CAPÍTULO 33
LA SÉPTIMA PUERTA
Las serpientes volaron hacia la Puerta de la Muerte. Ahora, la abertura era claramente visible como un retazo negro en el cielo gris y cargado de humo sobre el Laberinto. Debajo, la Última Puerta permanecía abierta, pero los sartán agrupaban sus fuerzas frente a ella; otro tanto hacían los patryn en el lado contrario.
Alfred intentó contener su desesperación, pero era impensable que pudiera defender la Puerta frente al enorme poder del enemigo. Los sonidos sobrecogedores de la Cámara, a su espalda, lo hacían flaquear y distraían su atención cuando más necesitaba concentrarse en la magia. En un intento frenético, sondeó las posibilidades tratando de encontrar alguna que acudiera en su ayuda pero, al parecer, lo que aspiraba a conseguir era imposible.
Las serpientes tenían la capacidad de desbaratar todos los hechizos que el sartán les lanzaba. Alfred no se había dado nunca perfecta cuenta del alcance del poder de aquellas criaturas; eso, o las serpientes estaban creciendo en fuerza y poder gracias a la guerra que se desarrollaba allá abajo.
Con el corazón encogido, el dragón verde y dorado montó guardia ante la Puerta de la Muerte y esperó el final.
Una sombra apareció a lo lejos, volando hacia él por un costado.
Alfred se volvió, aprestándose a luchar.
Y encontró ante él a un anciano, vestido con ropas de tonos pardos y cuyos cabellos canos se agitaban furiosamente a su espalda, sentado a lomos de un dragón.
—¡Jefe Rojo a Rojo Uno! —Aulló el anciano—. ¡Adelante, Rojo Uno!
¡Zifnab! Alfred reconoció al viejo sartán chiflado, pero no tenía remota idea de qué significaba aquella jerigonza. Ni tiempo de averiguarlo. Las serpientes procedían a desplegarse: un puñado de ellas se destacó para enfrentarse al dragón que les cerraba el paso mientras el resto se agrupaba para penetrar en la Puerta de la Muerte.
—¡Abandona la formación, Rojo Uno! —Gritó el viejo y gesticuló con el brazo—. ¡Ve a ayudar a Haplo! ¡Mi escuadrilla se encargará! ¿Te gusta mi nave? —Preguntó a Alfred al tiempo que daba unas palmaditas en el cuello a su dragón—. ¡Hizo el viaje a Kessel en seis parsecs!
Detrás del viejo, legiones de dragones de Pryan aparecieron entre el humo que se levantaba del quemado Nexo. Para entonces, algunas de las serpientes se habían percatado de su presencia y empezaban a cambiar de rumbo.
Alfred seguía sin tener la menor idea de a qué se refería Zifnab, pero empezaba a ver que ya no tendría que enfrentarse al enemigo a solas. Podía volver a tener esperanzas…
El dragón se precipitó bruscamente desde lo alto, para abatirse sobre una de las serpientes. El anciano dedicó un saludo a Alfred antes de perderse de vista. Los demás dragones de Pryan los siguieron, lanzándose al combate contra sus enemigos.
Alfred penetró volando en la Puerta de la Muerte. Una vez allí, cambió de forma y volvió a ser el sartán larguirucho, medio calvo y vestido de terciopelo. Se detuvo un momento a contemplar la lucha.
Enfrentada a un enemigo valiente y decidido, la mayoría de las serpientes emprendía la huida rápidamente.
—Adiós, Zifnab —murmuró.
Con un suspiro, se volvió hacia el caos que resonaba en la sala a su espalda. Mientras lo hacía, llegó a sus oídos un débil grito:
—¡Me llamo Luke…!
Haplo estaba en la Cámara de los Condenados, enfrentado a la serpiente. A través de las cuatro puertas que tenía a su espalda, alcanzaba a divisar los cuatro mundos. En Ariano, las tormentas empezaban a amainar. Los mares de Chelestra volvían a estar en calma. Los soles de Pryan brillaban con luz cegadora. En Abarrach, la corteza se estremeció y quedó inactiva. El cuerpo desplomado de su Señor yacía en un charco de sangre.
Sentado a la mesa blanca, Jonathon repitió su lema:
—Absteneos de violencia.
—Es un poco tarde para eso —respondió Haplo en tono sombrío.
La serpiente se cernió sobre él, meciendo la cabeza adelante y atrás en un movimiento hipnótico mientras la roja mirada de sus ojos se clavaba en el patryn.
La única arma de Haplo era la daga en forma de serpiente. Le sorprendió lo bien que se acomodaba a su mano; era como si la propia empuñadura se adaptara a su tacto. Pero la corta hoja tendría menos efecto que el aguijón de un insecto sobre la gruesa y mágica piel de la serpiente.
Haplo blandió el arma, miró al monstruo y esperó el ataque. Los tatuajes de su piel despedían un intenso brillo.
La serpiente empezó a cambiar de forma y su tamaño menguó en un abrir y cerrar de ojos, hasta que en mitad de la Cámara quedó la figura de un señor de los elfos.
Con una sonrisa congraciadora, Sang-drax empezó a acercarse a Haplo.
—Quieto ahí —dijo el patryn, sin bajar la daga.
Sang-drax se detuvo con las manos levantadas y las palmas a la vista, en un gesto de rendición y de conciliación. Alto y muy delgado, tenía una expresión dolida, decepcionada.
—¿Es así como me lo agradeces, Haplo? —Sang-drax señaló a Xar con un garboso gesto y añadió—: De no ser por mi intervención, te habría quitado la vida.
Haplo dirigió una breve mirada al cuerpo de Xar pero, rápidamente, volvió a concentrar su atención en Sang-drax, quien había intentado aprovechar la ocasión para acercarse más al patryn.
—Has matado a mi Señor —musitó entre dientes.
—¡Tu Señor! —Sang-drax soltó una risotada de incredulidad—. He matado al señor que ordenó a Bane hacerte asesinar. El mismo que sedujo a la mujer que amas y la convenció para que te diera muerte. ¡El Señor que iba a encadenarte a una vida de tortura entre los muertos vivientes! Ése es el Señor del que hablas —concluyó con desprecio.
—Mi Señor estaba en su derecho al exigirme la muerte como pago por la vida que me había dado —replicó Haplo, con la daga firme y dispuesta—. No me hagas perder más tiempo. ¡Acabemos de una vez lo que te propones hacer conmigo, sea lo que sea!
Se preguntó dónde estaría Alfred. De momento, sólo podía dar por sentado que el sartán había muerto.
Probablemente, no tardaría en hacerle compañía, se dijo.
Sang-drax puso cara de perplejidad.
—Mi querido Haplo, yo no tengo armas. No soy una amenaza para ti. Al contrario, deseo servirte. Todo mi pueblo desea servirte. Una vez, me incliné ante ti y te llamé «amo»; ahora, vuelvo a hacerlo.
La serpiente disfrazada de elfo hizo una reverencia profunda y servil y bajó la vista, entornando sus rojos ojos. Encogida como un sapo, hizo otro intento de acortar la distancia que la separaba de Haplo pero se detuvo ante el destello de la hoja en forma de serpiente.
—Los sartán han llegado al Nexo —continuó Sang-drax con voz sibilante—. No sé si sabes que Ramu se propone sellar para siempre la Última Puerta. Yo puedo detenerlos. Mi gente y yo podemos destruirlos. Sólo tienes que decir una palabra y la sangre de tu enemigo será un vino dulce en tu paladar. A cambio, sólo pedimos un pequeño favor.
—¿Y cuál es? —inquirió Haplo.
Sang-drax dirigió la mirada a las cuatro puertas; en sus ojos había un destello de ansia, de voracidad.
—Termina el hechizo. —Ese que estaba construyendo tu Señor. Puedes hacerlo, Haplo. Eres tan poderoso como Xar y yo te prestaré con gusto mi modesta ayuda…
—… y te apoderarás del hechizo cuando lo haya concluido, ¿no? —Replicó Haplo con una mueca sombría—. Entonces me matarás.
—¿No vas a negarte, verdad? —insistió Sang-drax, dolido y perplejo. En lugar de responder, Haplo retrocedió unos pasos en dirección a la primera puerta, la que conducía a Ariano. Sang-drax lo siguió con la mirada—. ¿Qué estás haciendo, Haplo, amigo mío? —preguntó con los ojos entrecerrados.
—Cerrar la puerta, Sang-drax, amigo mío —respondió Haplo—. Cerrar todas las puertas.
—Es un error, Haplo —siseó la serpiente con suavidad—. Un error terrible.
Haplo contempló Ariano, el mundo de aire. Las nubes de tormenta se estaban dispersando y Solaris brillaba con fuerza. Distinguió el continente de Dravlin y las partes metálicas de la gran Tumpa-chumpa, centelleantes bajo la luz intermitente del sol. Casi pudo ver a Limbeck, el enano, con su mirada miope tras sus gafas de gruesas lentes, mientras pronunciaba un discurso al que nadie, salvo Jarre, prestaba atención. E imaginó, algún día, un ejército de pequeños Limbecks que cambiaría un mundo con sus porqués.
El patryn sonrió, dijo adiós y cerró la puerta.
Sang-drax siseó de nuevo con irritación.
Haplo no miró a la serpiente; la pérdida de intensidad de la luz que reinaba en la Cámara le bastaba para saber que la siniestra criatura estaba cambiando de forma una vez más.
La puerta siguiente daba paso a Pryan, el mundo de fuego, cuya cegadora luz contrastaba con las sombras, cada vez más densas, que envolvían a Haplo. Unas delicadas estrellitas plateadas lucían como gemas brillantes engastadas en una jungla como verde terciopelo. Las ciudadelas, devueltas a la vida, irradiaban su luz y su energía al universo. Paithan y Rega, Aleatha y Roland y el enano, Drugar; humanos, elfos y enanos amándose, luchando, viviendo, muriendo… Según Xar, los mensch habían aprendido el secreto de los titanes y éstos hacían funcionar las ciudadelas. Haplo no llegaría a conocer nunca el destino que les aguardaba, pero confió en que los mensch —resistentes y fuertes en sus muchas debilidades, dotados de aquel espíritu indómito y emprendedor— serían capaces de prosperar cuando los dioses que los habían llevado a aquel mundo hubieran desaparecido y hubiesen caído en el olvido.
Haplo se despidió y cerró la puerta.
—Te has condenado a ti mismo, patryn —lo amenazó la voz sibilante—. Tendrás el mismo final que tu Señor.
Haplo no se volvió. Escuchó el roce del enorme cuerpo de la serpiente contra el suelo de piedra, percibió el hedor pestilente a muerte y descomposición y casi notó el tacto legamoso de su piel.
Dirigió una rápida mirada a Abarrach, un mundo muerto poblado por los muertos. Jonathon había intentado liberarlos y liberarse a sí mismo. Al parecer, tal deseo no se cumpliría.
También les había fallado a ellos, se dijo el patryn.
—Lo siento —murmuró mientras cerraba la puerta. Enseguida, apareció en su rostro una sonrisa avergonzada: estaba disculpándose como lo haría Alfred.
Alcanzó la cuarta puerta, la de Chelestra, el mundo de agua. En éste había llegado, finalmente, a conocerse a sí mismo. Percibió el siseo de la serpiente a su espalda, pero hizo caso omiso y se mantuvo firme. A aquellas alturas, la doncella enana, Grundle, ya debía de haberse casado con su Hartmut. La boda habría sido toda una fiesta: elfos, enanos y humanos, juntos en una celebración. Haplo se preguntó cómo le habría ido a Grundle en el concurso de lanzamiento de hacha.
Musitó una despedida, deseó buena suerte a la pareja y cerró la puerta con suavidad. Por un instante, lo traspasó una punzada de pesar; después, se volvió para enfrentarse a Sang-drax.
La daga con forma de serpiente que empuñaba Haplo se convirtió en una espada de buen acero, reluciente y firme. No había sido la magia del patryn la que había alterado el arma. Tenía que ser cosa de la serpiente.
El gigantesco cuerpo gris se alzó sobre Haplo. Su propia presencia resultaba abrumadora. La serpiente habría podido atacarlo por detrás en cualquier momento, pero no quería que el patryn muriese sin luchar, sin experimentar dolor y miedo…
Haplo levantó la espada y se preparó para responder al ataque.
—¡Haplo, no! ¡Rinde el arma!
Alfred apareció trastabillando por la Puerta de la Muerte. Estuvo a punto de caer de bruces al suelo, pero se salvó de ello aferrándose a la mesa blanca. Apoyado en ella, exclamó con urgencia:
—¡No luches!
—Sí, Haplo —intervino la serpiente en tono burlón—, baja la espada. Así, tu muerte será mucho más rápida.
Haplo tenía la camisa empapada de sangre. La herida del pecho se había abierto y volvía a sangrar. Para su extrañeza, la herida de la daga que había recibido en la frente no le dolía en absoluto.
—No hagas nada. —Alfred tomó aliento con esfuerzo y trató de mantener la calma—. Niégate a luchar. ¡Es lo que esa criatura desea, que te enfrentes a ella! —El sartán indicó el cuerpo de Xar—. «Quien traiga la violencia a este lugar… la encontrará vuelta contra él mismo».
Haplo titubeó. Toda su vida había luchado por la supervivencia. Esta vez, Alfred le pedía que soltara el arma, que se negara a luchar, que aguardara dócilmente la tortura, la muerte… Peor incluso: que aceptara la certeza de que su enemigo seguiría vivo para destruir a otros.
—Me pides demasiado Alfred —respondió con voz ronca—. ¡Supongo que lo siguiente será pedirme que me desmaye!
Alfred extendió las manos.
—Haplo, te lo suplico…
La enorme cola de la serpiente soltó un latigazo que golpeó al sartán en plena espalda y lo hizo doblarse sobre la mesa blanca.
Sang-drax se alzó sobre los dos. La cabeza de la serpiente se cernió sobre Alfred; sus rojos ojos se concentraron en Haplo.
—El próximo golpe le partirá el espinazo. Y el siguiente le aplastará las costillas. ¡Lucha, Haplo, o el sartán muere!
Alfred consiguió levantar la cabeza. Tenía la nariz rota y el labio partido. La sangre le embadurnaba el rostro.
—¡No lo escuches, Haplo! ¡Si peleas, estás perdido!
La serpiente esperó con complacencia, segura de haber conseguido su propósito.
Consumido de rabia y movido por la profunda necesidad de matar a aquel ser repugnante, Haplo dirigió una mirada de amargura y frustración a Alfred.
—¿Esperas que me quede quieto y me deje matar?
—¡Confía en mí, Haplo! —Le rogó Alfred—. ¡Es lo único que te he pedido siempre! ¡Confía en mí!
—¡Fiarse de un sartán! —Sang-drax soltó una risotada horrible—. ¡Confiar en tu enemigo mortal! ¡Confiar en quienes os enviaron al Laberinto, en los responsables de la muerte de tantos miles de los tuyos! ¡Tus padres, Haplo! ¿Recuerdas cómo murieron? ¿Recuerdas los gritos de tu madre? Gritó muchísimo rato, ¿verdad?, hasta que por fin la dejaron morir. Y tú lo viste. Fuiste testigo de lo que hacían con ella. ¡Este sartán…, este sartán es responsable de ello! ¡Y te suplica que confíes en él…!
Haplo cerró los ojos. Empezaba a dolerle la cabeza y notaba la sangre pegajosa en las manos. Volvía a ser aquel niño, oculto entre los arbustos, aturdido y mareado por el golpe que le había propinado su padre. Un golpe que tenía por objeto dejarlo sin sentido para que permaneciera quieto y callado mientras los padres atraían a sus atacantes lejos del pequeño. Pero sus padres no habían llegado muy lejos. Y Haplo había recuperado el conocimiento.
El propio espanto sofocó su grito de miedo, de horror. Y de odio. Odio a los que habían hecho aquello, a los responsables…
Haplo asió la espada con firmeza, esperó a que el velo rojo sangre desapareciera de sus ojos para poder ver a su presa… y estuvo a punto de soltar la espada cuando notó el rápido lametón de una lengua húmeda.
A ello siguió un gañido tranquilizador y una pata en la rodilla.
Haplo extendió la mano y acarició las orejas sedosas. El perro apoyó la cabeza en su rodilla. La mano palpó el duro hueso y la suavidad de la pelambre. Pero al patryn no le sorprendió descubrir, cuando abrió los ojos, que no había ningún perro junto a él.
Haplo dejó caer la espada.
Sang-drax soltó otra risotada y se irguió. Se disponía a golpear al indefenso Alfred, a aplastarlo. Pero, llevada de su furiosa impaciencia, la serpiente calculó mal. Se hizo demasiado grande, se alzó demasiado, y la gigantesca cabeza atravesó el techo de mármol de la Cámara de los Condenados.
Las runas grabadas en el techo chisporrotearon y se encendieron. Arcos de llamas azules y rojas traspasaron el cuerpo de la serpiente. Sang-drax aulló de dolor, se retorció y se agitó agónicamente, tratando de escapar de las descargas, pero no consiguió desencajar la cabeza del hueco abierto en el techo. Estaba atrapado. Furiosa, salvajemente, insistió en sus esfuerzos. Las grietas del techo se agrandaron y se extendieron a las paredes.
La única puerta que seguía abierta era la Puerta de la Muerte. No tenían otra vía de escape. Haplo cruzó la Cámara a la carrera en dirección a Alfred, que yacía sobre la mesa blanca, aturdido y ensangrentado.
La serpiente agitó la cola. Incluso en la agonía, estaba decidida a matarlo.
Haplo se hizo a un lado, pero no logró evitar el golpe. Lo recibió en el hombro izquierdo, que ya le dolía desde que se le había reabierto la herida de la runa del corazón. Se le escapó un gemido de dolor y se sobrepuso a la oscuridad de la inconsciencia que amenazaba con engullirlo.
Se incorporó trabajosamente. Su mano, de forma inexplicable, se había cerrado en torno a la empuñadura de la espada.
—¡Lucha! —Lo desafió la serpiente—. ¡Lucha conmigo…!
Haplo levantó la espada y la descargó contra la pared de mármol. La hoja se partió en dos. Después, alzó la empuñadura para mostrarla a la monstruosa criatura y arrojó el acero lejos de sí.
La serpiente hizo un intento desesperado por liberar la cabeza, pero la magia de la Séptima Puerta la mantuvo atrapada. Los arcos de llamas azules danzaban sobre el cuerpo cubierto de baba. Una vez más, la cola soltó su latigazo.
Haplo se lanzó a rescatar a Alfred. La cola golpeó la mesa blanca, que se estremeció. Pero la serpiente estaba en sus últimos estertores; ciega, presa de terribles dolores, era incapaz de ver a su presa. En un último intento desesperado por liberarse, arrojó todo el peso de su cuerpo contra las fuerzas mágicas que la tenían presa. El techo empezó a desmoronarse bajo el impacto. Un gran pedazo de mármol se desplomó apenas a unos palmos de donde se hallaba Alfred. Otro bloque aterrizó sobre la cola de la serpiente, que ya apenas se agitaba débilmente.
La Cámara de los Condenados empezaba a derrumbarse.
Sofocado por el polvo, Haplo consiguió llegar hasta Alfred sorteando la lluvia de cascotes. Agarró al sartán por el primer lugar que le vino a mano —la cola de la ajada levita de terciopelo— y lo ayudó a incorporarse. Un segundo después, una viga de madera cayó sobre la mesa blanca, y la partió en dos limpiamente. Alfred se movió torpemente y avanzó tambaleándose, fláccido como un muñeco maltratado.
El patryn dirigió una mirada entre el polvo y los cascotes.
—¡Jonathon! —exclamó.
Le pareció distinguir al lázaro, sentado tranquilamente junto a una de las mitades de la mesa partida, indiferente a la destrucción que estaba a punto de alcanzarlo.
_ ¡Jonathon! —vociferó.
No tuvo respuesta. Instantes después, dejó de ver al lázaro. Una enorme losa de mármol había caído entre ambos.
Alfred se derrumbó en el suelo.
Haplo enganchó con fuerza al sartán por el cuello de la levita y lo llevó a rastras a través del tumulto. Las runas tatuadas en la piel del patryn emitían su resplandor rojo y azulado, protegiéndolo de la caída de escombros, y Haplo amplió el halo de su magia para englobar en ella a Alfred. Un brillante escudo de runas, contra el cual chocaban y rebotaban los bloques de mármol, los abarcó a ambos. Sin embargo, cada vez que un fragmento golpeaba el escudo, uno de los signos mágicos se debilitaba. No tardaría en ceder alguno. Y enseguida empezaría a desmoronarse el hechizo.
Le quedaban quince, veinte pasos para alcanzar la Puerta de la Muerte.
No se dijo para alcanzar la seguridad de la Puerta de la Muerte, pues, por lo que él sabía, en el interior de ésta sus probabilidades eran aún más reducidas. No obstante, la muerte allí era una posibilidad; en la Cámara, era una certeza. Ya alcanzaba a ver cómo se apagaba el primer signo del escudo mágico…
Continuó arrastrando a Alfred en dirección a la abertura cuando, de pronto, el suelo que tenía delante dejó de existir.
Una grieta abismal se abría ante él, insondable. Fragmentos de mármol y astillas de madera blanca cayeron por el hueco hasta desaparecer. Al otro lado del precipicio, iluminada con un tenue resplandor, se hallaba la Puerta de la Muerte.
La grieta no era muy ancha. A solas, Haplo habría podido saltarla sin problemas, pero no podía hacerlo cargado con Alfred. A tirones, puso en pie al sartán.
A Alfred le fallaron las rodillas y se derrumbó de nuevo.
—¡Maldita sea! —Haplo sacudió al sartán y lo obligó a incorporarse otra vez.
Alfred estaba consciente, pero miraba a su alrededor con la expresión confusa de quien no acaba de saber dónde se encuentra.
—Ya empezamos otra vez —murmuró Haplo—. ¡Alfred!
Le dio unos cachetes en las mejillas. Alfred soltó un jadeo y carraspeó. Sus ojos enfocaron y contemplaron el panorama con espanto.
—¿Qué…?
Haplo no lo dejó terminar. No se atrevía a dar tiempo a Alfred para que pensara en lo que iba a tener que hacer.
—Cuando diga « ¡salta!», hazlo.
Haplo hizo dar media vuelta a Alfred y colocó al aturdido sartán en el borde mismo de la grieta que se abría en el suelo.
—¡Salta!
Sin saber muy bien lo que sucedía, entumecido de terror y de asombro, Alfred obedeció. Dio un brinco convulsivo, encogiendo las piernas como una araña electrizada, y se lanzó a través de la grieta.
Los dedos de los pies tropezaron con el borde opuesto del precipicio. Aterrizó de plano sobre el vientre y el golpe lo dejó sin aliento. Haplo echó una rápida ojeada a la oscuridad abisal; después, saltó.
Tras aterrizar sin problemas al otro lado, ayudó a levantarse a Alfred. Juntos, dejaron atrás la Cámara de los Condenados y penetraron por la abertura de la Puerta de la Muerte.
Cuando Haplo volvió la cabeza, vio hundirse definitivamente la Cámara Sagrada. Y, con la sensación vertiginosa de que se deslizaba por un sumidero, se sintió caer hacia la Puerta.