UN DÍA EN LA VIDA DE IVÁN DENISOVICH
Réprobos en el paraíso
Quien lee ahora, por vez primera, Un día en la vida de Iván Denisovich queda perplejo. ¿Es posible que este breve relato provocara al aparecer, en 1962, semejante conmoción? Un cuarto de siglo después nadie ignora la realidad del Gulag y los genocidios de la era de Stalin, que el propio Nikita Jruschev denunció en el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero, en 1962, innumerables progresistas del mundo entero se resistían todavía a aceptar aquel brutal desmentido a la quimera del paraíso socialista. El discurso de Jruschev era negado, atribuido a maniobras del imperialismo y sus agentes. En estas circunstancias, A. Tvardovski, con autorización del propio Jruschev, publicó en Novy Mir el texto que daría a conocer al mundo a Solzhenitsin y marcaría el inicio de su carrera literaria.
El efecto del libro fue explosivo. ¿Quién podía, ahora, negar la evidencia? El hombre que testimoniaba lo hacía en la propia Unión Soviética y a partir de la experiencia, pues el universo concentracionario que describía lo había padecido en persona y por causas tan crueles y estúpidas como las que sepultan en el Gulag al oscuro campesino Iván Denisovich Shujov de la novela. El famoso deshielo jruscheviano duró poco pero sus efectos no se extinguirían, al menos en lo que se refiere a la destrucción de una cierta visión ingenua, mítica, del primer estado marxista—leninista de la historia. Y acaso ningún texto, ni siquiera el discurso de Jruschev en el XXII Congreso del PCUS, simboliza de manera tan vivida aquel violento trizarse del sueño comunista, como esta pequeña novela.
Cuando lo leí por primera vez —en 1965, en Cuba, donde la gente se lo arrebataba de las manos y era la comidilla de todas las conversaciones— resultaba imposible considerar el libro de Solzhenitsin de otro modo que como un testimonio político. La ficción servía de pretexto para revelar las ignominias cometidas en nombre del socialismo en el período bautizado —eufemismo delicioso— como el del «culto de la personalidad». ¿Podemos hoy, en 1988, hacer una lectura más neutra, puramente literaria, de esta novela? Creo que no. Ella todavía muerde carne, a cada línea, en una realidad viva, de inmensa trascendencia política y moral, y los problemas a los que alude se hallan aún vigentes y son objeto de apasionadas controversias como para soslayarlos. Pretender juzgar Un día en la vida de Iván Denisovich cercenándola de su contexto histórico e ideológico, como aséptica creación artística, sería un escamoteo que privaría a la obra de aquello que le imprime dramatismo y vitalidad: su carácter documental y crítico.
No hay duda de que esta naturaleza polémica, tan dependiente de la actualidad, dificulta el juicio literario sobre este libro. Sus virtudes y defectos no pueden ser señalados en los términos formales —estilo, construcción, diseño de caracteres, vivacidad de la anécdota, etc—como el común de las novelas, pues en este caso lo más importante de la ficción no es su capacidad emancipadora de un modelo, la forja de un mundo soberano e independiente del real, sino la luz que arroja sobre una realidad preexistente. Como La condición humana y La esperanza, de Malraux, o Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoievski, Un día en la vida de Iván Denisovich está más cerca de la historia que de la literatura.
Según indica su título, el relato describe una jornada cualquiera, sin sorpresas ni sobresaltos excepcionales, de un hombre internado en un campo de concentración en algún punto perdido de la estepa siberiana. Iván Denisovich Shujov, campesino del poblado de Temgeniovo, lleva ya nueve años preso, cumpliendo una condena de diez, impuesta por «traición a la patria». Lo que motivó esta sentencia es un episodio de macabra estupidez, donde la vesania del sistema totalitario transparece en toda su crudeza. Durante la guerra contra los nazis, Iván Denisovich fue capturado por el enemigo, pero, aprovechando un descuido de sus captores, logró huir y reintegrarse a las filas soviéticas. Entonces, según una práctica que parece haber sido habitual contra los soldados que vivían situaciones parecidas, fue juzgado por haberse rendido «con intención de traicionar» y haber retornado «para cumplir una misión de espionaje alemán». Puesto ante la disyuntiva de admitir la acusación o ser ejecutado sumariamente, Iván Denisovich reconoció ser espía y traidor.
Todo ello ocurrió nueve años antes de que comience la novela (situada en 1951) y parece haberse desvanecido de la memoria del protagonista. Iván Denisovich no es un hombre roído por la amargura ni devastado por el pesimismo a consecuencia de su trágica situación. Tampoco es un héroe que soporta el infortunio movido por razones éticas o un ideal político. Es, simplemente, un hombre del montón, enfrentado a una situación límite. Para él no tiene sentido perder tiempo y energías lamentándose porque de lo que se trata, ahora, es de librar cada hora y cada minuto la batalla para sobrevivir.
Como él, sus compañeros de prisión están allí por razones que hay que llamar políticas aunque esto signifique dar a esta palabra un contenido terriblemente tortuoso y depravado: hombrecillos condenados a veinticinco años por ser baptistas practicantes, u oficiales de la Marina a quienes su profesión deparó durante la guerra estar en contacto con los aliados occidentales de la Unión Soviética y que, por ello, se pudren en el campo como peligrosos apestados. Pero, por lo poco que llegamos a intuir de lo que ocurre en las conciencias de estos seres, ellos, como Iván Denisovich, apenas recuerdan sus desgracias, a las que la rutina concentracionaria ha difuminado y convertido en un suceso casi natural. La prisión los ha despolitizado a todos, incluidos aquellos que, a diferencia del protagonista, fueron políticos activos en su vida anterior. Purgados de toda preocupación ajena a la del sub—mundo en el que languidecen, sus fuerzas y su fantasía se concentran en una obsesiva tarea: durar, no perecer. Por ello dan esa curiosa impresión de seres de otro planeta, semisonámbulos, semiautómatas, despojados de cualquier otra curiosidad o interés que los estrictamente animales de resistir el hambre, evitar el castigo y demorar lo más posible el instante de la muerte.
Iván Denisovich tiene cuarenta años y el escorbuto se ha llevado la mitad de sus dientes; está casi calvo y en Temgeniovo lo esperan una mujer y dos hijas (el único hijo que tenía murió), de las que rara vez recibe noticias pues sólo se le permite escribir y recibir dos cartas al año. Desde el principio de su encarcelamiento pidió a su familia que no le enviaran paquetes de comida, para evitarles sacrificios, de modo que, a diferencia de varios de sus compañeros, su orfandad dentro del campo es total. El frío, el hambre y la fatiga que son para él los cauces de la existencia, no lo han encallecido hasta el extremo de matar en él todo gusto por la vida: la fruición con que aspira la colilla que le pasa César Markovich, o con que roe el mendrugo de pan duro que se lleva a la faena, o el entusiasta frenesí con que se entrega a la tarea de enladrillar un muro de la central termoeléctrica, muestran muy a las claras que el recluso Shujov es capaz todavía, en el fondo de injusticia y opresión en que está sumido, de encontrar una justificación a la vida. En esto reside la grandeza de este oscuro ser sin cultura y sin relieves, que carece de grandes rasgos intelectuales, políticos o morales: en personificar la supervivencia de lo humano en un mundo minuciosamente construido para deshumanizar al hombre y tornarlo zombie, hormiga.
Una historia de esta índole es muy difícil de contar sin caer en la truculencia o la sensiblería, en el miserabilismo o tremendismo, excesos que a veces resultan en excelente literatura pero que a una novela testimonial, que aspira a ser más un documento que una ficción, la empobrecerían y descalificarían. El mérito de Solzhenitsin es haber sorteado esos riesgos gracias a una economía expresiva rigurosa, a un notable ascetismo formal. El horror está descrito sin aspavientos, con objetividad, evitando destacar aquellos hechos que significarían una quiebra de lo rutinario. En las veinticuatro horas del relato no sucede, en verdad, nada que no les haya pasado ya cientos y miles de veces a Shujov y a sus compañeros o que no les vaya a pasar en el futuro. La novela ha extraído del universo concentracionario una especie de átomo que resume su rutina y sus ritos, sus jerarquías y tipos humanos así como la ración cotidiana de sufrimiento y de resistencia que exige de quienes lo habitan. La novela suele ser, por lo general, la relación de hechos y hombres dotados de alguna forma de excepcionalidad. En Un día en la vida de Iván Denisovich, por el contrario, se rehuye todo lo que constituye ruptura y novedad y el relato se concentra en la representación de lo cotidiano, en la experiencia común de los presos.
Esto priva a la novela del dinamismo y la efervescencia que llevan al lector, en otras ficciones, a preguntarse «¿Y ahora qué va a pasar?» —en ésta presiente desde las primeras páginas que ningún suceso imprevisto vendrá a transfigurar la grisura ritual y miserable de esa monotonía—, pero, en compensación, le da una personería muy vasta: ésta no es sólo una síntesis de la vida pesadiUesca de Iván Denisovich Shujov, sino también de la de aquella anónima ciudadanía de reprobos a los que la sociedad comunista aisló, puso entre alambradas y dispersó por el océano blanco de Siberia.
Sociedad marginal, casi sin contacto con la otra, ella está lejos de ser homogénea. Salvo en su compartido empeño por sobrevivir, los presos son una variopinta fauna a la que diferencian, fuera de los oficios, las creencias y las nacionalidades —además de rusos, hay ucranianos, letones y estonios—, las cualidades morales. Sólo unos cuantos parecen haber sido degradados al extremo de prestarse a servir de delatores y espías, como Panteleev, o de abusar de los otros, como ese Fetiukov al que sus compañeros apodan «el chacal». Hay, entre los presos, ateos y religiosos, y, también, privilegiados como César Markovich, a quien los paquetes de comida que recibe le permiten sobornar a los celadores y obtener pequeñas ventajas que lo ponen muy por encima del preso promedio. La vida carcelaria no ha mellado el innato instinto de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, en el hombre simple e inculto que es Shujov. Así, él piensa que no es éticamente aceptable ese oficio de pintar tapices nuevos que aparentan ser viejos y que, según su mujer, parece haberse puesto de moda entre los jóvenes de Temgeniovo. Iván, en todo caso, en contra de lo que le aconsejó su esposa en la última carta, no se ganará la vida de ese modo cuando cumpla su condena y lo suelten. ¿Lo soltarán? Deberían, el próximo año. Pero Iván Denisovich no se hace muchas ilusiones, pues de este campo nadie ha sido excarcelado todavía... Al presentar en Novy Mir a los lectores soviéticos este texto, A. Tvardovski les explicó que Solzhenitsin no hacía más que criticar «hechos terribles de crueldad y arbitrariedad que fueron resultado de la violación de la justicia soviética». El libro, según él, era algo así como una autocrítica del propio sistema, un texto que reivindicaba el socialismo soviético denunciando sus deformaciones. Ésta fue también la tesis de Georg Lukács, entusiasta defensor de Solzhenitsin, a quien atribuyó haber restablecido, con esta novela, la mejor tradición del «realismo socialista» de los años veinte que el stalinismo luego truncó. Sería injusto ridiculizar estas opiniones recordando la historia posterior de Solzhenitsin, desde su salida de la URSS y su violenta prédica antisocialista y a favor de un esplritualismo autoritario y conservador. En verdad, las opiniones de Tvardovski y Lukács, en lo que se refiere por lo menos a esta primera novela, no están tan desencaminadas. El relato es, desde el punto de vista formal, de un realismo riguroso que no se toma jamás la menor libertad respecto a la experiencia vivida, muy en la línea de lo que fue siempre la gran tradición literaria rusa. Y está impregnado, además, como una novela de Tolstoi, de Dostoievski o de Gorki, de indignación moral por el sufrimiento que causa la injusticia humana. ¿Puede este sentimiento llamarse «socialista»? Sí, sin duda. Una actitud ética y solidaria del pobre y de la víctima, del que por una u otra razón queda al margen o atrás o derrotado en la vida, es la última bandera enhiesta de una doctrina que ha debido arriar, una tras otra, todas las demás, luego de comprobar que el colectivismo conducía a la dictadura en vez de a la libertad y el estatismo planificado y centralista traía, en lugar de progreso, estancamiento y miseria. Por esos extraños pases de prestidigitación que tiene a menudo la existencia, Alexandr Solzhenitsin, el más feroz impugnador del sistema que crearon Lenin y Stalin, podría ser, sí, el último escritor realista socialista.
Barranco, julio de 1988