LOLITA
Lolita cumple treinta años
Lolita hizo a Nabokov rico y famoso pero el escándalo que rodeó su aparición creó en torno a esta novela un malentendido que ha durado hasta nuestros días. Hoy, cuando la bella nymphette está acercándose, horror de horrores, a la cuarentena, conviene situarla donde le corresponde, es decir, entre las más sutiles y complejas creaciones literarias de nuestro tiempo. Lo cual no significa por cierto que no sea, también, un libro provocador.
Pero que sus primeros lectores sólo advirtieran esto último y no lo otro —algo que hoy resulta evidente para cualquiera de mediana sensibilidad— no deja de ser instructivo sobre las resistencias que encuentra una obra realmente novedosa para ser apreciada en su justo valor. El hecho es que cuatro editoriales norteamericanas rechazaron el manuscrito de Lolita antes de que Nabokov lo entregara a Maurice Girodias, de Olympia Press, editorial parisina que publicaba libros en inglés y que se había hecho célebre por el número de juicios y decomisos de que había sido víctima, acusada de obscenidad y de atentar contra las buenas costumbres. (Su catálogo era un disparatado entrevero de pornografía barata y genuinos artistas como Henry Miller, William Burroughs y J. P. Donleavy.) La novela apareció en 1955 y un año después fue prohibida por el ministro francés del Interior. Para entonces ya había circulado profusamente —Graham Greene desató una polémica proclamándola el mejor libro del año— y la rodeaba de esa aureola de «novela maldita» de la que nunca se ha podido desprender y que, en cierto sentido, pero no en el que habitualmente se entiende, merece. Pero fue sólo a partir de 1958, cuando aparecieron la edición estadounidense y decenas de otras en el resto del mundo, que el libro produjo el impacto que desbordaría considerablemente el número de sus lectores. En poco tiempo, había universalizado un nuevo término, la «lolita», para un nuevo concepto: la niña—mujer, emancipada sin saberlo y símbolo inconsciente de la revolución de las costumbres contemporáneas. En cierto modo, Lolita es uno de los hitos inaugurales, y, también, sin duda, una de sus causas, de la era de la tolerancia sexual, la evaporación de los tabúes entre los adolescentes de Estados Unidos y de Europa occidental que alcanzaría su apogeo en los sesenta. La nínfula (término que por una razón acústica carece de toda la ambigüedad perversa e incitante del neologismo original: the nimphet) no nació con el personaje de Nabokov. Existía, qué duda cabe, en los sueños de los pervertidos y en las ansias, ciegas y trémulas, de las niñas inocentes, y la evolución de los hábitos y la moral la iba cuajando, irresistiblemente. Pero, gracias a la novela, perdió su semblante vago y se corporizó, abandonó su clandestinidad nerviosa y ganó derecho de ciudad.
Que una novela de Nabokov provocara semejante trastorno, contaminando el comportamiento de millones de personas y pasara a formar parte de la mitología moderna es, en todo caso, lo extraordinario del asunto. Porque resulta difícil imaginar entre los escritores de este siglo a uno con menos predilección por lo popular y la actualidad —y, casi casi, la mera realidad, palabra que, escribió, no significa nada si no va entre comillas— que el autor de Lolita. Nacido en 1899, en San Petersburgo, en una familia de la aristocracia rusa —su abuelo paterno había sido ministro de Justicia de dos zares y su padre un político liberal al que asesinaron unos extremistas monárquicos, en Berlín—, Vladimir Vladimirovich Nabokov había recibido una educación esmerada, que hizo de él un políglota. Tuvo dos niñeras inglesas, una gobernanta suiza y un preceptor francés, y estudió en Cambridge antes de expatriarse, con motivo de la revolución de octubre, a Alemania. Aunque su libro más audaz (Pale Fire) sólo saldría en 1962, cuando apareció Lolita el grueso de la obra de Nabokov estaba ya publicado. Era vasta pero apenas conocida: novelas, poemas, teatro, ensayos críticos, una biografía de Nikolai Gogol, traducciones al y del ruso. Había sido escrita al principio en ruso, luego en francés y, finalmente, en inglés. Su autor, que, luego de Alemania, vivió en Francia, optó finalmente por los Estados Unidos, donde se ganaba la vida como profesor universitario y practicaba, en los veranos, su afición segunda: la entomología, especialidad lepidópteros. Tenía publicados algunos artículos científicos y era el primer descriptor, por lo visto, de tres mariposas: Neonympha Manióla Nabokov, Echinargus Nabokov y Cyclargus Nabokov.
Esta obra que, gracias al éxito de Lolita, resucitaría en reediciones y traducciones múltiples, era «literaria» en un grado que sólo otro contemporáneo de Nabokov —Jorge Luis Borges— ha logrado alcanzar. «Literaria»: quiero decir, enteramente construida a partir de las literaturas preexistentes y de un exquisito refinamiento intelectual y verbal. Lolita también es prueba de ello. Pero, además, y ésa fue la gran novedad que significó dentro del conjunto de la obra de Nabokov, se trata de una novela en la que el casi demoníaco enrevesamiento de su hechura venía revestido de una anécdota aparentemente simple y atractivamente brillante: la seducción de una chiquilla de doce años y siete meses —Dolores Haze, Dolly, Lo o Lolita— por su padrastro, el suizo obsesivo y cuarentón conocido sólo por un seudónimo, Humbert Humbert, y la circulación de sus amores por todo lo largo y lo ancho de Estados Unidos.
Una gran obra literaria admite siempre lecturas antagónicas, es una caja de Pandora donde cada lector descubre sentidos, matices, motivos y hasta historias diferentes. Éste es el caso de Lolita, que ha hechizado a los lectores más superficiales a la vez que seducía con su surtidor de ideas y alusiones y la delicadeza de su factura al ilustrado que se acerca a cada libro con el desplante que lanzó aquel joven a Cocteau: Étonnez—moi!
En su versión más explícita, la novela es la confesión escrita de Humbert Humbert, a los jueces del tribunal que va a juzgarlo por asesino, de aquella predilección suya por las niñas precoces, que, creciendo con él desde su infancia europea, alcanzaría su climax y satisfacción en un perdido pueblito de Nueva Inglaterra, Ramsdale. Allí, con la aviesa intención de llegar más fácilmente a su hija Lolita, H. H. desposa a una viuda relativamente acomodada, Mrs. Charlotte Becher Haze. El azar, en forma de automóvil, facilita los planes de Humbert Humbert, arrollando a su esposa y poniendo en sus manos, literal y legalmente, a la huérfana. La relación semi—incestuosa dura un par de años, al cabo de los cuales Lolita se fuga con un autor teatral y guionista cinematográfico, Clare Quilty, a quien, luego de una tortuosa búsqueda, Humbert Humbert da muerte. Éste es el crimen por el que va a ser juzgado cuando se pone a escribir el manuscrito que, dentro de la mentirosa tradición de Cidi Hamete Benengeli, dice ser Lolita.
Humbert Humbert cuenta esta historia con las pausas, suspensos, falsas pistas, ironías y ambigüedades de un narrador consumado en el arte de reavivar a cada momento la curiosidad del lector. Su historia es escandalosa pero no pornográfica, ni siquiera erótica. No hay en ella la menor complacencia en la descripción de los avatares sexuales —condición sine qua non de la pornografía— ni, tampoco, una visión hedonista que justificaría los excesos del narrador—personaje en nombre del placer. Humbert Humbert no es un libertino ni un sensual: es apenas un obseso. Su historia es escandalosa, ante todo, porque él la siente y la presenta así, subrayando a cada paso su «demencia» y «monstruosidad» (son sus palabras). Es esta conciencia transgresora del protagonista la que confiere a su aventura su índole malsana y moralmente inaceptable, más que la edad de su víctima, quien, después de todo, es apenas un año menor que la Julieta de Shakespeare. Y contribuye a agravar su falta y a privarlo de la conmiseración del lector, su antipatía y arrogancia, el desprecio que parecen inspirarle todos los hombres y mujeres que lo rodean, incluidos los bellos animalitos semipúberes que tanto lo inflaman.
Más que la seducción de la pequeña ninfa por el hombre taimado, tal vez ésta sea la mayor insolencia de la novela: el rebajamiento a fantoches risibles de toda la humanidad que asoma por la historia. Una burla incesante de instituciones, profesiones y quehaceres, desde el psicoanálisis —que fue una de las bestias negras de Nabokov— hasta la educación y la familia, permea el monólogo de Humbert Humbert. Al pasar por el tamiz corrosivo de su pluma, todos los personajes se vuelven tontos, pretenciosos, ridículos, previsibles y aburridos. Se ha dicho que la novela es, sobre todo, una crítica feroz del universo de la clase media norteamericana, una sátira del mal gusto de sus moteles, de la ingenuidad de sus ritos y la inconsistencia de sus valores, una abominación literaria de aquello que Henry Miller bautizó: «la pesadilla refrigerada». Por su parte, el profesor Harry Levin explicó que Lolita era una metáfora que refería el sentimiento de un europeo que, luego de caer rendido de amor por los Estados Unidos, se decepciona brutalmente de este país por su falta de madurez.
Yo no estoy seguro de que Nabokov haya inventado esta historia con intenciones simbólicas. Mi impresión es que en él, como en Borges, había un escéptico, desdeñoso de la modernidad y de la vida, a las que ambos observaban con ironía y distancia desde un refugio de ideas, libros y fantasías en el que permanecieron amurallados, distraídos del mundo gracias a prodigiosos juegos de ingenio que diluían la realidad en un laberinto de palabras y de imágenes fosforescentes. En ambos escritores, tan afines en su manera de entender la cultura y practicar el oficio de escribir, el arte eximio que crearon no fue una crítica de lo existente sino una manera de desencarnar la vida, disolviéndola en un fulgurante espejismo de abstracciones.
Y eso es también Lolita, una barroca y sutil sustitución de lo que existe, para quien, yendo más allá de su anécdota, considera sus misterios, trata de resolver sus acertijos, desentraña sus alusiones y reconoce las parodias y pastiches de su hechura. Se trata de un desafío que el lector puede aceptar o rechazar. De todos modos, la lectura puramente anecdótica de la novela es más que divertida. Ahora bien, quien se anima a leerla de la otra manera, descubre que Lolita es un pozo sin fondo de referencias literarias y malabarismos lingüísticos que constituyen un denso entramado y, acaso, la verdadera historia que Nabokov quiso contar. Una historia tan intrincada como la de su novela La defensa (aparecida en ruso, en 1930), cuyo héroe es un ajedrecista loco que inventa una nueva jugada defensiva, o la de Pálido fuego, ficción que adopta la apariencia de la edición crítica de un poema y cuya jeroglífica anécdota va surgiendo, como al sesgo del narrador, del cotejo de los versos del poema y de las notas y comentarios de su editor.
La caza de los tesoros ocultos en Lolita ha dado origen a abundantes libros y tesis universitarias, en los que casi siempre, por desgracia, desaparecen el humor y el espíritu lúdico con que tanto Nabokov como Borges supieron transmutar la erudición (cierta o ficticia) en arte.
Las acrobacias lingüísticas de la novela pasan difícilmente la prueba de la traducción. Algunas, como las vertidas en francés en el original, permanecen allí con su travesura y malacrianza. Un ejemplo, entre mil: el extraño endecasílabo que se recita Humbert Humbert cuando se dispone a ir a matar al hombre que le arrebató a Lolita. ¿A qué y a quién se refiere este: Réveillez—vous, Laqueue, il est temps de mourir? ¿Es una cita literaria textual o amañada, como otras del libro? ¿Por qué apoda el narrador a Clare Quilty Laqueue? ¿O se inflige este sobrenombre a sí mismo? El profesor Carl L. Proffer, en un ameno manual, Keys to Lolita, ha resuelto el enigma. Se trata, simplemente, de una retorcida obscenidad. La queue, la cola, significa en jerga francesa, el falo; «morir», eyacular. Así pues, el verso es una alegoría que condensa, con ritmo clásico, una premonición del crimen que Humbert Humbert va a cometer y la causal del asesino (haber poseído el fálico Clare Quilty a Lolita).
A veces, las alusiones o adivinanzas son simples disgresiones, entretenimientos solipsísticos de Humbert Humbert que no afectan al desarrollo de la historia. Pero en otros casos tienen una significación que la altera, recónditamente. Así ocurre con todos los datos e insinuaciones relativos al personaje más inquietante, que no es Lolita ni el narrador, sino el furtivo dramaturgo, aficionado al Marqués de Sade, libertino, borracho, drogadicto y, según confesión propia, semi—impotente Clare Quilty. Su aparición trastoca el libro, encamina el relato por un rumbo hasta entonces imprevisible, incorporándole un tema dostoievskiano: el del doble. Por su culpa, surge la sospecha de que toda la historia pueda ser una mera elaboración esquizofrénica de Humbert Humbert, quien, ya le ha sido advertido al lector, ha hecho varias curas en asilos de alienados. Además de robarse a Lolita y morir, la función de Clare Quilty parece ser la de dibujar un alarmante signo de interrogación sobre la credibilidad del (supuesto) narrador.
¿Quién es este extraño sujeto? Antes de materilizarse en la realidad ficticia, para llevarse a Lolita del hospital de Elphinstone, va siendo secretado por el delirio de persecución de Humbert Humbert. Es un automóvil que aparece y desaparece, igual que un fuego fatuo, un borroso perfil que se pierde a lo lejos, en una colina, luego de un partido de tenis con la niña—mujer, y una miríada de anuncios que sólo la neurosis detallista y alerta del narrador puede deletrear. Y más tarde, cuando éste emprende, en pos de los prófugos, esa extraordinaria recapitulación de sus recorridos por la geografía norteamericana —ejercicio de magia simpatética que quiere resucitar los dos años de felicidad vividos con la nínfula, repitiendo el itinerario y las hosterías que le sirvieron de decorado—, Humbert Humbert va encontrando, en cada escala, desconcertantes huellas y mensajes de Clare Quilty. Ellos revelan un conocimiento poco menos que omnisciente de la vida, la cultura y las manías del narrador y una suerte de complicidad subliminal entre ambos. Pero, ¿se trata, en verdad, de dos personas? Lo que tienen en común supera largamente lo que los separa. Son más o menos de la misma edad y comparten los mismos apetitos por las nínfulas en general y por Lolita Haze en particular, así como por la literatura, que ambos practican (aunque con éxito desigual). Pero la más notable simbiosis de ambos tiene que ver con esos pases de prestidigitación que intecambian a la distancia y de los que Lolita se vuelve apenas un pretexto, elegante y secreta comunicación que literaturiza la vida, revolucionando la topografía y la urbanística con la varita mágica del lenguaje, mediante la invención de aldeas y accidentes que despiertan ecos líricos y novelescos y de apellidos que generan asociaciones poéticas, según un estrictísimo código cuyas claves sólo ellos son capaces de manejar.
La escena cumbre de la novela no es la primera noche de amor de Humbert Humbert —reducida a su mínima expresión y poco menos que convertida en un dato escondido— sino el demorado y coreográfico asesinato de Clare Quilty. Cráter de máxima concentración de vivencias, alarde de virtuoso que baraja con sabiduría el humor, el dramatismo, el detalle inusitado, la alusión sibilina, todas las certezas que teníamos sobre la realidad ficticia, en esas páginas comienzan a tambalearse, roídas súbitamente por la duda. ¿Qué está ocurriendo allí? ¿Asistimos al diálogo del asesino y su víctima o, más bien, al desdoblamiento pesadillesco del narrador? Es una posibilidad que insinúan las filigranas del texto: que, al fin de ese proceso de desintegración psíquica y moral, derrotado por la nostalgia y el remordimiento, Humbert Humbert estalle strictu senso en dos mitades, la conciencia lúcida y recriminadora que se observaba y se juzgaba, y su cuerpo vencido y abyecto, sede de aquella pasión a la que cedió sin concederse, empero, el placer ni la benevolencia de sí mismo. ¿No es a sí mismo, a lo que detesta de sí mismo, a quien asesina Humbert Humbert en esta fantasmagórica escena en la que la novela, en un salto dialéctico, parece desertar el realismo convencional en el que hasta entonces transcurría para acceder a lo fantástico?
En todas las novelas de Nabokov —pero, sobre todo, en Pálido fuego— la arquitectura es tan astuta y sutil que acaba borrando a lo demás. También en Lolita la inteligencia y la destreza de la construcción son tales que resaltan con fuerza, anteponiéndose a la historia, mermándola de vida y libertad. Pero en esta novela, al menos por momentos, la materia se defiende y resiste el asalto de la forma, pues lo que cuenta tiene raíces profundas en lo más vivo de lo humano: el deseo, la fantasía al servicio del instinto. Y sus personajes consiguen provisionalmente vivir, sin convertirse, como los de otras novelas —o como los personajes borgianos— en las sombras chinas de un intelecto superior.
Sí, cumplidos los treinta, Dolores Haze, Dolly, Lo, Lo—lita, sigue fresca, equívoca, prohibida, tentadora, humedeciendo los labios y acelerando el pecho de los caballeros que, como Humbert Humbert, aman con la cabeza y sueñan con el corazón.
Londres, enero de 1987