante, la señorita Tregellis arrendó el ala separada al capitán Carslake, delegado del partido conservador, que también ejercía como encargado del servicio de vigilancia aérea y como oficial del cuerpo de voluntarios para la defensa nacional.

Robert y Teresa estaban perfectamente de acuerdo con que los Carslake continuaran como inquilinos. En realidad, era muy dudoso que hubieran podido protestar o intentar echarlos. Pero ello significó que una gran parte de la actividad preelectoral estuviera centrada en Polnorth House y sus alrededores, así como en las oficinas del Partido Conservador, en la calle principal de St. Loo.

Teresa, como ella misma había previsto, estaba metida en todo. Conducía coches, distribuía panfletos e incluso trató de hacer una pequeña tentativa de encuesta. La reciente historia política de St. Loo estaba sin estudiar. En su calidad de lugar veraniego de moda, alrededor de un puerto pesquero y con actividades agrícolas en toda la región, casi siempre había sido un bastión de los conservadores. Los distritos agrícolas adyacentes eran conservadores como un solo hombre. Pero el carácter de St. Loo había cambiado en los últimos quince años. Se había convertido en un centro de atracción turística durante los veranos, con multitud de apartamentos por todas partes. Contaba con una gran colonia de artistas que vivían en los bungalows. Éstos habían proliferado como un sarpullido y se extendían a lo largo de los acantilados. Las personas que constituían la población actual eran serias, artistas, cultas y, en política, definitivamente rosas, si es que no eran rojas.

En 1943 se habían celebrado unas elecciones parciales, cuando sir George Borrodaile se había retirado a los sesenta y nueve años, después de su segundo ataque. Y para horror de los viejos habitantes, y por primera vez en su historia, fue elegido un laborista miembro del Parlamento.

—Dese cuenta —decía el capitán Carslake, balanceándose hacia delante sobre los tobillos, mientras nos hablaba de la historia pasada del pueblo a Teresa y a mí—. No trato de decir que no se lo pidiéramos…

Carslake era un hombre delgado y pequeño, oscuro, que parecía un caballo. Tenía unos ojos ásperos y furtivos. Había llegado a ser capitán en 1916, cuando entró en el Army Service Corps. En asuntos políticos era competente y conocía su trabajo.

Tienen que disculparme y comprender que yo era entonces un novato en política. Nunca había entendido su jerga. Mi relato de la elección en St. Loo es con toda probabilidad completamente inexacto. Guarda con la realidad el mismo tipo de relación que los árboles pintados por Robert con los árboles concretos que le sirven de modelo. Los árboles reales son entidades con tronco, ramas y hojas, bellotas o castañas. Los árboles de Robert son trazos y más trazos de pintura al óleo, aplicados según una cierta medida, y colores salvajes y sorprendentes sobre un área limitada de lienzo. Las dos cosas no son en absoluto iguales. En mi opinión los árboles de Robert no son siquiera reconocibles como árboles. Quizá se parezcan más a un plato de espinacas. Pero constituyen la idea que Robert tiene de los árboles. Mi relato de la actividad política de St. Loo es mi impresión de unas elecciones políticas. Es probable que sea irreconocible para un político. Pero no me importa acertar o no con los términos y el procedimiento adecuado. Para mí las elecciones fueron solo el telón de fondo, trivial y confuso, de donde surgió una figura humana, la figura de John Gabriel.