LA ROMANA
Ramera, filósofa y sentimental
El trabajo más agradable que he tenido fue el de ayudante de bibliotecario, en un elegante club de Lima, cuando era estudiante. Debía comparecer allí dos horas cada mañana y, en teoría, catalogar las nuevas adquisiciones. Pero en el año que trabajé en sus británicos locales el club no adquirió un solo libro, de modo que esas dos horas me las pasaba revisando sus estanterías y leyendo.
Era una biblioteca muy decorosa, o, más bien, lo había sido, pues en un momento del pasado parecía haberse esfumado el interés de los socios por la lectura; las compras de libros cesaban hacia mediados de los cuarenta o algo así. Lo más original de sus reservas era una colección de libros eróticos, abundante, variada y cosmopolita, aunque con una clara debilidad por el sesgo francés. Tenían, entre otros tesoros, la edición completa de «Les Maîtres de l'amour», que compiló y prologó Guillaume Apollinaire, y la caudalosa autobiografía de Restif de la Bretonne, que yo estoy seguro de haber leído de principio a fin (tenía entonces la firme convicción de que, una vez empezado el libro, uno tenía la obligación de llegar hasta el final).
La literatura exclusivamente erótica suele ser aburrida, una retórica en la que las variantes posibles de la experiencia amorosa se agotan pronto y comienzan a repetirse de manera mecánica. Su sello característico es la monotonía y comunicar una impresión de irrealidad, de fantasías desconectadas de la experiencia objetiva. Incluso Sade, en quien la recreación e interpretación obsesivamente sexual de la realidad tiene algo de genial, la mayor parte del tiempo, cuente historias o filosofe, es anestésico. Ocurre que, escindido de su contexto, convertido en la única perspectiva para describir o inventar la realidad humana, el sexo se desencarna, se vuelve abstracto, una construcción intelectual en la que el lector difícilmente puede identificar su propia vivencia. Por eso, la literatura que sólo aspira a ser erótica está condenada, como el género policial o la ciencia ficción, a ser menor. No hay gran literatura erótica; o, mejor dicho, la gran literatura nunca ha sido sólo erótica, aunque dudo que haya gran literatura que, además de otras cosas, no sea también erótica.
Entre los escritores modernos pocos están tan embebidos de sexo y de erotismo (ambas cosas pueden ser la misma o pueden ser muy diferentes) como el autor de La romana. Releyendo esta novela, que había leído por primera vez, desafiando una prohibición familiar, cuando era un niño de pantalón corto, el subconsciente me ha devuelto en cascada el recuerdo de aquellas historias libertinas del siglo XVIII que descubrí mientras ejercía las plácidas funciones de asistente de bibliotecario del Club Nacional.
¿En qué está el parecido entre esta novela cumbre del neorrealismo italiano de la posguerra y, por ejemplo, las ficciones picarescas del caballero Andrea de Nerciat o del filósofo Diderot? No en el «erotismo», pues en La romana, aunque Adriana, la protagonista, hace el amor con mucha frecuencia, tanto por motivos profesionales como personales, el sexo no aparece con los ropajes prestigiosos y excitantes que el género exige, sino como un quehacer más bien deprimente, en el que se manifiesta lo peor de los hombres y las mujeres del mundo ficticio: la violencia de Sonzogno, las obsesiones edípicas de Astarita, la frigidez de corazón de Jacobo y el espíritu venal de Gisela.
La semejanza reside en la estructura, en la técnica narrativa y en las convenciones que debe aceptar el lector para leer con provecho la novela. La forma prototípica de la ficción libertina es la del testimonio autobiográfico. Como el personaje de Moravia, el o la protagonista de aquellas novelas refiere las aventuras galantes de las que fue beneficiario o víctima. Y lo hace siempre con la misma prolijidad que Adriana. Cierto que éste es, asimismo, el formato acostumbrado de la novela picaresca del Siglo de Oro —el monólogo del picaro escribidor—, pero La romana es más dieciochesca que picaresca porque en ella se piensa más que se actúa. Al igual que sus dos famosas congéneres, Justine y Juliette, concebidas por el divino marqués en un torreón de la Bastilla, Adriana abunda más —se diría, goza— en la reflexión y el filosofar sobre aquello que le sucede, que en el relato de aquellas ocurrencias (esto es lo que hace el pícaro). Ello imprime a la novela una lentitud que sería fatigosa si no estuviera interrumpida, de tanto en tanto, por episodios melodramáticos, de intensa carga persuasiva, que hacen vibrar el relato, como la emboscada de la que es víctima Adriana en Viterbo, la delación que perpetra Jacobo o los robos que la prostituta comete, no por codicia o necesidad sino para confirmarse a sí misma su deterioro moral. Estos robos, así como el extraño placer que Adriana siente cada vez que recibe dinero por hacer el amor, dan al personaje unos ribetes más complejos y enrevesados de los que ella, según su testimonio, cree tener.
La comparación con una novela dieciochesca se impone sobre todo porque, como La religiosa o Justine, La romana sólo es creíble para el lector que renuncia a la ilusión realista y se adentra en sus páginas dispuesto a vivir una fantasía literaria, una ficción—ficción. La apariencia de la anécdota es realista: chirría a tinta y papel, desafina a buena literatura todo el tiempo. Ésta es la convención que el lector debe aceptar. Esta muchacha de veintiún años, pueblerina, sencilla, ignorante, ingenua, se cuenta con una solvencia de académica y sin violentar las buenas maneras gramaticales ni una sola vez; es una fina observadora de la conducta propia y ajena y capaz de hurgar hasta en los vericuetos más íntimos de la psicología de las gentes. No hay que ver en ello una contradicción que privaría a La romana de poder persuasivo. Hay que entenderlo como un caso de novela que, en vez de la convención «verista» del lenguaje, propone otra, la «culta», tal como lo hacían los novelistas (también ellos se creían realistas) del Siglo de las Luces. En ese mundo ficticio, que no es el nuestro, imperan otras reglas de juego y debemos aceptarlas como un elemento ficticio más de ese mundo de ficción.
A las reminiscencias dieciochescas, se añade en La romana la conciencia social del intelectual comprometido del siglo veinte. La mezcla es típica de Moravia. Hay, en él, un escritor fascinado por el sexo y sus laberintos, que pudo ser un «libertino» contemporáneo, como intentó serlo Roger Vailland, pero que nunca lo ha sido del todo. Porque aunque el sexo es la atmósfera de su mundo ficticio, siempre está tenido a raya e instrumentalizado para configurar una visión crítica y problemática de la sociedad.
La Italia que el libro finge representar es la del fascismo («era el año de la guerra de Abisinia»), un país pobre, sórdido y reprimido, de movimientos clandestinos y siniestras oficinas públicas donde, al entrar, los usuarios deben hacer el saludo imperial. La política no ocupa el centro de la acción, porque Adriana no entiende nada de política ni se interesa por ella, pero es su contexto imprescindible. Dos de los amantes de la protagonista, por lo demás, están sumergidos hasta el cuello en la actividad política: Astarita, funcionario de la segundad del régimen y Jacobo, militante antifascista.
Lo mejor del libro, sin embargo, no es la visión sombría y desesperanzada que traza de una época, sino la galería de seres humanos que desfilan por sus páginas. Pese a ser convencional y sin aristas, hay en la resignación de Adriana a su suerte y en su pasión por Jacobo una oscura grandeza. Fuera de ella ninguno de los personajes es digno de admiración, ni siquiera de respeto. Pero todos son interesantes y están estupendamente bien cincelados y diferenciados. La maestría de Moravia en los retratos psicológicos alcanza en esta novela, al igual que en Agostino y El conformista, su punto más alto. Dos de los personajes, sobre todo, impresionan de manera muy gráfica por su retorcimiento y violencia. Sonzogno, el asesino, en el que la necesidad de hacer daño aparece como un instinto irresistible, una especie de mandato celular, y Astarita, el más logrado del libro, ser tortuoso y débil, cerebral y apasionado, que sin duda ejerce su oficio con asepsia quirúrgica. Que ambos mueran casi al mismo tiempo, y uno por culpa del otro, es un atisbo de que, a pesar de su grisura, aquel mundo no está totalmente dominado por el mal.
Otro personaje muy bien diseñado es la madre, aunque el tipo aparezca con frecuencia en las películas y novelas del neorrealismo italiano. En ella se hace patente una convicción antirromántica. La de que la pobreza no espiritualiza ni sublima al ser humano; más bien, lo encallece y degrada. Las estrecheces y rudeza de la vida han hecho de la madre de Adriana un ser frío y amoral, tanto o aún más que Gisela. Si empuja a su hija a la prostitución no es por malvada; la experiencia le ha enseñado que todo vale a fin de conseguir aquella seguridad y comodidades que nunca tuvo. Ser mecánico, absorto en una rutina casi animal, hay algo en la manera de ser de la pobre mujer que nos enternece y nos espanta, una especie de acusación. El autor ha conseguido, en la inercia amarga y rencorosa de la madre de Adriana, un admirable símbolo de las iniquidades sociales.
Jacobo, en cambio, es más borroso y menos persuasivo. No sólo por sus inhibiciones y su desánimo vital, sino por esquemático. Hijo de burgueses, intelectual, paralizado por contradicciones que quieren reflejar las de su clase, de una debilidad que hace de él, primero, un indeciso y luego un traidor, su suicidio tiene demasiadas resonancias alegóricas para conmover al lector. Quien se pega el tiro, en ese hotelillo perdido, se diría, no es un ser concreto sino una abstracción ideológica.
No deja de ser sorprendente que La romana fuera un libro polémico y provocara tanto escándalo al aparecer. ¿Qué es lo que escandalizaba en él? Los episodios sexuales, salvo una que otra rápida excepción, son bastante anodinos, y Adriana, la narradora, aunque ejerce el meretricio, luce una moral severísima y conformista a más no poder. La única audacia del libro es la amarga amoralidad de la madre, poco menos que testigo presencial de los encuentros de su hija con sus clientes (o «amantes» como los llama Adriana, en su educado lenguaje). Cuesta trabajo, en todo caso, imaginar que fuera este detalle marginal a la historia el que atrajera todas las consideraciones que, durante algún tiempo, dieran a La romana la aureola de libro maldito.
Los lectores y los libros debemos de haber cambiado mucho en los últimos cuarenta años, pues esta historia que mis abuelos y mi madre me prohibieron leer, so pena de infierno, estoy seguro de que, ahora, no ruborizaría las mejillas de la señorita más virtuosa. Hay una cosa buena en ese cambio: los lectores pueden leer al fin La romana con objetividad, sin los prejucios de entonces.
Londres, junio de 1988