CAPÍTULO 7

EL LABERINTO

El dragón verdeazulado de Pryan se elevó sobre las copas de los árboles. Alfred miró hacia el suelo un momento, se estremeció y decidió mirar a cualquier parte menos abajo. Volar era muy distinto cuando era otro quien tenía las alas, y se agarró con más fuerza a las escamas del dragón. Al tiempo que intentaba borrar de su mente el hecho de que estaba suspendido en equilibrio precario e inestable a lomos del dragón, a buena altura sobre el suelo, Alfred buscó la fuente de aquella luz maravillosa. Volvió la cabeza despacio y con cautela y se atrevió a echar una mirada a su espalda.

—La luz procede del Vórtice —gritó Vasu. El dirigente montaba otro dragón—. Mira, observa la montaña hundida.

Agarrado al dragón, nervioso, Alfred alargó el cuello cuanto pudo y, cuando miró hacia donde indicaba el patryn, lanzó una exclamación de asombro.

Era como si un sol ardiera en el seno de la montaña. Por todas las grietas, por todos los surcos, surgían rayos de luz cegadora que iluminaban el cielo y se derramaban sobre la tierra. La luz bañaba las grises murallas de Abri y arrancaba de ellas un destello plateado. Parecía como si los árboles que habían vivido tanto tiempo bajo la grisácea luminosidad del Laberinto alzaran sus ramas retorcidas hacia aquel nuevo amanecer, igual que un anciano acerca sus artríticos dedos al calor de la lumbre.

Pero Alfred comprobó con tristeza que la luz apenas penetraba en el Laberinto. Era una tenue vela en la vasta oscuridad, nada más.

Y la oscuridad la engulló muy pronto.

Alfred continuó mirando mientras pudo, hasta que la luz quedó oculta tras las montañas que se alzaban, escarpadas, como manos huesudas colocadas ante su rostro para prohibirle la esperanza. Suspiró, se volvió y advirtió el intenso resplandor rojizo en el horizonte, delante de él.

—¿Y eso? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Lo sabes, dirigente?

Vasu dijo que no con la cabeza y respondió:

—Empezó la noche posterior al ataque contra Abri. En esa dirección queda la Última Puerta.

—Una vez, en las islas Volkaran, vi a los elfos quemar una ciudad amurallada —comentó Hugh la Mano, al tiempo que entrecerraba sus oscuros ojos para intentar distinguir algo—. Las llamas saltaban de casa en casa. El calor era tan intenso que algunos edificios estallaban antes incluso de que los alcanzara el fuego. De noche, el resplandor iluminaba el cielo. Y era muy parecido a eso.

—Sin duda, se trata de un fuego mágico creado por mi Señor para mantener a raya a las serpientes dragón —replicó Marit fríamente.

Alfred suspiró. ¿Cómo era posible que Marit continuara teniendo fe en su Señor, Xar? Los cabellos de la patryn estaban pegajosos de su propia sangre, derramada por Xar al destruir el signo mágico que los había unido. Tal vez era ésa la causa. Ella y Xar habían estado en comunicación. Era ella quien los había traicionado, quien había revelado a Xar su situación. Tal vez su Señor, de algún modo, aún seguía ejerciendo su influencia sobre Marit. «Debería haberla detenido desde el principio —se dijo—. Cuando traje a Marit al Vórtice, vi el signo mágico y supe qué significaba. Debería haber advertido a Haplo que su amiga lo traicionaría».

Y, a continuación, Alfred se puso a discutir consigo mismo: «Pero Marit le salvó la vida en Chelestra. Era evidente que Haplo la amaba, y ella a él. Ellos dos trajeron el amor a una cárcel de odio. ¿Cómo iba yo a cerrar la puerta a este sentimiento? Pero, si se lo hubiera dicho, Haplo tal vez habría podido protegerse… No sé». Con un suspiro de tristeza, continuó diciéndose: «No sé…, hice lo que creí mejor…

Y tal vez la fe de Marit en su Señor está justificada. ¿Quién puede decir lo contrario?».

Los dragones verdeazulados de Pryan volaron a través del Laberinto, rodeando las elevadas cimas y lanzándose a través de los pasos entre montañas. Al acercarse más a la Última Puerta, descendieron hasta casi rozar las copas de los árboles para ocultarse a los posibles ojos vigilantes. La oscuridad se hizo más intensa; una oscuridad extraña, no natural, pues todavía faltaban varias horas para el crepúsculo. Aquella oscuridad no afectaba sólo a los ojos, sino también al corazón y a la mente. Era una oscuridad maléfica, mágica, provocada por las serpientes dragón, que llevaba consigo el ancestral miedo a la noche propio de la infancia. Aquellas tinieblas hablaban de seres horribles y desconocidos que acechaban, justo donde la vista no alcanzaba, dispuestos a saltar sobre uno y llevárselo.

El rostro de Marit, pálido y tenso, estaba bañado por el resplandor mortecino de sus propias runas de advertencia. En contraste con su piel, las venas de la frente parecían negras. Hugh la Mano volvía la cabeza constantemente para observar a su alrededor.

—Nos están vigilando —avisó a los demás.

Alfred se encogió al oír aquellas palabras, que la oscuridad parecía devolver en unos ecos burlones y festivos. Agachado sobre el cuello del dragón, tratando de ocultarse tras él, el sartán notó que iba a desmayarse (su forma de defensa preferida). Conocía los síntomas —sensación de mareo, un nudo en el estómago, la frente perlada de sudor— y luchó contra ellos. Apretó la mejilla contra las frías escamas del dragón y cerró los ojos.

Pero estar a ciegas era peor que ver pues, de pronto, asaltó a Alfred el vivido recuerdo del momento en que, como dragón, caía de las alturas en una espiral vertiginosa, demasiado débil y herido como para detener el descenso. El suelo giraba sin freno y se alzaba a su encuentro…

Una mano lo sacudió.

Alfred soltó una exclamación y se incorporó con un respingo.

—Un poco más y te caes —le dijo Hugh—. No pensarás desmayarte, ¿verdad?

—No, no —murmuró Alfred.

—Muy bien —continuó la Mano—. Echa un vistazo ahí delante.

Alfred se afianzó en su montura y se secó el sudor helado del rostro. La bruma de confusión que le nublaba los ojos tardó un momento en disiparse y, al principio, no tuvo idea de qué era lo que estaba mirando. La oscuridad era intensísima y ahora se mezclaba con un humo sofocante…

Humo. Alfred continuó mirando y todo fue cobrando forma.

Una forma terrible: la ciudad del Nexo, la hermosa ciudad construida por los sartán para sus enemigos, estaba en llamas.

La oscuridad mágica de las serpientes dragón no surtía efecto sobre los dragones de Pryan, que continuaron su vuelo imperturbables, sin desviarse de su destino, fuera cual fuese. Alfred no tenía idea de adonde lo llevaban, ni le importaba demasiado saberlo. Dondequiera que fuese, sería un lugar espantoso. Acongojado y aterrorizado, el sartán deseó dar media vuelta y escapar hacia la luz brillante que irradiaba de la montaña.

—Menos mal que voy montado a lomos del dragón. —La voz de Vasu surgió de la oscuridad, con tono abatido. Las runas de la piel del dirigente emitían un intenso resplandor rojo y azulado—. De lo contrario, no habría tenido el valor suficiente como para llegar hasta aquí.

—Me avergüenza decirlo, dirigente —terció Marit con voz grave—, pero yo siento lo mismo.

—No hay de qué avergonzarse —intervino el dragón—. El miedo crece de las semillas plantadas dentro de vosotros por las serpientes. Las raíces del miedo buscan cada rincón oscuro de vuestro ser, cada recuerdo, cada pesadilla y, una vez que lo encuentran, penetran en estas zonas oscuras y se nutren de ellas. Y la pérfida planta del miedo florece.

—¿Cómo puedo arrancarla? —preguntó Alfred con voz trémula.

—No se puede —respondió el dragón—. El miedo es parte de uno. Las serpientes lo saben y por eso lo utilizan. No dejéis que el miedo os atenace. No tengáis miedo del miedo.

—¡Precisamente lo que me ha sucedido toda la vida! —exclamó Alfred, desolado.

—Toda tu vida, no —replicó el dragón.

Quizá fue cosa de la imaginación de Alfred, pero el sartán creyó ver que la criatura sonreía.

Marit contempló a sus pies los edificios del Nexo, sus muros y pilares de piedra, sus torres y agujas, convertidos en negros esqueletos iluminados por dentro por las llamas voraces. Los edificios eran de piedra, pero las vigas maestras y los suelos y los tabiques interiores eran de madera. La piedra estaba protegida por las runas, trazadas en un principio por los sartán y reforzadas más tarde por los patryn. En un primer momento, Marit se preguntó cómo era posible que la ciudad hubiese caído; después, recordó las murallas de Abri. Estas también estaban protegidas por la magia rúnica, pero las serpientes se habían arrojado ellas mismas contra las defensas, como enormes arietes, hasta provocar pequeñas grietas en las murallas, resquebrajaduras que se ensanchaban y se extendían hasta deshacer las runas y desbaratar la magia.

El Nexo. Marit nunca había considerado hermosa la ciudad. Siempre había pensado en ella en términos prácticos, como la mayoría de los patryn. Sus murallas eran gruesas y firmes, sus calles eran lisas y bien trazadas y sus edificios, recios, sólidos y bien asentados. Esta vez, a la luz del fuego que la estaba destruyendo, Marit apreció su belleza, la esbeltez y delicadeza de sus cúpulas y altas agujas, la armoniosa sencillez de su diseño. Mientras la contemplaba, una de las agujas se inclinó y cayó al suelo, de donde se levantó una rociada de chispas y una nube de humo.

Marit fue presa de la desesperación. Su Señor no podía haber permitido que aquello sucediera. Xar no debía de estar allí. Eso, o estaba muerto. Sí, todo su pueblo debía de haber muerto.

—¡Mirad! —Vasu exclamó de pronto—. ¡La Última Puerta! ¡Todavía está abierta! ¡Aún sigue en nuestro poder!

Marit apartó a duras penas la mirada de la ciudad en llamas y escrutó entre el humo y la oscuridad, tratando de divisar el suelo. Los dragones inclinaron las alas, viraron e iniciaron el descenso desde lo alto en grandes espirales.

Los patryn del suelo levantaron el rostro hacia ellos. Marit estaba demasiado lejos como para ver sus expresiones, pero adivinó por sus gestos los pensamientos que corrían por sus mentes. La llegada de un enorme ejército de dragones alados sólo podía significar una cosa: la derrota. El golpe de gracia.

Vasu también se percató del miedo y empezó a cantar, usando el lenguaje rúnico de los sartán; su voz resonó con claridad entre el humo y bajo la oscuridad iluminada por las llamas.

Marit no entendía las palabras y tuvo la sensación de que no eran pronunciadas para ser dichas. Pero le levantaban el ánimo. El horrible temor que casi la había asfixiado bajo su presión sofocante se encogió y perdió parte de su fuerza.

Los patryn del suelo alzaron la vista con asombro. La canción de Vasu fue respondida por otras voces patryn que proferían gritos de ánimo y cantos de guerra. Los dragones, volando muy bajo, permitieron que sus pasajeros saltaran a tierra. Después, ganaron altura de nuevo. Algunos se quedaron sobrevolando, vigilantes. El resto se alejó; unos, para rastrear la zona en busca de más enemigos y otros, de regreso al interior del Laberinto para traer más patryn al campo de batalla.

Entre el Laberinto y el Nexo se extendía un muro cubierto de runas sartán, lo bastante poderosas como para matar a cualquiera que lo tocara. El muro, inmenso, se extendía de una cadena de montañas a otra en un gigantesco semicírculo irregular. Unas llanuras desiertas se extendían a ambos lados del muro. En uno de ellos, la ciudad del Nexo ofrecía vida; en el otro, los bosques sombríos del Laberinto amenazaban con muerte.

Para los prisioneros del Laberinto que llegaban a la vista de la Última Puerta, alcanzarla constituía su prueba más terrible. Las llanuras eran una tierra de nadie, sin ninguna protección, que proporcionaba al enemigo una visión sin obstáculos de quien intentara cruzarla. Aquella extensión desnuda ofrecía al Laberinto la última oportunidad de acabar con sus víctimas. Allí, en aquella llanura, Marit había estado al borde de la muerte. Y allí la había rescatado su Señor.

Mientras sobrevolaba el territorio arrasado por la magia y la batalla, Marit buscó a Xar entre la multitud de patryn fatigados y ensangrentados. Tenía que estar allí. ¡Era preciso! El muro seguía en pie y la Puerta resistía. Sólo el Señor del Nexo era capaz de invocar una magia tan poderosa.

Pero, si estaba entre los congregados, Marit no consiguió dar con él. El dragón se posó en el suelo y los patryn se mantuvieron apartados de él y lo observaron con expresión sombría, de cauta suspicacia. El dragón que llevaba a Vasu se posó también y ambas criaturas se quedaron en tierra mientras el resto de sus congéneres volvía a ganar altura y se dirigía a sus tareas asignadas.

De los bosques llegaban los aullidos de los lobunos, aderezados con los irritantes chasquidos que emitían los caodines antes de un combate. Numerosos dragones rojos, cuyas escamas reflejaban las llamas de la ciudad incendiada, revoloteaban entre el humo; pero no atacaron. Para su sorpresa, Marit no vio el menor rastro de las serpientes.

Pero sabía que estaban cerca, pues los signos mágicos de su piel brillaban casi tanto como las llamas.

Los patryn de Abri se agruparon y esperaron en silencio las órdenes de su dirigente. Vasu había ido al encuentro de los patryn de la Puerta para darse a conocer. Marit lo acompañó, empeñada todavía en encontrar a Xar. Los dos pasaron junto a Alfred, el cual contemplaba el muro con aire apenado, mientras se retorcía las manos.

—Nosotros construimos esta prisión monstruosa —se lamentaba en un susurro—. ¡Nosotros construimos esto! Tenemos mucho de lo que dar cuenta. Mucho —repitió, y sacudió la cabeza.

—Seguro, ¡pero ahora, no! —Lo increpó Marit—. No quiero tener que explicarle a mi pueblo qué hace aquí un sartán. Aunque no es probable que mi pueblo me diera ocasión de explicar gran cosa antes de despedazarte. Tú y Hugh manteneos fuera de la vista cuanto sea posible.

—Entendido —asintió Alfred con desconsuelo.

—Hugh, no lo pierdas de vista —ordenó Marit—. ¡Y, por el bien de todos, mantén bajo control esa condenada daga!

La Mano asintió en silencio. Su mirada estaba absorbiendo todo lo que sucedía a su alrededor y no dejaba traslucir un ápice de sus pensamientos. Puso una mano sobre la Hoja Maldita como si se dispusiera a refrenarla.

Vasu deambuló por la llanura chamuscada y arrasada mientras sus hombres aguardaban en silencio a su espalda, demostrándole su respeto y su apoyo. Una mujer se adelantó al grupo de patryn que guardaba la Puerta y avanzó a su encuentro.

A Marit le dio un vuelco el corazón. ¡Aquella mujer le resultaba conocida! Habían vivido bastante cerca, en el Nexo. Marit estuvo tentada de correr hacia ella y preguntarle dónde estaba Xar y adonde había llevado al malherido Haplo.

Pero contuvo el impulso. Dirigirse a la mujer antes de que lo hiciera Vasu sería una grave descortesía.

La mujer, con toda la razón, la rechazaría y se negaría a responder a sus preguntas. Dominando con gran esfuerzo su impaciencia, Marit se mantuvo lo más cerca posible de Vasu y volvió la cabeza con expresión preocupada hacia Alfred, temerosa de que el sartán se delatara. Pero éste se mantenía en las últimas filas de la multitud, con Hugh a su lado. Cerca de ellos, a solas, estaba el caballero vestido de negro. El dragón verdeazulado de Pryan había desaparecido.

—Soy el dirigente Vasu, de la población de Abri. —Vasu se llevó la mano a la runa del corazón—. Una ciudad a varias puertas de aquí. Ésta es mi gente.

—Tú y los tuyos sois bienvenidos, dirigente, aunque sólo habéis llegado aquí para morir —respondió la mujer.

—Moriremos en buena compañía —fue la contestación de Vasu.

—Yo soy Usha —se presentó la mujer, con el mismo gesto de la mano—. Nuestro dirigente ha muerto. Hemos perdido a varios —añadió con voz abatida, mientras su mirada se volvía hacia la Puerta—. Mi gente se ha vuelto a mí para que la conduzca.[6]

Usha tenía muchas puertas, como se decía en el Laberinto. Su cabello estaba veteado de canas y su piel, llena de arrugas. Pero era fuerte y exhibía un estado físico mucho mejor que el de Vasu. De hecho, miraba al dirigente con aire ceñudo y expresión dubitativa.

—¿Qué son esas bestias que habéis traído con vosotros? —Preguntó, dirigiendo la vista a los dragones que daban vueltas en círculos sobre sus cabezas—. Jamás había visto nada parecido en el Laberinto.

—Evidentemente, no has estado nunca en nuestra parte del Laberinto, Usha —respondió Vasu. —

La patryn se tomó la contestación como una evasiva y frunció el entrecejo otra vez. Marit se había preguntado cómo explicaría Vasu la presencia de los dragones. Un patryn no podía mentir abiertamente a otro patryn, pero ciertas verdades podían mantenerse ocultas. Explicar la presencia de los dragones de Pryan requeriría mucho tiempo; eso, si era posible hacerlo…

—¿Estas diciendo que esas criaturas proceden de vuestra parte del Laberinto, dirigente?

—Ahora, sí —contestó Vasu con gran seriedad—. No es necesario que te preocupes por los dragones, Usha. Están bajo nuestro control. Son inmensamente poderosos y nos ayudarán en nuestra batalla. De hecho, es muy posible que nos salven la vida.

Usha cruzó los brazos sobre el pecho. No parecía convencida, pero continuar la discusión sería desafiar la autoridad de Vasu; incluso podía entenderse que ponía en duda el derecho de éste a ejercerla. Respaldado como estaba el dirigente por varios cientos de patryn manifiestamente leales a él, habría sido una estupidez por parte de Usha obrar de tal manera en un trance como el que estaban pasando. Así pues, su expresión adusta se relajó.

—Repito que sois bienvenidos, dirigente Vasu. Tú y tu pueblo y… —Usha titubeó un poco y añadió enseguida, con una sonrisa forzada—: Y esos que llamas vuestros dragones. Respecto a lo de salvarnos… —La sonrisa se desvaneció. Con un suspiro, volvió la vista hacia el voraz incendio del Nexo—. No creo que haya muchas esperanzas de eso.

—¿Cuál es la situación? —quiso saber Vasu.

Los dos líderes se retiraron a conferenciar. Desde aquel momento, las dos tribus pudieron mezclarse libremente. Los patryn de Abri avanzaron con las armas, comida, agua y otros suministros que habían llevado consigo. También ofrecieron su propia fuerza curativa para restablecer a los que la necesitaban.

Marit dirigió otra mirada preocupada a Alfred. Este, afortunadamente, se mantenía apartado y no se metía en problemas. La patryn observó que Hugh tenía asido con fuerza al sartán por el brazo. No vio al caballero de negro por ninguna parte. Tranquilizada respecto a Alfred, Marit siguió a Usha y a Vasu, impaciente por saber de qué hablaban.

—… serpientes nos atacaron al amanecer —explicaba la mujer—. En un número inmenso. Primero se abatieron sobre la ciudad del Nexo. Su intención era atraparnos en la ciudad y destruirnos allí; luego, una vez eliminados, las serpientes proyectaban sellar la Última Puerta. No mantuvieron ninguna reserva acerca de sus planes; al contrario, nos revelaron entre risas lo que se proponían. Cómo dejarían atrapado a nuestro pueblo en el Laberinto, cómo crecería el mal… —Usha se estremeció—. Escuchar sus amenazas era espantoso.

—Esas serpientes querían vuestro miedo —dijo Vasu—. Se alimentan de él, las hace fuertes. ¿Qué sucedió después?

—Luchamos. Fue una batalla desesperada. Nuestras armas son inútiles contra un enemigo tan poderoso. Las serpientes se arrojaron en masa contra las murallas de la ciudad, rompieron las runas y penetraron en el recinto. —Usha miró de nuevo hacia los edificios en llamas—. Habrían podido destruirnos, hasta el último de nosotros. Pero no lo hicieron. A la mayoría nos dejaron vivir. Al principio, no entendimos por qué. ¿Por qué no nos mataban, cuando tenían ocasión?

—Querían atraparos en el Laberinto, supongo —apuntó Vasu.

Usha asintió con gesto sombrío.

—Entonces, huimos de la ciudad. Las serpientes nos empujaron en esta dirección, matando a todo el que intentaba eludirlas. Nos vimos atrapados entre el terror del Laberinto y el espanto de las serpientes. Algunos de los míos se volvieron medio locos de pánico. Las serpientes se reían y nos rodeaban, empujándonos más y más cerca de la Puerta, y escogían víctimas al azar para aumentar el terror y el caos.

«Entramos en la Puerta. No teníamos otra alternativa. La mayoría de los míos encontró el valor necesario para ello. Los que no… —Usha suspiró y, con la cabeza gacha, pestañeó aceleradamente y tragó saliva—. Oímos sus gritos muchísimo rato.

Vasu tardó en responder; la rabia y la pena le estrangulaban la voz. Pero Marit no pudo contenerse un instante más.

—Usha —dijo, desesperada—, ¿qué hay de Xar? Está aquí, ¿verdad?

—Estuvo aquí —la corrigió Usha.

—¿Adonde ha ido? ¿Había…, había alguien con él? —Marit titubeó y se sonrojó.

Usha la miró con expresión sombría.

—Respecto adonde ha ido, ni lo sé ni me importa. ¡Nos abandonó!

¡Nos dejó morir! —Escupió en el suelo y masculló—: ¡Esto, para el Señor del Nexo!

—¡No! —Murmuró Marit—. No es posible.

—Y, si había alguien con él, no lo sé. No sabría decirte. —Usha apretó los labios—. Xar iba a bordo de un barco, de una nave que volaba por los aires. Y que iba cubierta de marcas como ésas —dirigió una mirada acerba al muro y la Puerta—. ¡Las runas de nuestro enemigo!

—¿Runas sartán? —Marit comprendió de pronto a qué se refería—. ¡Entonces, no podía ser Xar quien viste a bordo! ¡Debía de ser un truco de esas serpientes! El Señor Xar no subiría nunca a una nave con runas sartán. ¡Eso demuestra que no podía tratarse de él!

—Al contrario —intervino una voz—. Me temo que eso demuestra que se trataba del Señor del Nexo.

Irritada, Marit se volvió para replicar a la nueva acusación y se sintió algo intimidada al descubrir junto a ella al caballero de negro, que la miraba con profunda pena.

—Xar abandonó Pryan en una nave de esas características, de fabricación y diseño sartán; una embarcación realizada a semejanza de un dragón, con velas por alas…

El caballero dirigió una mirada inquisitiva a Usha. La patryn confirmó la descripción con un brusco gesto de asentimiento.

—¡No puede ser! —exclamó Marit, colérica—. ¡Mi Señor no puede haberse marchado abandonando a su pueblo! ¡Imposible, si vio lo que sucedía! ¡Imposible, si comprobó que las serpientes lo habían traicionado! ¿Dijo algo?

—¡Dijo que volvería! —Usha escupió las palabras con acritud—. ¡Y que nuestra muerte sería vengada!

En su mirada hubo un destello de desconfianza hacia Marit.

En aquel momento, Vasu intervino. Apartando los cabellos enredados e incrustados de sangre coagulada del rostro de Marit, dejó a la vista la marca rota de la frente.

—Quizás esto te ayude a entenderlo, Usha —murmuró.

Usha observó la runa y su expresión se suavizó.

—Ya veo —murmuró—. Lo siento, Marit.

La dirigente apartó la vista de ella y continuó su conversación con Vasu.

—A sugerencia mía, nuestro pueblo, ahora capturado de nuevo en el Laberinto, ha concentrado su magia en la defensa de la Última Puerta. Nos proponemos mantenerla abierta. Si se cierra… —movió la cabeza con gesto ominoso.

—Sería el final para nosotros… —asintió Vasu.

—Las runas de muerte sartán de las murallas, durante tanto tiempo una maldición, ahora resultan ser una dicha. Después de empujarnos a cruzar la Última Puerta, las serpientes descubrieron que no podían atravesarla o acercarse a ella, siquiera. Atacaron el muro, pero las runas son de una magia que no pueden destruir. Cada vez que las serpientes tocan esos signos mágicos, unos chispazos las envuelven y las obligan a retirarse entre exclamaciones de dolor. El efecto de las chispas no mata a esas bestias pero, al parecer, las debilita.

»Cuando lo advertimos, urdimos una red de este fuego azul que cerrara el hueco de la Última Puerta. Nosotros no podíamos salir, pero las serpientes tampoco podían sellar la Puerta. Frustradas, las serpientes rondaron un rato las inmediaciones del muro. Luego, misteriosamente, se marcharon de improviso.

»Y ahora los exploradores informan que a nuestra espalda, en el bosque, se está congregando otro enemigo: todo el conjunto de criaturas malévolas del Laberinto. Miles de ellas.

—Así pues —apuntó Vasu—, nos atacarán desde ambas direcciones. Y nos acorralarán contra el muro.

—Sí, nos aplastarán contra él…

—Quizá no, Usha. ¿Y si…?

Los dos dirigentes continuaron hablando de estrategia, de defensas… Marit dejó de prestar atención y se alejó. ¿Qué importaba todo aquello, al fin y al cabo?, pensó. Había estado tan segura de Xar, se había fiado tanto de él…

—¿Qué sucede? —preguntó Alfred, inquieto. El sartán había aguardado hasta aquel momento para acercarse a hablar con ella—. ¿Qué has averiguado? ¿Dónde está Xar?

Marit no respondió. En su lugar, lo hizo el caballero de negro.

—El Señor del Nexo ha viajado a Abarrach, como anunció.

—¿Y Haplo está con él? —a Alfred le tembló la voz.

—Sí, Haplo está con él.

—¡Mi Señor, Xar, lo ha llevado consigo a Abarrach para curarlo! —Marit les dirigió una mirada colérica, desafiándolos a rebatir tal afirmación.

Alfred guardó silencio un instante; después, respondió con calma:

—Mi camino está claro. Me dirigiré a Abarrach. Tal vez pueda… —Dirigió una mirada a Marit y acabó la frase sin mucha convicción—: Tal vez pueda ayudaros.

Marit captó perfectamente lo que le rondaba la cabeza al sartán. Ella también volvió a ver los cadáveres vivientes de Abarrach, los cuerpos muertos convertidos en esclavos sin voluntad. Recordó la expresión atormentada de los ojos sin vida, el alma atrapada que se asomaba a través de su prisión de carne putrefacta… Y vio a Haplo…

Una negrura con un toque amarillento la cegó. No podía respirar. Unos brazos suaves la cogieron y la sostuvieron. Marit aceptó la ayuda mientras duró la oscuridad. Cuando ésta empezó a retroceder, la patryn alejó de sí a Alfred.

—Déjame sola. Ya estoy bien —murmuró, avergonzada de su debilidad—. Y, si vas a Abarrach, yo también. —Se volvió hacia el caballero de negro—. Pero ¿cómo podemos hacer para llegar allí? Nosotros no tenemos ninguna nave que…

—Encontraréis una junto a la vivienda de Xar —indicó el caballero—. O, mejor dicho, junto a su antigua vivienda. Las serpientes la han quemado.

—¿Y han dejado intacta una embarcación? No resulta lógico —apuntó Marit con suspicacia.

—Quizá tenga su lógica… para esas criaturas —replicó el caballero—. Si estáis dispuestos a marcharos, como decís, será mejor que lo hagáis pronto, antes de que regresen las serpientes. Si descubren al Mago de la Serpiente y lo localizan en campo abierto, no dudarán en atacarlo.

—¿Adonde han ido las serpientes dragón? —preguntó Alfred, inquieto.

—Están dirigiendo a los enemigos de los patryn: lobunos, snogs, caodines y dragones. Los ejércitos del Laberinto se están agrupando para el asalto final.

—Pues no quedan muchos de los nuestros para hacerles frente. —Con un gesto de la mano, Marit abarcó a los patryn mientras pensaba en el enorme número de enemigos.

—Ya vienen de camino refuerzos —dijo el caballero de negro con una sonrisa tranquilizadora—. Y nuestras primas, las serpientes, no esperarán encontrarnos aquí. Cuando nos presentemos, será una sorpresa muy desagradable para ellas. Nosotros podemos mantenerlas a raya mucho tiempo. Todo el que sea preciso —añadió, dirigiendo una extraña mirada a Alfred.

—¿Qué significa eso? —inquirió éste.

El caballero apoyó la mano en la muñeca del sartán y le dirigió una mirada penetrante. Sus verdeazulados ojos tenían el color del cielo de Pryan, del agua de Chelestra que anulaba la magia.

—Recuerda, Coren —fue su respuesta—, que la luz de la esperanza brilla ahora en el Laberinto. Y continuará brillando aunque se cierre la Puerta.

—Intentas decirme algo, ¿verdad? ¡Acertijos, profecías…! No soy muy bueno en esas cosas. —Alfred sudaba—. ¿Por qué no me lo dices abiertamente? ¡Dime qué se espera que haga!

—Hoy día, muy pocos siguen las órdenes e instrucciones —murmuró el caballero, al tiempo que sacudía la cabeza con aire sombrío—. Ni siquiera las más sencillas. —Dio una palmadita en el revés de la mano de Alfred y continuó—: Con todo, hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Confía en tu intuición.

—¡Normalmente, mi intuición me lleva a desmayarme! —Protestó Alfred—. Tal vez esperas de mí que haga algo admirable y heroico, pero no soy el tipo. Yo sólo voy a Abarrach a ayudar a un amigo.

—Desde luego, desde luego —dijo el caballero con voz suave; después, con un suspiro, se volvió.

Marit escuchó el eco del suspiro en su interior. Le recordó el eco de las almas atrapadas de los muertos vivientes de Abarrach.