HERZOG

El humanista desbaratado

Aunque Saúl Bellow había publicado antes seis novelas, algunas de las cuales —The Adventures of Augie March y Henderson the Rain King, sobre todo— fueron bien recibidas por la crítica, fue Herzog (1964) la que lo hizo famoso. El extraordinario éxito de esta novela en Estados Unidos, donde, un cuarto de siglo después de su aparición, todavía se reimprime con frecuencia, es un fenómeno intrigante. Cierto, es la mejor novela de Bellow y una de las más ambiciosas de la moderna narrativa norteamericana, pero no hay en ella, por lo menos de primera impresión, ninguno de los ingredientes que caracterizan al best—seller. Es una novela libresca, atiborrada de citas y referencias filosóficas, científicas, históricas y literarias, muchas de las cuales están fuera del alcance del lector común, ése que no lee para preocuparse, aprender o enriquecerse (ésos son los lectores impuros) sino sencillamente para divertirse. Lo curioso es que ha sido entre los lectores puros donde Herzog triunfó de manera arrolladura, en tanto que los críticos académicos aceptaban la novela con reticencias o la acusaban de nihilista, conservadora, antifeminista o de caricaturizar abusivamente el mundo judío. Tal vez la explicación del misterio resida en el humor que transpiran los monólogos de Herzog aún en sus momentos más dramáticos, en las burlas, juegos de palabras, sabrosas invectivas y grotescas ocurrencias que salpican su desesperación y su angustia, aliviándolas e imprimiéndoles un aire casi juguetón. Ése es uno de los mayores logros de Bellow en el libro: haber conseguido vestir con las alegres prendas de la comedia, una historia que es, de un lado, trágica y, del otro, un severo cuestionamiento de la cultura intelectual —la cultura de ideas— como instrumento para enfrentar la vida corriente, los problemas del hombre común.

Casado dos veces y dos veces divorciado; autor de Romanticismo y cristianismo, un ensayo que causó cierto impacto en los círculos académicos; padre de dos hijos —uno de cada una de sus ex esposas—, Herzog, que tiene 47 años y pertenece a una familia de inmigrantes judíos rusos que se establecieron primero en Canadá y luego en Chicago, es un hombre presa de la ansiedad, en los umbrales del extravío y la paranoia. Su separación de Madeleine, quien lo echó de la casa después de engañarlo con Valentine Gersbach, a quien Herzog tenía por su mejor amigo y confidente, ha sido, por lo visto, demasiado fuerte para él, un golpe que no consigue encajar. La experiencia lo ha descentrado, puesto en un estado de total confusión y confinado en sí mismo. En la soledad de su conciencia, Herzog se desdobla, para entablar un diálogo consigo mismo, haciendo un recuento de su vida, de sus desgracias y errores, o intenta un imposible diálogo —mediante cartas imaginarias— con todas las personas vivas o muertas —familiares, amigos, enemigos, políticos, científicos, celebridades, etc.— a las que de un modo u otro considera responsables de su infelicidad.

La novela está narrada, con breves fugas al mundo objetivo, desde esa intimidad malherida y doliente del personaje, esa subjetividad a la que el sufrimiento y el rencor vuelven a menudo un narrador sospechoso: la conciencia de Herzog. Éste no es el único narrador de la historia, aunque sus monólogos ocupen la mayor parte del relato; hay también un narrador omnisciente que narra a Herzog, desde muy cerca de él y según la técnica del estilo indirecto libre. A menudo la barrera entre el narrador—personaje que monologa en primera persona y el narrador omnisciente que narra desde la tercera se evapora —el yo se confunde con el él— y el lector experimenta una especie de vértigo, pues en esos instantes el mundo ficticio se vuelve absoluto desorden. Se tiene entonces la impresión de que el entrevero de identidades entre quien narra y quien es narrado simboliza el colapso definitivo de la mente de Herzog. Pero son sólo amagos de anarquía; la realidad ficticia pronto se recobra y reaparece, organizada y estable, aunque siempre falaz.

¿Por qué falaz? Porque la lastimosa historia de Herzog nos es contada desde el punto de vista del propio Herzog, quien de este modo hace a la vez de juez y parte de lo que le ocurre. ¿Debemos creerle a pie juntillas, como finge creerle todo lo que dice y cuenta ese narrador omnisciente, discreto y servil, que jamás osa contradecirlo ni enmendarlo aun en los momentos en que a todas luces Herzog exagera o miente? Sí, debemos creerle. Porque, en las falsedades y truculencias de Herzog, en la distorsión de la realidad a la que lo inducen su rencor y su impotencia —como ocurre con las mentiras de que está hecha toda ficción— se esconde una verdad profunda. Una verdad secreta e inasible, huidiza como el azogue, que trasciende lo episódico y no se puede verificar objetivamente, una verdad sutil cuya silueta sólo se delinea a través de las fantasías (las mentiras) que ella misma inspira.

A medida que progresa la historia, el lector va descubriendo, en los melodramáticos lamentos del personaje, en su patética necesidad de ser oído, compadecido y justificado que se transparenta tan claramente en esas cartas que fantasea sin llegar nunca a escribir, que el culpable de su drama no es su ex mujer, como él cree. Ni su desleal amigo Valentine Gersbach, ni el repulsivo abogado Himmelstein, el deshonesto psiquiatra Edvig o las decenas de personas a las que su neurosis acusa de ser cómplices, en la enmarañada conjura para hacerlo desgraciado, sino él mismo. O, mejor dicho, alguien que, sin ser él mismo, se halla tan incorporado a su personalidad, tan absorbido en su ser, que es el rasgo que mejor lo define.

Ocurre que Herzog, antes que cornudo o masoquista, incluso antes que judío, es un intelectual. Su conciencia razonante está siempre en movimiento, ordenando el mundo que lo rodea y las relaciones con los demás, e, incluso, sus propios sentimientos y deseos. Es un hombre hecho de ideas, como otros lo son de instintos o convenciones; en Herzog, las ideas hacen las veces de epidermis, frontera obligatoria que todo debe cruzar antes de llegar a su cerebro o a su corazón. Aunque él no acabe nunca de entenderlo, nosotros, confidentes de su historia, lo advertimos: el fracaso de Herzog no es haber sido incapaz de conservar a Madeleine o de escribir la obra maestra que anhelaba o de establecer una relación creativa y durable, sino su impericia para funcionar normalmente en el mundo, su ineptitud para adaptarse a la vida tal como es. Ésa es la fuente de todas las desgracias que le ocurren; éstas son apenas consecuencias de la desarmonía radical entre Herzog y la sociedad. Su fracaso es el de las ideas que lo habitan y que se han convertido en su segunda naturaleza: ellas no sirven para vivir. El tipo de cultura que él encarna aparece irremediablemente en entredicho con los requisitos básicos para triunfar o tener una vida normal en el mundo de Herzog.

Éste, pues, eligió mal. Sus hermanos, en cambio, hombres de negocios o constructores, como Will y Shura, son ahora ricos y perfectamente adaptados, acaso felices. La pobre familia de inmigrantes no lo ha hecho mal, desde los duros días en que el padre contrabandeaba whisky; en una sola generación ha trepado muchos peldaños en la pirámide social de América. Pero Herzog se equivocó: esa cultura humanista por la que optó —las laboriosas meditaciones filosóficas, los afanes históricos— sólo le hubiera servido, en la realidad que vive, si hacía de ella —como hace el oportunista Gersbach o como, sin duda, hará Madeleine una vez que se doctore— una técnica de promoción, una herramienta para conseguir poder dentro de la jungla académica, es decir, algo que se ejercita, se enseña y se ostenta. Pero el ingenuo de Herzog ha hecho algo distinto: ha creído en ella, ha practicado esa cultura como una religión, la ha convertido en su moral. Ése es el crimen que está pagando: haber transubstanciado en su vida unas ideas que la cultura del mundo contemporáneo volvió ficciones, algo cuya función social es ahora decorativa. La realidad es impermeable a los valores humanistas, a las ideas y creencias que encarna Herzog y la calamitosa historia de su vida ilustra esta otra calamidad: la de una tradición intelectual que, aunque aletea en los recintos universitarios, se conserva en las bibliotecas y entusiasma todavía a algunos excéntricos como el protagonista de la novela, tiene cada vez menos asidero en la vida colectiva e influye menos en la marcha de la sociedad.

Pero resumir Herzog como una novela que describe simbólicamente la muerte lenta de la cultura humanista en la civilización industrial moderna, sería hacerle un flaco servicio. Porque, aunque también es eso, es, sobre todo, una novela, una vida ficticia que seduce al lector por la riqueza de su verbo (algo de ello se ha perdido en la traducción al español), por su ironía y su comicidad y por la densa atmósfera social, espléndidamente dibujada, por la que evoluciona el desbaratado intelectual Moses Elkanah Herzog.

No es cierto que una novela profunda no pueda ser al mismo tiempo pintoresca. Ésta lo es, en abundancia, con sus impresionistas imágenes de Manhattan —su vida callejera, sus tribunales de justicia, sus apartamentos—, de Chicago, de la campiña de Massachusetts, o con la vivida reminiscencia de la aclimatación de una familia judía rusa a la vida norteamericana. El amargo pesimismo que subyace a la historia, está contrapesado por ciertos personajes risueños, como el científico Lucas Asphalter, que trata de salvar de la muerte, haciéndole respiración artificial boca a boca, a un mono tuberculoso, o el malsonante leguleyo Himmelstein, la caricatura más deliciosa y perversa del libro.

Pero la criatura más pintoresca de la novela es el propio Herzog, quien, a la vez que un símbolo, es también una personalidad concreta pletórica de vitalidad. Estrafalario, ansioso, desbocado, impráctico, inteligente, melodramático, cultísimo, tortuoso y tierno, nos deja una impresión muy fuerte, aunque contradictoria. Es imposible no compadecerlo, porque es verdad que sufre, y, sobre todo, porque su desgracia es haber creído en las «grandes ideas» y haberlas usado como norte de su propia vida. Pero, de otro lado, no hay duda que buena parte de sus problemas se los ha buscado él mismo; e, incluso, es probable que no pueda vivir sin ellos. Porque a Herzog le gusta sufrir casi tanto como plañir, qué duda cabe. ¿Por qué seguiría tan enamorado de Madeleine, si no fuera así? Las mujeres que son dóciles y tiernas con él, como la japonesa Sono Oyuki, o que harían cualquier cosa por hacerlo feliz, como Ramona, a él lo dejan tibio, se desencanta de ellas muy pronto. En cambio, Madeleine, que lo domina y lo maltrata, que lo explota, se le ha metido en el fondo del alma y es probable que nunca la saque de allí.

¿Esa vocación masoquista y plañidera es suya o heredada? Buena parte de la autopsia intelectual a que Herzog se somete tiene por objeto averiguar si las raíces de lo que le ocurre se hunden en la tradición judía de la que proviene, una tradición que él ha abandonado sólo a medias, pues ella reaparece continuamente en sus reacciones y en su memoria. ¿O es más bien el choque de aquella tradición con la cultura moderna norteamericana, la difícil coexistencia de ambas en su persona, lo que hace de Herzog el ser escindido y desambientado que es?

La pregunta no tiene una respuesta en el libro. Acaso Herzog no quiera encontrarla, para poder continuar sufriendo, o, más bien, para seguir exhibiendo su dolor. Ambas cosas no son idénticas ni se implican la una a la otra, pero ambas se relacionan en su caso de una manera muy estrecha. Una interpretación posible es que Herzog sufra para exhibir su dolor ante el mundo, que sea —sin darse bien cuenta de ello— ante todo un histrión. Exhibiéndolo, su dolor se neutraliza a sí mismo, se vuelve otro, un dolor público, para los demás, que se ha emancipado de su fuente y convertido en espectáculo. Acaso el intelectual, el masoquista, el desesperado Herzog sea un hombre de teatro que se ignora, alguien que ha hecho de su vida una representación escénica, una tragicomedia que lo distrae (igual que a sus lectores) del mundo real y lo (nos) marea de ficción.

La alusión al teatro no es gratuita. Al terminar la última página de Herzog el lector queda con la misma sensación dulzona y melancólica con la que sale el espectador de una pieza teatral que le gustó. Aquella historia ocurrió, pero, en realidad, no ocurrió: fue sólo teatro. Una brillante y fugaz simulación de la vida, no la vida; una fantasmagoría que nos engañó, al conmovernos como si hubiera sido realidad auténtica. ¿Es un acierto o una derrota del autor que el lector quede con esa sensación de haber leído sólo una magnífica novela?

Tal vez sea injusto formular semejante pregunta. En efecto ¿por qué exigirle a una novela ser algo más que una obra de ficción? Porque hay ciertas novelas —muy pocas, en relación con tantas que se escriben— perturbadoras para el género. Al leerlas son capaces de persuadirnos de que, contaminados y trastornados por la hirviente fuerza de sus páginas, literalmente desertamos la miserable realidad de nuestros días para habitar esa otra, más rica y perfecta (a veces más cruel y temible), nacida de la fantasía y la palabra, que de alguna manera nos cambió. Aunque es imposible demostrarlo, los lectores de La cartuja de Parma, de La guerra y la paz o de Luz de agosto saben que regresaron al mundo real distintos de lo que eran antes de emprender la ficticia aventura. La existencia de ese puñado de anomalías en la historia de la literatura hace que seamos tan injustos como para exigir de las novelas no sólo que sean, como ésta, excelentes novelas, sino todavía algo más.

 

Londres, abril de 1988