CAPÍTULO 25

LA SÉPTIMA PUERTA

La cámara conocida como la Séptima Puerta estaba repleta de sartán. El Consejo de los Siete ocupaba los asientos en torno a la mesa; los demás permanecían en pie. Alfred se vio empujado contra una pared cerca del fondo, junto a una de las siete puertas. Éstas y una serie de cuadrados del suelo delante de cada una permanecieron desocupadas.

Los rostros que tenía tan cerca estaban tensos, pálidos y demacrados. Era como verse en un espejo, se dijo Alfred. Él debía de tener el mismo aspecto, pues se sentía exactamente como ellos. Sólo Samah —al cual entreveía esporádicamente cuando se producía algún movimiento entre la masa de gente que lo rodeaba— daba muestras de dominio de sí mismo y de la situación. Severo e implacable, el gran consejero era la fuerza que los mantenía unidos.

Si su voluntad vacilaba, se dijo Alfred, todo lo demás se desmoronaría como queso enmohecido.

Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra en un intento de aliviar la incomodidad de permanecer de pie un rato tan interminable. Normalmente, no sentía claustrofobia, pero la tensión, el miedo y lo concurrido del lugar empezaban a producirle la impresión de que las paredes estaban a punto de cerrarse sobre él. Le costaba respirar. De pronto, parecía que se había producido el vacío en la cámara.

Apoyó la espalda contra la pared y presionó ésta con la esperanza de que cediera bajo el contacto. Tuvo visiones maravillosas y terribles en las que los bloques de mármol se hundían, el aire fresco inundaba el recinto y una vasta extensión de cielo azul se abría sobre él. Se vio a sí mismo escapando de aquel lugar, huyendo de Samah y de los guardias del Consejo, fugándose al mundo (y no de él).

—Hermanos —Samah se puso en pie. El Consejo en pleno se hallaba en pie en aquel instante—, ha llegado el momento. Preparaos para activar la magia.

En aquel instante, Alfred alcanzó a distinguir a Orla. Vio sus facciones, pálidas pero serenas. Sabía de sus reticencias, conocía la vehemencia con la que Orla se había opuesto a la decisión del gran consejero. Ella podía hacerlo. Era la esposa de Samah y él nunca la enviaría a la prisión junto con sus enemigos, como había hecho con otros sartán.

Los presentes en la estancia permanecieron con la cabeza inclinada, las manos juntas y los ojos cerrados. Habían empezado a sumirse en el estado meditativo y relajado que se requería para invocar un poder mágico tan enorme como el que Samah y el Consejo exigían.

Alfred se dispuso a hacer lo mismo pero sus pensamientos se negaban a concentrarse, se dispersaban desesperadamente, corrían de acá para allá sin escapatoria posible, como ratones atrapados en una caja junto a un gato.

—Pareces incapaz de concentrarte, hermano —murmuró una voz grave y calmosa, muy cerca de su oído.

Sobresaltado, Alfred buscó el origen de la voz y descubrió a un hombre apoyado, como él, en la pared. Era joven pero, aparte de eso, era difícil dar más detalles de él. Sus facciones quedaban ocultas bajo la capucha y llevaba las manos envueltas en vendas.

¡Vendas! Alfred estudió las tiras de lienzo blanco que cubrían las manos, muñecas y antebrazos del individuo. Una vaga sensación de amenaza embargó a Alfred.

El joven se volvió hacia él y le sonrió con una mueca serena.

—Los sartán llegarán a lamentar este día, hermano. —Su voz cambió, se cargó de acritud—. Aunque sus lamentaciones no aliviarán los padecimientos de las víctimas inocentes. Pero al menos, antes del final, los sartán llegarán a comprender la enormidad de lo que han hecho. Si esto te sirve de algún consuelo…

—Nosotros comprenderemos —dijo Alfred, titubeante—, pero ¿servirá de algo? ¿Será mejor el futuro si lo hacemos?

—Eso queda por ver, hermano —dijo la voz de Haplo.

¡Haplo! ¡Sí, era Haplo! Y él era Alfred, y no un sartán anónimo y sin rostro que una vez, hacía muchísimo tiempo, había asistido tembloroso a la histórica sesión. Y con todo, al mismo tiempo, era también ese desdichado sartán. Sí, Alfred se hallaba a la vez en el presente y en aquella remota asamblea.

—Debería haber sido más valiente —susurró. El sudor que resbalaba de su cabeza casi calva le empapaba el cuello de la blusa—. Debería haberme pronunciado, haber intentado detener esa locura. Pero soy tan cobarde… Vi lo que les sucedió a los demás y… y no fui capaz de afrontarlo. Aunque ahora creo que tal vez habría sido mejor. Por lo menos, habría podido soportarme, aunque no viviera mucho tiempo. Ahora tengo que cargar con ese peso el resto de mis días.

—No es culpa tuya —dijo Haplo—. ¡Por última vez, deja de disculparte!

—Sí que lo es —replicó Alfred—. Sí que lo es. Lo es de cada uno de los que cerramos los ojos a los prejuicios, al odio, a la intolerancia. Es culpa nuestra…

—Extendeos, hermanos —decía Samah en aquel instante—. Extendeos con vuestra mente hasta el punto más extremo de vuestro poder y, entonces, llegad más allá. Evocad la posibilidad de que este mundo no sea uno, sino que haya quedado reducido a sus elementos fundamentales: tierra, aire, fuego y agua.

En el centro de cuatro de las puertas se encendió una runa con un brillo azulado. Alfred reconoció los símbolos, uno por cada uno de los elementos. Aquéllas, pues, eran las puertas que conducirían a los nuevos mundos. Se puso a temblar.

—Nuestros enemigos, los patryn, han sido confinados en una prisión. En este momento están contenidos, inmovilizados —prosiguió Samah—. Podríamos haberlos destruido sin dificultad, pero no buscamos su destrucción. Aspiramos a su redención, a su rehabilitación. Esa cárcel…, no, mejor llamarlo correccional, donde los hemos concentrado está a punto para ser sellada.

En la quinta puerta, otro signo mágico cobró vida con unas llamaradas rojas, furiosas y amenazadoras. El Laberinto. La redención. Haplo soltó una áspera risotada.

«Debes detener esto, Samah!», quiso gritar Alfred, frenético. « ¡El Laberinto no es una prisión, sino una cámara de torturas! Ese lugar percibe el miedo y el odio que se ocultan bajo tus palabras. Y utilizará ese odio y ese miedo para matar y destruir».

Pero Alfred no llegó a abrir la boca. Estaba demasiado asustado.

—Hemos creado un refugio para los patryn —prosiguió Samah con una sonrisa forzada, tensa y torva—. Cuando hayan aprendido su dura lección, el Laberinto los dejará libres. Construiremos una ciudad para ellos y les enseñaremos a vivir como gente civilizada.

«Sí», se dijo Alfred, «los patryn continuarán estudiando la "lección"… la lección de odio que tú les enseñaste. Saldrán del Laberinto con más rabia y más afán de venganza que nunca. Salvo unos pocos. Salvo algunos que, como Haplo, alcancen a descubrir que la verdadera fuerza reside en el amor».

La sexta puerta empezó a brillar débilmente con los colores del crepúsculo, suaves y tenues. El Nexo.

—Y, por último —Samah acompañó sus palabras con un gesto en dirección a la puerta que quedaba a su espalda; una puerta que, cuando el gran consejero movió la mano, empezó a abrirse lentamente—, creamos el camino que nos conducirá a esos mundos. Creamos la Puerta de la Muerte. Al tiempo que este mundo muere, otros nuevos y mejores nacerán de él. Y ha llegado el momento de que ello suceda.

Samah se volvió pausadamente hasta quedar de cara a la puerta, abierta ya de par en par. Alfred intentó atisbar qué se veía tras ella. De puntillas, miró por encima de las cabezas de la inquieta multitud.

Cielo azul, nubes blancas, árboles verdes, océanos en calma… El antiguo mundo…

—Rompedlo, hermanos míos —ordenó Samah—. Separad el mundo.

Alfred no pudo obrar la magia. Fue incapaz de hacerlo. Veía los rostros de las «lamentables pero inevitables bajas civiles». Veía su incredulidad, el miedo, el pánico. Miles y miles de seres corriendo hacia su irremisible final, pues no había refugio en el que protegerse.

Alfred lloraba y gemía entrecortadamente. No podía evitarlo. Era incapaz de contenerse.

Haplo apoyó una mano vendada en su hombro.

—Domínate. Esto no te conviene. Samah te está observando.

Alfred levantó la cabeza, temeroso. Su mirada se cruzó con la de Samah y vio el miedo y la cólera en los ojos del gran consejero.

Y Samah dejó de ser Samah.

Y fue Xar.