CAPÍTULO 21
PUERTO SEGURO
ABARRACH
Alfred llevaba un rato apoyado en la borda de la nave, con la mirada perdida, preguntándose desesperadamente qué hacer. Por un lado, parecía que tenía una importancia vital acompañar a Ramu en su viaje al Laberinto.
Tenía que continuar sus esfuerzos para lograr que el hijo de Samah comprendiera la auténtica situación. Tenía que hacerle entender que el verdadero enemigo eran las serpientes; que los sartán y los patryn tenían que unir fuerzas frente a aquellas criaturas malévolas o terminarían devorados por ellas. «No sólo acabarán con nosotros», se dijo Alfred. «También con los mensch. Nosotros los trajimos a estos mundos y somos responsables de ellos».
Sí; su deber al respecto era muy claro, aunque en aquel preciso momento no tenía nada claro cómo iba a convencer del peligro a Ramu.
Sin embargo, por otro lado, estaba Haplo.
—No puedo abandonarte —murmuró Alfred y esperó con cierta ansiedad la réplica de Haplo. Pero la voz de su amigo había guardado un extraño silencio últimamente, desde que había ordenado al perro detener a Marit. Aquel silencio era un mal presagio e inquietaba a Alfred. Se preguntaba si sería la manera que tenía Haplo de obligarlos a abandonarlo. Haplo se sacrificaría al instante si creyera que con ello ayudaba a los suyos…
Alfred estaba dándole vueltas en la cabeza a todo esto cuando Marit, de improviso, se puso en pie de un salto con un grito de alarma.
—¡Alfred! —Se agarró de su brazo con tal fuerza que por poco arroja al sartán por la borda—. ¡Alfred! ¡Mira!
—¡Sartán bendito! —musitó él, perplejo.
Se había olvidado por completo de Hugh. Se le había borrado de la mente que el asesino mensch seguía a bordo. Y, en aquel momento, Hugh la Mano tenía inmovilizado a Ramu, y la Hoja Maldita amenazaba el gaznate del miembro del Consejo de los Siete.
Alfred comprendió con toda claridad lo que había sucedido.
Oculto en la nave, Hugh había presenciado la llegada de los sartán, había visto cómo hacían prisioneros a Marit y a Alfred. Y, como amigo y compañero y guardaespaldas —por propia voluntad— de ambos, su único pensamiento había sido lograr su liberación. Y se había lanzado a ello con la única arma que tenía: la Hoja Maldita.
Pero la Mano no había caído en la cuenta de que aquellos sartán eran los mismos que habían forjado la daga.
—Que nadie se mueva —avisó Hugh. Su mirada recorrió a todos los presentes a bordo y su brazo sujetó a Ramu con más fuerza. La Mano dejó ver el arma lo suficiente como para convencer a los horrorizados espectadores de que hablaba en serio. De lo contrario, vuestro líder se encontrará con medio palmo de acero en el gaznate. Alfred, Marit, venid y colocaos a mi lado.
Alfred no se movió. No podía.
Su mente se preguntaba, frenética, cuál sería la reacción de la daga mágica. Ante todo, guardaría lealtad a quien la blandía, el mensch Hugh. Era probable que el arma se hundiera en Ramu (sobre todo, si éste intentaba utilizar la magia contra ella) antes de darse cuenta de que era un error.
Y, si Ramu moría, con él lo haría cualquier esperanza de unir a los patryn y a los sartán.
De momento, los sartán observaban a ambos con asombro, sin entender por completo lo que sucedía. El propio Ramu parecía perplejo. Probablemente, nunca en su vida había sido objeto de un ultraje semejante y aún no sabía cómo reaccionar, pero no tardaría mucho en hacerlo.
—¡Consejero! —Exclamó Alfred con urgencia—. El arma de ese mensch es mágica. ¡No uses la magia contra ella! ¡No hará sino empeorar las cosas!
—¡Bien hecho! —Susurró Marit a su lado—. Mantenlo ocupado.
Alfred la miró, horrorizado. La patryn había malinterpretado por completo sus intenciones.
—No, Marit. No es eso lo que… ¡Marit, no…!
Pero ella no lo escuchaba. Su arma estaba en la cubierta, vigilada por los sartán. Unos sartán que no apartaban sus ojos de Ramu, perplejos e incrédulos. Marit recuperó su arma fácilmente y cruzó la cubierta a la carrera en dirección a Hugh. Alfred intentó detenerla, pero no se fijó en dónde ponía los pies, tropezó con el perro y terminó de bruces sobre la cubierta. El animal, tras unos quejidos de dolor y con el pelo del cuello erizado, lanzó unos ladridos a todos en general.
Los sartán, indecisos, esperaron las órdenes de Ramu.
—¡Mantened la calma, por favor! ¡Que nadie haga nada! —suplicó Alfred, pero nadie lo oyó a causa de los frenéticos ladridos del perro y, probablemente, tampoco le habrían hecho caso, de todos modos.
En aquel momento, Ramu sometió a una descarga de electricidad paralizante el cuerpo de Hugh.
La Mano se derrumbó, retorciéndose de dolor. Pero la descarga hizo algo más que derribar al asesino. La sacudida también activó la Hoja Maldita. El arma reconoció la magia —magia sartán— y el hecho de que quien la empuñaba, Hugh, estaba en peligro. Y percibió a Marit, que se aproximaba a la carrera, como su enemigo.
Entonces, la Hoja Maldita reaccionó como se esperaba que hiciera e invocó la fuerza más poderosa que había en los alrededores para que se enfrentara a aquel enemigo.
Kleitus se materializó en la cubierta de la nave y, en un abrir y cerrar de ojos, los lázaros de Abarrach se encaramaron por el casco y abordaron la embarcación.
—¡Ramu, controla la magia! —Gritó Alfred—. ¡Tienes que recuperar el control de la magia!
La Hoja Maldita no atacaría a los sartán, pero había invocado a los lázaros en su ayuda… y no tenía ningún control sobre ellos. El propósito del arma no era controlar nada. Cumplido el objetivo para el que su creador la había fabricado, la daga volvió a recuperar su forma original y cayó a la cubierta al lado de un Hugh que gemía por lo bajo.
El lázaro del dinasta se abalanzó sobre Marit y sus manos muertas se cerraron en torno a la garganta de la patryn. Ella descargó la espada en un golpe que abrió una profunda herida en unos de los huesudos brazos de lázaro. De ella no manó una gota de sangre, y la carne muerta quedó colgando como guiñapos. Kleitus no dio muestras de enterarse.
La patryn podía golpear cuanto quisiera al lázaro, pero era completamente inútil. Las uñas de Kleitus le desgarraron la piel, y Marit exhaló un alarido de dolor. Perdía fuerzas rápidamente y no podría resistir mucho tiempo más frente al poderoso lázaro.
El perro se lanzó sobre él pero Kleitus, de una patada furiosa, envió rodando al animal lejos de sí. Tras esto, no hubo nadie más que acudiera en defensa de Marit, aunque alguien hubiese tenido intención de hacerlo. Todos los sartán de a bordo estaban luchando por sus propias vidas.
Invocados por la Hoja Maldita, los muertos vivientes olfateaban el olor caliente de los vivos, un olor que ellos anhelaban y odiaban. Ramu observó, impotente y asombrado, el ataque de los lázaros contra su gente.
Alfred se abrió paso en el tumulto, tambaleante, perturbando la magia, tropezando con los cadáveres ambulantes y dejando tras su paso el caos y la confusión. Pero consiguió llegar hasta Ramu.
—¡Estos muertos… son de los nuestros! —Susurró, con espanto y admiración, el consejero—. ¡Qué horror…, nuestra gente…!
Alfred no hizo caso de sus palabras.
—¡La daga! ¿Dónde está?
La había visto caer cerca de Hugh. Se arrodilló al lado del asesino y buscó el arma, sin éxito. La daga había desaparecido. Algún pie había tropezado con ella y la había mandado lejos, tal vez.
Marit estaba prácticamente exánime. Los tatuajes de su piel ya no brillaban. Había dejado caer la inútil espada y sólo resistía a Kleitus con las manos desnudas. El lázaro estaba asfixiándola, acabando con ella poco a poco.
—¡Aquí! —La Mano rodó sobre sí mismo y empujó algo hacia Alfred. Era la daga. Hugh la había ocultado bajo su cuerpo.
Alfred titubeó, pero sólo un instante. Si aquello era lo que hacía falta para salvar a Marit… Recogió el arma y la notó agitarse bajo sus dedos. Se disponía a lanzar un ataque sobre Kleitus cuando una figura vestida de negro lo detuvo.
—Nosotros los creamos —proclamó Balthazar con voz lúgubre—. Nuestra es la responsabilidad.
El nigromante avanzó hacia Kleitus. Concentrado en la patryn, el lázaro no reparó en la proximidad de Balthazar. Éste alargó la mano, tomó a Kleitus por uno de los brazos y empezó a pronunciar la fórmula de un encantamiento.
Balthazar acababa de asirse al alma de Kleitus.
Al notar su contacto amenazador y darse cuenta de lo sucedido, Kleitus soltó a Marit. Con un alarido espantoso, se lanzó sobre Balthazar con la intención de destruir el alma del nigromante.
Fue un combate extraño y aterrador, pues a quienes lo contemplaban les parecía que los dos permanecían trabados en un abrazo que, de no ser por la expresión terriblemente contraída de sus rostros, podría haber sido amoroso.
Balthazar estaba casi tan pálido como el cadáver, pero se mantuvo firme. Un leve gemido escapó de su boca, y pareció que los ojos muertos de Kleitus iban a escapar de sus órbitas. El fantasma se hizo visible intermitentemente, entrando y saliendo del cuerpo del lázaro como un prisionero que anhelara la libertad pero sintiera temor de aventurarse en lo desconocido.
Balthazar obligó a Kleitus a hincarse de rodillas. Los gritos y maldiciones del lázaro, repetidos por el eco doliente del alma encadenada a él, producían escalofríos.
Y, entonces, la ceñuda expresión de Balthazar se relajó. Sus manos, que habían ejercido hasta aquel instante una fuerza mortífera, aflojaron levemente la presión aunque continuaron sujetando con firmeza al lázaro.
—Déjalo ir —dijo—. La tortura ha terminado.
Kleitus hizo un último intento desesperado, pero el hechizo del nigromante había fortalecido al fantasma y debilitado al cuerpo corrupto. El fantasma se liberó. El cuerpo se desmoronó, se derrumbó en la cubierta. El fantasma flotó sobre él con pesar; después, se alejó como si lo impulsara el aliento de una plegaria susurrada.
La temblorosa mano de Alfred se cerró con fuerza en torno a la empuñadura de la daga. Con voz quebrada, dio la orden mágica a la daga.
—¡Alto!
La batalla cesó bruscamente. Fuera a causa de la magia de la Hoja Maldita o del temor ante la pérdida de su líder, los lázaros interrumpieron el ataque y, en un instante, desaparecieron.
Balthazar, a punto de caer al suelo de debilidad, se volvió lentamente hacia Ramu.
—¿Todavía quieres aprender nigromancia? —le preguntó con una sonrisa forzada y amarga.
Ramu contempló los repulsivos restos del sartán que un día había sido dinasta de Abarrach. El miembro del Consejo de los Siete no respondió.
Balthazar se encogió de hombros, hincó la rodilla junto a Marit y se dispuso a hacer lo posible para ayudarla.
Alfred trató de acercarse a la patryn pero topó con Ramu, que le cerraba el paso. Antes de que el Mago de la Serpiente se diera cuenta de qué estaba pasando, Ramu agarró la Hoja Maldita y la arrancó de la mano de Alfred. El consejero examinó el arma, al principio con curiosidad y después con una mueca de reconocimiento.
—Sí —murmuró—. Recuerdo esta clase de armas.
—Unas armas odiosas —dijo Alfred, también en voz baja—. Preparadas para ayudar a los mensch a matar… A matar y a morir. Para ayudarlos a luchar por nosotros, sus protectores y defensores. A luchar por sus dioses.
Al momento, Ramu se encendió de cólera, pero no pudo negar la verdad de sus palabras ni la realidad del artefacto terrible que empuñaba en su mano. La daga se estremeció, viva entre sus dedos. En el rostro del consejero apareció una mueca. Su mano vaciló; parecía reacia a tocar el arma, pero no se atrevía a soltarla.
—Déjame cogerla —pidió Alfred.
—No, hermano. —Ramu la guardó en el cinto—. Como ha dicho Balthazar, nuestra es la responsabilidad. Puedes dejarla a mi cuidado. A buen recaudo —añadió y sostuvo la mirada de Alfred.
—Que se la quede —intervino Hugh la Mano—, Me alegraré mucho de librarme de esa pesadilla.
—Consejero —suplicó Alfred—, ya has visto las fuerzas terribles que puede desencadenar nuestro poder. Has visto el mal que hemos producido a otros y a nosotros mismos. No lo perpetúes…
—No sé de qué estás hablando —replicó Ramu con un bufido—. Lo que ha sucedido aquí lo provocó la propia patryn. Ella y los suyos continuarán causando el caos hasta que los detengamos definitivamente. Ahora, zarparemos hacia el Laberinto como estaba previsto. Será mejor que te prepares para la partida.
Con esto, Ramu se alejó.
Alfred exhaló un suspiro. Bien, por lo menos, cuando llegaran al Laberinto se ocuparía de que…
En todo caso, conseguiría que…
O, al menos, intentaría…
Confundido y abatido, se dispuso otra vez a acercarse a Marit.
En esta ocasión, fue el perro el que le impidió el paso.
Alfred trató de esquivar al animal, pero éste reaccionó, desplazándose a la izquierda cuando el sartán lo intentó por aquel lado, y a la derecha cuando lo hizo por el otro. Cuando se encontró irremediablemente liado con sus propios pies, Alfred hizo un alto y observó al animal con perplejidad.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué me mantienes a distancia de Marit?
El perro soltó un sonoro ladrido.
Alfred intentó ahuyentarlo.
El animal no se dejó intimidar; de hecho, pareció que se ofendía ante la insinuación de que podía acobardarse. Con un gruñido, le enseñó los dientes.
El sartán retrocedió varios pasos, sobresaltado.
El perro, complacido, avanzó al trote.
—¡Pero…! ¡Marit me necesita! —dijo Alfred e hizo un torpe intento de sortear al can.
Con una rápida reacción, como si condujera un rebaño, el perro cortó su avance y, con ligeros mordiscos en los tobillos del sartán, obligó a éste a seguir su retroceso a lo largo de la cubierta.
Balthazar levantó la cabeza y la mirada de sus negros ojos traspasó a Alfred.
—Estará bien atendida, te lo prometo, hermano. Ve a hacer lo que debes y no temas por ella. Respecto a la gente del Laberinto, he oído lo que has dicho. Haré mis propios juicios, basados en las duras lecciones que he aprendido. Adiós, Alfred… o como quiera que te llames —añadió con una sonrisa.
—¿Adiós? Pero ¡si no voy a ninguna…! —empezó a decir Alfred.
El perro saltó, golpeó a Alfred en pleno pecho y lo arrojó por la borda al Mar de Fuego.