OPINIONES DE UN PAYASO

Acomodos con el cielo

¿Puede un creyente ajustar enteramente su vida, tanto en lo esencial como en lo accesorio, a los preceptos evangélicos o es inevitable que viva escindido entre su comportamiento y sus creencias? Maquiavelo revolucionó la filosofía política occidental cuando, formulando esta pregunta para el «príncipe» católico, respondió que si éste intentaba gobernar en rigurosa concordancia con los principios de la religión, se condenaba al fracaso, pues el poder antes que una moral es una praxis, un arte que exige continuas transacciones con el engaño y la mentira para ser exitoso. Maquiavelo no era un cínico sino un frío observador de la política y el primer pensador europeo en reflexionar con total lucidez sobre lo que ella es casi siempre, por debajo de los grandes principios, los grandiosos designios, los nobles ideales y los altruistas sentimientos que exhiben en público quienes la practican: manipulación, intrigas, defensa de intereses mezquinos, puro cálculo. Lo escandaloso en el autor de El Príncipe no era su moral sino su realismo, la lastimosa conclusión a la que había llegado, después de media vida dedicada al servicio de la Señoría florentina, sobre la total incompatibilidad entre una moral cristiana estricta y una política eficaz. Heinrich Böll parece haber vivido desgarrado por un dilema semejante, no en lo que concierne a los príncipes, sino a los cristianos humildes, aquellos sin cara y sin nombre, los del montón: ¿es posible, en ellos, una coherencia mayor entre la teoría y la práctica que la que caracteriza a quienes mandan? Sus novelas, relatos y ensayos son una obsesiva exploración de la sociedad de su país a fin de tener una certidumbre al respecto. Lo cierto es que, aunque las respuestas que se daba a sí mismo (y a sus lectores) variaban algo de libro a libro —las había más esperanzadoras o más lúgubres—, cuando se hace el recuento final de su obra se tiene la impresión de que, muy a pesar suyo sin duda —pues a diferencia del acerado florentino él era un hombre bondadoso y sentimental—, Heinrich Böll llegó a convicciones parecidas a las de Maquiavelo: la coherencia absoluta entre la moral cristiana y la vida diaria del creyente es imposible, se da sólo en casos excepcionales de locura o santidad. Sin embargo, él buscó empeñosamente esa coherencia en su vida privada y pública y en sus escritos y a ello se debe en gran medida el respeto y admiración que alcanzó aun entre quienes tenemos reservas sobre su obra literaria o sobre sus tomas de posición y sus ideas. Para entender cabalmente a Heinrich Böll hay que situarlo en su contexto histórico. Esta perspectiva «social» no siempre es esclarecedora en el caso de un escritor, pero en el suyo sí lo es. Debió de ser muy duro para el joven católico de origen modesto que era Böll librar, como soldado raso primero y luego como cabo, una guerra que íntimamente le repugnaba y al servicio del nazismo, un régimen que era la negación de sus creencias y valores. La confusión y la brutalidad de esa experiencia que compartió con los de abajo, aquellos que estaban lejos de quienes tomaban las decisiones y programaban el horror, los que se limitaban a materializarlo y a sufrirlo, le inspiró algunos de sus mejores relatos. Pero lo que le daría la celebridad no fueron sus críticas a la Alemania de la destrucción y la guerra, sino, más bien, a la que, como el Ave Fénix, renació de sus ruinas y se desarrolló y prosperó a un ritmo asombroso hasta convertirse en la primera potencia económica de Europa.

Böll fue el más severo cuestionador de este «milagro alemán», al que sometió a una permanente autopsia en sus ficciones y artículos reprochándole de mil maneras estar asentado sobre deleznables cimientos. En sus cargos y censuras se mezclan las críticas legítimas, como la facilidad con que muchos nazis responsables de crímenes se convirtieron a la democracia y volvieron a ocupar posiciones de poder en la República Federal, con las más burdas, aquellas que la propaganda soviética orquestaba y los progresistas de Europa coreaban sin medir bien las consecuencias de lo que pedían, como la hostilidad a la Alianza Atlántica y al —tan cacareado en los años cincuenta— «rearme alemán». Pero Heinrich Böll no fue jamás el típico «compañero de viaje», es decir el bobalicón bienintencionado o el vivillo cínico al que los comunistas podían instrumentali—zar sin dificultad, como un titiritero a sus muñecos. Porque él supo ver la viga tanto en el ojo ajeno como en el propio y nunca se hizo demasiadas ilusiones sobre lo que ocurría en las sociedades marxistas. Fue, desde un principio, un resuelto defensor de los disidentes en los países del Este y sus denuncias contra el Gulag y las violaciones humanas en el mundo comunista fueron siempre tan claras y explícitas como las que hizo contra los abusos a los derechos humanos en Occidente y en el tercer mundo, aunque formuladas de modo que no pudieran servir de arma a la propaganda anticomunista. En otras palabras, estas tomas de posición de Böll fueron siempre morales y religiosas aun cuando a menudo se revistieran de consideraciones políticas.

Que el «milagro alemán» se operara bajo la conducción de un partido que se proclamaba «cristiano», que su principal jerarca, Konrad Adenauer, fuera un católico practicante y que todo este proceso político contara con la bendición y el apoyo militante de «su» Iglesia, fue un irritante continuo y una fuente de desgarramientos para el católico progresista que era Böll. El «consumismo» de la sociedad de mercado, el «materialismo» creciente de la vida, la proliferación de las armas nucleares y el consiguiente riesgo de un cataclismo mundial, y el rígido maniqueísmo político que la guerra fría reintrodujo en Europa, lo angustiaban porque, de un lado, contradecían su moral austera y un tanto puritana templada en los años de la guerra y de la terrible escasez de la posguerra, y, de otro lado, porque en esa evolución de la sociedad alemana Böll creyó entrever los signos fatídicos de una nueva catástrofe autoritaria y bélica para su país. En esto último se equivocó garrafalmente, como otros progresistas (aunque sus motivos fueran más nobles y genuinos que en muchos de éstos). Porque lo cierto es que la República Federal, con todas las críticas que se le puedan hacer, ha significado la instauración de instituciones y hábitos democráticos en el pueblo alemán de una manera que ya parece irreversible, y, también, para el conjunto de su sociedad, el más alto nivel de vida que alcanzó nunca en su historia. De otro lado, la OTAN y la creación de la Europa política, de las que la República Federal ha sido herramienta clave, han garantizado ya cuarenta y tres años de paz en el viejo continente, marca que supera todos los otros períodos no bélicos en el pasado europeo. Si hay, pues, un país que tiene una historia moderna exitosa es aquel que mereció tantas amargas invectivas de parte de Heinrich Böll.

Pero lo cierto es que sin hombres como él, que la sometieron a esa crítica implacable y constante (y a veces injusta), Alemania Federal sería mucho peor de lo que es. ¿No es eso lo que diferencia a la sociedad abierta de la cerrada? El estar sometida a la vigilancia de una crítica intensa, que la obliga a cuestionarse a sí misma en cada uno de sus pasos y decisiones y donde una opinión pública es (o puede ser) el mejor freno para los excesos de los distintos poderes que la regulan. La función de un intelectual en una sociedad democrática es contribuir a mantener esa opinión pública alerta e informada de modo que aquellos poderes (en los que siempre anidará la predisposición a durar y a crecer) no se extralimiten ni desborden el marco de la ley y del bien común. Heinrich Böll cumplió esta función de manera ejemplar y fue en ese sentido uno de los pilares de la reconstrucción democrática de su país, luego de haber sido uno de los desgraciados instrumentos y víctimas de sus sueños imperialistas y totalitarios.

Me pregunto si él hubiera aprobado esta afirmación. Tuve oportunidad de charlar una sola vez con él, a fines de los sesenta, en Colonia, y no he olvidado la impresión de hombre bueno y límpido que me causó. Había sufrido una reciente desgracia familiar y se lo notaba profundamente afectado. Pero no hablamos de ello, ni de literatura, sino de la condición de los trabajadores turcos emigrados a Alemania, por cuya suerte él se interesaba y obraba por mejorar. En un inglés vacilante, me explicó cómo eran explotados por no tener permisos de trabajo y no poder acogerse a las leyes sociales, el desamparo y el trauma cultural que era para ellos vivir confinados en verdaderos ghettos urbanos, lejos de sus familias y de su país y sin el menor contacto con la población alemana, y los tímidos esfuerzos que algunas asociaciones comenzaban a hacer para remediar en algo su situación. Hablando con él, uno tenía la incómoda sensación de estar junto a un sismógrafo del sufrimiento humano.

Opiniones de un payaso, su novela más célebre, es un buen testimonio de esta sensibilidad social escrupulosa hasta la manía. Se trata de una ficción ideológica, o, como se decía aún en la época en que apareció (1963), «comprometida». La historia sirve de pretexto a un severísimo enjuiciamiento religioso y moral del catolicismo y de la sociedad burguesa en la Alemania Federal de la posguerra.

El payaso Hans Schnier, un joven de 27 años (pero que parece viejísimo), vastago y «oveja negra» de una próspera familia industrial de Bonn, que vivía hacía seis años sin casarse con una muchacha católica, experimenta una crisis múltiple: Marie lo abandona para casarse con Heribert Züpfner, miembro como ella de un «círculo católico» de estudios y reflexiones; profesionalmente gusta cada vez menos y ha sido atacado con dureza por un influyente crítico de un diario de Bonn; no tiene dinero ni contratos en perspectiva y, finalmente, acaba de caerse en medio de una actuación y se ha magullado la rodilla.

En este desastroso estado de ánimo, Hans Schnier, en el pequeño departamento que le legó su abuelo, pasa revista a su vida, entre frustradoras llamadas por teléfono a parientes y conocidos para averiguar el paradero de Marie. Hans descubre una total falta de solidaridad en este grupo de prelados y activistas católicos para con su caso; y algo más: lo que parece ser una conspiración «católica» —es decir, erigida con argumentos éticos y teológicos— para inducir a Marie a poner fin al concubinato en que vivía con él y echarla en los brazos ortodoxos de Heribert Züpfner. En verdad, lo que el infortunado payaso descubre es mucho más grave: la hipocresía de aquellos creyentes y de la Iglesia a la que pertenecen, y, en última instancia, de la sociedad en la que vive. Todos ellos, de manera consciente o inconsciente y con distintos grados de oportunismo, hacen trampas: son fariseos que se rasgan las vestiduras ante las faltas ajenas y ello les da una cómoda buena conciencia para cometer las propias. La religión y la política son herramientas que les permiten adquirir poder y prestigio, además de proporcionarles unas coartadas universalmente respetadas en su sociedad para prosperar en la vida sin sentirse lo que en verdad son: egoístas, ávidos y cínicos. Que la dulce y honesta Marie Derkum, que parecía tan distinta, vaya a convertirse en un ser semejante a ellos —a la señora Fredebeul, por ejemplo— angustia a Hans tanto como perder a la muchacha que ama.

¿Es el mundo, en verdad, tan negro como el payaso nos lo pinta? ¿O es su amargura presente la que ennegrece a los hombres y las cosas que lo rodean? Pues lo cierto es que casi nadie se salva en la novela del descrédito moral, salvo uno que otro marginado, como el viejo Derkum, padre de Marie, cuya coherencia existencial lo ha condenado a la pobreza y a un cierto ostracismo. Nadie es simpático en la historia, ni siquiera el pobre Hans Schnier, cuya excesiva autocompasión y sus arrebatos anárquicos lo muestran como un hombre difícil y a menudo intratable.

Pero hay en él una claridad y una coherencia entre la manera de pensar y de actuar que hace de Hans un ser más digno y respetable que aquellos que lo desprecian por extravagante y anárquico. Dice lo que piensa, aunque con ello esté continuamente ofendiendo a los demás y hace sólo aquello que lo motiva y en lo que cree pese a que, actuando de este modo, se condene a ser lo que su sociedad considera un fracasado y un marginal. A diferencia de sus padres, o de los católicos amigos de Marie, o incluso de ésta, Hans Schnier nunca entrará en los «acomodos con el cielo» que permiten a aquéllos disfrutar de lo mejor que ofrece esta vida con la seguridad, además, de figurar entre los elegidos una vez que pasen a la otra.

Hijo de ricos que elige la pobreza, ciudadano de un mundo que valora el éxito social y económico por encima de todo y que decide automarginarse de esa competencia para asumir el incierto oficio de bufón —una manera, sin duda, de negarse a crecer, a salir de esa niñez para la que el payaso es rey—, Hans es el símbolo de un cierto tipo de rebelión que cundió en las sociedades industrializadas entre las clases medias y altas y que culminaría en el movimiento de mayo de 1968. Rebelión de índole moral antes que política, contra la sociedad de consumo y el aburrimiento, contra la hipocresía que es el sustento de todas las convenciones sociales, y a favor de la aventura, el desorden y los excesos que son infortunadamente incompatibles con la estabilidad y el condicionamiento de la vida que trae consigo el alto desarrollo tecnológico e industrial, los grandes alborotos estudiantiles que conmovieron a Occidente hace veinte años fueron protagonizados por jóvenes que, como el personaje de esta novela de Böll, se hartaron un día de su vida cómoda y protegida y de su futuro previsible, y, en un generoso sobresalto romántico, se lanzaron a las calles a armar barricadas y a practicar el amor libre. Que la fiesta revolucionaria durara poco tiempo y que muchos inconformes fueran luego recuperados por la sociedad que pretendían cambiar, no debe desmoralizar a nadie. En verdad, esos rebeldes cambiaron algunas cosas: destruyeron ciertos tabúes, obligaron a sus sociedades a repensarse a sí mismas e instalaron en ellas una mala conciencia, lo que es un excelente antídoto contra el conformismo y la autocomplacencia que suelen acompañar al progreso. No materializaron la utopía, porque ello es imposible, pero provocaron una saludable crisis y gracias a ellos muchos recordaron algo que, en la bonanza en que vivían, comenzaban a olvidar: que el mundo siempre estará mal hecho, que siempre deberá mejorar. Acaso puedan decirse de Heinrich Böll y, sobre todo, de Opiniones de un payaso, cosas parecidas. ¿Por qué tuvo tanto éxito en Alemania esta novela inactiva y algo deprimente, donde ocurren tan pocas cosas y proliferan tantas reflexiones? Tal vez porque ella, como la revolución de mayo, fue la gotita de ácido que vino a aguar la fiesta de la bonanza en un país que se había convertido en el más rico de Europa y a mostrar a sus conciudadanos que no todo lo que brillaba alrededor de ellos era oro; que, si observaban con atención crítica en torno, advertirían que aquella prosperidad material se había alcanzado en muchos casos a expensas de lo espiritual y que, en este campo, había aún, por debajo de los rozagantes atuendos, andrajos que zurcir y llagas que curar. Que sus compatriotas escucharan el mensaje y convirtieran este libro, que les decía que no tenían razón alguna para sentirse optimistas y satisfechos, en un extraordinario best—seller y a su autor en un escritor de moda, es una de las inquietantes paradojas de la literatura.

¿Qué concluir de esta extraña operación en la que el severo aguafiestas es trocado, de pronto, por aquellos a quienes fulmina con sus dardos, en el rey de la fiesta? Que los efectos de la literatura son imprevisibles y nunca gobernables por quien la escribe. Y, también, que, aunque la sociedad parezca anular el contenido crítico de una obra festejándola y consagrándola —aureolándola de frivolidad—, no es seguro que lo consiga. Lo probable es, más bien, que, allá en las entrañas donde ha sido puesta a buen recaudo por los malabarismos de la publicidad y de la moda, la obra literaria genuina expulse sus venenos y opere su lento trabajo de demolición de las certidumbres y el conformismo. Así contribuye la literatura a mantener viva la insatisfacción humana y a impedir que se anquilosen el espíritu y la historia.

 

Punta Sal, Tumbes, 2 de enero, 1988