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No viene a cuento describir lo que sucedió después. No hubo continuación ni continuidad. Solo confusión, oscuridad y sufrimiento… Vagaba sin cesar por lo que a mí me parecían enormes corredores subterráneos. A intervalos, me daba cuenta confusamente de que me hallaba en la sala de un hospital. Tenía conciencia de los doctores, de las enfermeras de tocas blancas, del olor de los antisépticos y también del relampagueo de los instrumentos de acero, pequeños tubos de cristal relucientes girando con viveza…
La conciencia me llegó paulatinamente, disminuyendo la confusión y el sufrimiento… Pero todavía no podía pensar en personas o lugares. El animal que sufre conoce solo el sufrimiento o el cese del sufrimiento, pero no se puede concentrar en nada más. Las drogas que atenúan maravillosamente el sufrimiento físico enturbian la mente, realzando la impresión de caos.
Pero comenzaron a producirse intervalos de lucidez y llegó el momento en que me dijeron que había tenido un accidente.
Por fin recobré el conocimiento —el conocimiento de mi desamparo—, de mi cuerpo roto y destrozado… Para mí, ya no existía vida como hombre entre los hombres.
Vino gente a verme: mi hermano, atontado, con la lengua de trapo y sin saber qué decir. Nunca habíamos estado muy unidos. No le podía hablar de Jennifer.
Pero era en Jennifer en quien yo pensaba. Cuando mejoré me trajeron mi correspondencia. Cartas de Jennifer…
Solamente habían autorizado la visita de mi familia más allegada. Jennifer no tenía ningún derecho. Técnicamente no era más que una amiga.
«No me dejarán verte, querido Hugh —escribía—. Iré en cuanto me lo permitan. Te doy todo mi amor. Concéntrate en ponerte bien, Jennifer». Y en otra decía:
«No te preocupes, Hugh, nada importa con tal de que tú y yo no estemos muertos. Eso es lo que cuenta. Pronto estaremos juntos —para siempre—. Tuya, Jennifer».
Le escribí con trazo débil y tortuoso que no debía venir a verme. ¿Qué podía ofrecer yo a Jennifer entonces?
No volví a ver a Jennifer hasta que salí del hospital y fui a casa de mi hermano. Sus cartas tenían siempre el mismo tono. ¡Nos amábamos! Aunque yo nunca me recuperara, estaríamos siempre juntos. Cuidaría de mí. Todavía tendríamos felicidad —no la felicidad con la que habíamos soñado en otro tiempo—, pero felicidad al fin y al cabo.
Y aunque mi primera reacción había sido romper cruelmente, decir a Jennifer «Vete y nunca vuelvas a mi lado», vacilé. Porque creía, lo mismo que ella, que nuestra unión no era solo sexual. Todavía poseíamos todos los encantos de la compañía mental. Ciertamente, lo mejor para ella era irse y olvidarme, pero ¿y si no quería irse?
Pasó mucho tiempo antes de que le permitiera visitarme. Nos escribíamos con frecuencia y nuestras cartas eran verdaderas cartas de amor. Estaban inspiradas en un tono heroico.
Y al final, le permití venir…
Pues bien, vino.
Le fue imposible permanecer conmigo mucho tiempo. Ya entonces lo supimos, creo yo, pero no lo quisimos admitir. Vino a verme otra vez. Y una tercera vez. Después, yo ya no la podía soportar por más tiempo. Su tercera visita solo duró diez minutos y a mí me pareció que había transcurrido hora y media. Apenas si podía creerlo cuando después consulté el reloj. A mí me había parecido, no había duda, tan larga como a ella…
Porque, como veis, no teníamos nada que decirnos el uno al otro…
Sí, exactamente eso…
En lo nuestro, después de todo, no había nada más.
¿Existe amargura semejante al paraíso de un tonto? Toda esa comunión de mente con mente, nuestros pensamientos que se ajustaban perfectamente, nuestra amistad y nuestro compañerismo no eran nada. Nada sino ilusión. La ilusión que crece con la mutua atracción del hombre y la mujer. El reclamo de la naturaleza. La última y más astuta pieza de engaño. Entre Jennifer y yo solo había existido la atracción de la carne, de la que había brotado la monstruosa fábrica de autoengaño. Solamente había sido pasión, nada más que pasión. Y aquel descubrimiento me avergonzaba, me volvía huraño. Casi llegué a odiarla y a odiarme a mí mismo. Nos mirábamos el uno al otro con desolación, preguntándonos qué había quedado de aquel milagro en el que tanto habíamos confiado. Y cada uno se hacía la pregunta a su modo.
Ella era una mujer joven y bien parecida; eso estaba claro. Pero cuando me hablaba, me aburría. Y yo le aburría a ella. Nos resultaba imposible hablar o discutir de algo y extraer el más mínimo placer.
Jennifer seguía echándose la culpa de todo lo sucedido y yo ansiaba que no lo hiciera. Parecía innecesario y absurdamente histérico. Yo pensaba en mi interior, ¿por qué demonios tiene que atormentarse así?
Cuando se despidió en su tercera visita dijo con el tono perseverante que la caracterizaba:
—Hasta pronto, querido Hugh. Volveré.
—No, no vuelvas —le rogué.
—Claro que vendré —Su voz sonaba artificial, no era sincera.
Sin miramientos, estallé:
—¡Por el amor de Dios, no te esfuerces, Jennifer! Todo se acabó.
Contestó que nada había terminado, que no sabía lo que yo quería decir. Insistió en que iba a pasar su vida cuidando de mí y seríamos felices. Estaba decidida a autoinmolarse y eso me hizo enrojecer de ira. Temía que hiciese lo que decía. Quizá la iba a tener siempre delante, charlando, intentando ser amable y haciendo comentarios completamente estúpidos… Me entró pánico, un pánico que nacía de la enfermedad y de la debilidad.
Le grité que se fuera, que se fuera. Se fue como disgustada. Pero advertí un brillo de alivio en sus ojos.
Cuando mi cuñada entró poco después a correr las cortinas, comencé a hablar. Dije:
—Se marchó, Teresa. Se marchó… No volverá más, ¿verdad?
Con su voz tranquila Teresa me contestó:
—No, no volverá.
—¿Crees, Teresa, que es mi debilidad la que me hace ver las cosas equivocadas? —le pregunté.
Teresa sabía lo que yo quería decir. Repuso que, en su opinión, mi debilidad me hacía ver las cosas como exactamente eran.
—¿Crees que estoy viendo a Jennifer como realmente es?
Teresa dijo que no quería decir tanto como eso. Probablemente yo no pudiera saber ahora cómo era Jennifer en esencia. Pero conocía exactamente el efecto que Jennifer producía en mí, aparte del amor que había sentido por ella.
Le pregunté qué opinaba de Jennifer.
Dijo que siempre había pensado que era atractiva, aunque nada interesante.
—¿Crees que es muy desgraciada, Teresa? —pregunté morboso.
—Sí, Hugh, lo es.
—¿Por mi causa?
—No, a causa de sí misma.
Dije:
—Se culpa de mi accidente. Dice continuamente que si yo no hubiese ido a reunirme con ella, no habría sucedido nada. ¡Es completamente estúpido!
—Más bien sí.
—No quiero que se atormente por eso. No deseo que sea desgraciada, Teresa.
—Realmente, Hugh, creo que es mejor que dejes a la muchacha ser como es.
—¿Qué quieres decir?
—Parece que le gusta sentirse desgraciada. ¿No te has dado cuenta de ello?
En los procesos mentales de mi cuñada hay una fría claridad que yo encuentro muy desconcertante.
Le dije que lo que decía era brutal. Teresa reconoció pensativamente que quizá lo fuera, pero que, en realidad, ya no importaba que lo dijese ahora.
—Ya no te contarás a ti mismo historias de hadas. A Jennifer siempre le ha encantado sentarse a pensar que todo marcha mal. Se alimenta y se atormenta con esos pensamientos. Pero si a ella le gusta ese tipo de vida, ¿por qué impedírselo? —Hablaba con convicción, luego añadió—: ¿Sabes, Hugh? No puedes sentir lástima por una persona desgraciada, si ella no se compadece antes. Una persona debe compadecerse antes de que lo hagan los demás. La compasión ha sido siempre tu punto débil. A causa de ella no puedes ver las cosas con claridad.
Momentáneamente encontré una satisfacción muy grande diciendo a Teresa que era una mujer odiosa. Dijo que posiblemente lo fuera.
—Nunca sientes lástima por nadie.
—Sí, la siento. En cierto modo, Jennifer me inspira lástima.
—¿Y yo? —le grité airado.
—No lo sé, Hugh.
Pregunté sarcásticamente:
—¿El hecho de que sea un inválido roto y destrozado, sin ningún aliciente para vivir, no te afecta en absoluto?
—No sé si siento lástima por ti o no. Tu situación significa que vas a comenzar tu vida partiendo de cero, viviendo desde un ángulo completamente distinto. Eso podría ser interesante.
Le dije a Teresa que era inhumana y se fue sonriendo. Me había hecho mucho bien.