XIII

Se despertó, entre asustado y sorprendido. Porque, en la confusión que eran sus noches, en ésta lo había tenido sobresaltado y tenso durante el sueño el recuerdo de su amigo —ex amigo ahora— Herbert Ward. Pero, no allá en el Africa, donde se habían conocido cuando ambos trabajaban en la expedición de sir Henry Morton Stanley, ni después, en París, donde Roger había ido a visitar a Herbert y Sarita varias veces, sino en las calles de Dublín y nada menos que en medio del estruendo, las barricadas, los tiroteos, los cañonazos y el gran sacrificio colectivo de Semana Santa. ¡Herbert Ward en medio de los alzados irlandeses, los Irish Volunteers y el Irish Citizen Army, peleando por la independencia de Eire! ¿Cómo podía la mente humana entregada al sueño armar fantasías tan absurdas?

Recordó que hacía pocos días el gabinete británico se había reunido sin tomar decisión alguna sobre el pedido de clemencia. Se lo había hecho saber su abogado, George Gavan Duffy. ¿Qué sucedía? ¿Por qué esta nueva postergación? Gavan Duffy veía en ello una buena señal: había disensiones entre los ministros, no lograban la unanimidad indispensable. Había, pues, esperanzas. Pero esperar era seguir muriendo muchas veces cada día, cada hora, cada minuto.

Recordar a Herbert Ward lo apenó. Ya no serían amigos nunca más. La muerte de su hijo Charles, tan joven, tan apuesto, tan sano, en el frente de Neuve Chapelle, en enero de 1916, había abierto entre ambos un abismo que ya nada cerraría. Herbert era el único amigo de verdad que había hecho en el Africa. Desde el primer momento vio en este hombre algo mayor que él, de personalidad descollante, que había recorrido medio mundo —Nueva Zelanda, Australia, San Francisco, Borneo—, de cultura muy superior a la de todos los europeos que los rodeaban, incluido Stanley, alguien junto a quien aprendía muchas cosas y con quien compartía inquietudes y anhelos. A diferencia de los otros europeos reclutados por Stanley para esa expedición al servicio de Leopoldo II, que sólo aspiraban a obtener del África dinero y poder, Herbert amaba la aventura por la aventura. Era un hombre de acción pero tenía pasión por el arte y se acercaba a los africanos con una curiosidad respetuosa. Indagaba por sus creencias, sus costumbres y sus objetos religiosos, sus vestuarios y adornos, que a él le interesaban desde el punto de vista estético y artístico, pero también intelectual y espiritual. Ya entonces, en sus ratos libres, Herbert dibujaba y hacía pequeñas esculturas con motivos africanos. En sus largas conversaciones al anochecer, cuando armaban las carpas, preparaban el rancho y se disponían a descansar de las marchas y trabajos de la jornada, confiaba a Roger que algún día dejaría todos estos quehaceres para dedicarse a ser sólo un escultor y llevar vida de artista, en París, «la capital mundial del arte». Ese amor al África no lo abandonó nunca. Por el contrario, la distancia y los años lo habían aumentado. Recordó la casa londinense de los Ward, Chester Square 53, llena de objetos africanos. Y, sobre todo, su estudio de París con las paredes cubiertas de lanzas, jabalinas, flechas, escudos, máscaras, remos y cuchillos de todas las formas y tamaños. Entre las cabezas de fieras disecadas por el suelo y las pieles de animales recubriendo los sillones de cuero, habían pasado noches enteras recordando sus viajes por el África. Francis, la hija de los Ward, a la que apodaban Cricket (Grillo), todavía una niña, se vestía a veces con túnicas, collares y adornos nativos y bailaba una danza bakongo que sus padres acompañaban con palmadas y una melopea monótona.

Herbert fue una de las escasas personas a quien Roger confió su decepción con Stanley, con Leopoldo II, con la idea que lo trajo al África: que el Imperio y la colonización abrirían a los africanos el camino de la modernización y el progreso. Herbert coincidió totalmente con él, al comprobar que la verdadera razón de la presencia de los europeos en el África no era ayudar al africano a salir del paganismo y la barbarie, sino explotarlo con una codicia que no conocía límites para el abuso y la crueldad.

Pero Herbert Ward nunca tomó muy en serio la progresiva conversión de Roger a la ideología nacionalista. Solía burlarse de él, a la manera cariñosa que le era propia, alertándolo contra el patriotismo de oropel —banderas, himnos, uniformes— que, le decía, representaba siempre, a la corta o a la larga, un retroceso hacia el provincialismo, el espíritu de campanario y la distorsión de los valores universales. Sin embargo, ese ciudadano del mundo, como Herbert gustaba llamarse, ante la violencia desmesurada de la guerra mundial había reaccionado refugiándose también en el patriotismo como tantos millones de europeos. La carta en la que rompía su amistad con él estaba llena de ese sentimiento patriótico del que antes se burlaba, de ese amor a la bandera y al terruño que antes le parecía primario y despreciable. Imaginarse a Herbert Ward, ese inglés parisino, enredado con los hombres del Sinn Fein de Arthur Griffith, del Ejército del Pueblo de James Connolly y los Voluntarios de Patrick Pearse, luchando en las calles de Dublín por la independencia de Irlanda, vaya disparate. Y, sin embargo, mientras esperaba el amanecer tendido en el estrecho camastro de su celda, Roger se dijo que, después de todo, había algo de razón en el fondo de aquella sinrazón, pues, en el sueño, su mente había tratado de reconciliar dos cosas que quería y añoraba: su amigo y su país.

Temprano en la mañana, el sheriff entró a anunciarle visita. Roger sintió que se le aceleraba el corazón al entrar al locutorio y divisar, sentada en el único banquito de la estrecha habitación, a Alice Stopford Green. Al verlo, la historiadora se puso de pie y se acercó sonriendo a abrazarlo.

—Alice, Alice querida —le dijo Roger—. ¡Qué alegría verte de nuevo! Creí que no nos veríamos otra vez. Por lo menos en este mundo.

—No fue fácil conseguir este segundo permiso —dijo Alice—. Pero, ya ves, mi terquedad terminó por convencerlos. No sabes a cuántas puertas llamé.

Su vieja amiga, que acostumbraba vestirse con estudiada elegancia, llevaba ahora, a diferencia de la visita anterior, un vestido ajado, un pañuelo atado de cualquier manera en la cabeza del que se escapaban unas mechas grises. Calzaba unos zapatos embarrados. No sólo su atuendo se había empobrecido. Su expresión denotaba cansancio y desánimo. ¿Qué le había ocurrido en estos días para semejante cambio? ¿Había vuelto a molestarla Scotland Yard? Ella negó, alzando los hombros, como si aquel viejo episodio no tuviera importancia. Alice no le tocó el tema del pedido de clemencia y su postergación hasta el próximo Consejo de Ministros. Roger, suponiendo que no se sabía aún nada al respecto, tampoco lo mencionó. Más bien le contó el absurdo sueño que había tenido, imaginando a Herbert Ward confundido con los rebeldes irlandeses en medio de las refriegas y combates de Semana Santa, en el centro de Dublín.

—Poco a poco se van filtrando más noticias de cómo ocurrieron las cosas —dijo Alice y Roger notó que la voz de su amiga se entristecía y enfurecía a la vez. Y advirtió también que, al escuchar que se hablaba de la insurrección irlandesa, el sheriff y el guardia que permanecían junto a ellos dándoles las espaldas se ponían rígidos y, sin duda, aguzaban el oído. Temió que el sheriff les advirtiera que estaba prohibido hablar de este tema, pero no lo hizo.

—¿Entonces has sabido algo más, Alice? —preguntó, bajando su voz hasta convertirla en un murmullo.

Vio que la historiadora palidecía un poco a la vez que asentía. Guardó largo silencio antes de contestar, como preguntándose si debía perturbar a su amigo abordando un tema doloroso para él o como si, más bien, tuviera tantas cosas que decir al respecto que no supiera por dónde comenzar. Al fin, optó por responderle que, aunque había oído y seguía oyendo muchas versiones sobre lo que se vivió en Dublín y algunas otras ciudades de Irlanda la semana del Alzamiento —cosas contradictorias, hechos mezclados con fantasías, mitos, realidades y exageraciones e invenciones, como ocurría cuando algún acontecimiento soliviantaba a todo un pueblo—, ella daba mucho crédito sobre todo al testimonio de Austin, un sobrino suyo, fraile capuchino, recién venido a Londres. Era una fuente de primera mano, pues él estuvo allí, en Dublín, en plena refriega, de enfermero y asistente espiritual, yendo del General Post Office (GPO), el cuartel general desde el que Patrick Pearse y James Connolly dirigían el levantamiento, a las trincheras de St. Stephen’s Green, donde comandaba las acciones la condesa Constance Markievicz, con un pistolón de bucanero y su impecable uniforme de Voluntario, a las barricadas erigidas en la Jacob’s Biscuit Factory (Fábrica de Galletas Jacob) y a los locales del Boland’s Mili (Molino de Boland) ocupados por los rebeldes al mando de Eamon de Valera, antes de que las tropas inglesas los cercaran. El testimonio de fray Austin, le parecía a Alice, era el que probablemente se acercaba más a esa inalcanzable verdad que sólo desvelarían del todo los historiadores futuros.

Hubo otro largo silencio que Roger no osó interrumpir. Hacía sólo unos días que no la veía pero Alice parecía haber envejecido diez años. Tenía arrugas en la frente y en el cuello y sus manos se habían llenado de pecas. Sus ojos tan claros ya no brillaban. La notó muy triste pero estaba seguro que Alice no lloraría delante de él. ¿Sería que le denegaron la clemencia y no se atrevía a decírselo?

—Lo que más recuerda mi sobrino —añadió Alice— no son los tiroteos, las bombas, los heridos, la sangre, las llamas de los incendios, el humo que no los dejaba respirar, sino, ¿sabes qué, Roger?, la confusión. La inmensa, la enorme confusión que reinó toda la semana en los reductos de los revolucionarios.

—¿La confusión? —repitió Roger, muy bajito. Cerrando los ojos, trató de verla, de oírla y sentirla.

—La inmensa, la enorme confusión —repitió una vez más Alice, con énfasis—. Estaban dispuestos a hacerse matar, y, al mismo tiempo, vivieron momentos de euforia. Momentos increíbles. De orgullo. De libertad. Aunque ninguno de ellos, ni los jefes, ni los militantes, supieran nunca exactamente lo que estaban haciendo ni lo que querían hacer. Eso dice Austin.

—¿Sabían al menos por qué no habían llegado las armas que esperaban? —murmuró Roger, al advertir que Alice se enfrascaba una vez más en un largo silencio.

—No sabían nada de nada. Entre ellos se decían las cosas más fantásticas. Nadie podía desmentirlas, porque nadie sabía cuál era la verdadera situación. Circulaban rumores extraordinarios a los que todos daban crédito, porque necesitaban creer que había una salida a la situación desesperada en que se encontraban. Que un Ejército alemán estaba acercándose a Dublín, por ejemplo. Que habían desembarcado compañías, batallones, en distintos puntos de la isla y avanzaban hacia la capital. Que, en el interior, en Cork, en Galway, en Wexford, en Meath, en Tralee, en todas partes, incluido el Ulster, los Voluntarios y el Citizen Army se habían alzado por millares, ocupado cuarteles y puestos policiales y avanzaban desde todas direcciones hacia Dublín, con refuerzos para los sitiados. Peleaban medio muertos de sed y de hambre, ya casi sin municiones, y tenían todas sus esperanzas puestas en la irrealidad.

—Yo sabía que iba a ocurrir eso —dijo Roger—. No llegué a tiempo para detener esa locura. Ahora, la libertad de Irlanda está más lejos que nunca, otra vez.

—Eoin MacNeill trató de atajarlos, cuando se enteró —dijo Alice—. El comando militar del IRB lo tuvo en tinieblas sobre los planes del Alzamiento, porque estaba en contra de una acción armada si no había apoyo alemán. Cuando supo que el mando militar de los Voluntarios, el IRB y el Irish Citizen Army habían convocado a la gente para maniobras militares el Domingo de Ramos, dio una contraorden prohibiendo aquella marcha y que las compañías de Voluntarios salieran a la calle si no recibían otras instrucciones firmadas por él. Esto sembró una gran confusión. Centenares, millares de Voluntarios se quedaron en sus casas. Muchos trataron de contactar a Pearse, a Connolly, a Clarke, pero no lo consiguieron. Después, los que obedecieron la contraorden de MacNeill tuvieron que cruzarse de brazos mientras los que la desobedecieron se hacían matar. Por eso, ahora, muchos Sinn Fein y Voluntarios odian a MacNeill y lo consideran un traidor.

Calló de nuevo y Roger se distrajo. ¡Eoin MacNeill un traidor! ¡Vaya estupidez! Imaginó al fundador de la Liga Gaélica, al editor del Gaelic Journal, uno de los fundadores de los Irish Volunteers, que había dedicado su vida a luchar por la supervivencia de la lengua y la cultura irlandesas, acusado de traicionar a sus hermanos por querer impedir aquel levantamiento romántico condenado al fracaso. En la cárcel donde lo habían encerrado sería objeto de vejámenes, acaso de ese hielo despectivo con que los patriotas irlandeses castigaban a los tibios y a los cobardes. Cómo se sentiría de mal ese profesor universitario manso y culto, lleno de amor por la lengua, las costumbres y las tradiciones de su país. Se torturaría a sí mismo, preguntándose «¿Hice mal dando aquella contraorden? ¿Yo, que sólo quería salvar vidas, he contribuido más bien al fracaso de la rebelión sembrando el desorden y la división entre los revolucionarios?». Se sintió identificado con Eoin MacNeill. Ambos se parecían en las contradictorias posiciones en que la Historia y las circunstancias los habían colocado. ¿Qué habría ocurrido si, en vez de ser detenido en Tralee, hubiera llegado a hablar con Pearse, con Clarke y los otros dirigentes del mando militar? ¿Los habría convencido? Probablemente, no. Y, ahora, acaso, dirían también de él que era un traidor.

—Estoy haciendo algo que no debería, querido —dijo Alice, forzando una sonrisa—. Dándote sólo las malas noticias, la visión pesimista.

—¿Puede haber otra después de lo ocurrido?

—Sí, la hay —afirmó la historiadora, con voz animosa y ruborizándose—. Yo también estuve en contra de este Alzamiento, en estas condiciones. Y, sin embargo…

—¿Sin embargo qué, Alice?

—Por unas horas, por unos días, toda una semana, Irlanda fue un país libre, querido —dijo ella, y a Roger le pareció que Alice temblaba, conmovida—. Una República independiente y soberana, con un presidente y un Gobierno Provisional. Austin no había llegado allí aún cuando Patrick Pearse salió de la Oficina de Correos y, desde las gradas de la explanada, leyó la Declaración de Independencia y la creación del Gobierno Constitucional de la República de Irlanda, firmada por los siete. No había mucha gente allí, parece. Los que estuvieron y lo oyeron, debieron sentir algo muy especial ¿no, querido? Yo estaba en contra, ya te lo he dicho. Pero cuando leí ese texto me eché a llorar a gritos, como no he llorado nunca. «En el nombre de Dios y de las generaciones muertas, de quienes recibe la vieja tradición de nacionalidad, Irlanda, por boca nuestra, convoca ahora a sus hijos bajo su bandera y proclama su libertad». Ya lo ves, me la he aprendido de memoria, sí. Y he lamentado con todas mis fuerzas no haber estado ahí, con ellos. ¿Lo entiendes, no?

Roger cerró los ojos. Veía la escena, nítida, vibrante. En lo alto de las gradas de la Oficina General de Correos, bajo un cielo encapotado que amenazaba con vaciarse en lluvia, ante ¿cien, doscientas? personas armadas de escopetas, revólveres, cuchillos, picas, garrotes, la mayoría hombres, pero también un buen número de mujeres con pañuelos en las cabezas, se erguía la figura delgada, esbelta, enfermiza, de Patrick Pearse, con sus treinta y seis años y su mirada acerada, impregnada de esa nietzschiana «voluntad de poder» que le había permitido siempre, sobre todo desde que a sus diecisiete años ingresó a la Liga Gaélica de la que pronto sería líder indiscutible, sobreponerse a todos los percances, la enfermedad, las represiones, las luchas internas, y materializar el sueño místico de toda su vida —el alzamiento armado de los irlandeses contra el opresor, el martirio de los santos que redimiría a todo un pueblo— leyendo, con esa voz mesiánica a la que la emoción del instante magnificaba, las palabras cuidadosamente elegidas que clausuraban siglos de ocupación y servidumbre e instauraban una nueva era en la Historia de Irlanda. Escuchó el silencio religioso, sagrado, que las palabras de Pearse deberían haber instalado en aquel rincón del centro de Dublín, todavía intacto porque aún no habían comenzado los tiros, y vio las caras de los Voluntarios que desde las ventanas del edificio de Correos y de los edificios vecinos de Sackville Street tomados por los rebeldes, se asomaban a contemplar la sencilla, solemne ceremonia. Escuchó la algarabía, los aplausos, vivas, hurras, con que, terminada la lectura de los siete nombres que firmaban la Declaración, fueron premiadas las palabras de Patrick Pearse por la gente de la calle, de las ventanas y los techos, y lo breve e intenso de aquel momento cuando el propio Pearse y los otros dirigentes lo clausuraron explicando que no había más tiempo que perder. Debían volver a sus puestos, cumplir con sus obligaciones, prepararse a pelear. Sintió que los ojos se le humedecían. El también se había puesto a temblar. Para no llorar, dijo con precipitación:

—Debió ser emocionante, desde luego.

—Es un símbolo y la Historia está hecha de símbolos —asintió Alice Stopford Green—. No importa que hayan fusilado a Pearse, a Connolly, a Clarke, a Plunkett y demás firmantes de la Declaración de Independencia. Al contrario. Esos fusilamientos han bautizado con sangre a ese símbolo, dándole una aureola de heroísmo y martirio.

—Exactamente lo que querían Pearse, Plunkett —dijo Roger—. Tienes razón, Alice. También me habría gustado estar allí, con ellos.

A Alice la conmovía casi tanto como aquel acto en las escaleras externas del Post Office que tantas mujeres de la organización femenina de los rebeldes, Cumann na mBan, hubieran participado en la rebelión. Eso sí lo había visto con sus propios ojos el monje capuchino. En todos los reductos rebeldes, las mujeres fueron encargadas por los dirigentes de cocinar para los combatientes, pero luego, a medida que se desataban las refriegas, el peso mismo de la acción fue ampliando el abanico de responsabilidades de esas militantes de la Cumann na mBan, a las que los tiros, las bombas y los incendios arrancaron de las improvisadas cocinas y convirtieron en enfermeras. Vendaban a los heridos y ayudaban a los cirujanos a extraer balas, suturar heridas y amputar los miembros amenazados de gangrena. Pero, acaso, el papel más importante de esas mujeres —adolescentes, adultas, orillando la vejez— había sido el de correos, cuando, por el creciente aislamiento de las barricadas y puestos rebeldes, fue indispensable recurrir a las cocineras y enfermeras y enviarlas, pedaleando en sus bicicletas y, cuando éstas escasearon, a la velocidad de sus pies, a llevar y traer mensajes, informaciones orales o escritas (con instrucciones de destruir, quemar o comerse esos papeles si eran heridas o capturadas). Fray Austin aseguró a Alice que los seis días de la rebelión, en medio de los bombardeos y los tiroteos, las explosiones que derrumbaban techos, muros, balcones e iban convirtiendo el centro de Dublín en un archipiélago de incendios y montones de escombros chamuscados y sanguinolentos, nunca dejó de ver, yendo y viniendo prendidas del volante como unas amazonas a sus cabalgaduras, y pedaleando furiosamente, a esos ángeles con faldas, serenas, heroicas, impertérritas, desafiando las balas, con los mensajes y las informaciones que rompían la cuarentena que la estrategia del Ejército británico quería imponer a los rebeldes aislándolos antes de aplastarlos.

—Cuando ya no pudieron servir de correos, porque las tropas ocupaban las calles y la circulación era imposible, muchas tomaron los revólveres y los fusiles de sus maridos, padres y hermanos y pelearon también —dijo Alice—. No sólo Constance Markievicz mostró que no todas las mujeres pertenecemos al sexo débil. Muchas pelearon como ella y murieron o fueron heridas con las armas en la mano.

—¿Se sabe cuántas?

Alice negó con la cabeza.

—No hay cifras oficiales. Las que se mencionan son pura fantasía. Pero una cosa sí es segura. Pelearon. Lo saben los militares británicos que las detuvieron y las arrastraron al cuartel de Richmond y a la cárcel de Kilmainham. Querían someterlas a cortes marciales y fusilarlas también a ellas. Lo sé de muy buena fuente: un ministro. El gabinete británico se aterrorizó pensando, con razón, que si empezaban a fusilar mujeres Irlanda entera se levantaría en armas esta vez. El propio primer ministro Asquith telegrafió al jefe militar en Dublín, sir John Maxwell, prohibiéndole de manera terminante que se fusilara a una sola mujer. Por eso salvó su vida la condesa Constance Markievicz. La condenó a muerte una corte marcial pero le han conmutado la pena por prisión perpetua debido a la presión del Gobierno.

Sin embargo, no todo había sido entusiasmo, solidaridad y heroísmo entre la población civil de Dublín durante la semana de combates. El monje capuchino fue testigo de pillajes en las tiendas y almacenes de Sackville Street y otras calles del centro, cometidos por vagabundos, picaros o simplemente miserables venidos de los barrios marginales vecinos, lo que puso en una situación difícil a los dirigentes del IRB, los Voluntarios y el Ejército del Pueblo que no habían previsto esta deriva delictuosa de la rebelión. En algunos casos, los rebeldes trataron de impedir los saqueos a los hoteles, incluso con disparos al aire para ahuyentar a los saqueadores que devastaban el Gresham Hotel, pero, en otros, los dejaron hacer, confundidos por la manera como esa gente humilde, hambrienta, por cuyos intereses creían estar luchando, se les enfrentaba con furia para que la dejaran desvalijar las tiendas elegantes de la ciudad.

No sólo los ladrones se enfrentaron a los rebeldes en las calles de Dublín. También muchas madres, esposas, hermanas e hijas de los policías y soldados a los que los alzados en armas habían atacado, herido o matado durante el Alzamiento, grupos a veces numerosos de hembras intrépidas, exaltadas por el dolor, la desesperación y la rabia. En algunos casos esas mujeres llegaron a lanzarse contra los reductos rebeldes, insultando, apedreando y escupiendo a los combatientes, maldiciéndolos y llamándolos asesinos. Esa había sido la prueba más difícil para quienes creían tener de su parte la justicia, el bien y la verdad: descubrir que quienes se les enfrentaban no eran los perros de presa del Imperio, los soldados del Ejército de ocupación, sino humildes irlandesas, cegadas por el sufrimiento, que no veían en ellos a los libertadores de la patria, sino a los asesinos de los seres queridos, de esos irlandeses como ellos cuyo único delito era ser humildes y hacer el oficio de soldado o policía con que se ganaban siempre la vida los pobres de este mundo.

—Nada es blanco y negro, querido —comentó Alice—. Ni siquiera en una causa tan justa. También aquí aparecen esos grises turbios que todo lo nublan.

Roger asintió. Lo que su amiga acababa de decir se aplicaba a él. Por más que uno fuera precavido y planeara sus acciones con la mayor lucidez, la vida, más compleja que todos los cálculos, hacía estallar los esquemas y los reemplazaba por situaciones inciertas y contradictorias. ¿No era él un ejemplo viviente de esas ambigüedades? Sus interrogadores Reginald Hall y Basil Thomson creían que él vino de Alemania a ponerse a la cabeza del Alzamiento cuyos dirigentes le ocultaron hasta el último momento porque sabían que se oponía a una rebelión que no contara con las Fuerzas Armadas alemanas. ¿Se podía pedir más incongruencias?

¿Cundiría ahora la desmoralización entre los nacionalistas? Sus mejores cuadros estaban muertos, fusilados o en la cárcel. Reconstruir el movimiento independentista tardaría años. Los alemanes, en quienes tantos irlandeses, como él mismo, confiaban, les habían dado la espalda. Años de sacrificio y empeños dedicados a Irlanda, perdidos sin remedio. Y él aquí, en una cárcel inglesa, esperando el resultado de un pedido de clemencia que probablemente sería denegado. ¿No hubiera sido mejor morir allá, con esos poetas y místicos, pegando y recibiendo tiros? Su muerte habría tenido un sentido rotundo, en vez de lo equívoco que sería morir en la horca, como un delincuente común. «Poetas y místicos». Eso eran y así habían actuado, eligiendo, como foco de la rebelión, no un cuartel o el Dublin Castle, la ciudadela del poder colonial, sino un edificio civil, el de Correos, recién remodelado. Una elección de ciudadanos civilizados, no de políticos ni militares. Querían conquistar a la población antes que derrotar a los soldados ingleses. ¿No se lo había dicho tan claramente Joseph Plunkett en sus discusiones de Berlín? Una rebelión de poetas y místicos ansiosos de martirio para sacudir a esas masas adormecidas que creían, como John Redmond, en la vía pacífica y la buena voluntad del Imperio para conseguir la libertad de Irlanda. ¿Eran ingenuos o videntes?

Suspiró y Alice le palmeó cariñosamente en el brazo:

—Es triste y exaltante hablar de esto ¿no, querido Roger?

—Sí, Alice. Triste y exaltante. A veces, siento una cólera muy grande por lo que hicieron. Otras veces, los envidio con toda mi alma y mi admiración por ellos no tiene límites.

—En verdad, no hago más que pensar en esto. Y en la falta que me haces, Roger —dijo Alice, cogiéndolo del brazo—. Tus ideas, tu lucidez, me ayudarían mucho a ver la luz en medio de tanta sombra. ¿Sabes una cosa? Ahora no, pero a medio plazo algo bueno resultará de todo lo ocurrido. Ya hay indicios.

Roger asintió, sin entender del todo lo que la historiadora quería decir.

—Por lo pronto, los partidarios de John Redmond pierden cada día más fuerza en toda Irlanda —añadió la historiadora—. Nosotros, que estábamos en minoría, hemos pasado a tener la mayoría del pueblo irlandés de nuestro lado. Te parecerá mentira, pero te juro que es así. Los fusilamientos, las cortes marciales, las deportaciones, nos están prestando un gran servicio.

Roger advirtió que el sheriff, siempre de espaldas, se movía, como si fuera a volverse hacia ellos para ordenar que callaran. Pero tampoco lo hizo esta vez. Alice parecía ahora optimista. Según ella, tal vez Pearse, Plunkett, no estuvieran tan descaminados. Porque cada día se multiplicaban en Irlanda las manifestaciones espontáneas de la gente, en la calle, en las iglesias, en las asociaciones vecinales, en los gremios, de simpatía con los mártires, los fusilados y los sentenciados a largas penas de prisión, y de hostilidad hacia policías y soldados del Ejército británico. Estos eran objeto de insultos y vejámenes de los transeúntes al extremo de que el Gobierno militar dio instrucciones para que policías y soldados hicieran sus patrullas siempre en grupos, y, cuando no estaban de servicio, vistieran de paisano. Porque la hostilidad popular producía desmoralización entre las fuerzas del orden.

Según Alice, el cambio más notable se había producido en la Iglesia católica. La jerarquía y el grueso del clero se mostraron siempre más cerca de las tesis pacifistas, gradualistas y a favor del Home Rule para Irlanda, de John Redmond y sus seguidores del Irish Parliamentary Party, que del radicalismo separatista del Sinn Fein, la Liga Gaélica, el IRB y los Voluntarios. Pero, desde el Alzamiento, cambió. Quizás había influido en ello la conducta tan religiosa que mostraron los alzados durante la semana de combates. Los testimonios de los sacerdotes, entre ellos el de fray Austin, que estuvieron en las barricadas, edificios y locales convertidos en focos rebeldes eran terminantes: se habían celebrado misas, confesiones, comuniones, muchos combatientes habían pedido a los religiosos la bendición antes de empezar a disparar. En todos los reductos los alzados respetaron la prohibición terminante de los líderes de que se consumiera ni una gota de alcohol. En los períodos de calma, los rebeldes rezaban el rosario en voz alta, arrodillados. Ni uno solo de los ejecutados, incluso James Connolly, que se proclamaba socialista y tenía fama de ateo, había dejado de pedir el auxilio de un sacerdote antes de enfrentarse al pelotón. En una silla de inválido, con las heridas todavía sangrando de los balazos que recibió en los combates, Connolly fue fusilado luego de besar un crucifijo que le alcanzó el capellán de la cárcel de Kilmainham. Desde el mes de mayo, en toda Irlanda proliferaban las misas de Acción de Gracias y homenajes a los mártires de Semana Santa. No había domingo en que, en los sermones de la misa, los párrocos no exhortaran a los feligreses a rezar por el alma de los patriotas ejecutados y enterrados de manera clandestina por el Ejército británico. El jefe militar, sir John Maxwell, había hecho una protesta formal a la jerarquía católica, y, en vez de darle explicaciones, el obispo O’Dwyer justificó a sus párrocos acusando más bien al general de ser «un dictador militar» y de actuar de manera anticristiana con las ejecuciones y su negativa a devolver los cadáveres de los fusilados a las familias. Este último hecho, sobre todo, que el Gobierno militar, amparado en la supresión de garantías de la Ley Marcial, hubiera enterrado a escondidas a los patriotas para evitar que sus tumbas se convirtieran en centros de peregrinación republicana, causó una indignación que abrazaba a sectores que no habían visto hasta ahora con simpatía a los radicales.

—En resumen, los papistas ganan cada día más terreno y los nacionalistas anglicanos nos encogemos como La piel de zapa, esa novela de Balzac. Sólo falta que tú y yo también nos convirtamos al catolicismo, Roger —bromeó Alice.

—Yo prácticamente ya lo he hecho —repuso Roger—. Y no por razones políticas.

—Yo no lo haría nunca, no te olvides que mi padre era un clérigo de la Church of Ireland —dijo la historiadora—. Lo tuyo no me sorprende, lo veía venir desde hace tiempo. ¿Te acuerdas de las bromas que te hacíamos, en las tertulias en mi casa?

—Esas tertulias inolvidables —suspiró Roger—. Te voy a contar una cosa. Ahora, con tanto tiempo libre para pensar, muchos días he hecho ese balance: ¿dónde y cuándo fui más feliz? En las tertulias de los martes, en tu casa de Grosvenor Road, querida Alice. Nunca te lo dije, pero yo salía de esas reuniones en estado de gracia. Exaltado y feliz. Reconciliado con la vida. Pensando: «Qué lástima que no estudiara, que no pasara por la universidad». Oyéndolos a ti y a tus amigos me sentía tan lejos de la cultura como los nativos del África o de la Amazonia.

—A mí y a ellos nos pasaba algo parecido contigo, Roger. Envidiábamos tus viajes, tus aventuras, que hubieras vivido tantas vidas distintas en aquellos lugares. Se lo oí decir alguna vez a Yeats: «Roger Casement es el irlandés más universal que he conocido. Un verdadero ciudadano del mundo». Creo que nunca te lo conté.

Recordaron una discusión, hacía años, en París, sobre los símbolos, con Herbert Ward. Este les había mostrado el vaciado reciente de una de sus esculturas de la que se sentía muy contento: un hechicero africano. En efecto, era una hermosa pieza, que, pese a su carácter realista, mostraba todo lo que había de secreto y misterioso en ese hombre con la cara llena de incisiones, armado de una escoba y de una calavera, consciente de esos poderes que le eran conferidos por las divinidades del bosque, de los arroyos y de las fieras y en quien hombres y mujeres de la tribu confiaban ciegamente para que los salvara de los conjuros, las enfermedades, los miedos y los comunicara con el más allá.

—Todos llevamos adentro a uno de estos ancestros —dijo Herbert, señalando al hechicero de bronce que, con los ojos entrecerrados, parecía extasiado en uno de esos sueños en que lo sumían los cocimientos de yerbas—. ¿La prueba? Los símbolos a los que rendimos culto con respeto reverencial. Los escudos, las banderas, las cruces.

Roger y Alice discutieron, alegando que los símbolos no debían ser vistos como anacronismos de la era irracional de la humanidad. Por el contrario, una bandera, por ejemplo, era el símbolo de una comunidad que se sentía solidaria y compartía creencias, convicciones, costumbres, respetando las diferencias y discrepancias individuales que no destruían sino fortalecían el denominador común. Ambos confesaron que ver flamear una bandera republicana de Irlanda siempre los conmovía. ¡Cómo se habían burlado Herbert y Sarita de ellos por esa frase!

Alice, cuando supo que, mientras Pearse leía la Declaración de Independencia, muchas banderas republicanas irlandesas se habían izado en los techos de la Oficina de Correos, del Liberty Hall y, luego, vio las fotos de los edificios ocupados por los rebeldes de Dublín como el Hotel Metropole y el Hotel Imperial con banderas que el viento remecía en las ventanas y parapetos, había sentido que se le cerraba la garganta. Aquello tenía que haber provocado una felicidad ilimitada en quienes lo vivieron. Después se enteró también de que, en las semanas anteriores a la insurrección, las mujeres de la Cumann na mBan, el cuerpo auxiliar femenino de los Voluntarios, mientras éstos preparaban bombas caseras, cartuchos de dinamita, granadas, picas y bayonetas, ellas reunían medicinas, vendas, desinfectantes y cosían aquellas banderas tricolores que irrumpirían en la mañana del lunes 24 de abril en los techos del centro de Dublín. La casa de los Plunkett, en Kimmage, había sido la más activa fábrica de armas y de enseñas para el levantamiento.

—Ha sido un hecho histórico —afirmó Alice—. Nosotros abusamos de las palabras. Los políticos, sobre todo, aplican la palabra «histórico», «histórica», a cualquier tontería. Pero esas banderas republicanas en el cielo del viejo Dublín, lo fueron. Se recordará siempre con fervor. Un hecho histórico. Ha dado la vuelta al mundo, querido. En Estados Unidos lo publicaron en primera página muchos periódicos. ¿No te hubiera gustado verlo?

Sí, a él también le hubiera gustado ver aquello. Según Alice, cada vez más gente de la isla desafiaba la prohibición y colocaba banderas republicanas en el frontis de sus casas, incluso en Belfast y en Derry, ciudadelas probritánicas.

Por otra parte, pese a la guerra en el continente de la que llegaban cada día noticias inquietantes —las acciones producían números vertiginosos de víctimas y los resultados seguían siendo inciertos—, en la propia Inglaterra mucha gente se mostraba dispuesta a ayudar a los deportados de Irlanda por las autoridades militares. Centenares de hombres y mujeres considerados subversivos habían sido expulsados y estaban ahora diseminados por toda Inglaterra, con orden de arraigo en localidades apartadas y, la gran mayoría, sin recursos para sobrevivir. Alice, que pertenecía a asociaciones humanitarias que les enviaban dinero, víveres y ropas, dijo a Roger que no tenían dificultad en recolectar fondos y ayuda del público en general. También en esto la participación de la Iglesia católica había sido importante.

Entre los deportados, había decenas de mujeres. Muchas de ellas —con algunas, Alice había conversado personalmente— guardaban, en medio de su solidaridad, cierto rencor a los comandantes de la rebelión que pusieron dificultades a las mujeres para colaborar con los alzados. Sin embargo, casi todos, de buena o mala gana, habían terminado por admitirlas en los reductos y aprovecharlas. El único comandante que se negó de plano a admitir mujeres en Boland’s Mili y todo el territorio vecino controlado por sus compañías fue Eamon de Valera. Sus argumentos irritaron a las militantes de Cumann na mBan por conservadores. Que el lugar de la mujer era su hogar y no la barricada, y sus instrumentos naturales la rueca, la cocina, las flores, la aguja y el hilo, no la pistola ni el fusil. Y que su presencia podía distraer a los combatientes, quienes, por protegerlas, descuidarían sus obligaciones. El alto y delgado profesor de matemáticas, dirigente de los Irish Volunteers, con quien Roger Casement había conversado muchas veces y mantenido una abundante correspondencia, fue condenado a muerte por una de esas cortes marciales secretas y expeditivas que juzgaron a los dirigentes del Alzamiento. Pero se salvó en el último minuto. Cuando, confesado y comulgado, esperaba con total tranquilidad, el rosario entre los dedos, ser llevado al paredón trasero de Kilmainham Gaol donde eran los fusilamientos, el Tribunal decidió conmutarle la pena de muerte por prisión perpetua. Según rumores, las compañías a órdenes de Eamon de Valera, pese a la nula formación militar de éste, se comportaron con gran eficiencia y disciplina, infligiendo al enemigo muchas pérdidas. Fueron las últimas en rendirse. Pero los rumores decían también que la tensión y los sacrificios de esos días habían sido tan duros que, en algún momento, sus subordinados en la estación donde funcionaba su puesto de mando creyeron que iba a perder el juicio, por lo errático de su conducta. No fue el único caso. Bajo la lluvia de plomo y fuego, sin dormir, sin comer y sin beber, algunos habían enloquecido o sufrido crisis nerviosas en las barricadas.

Roger se había distraído, recordando la alargada silueta de Eamon de Valera, su hablar tan solemne y ceremonioso. Advirtió que Alice se refería ahora a un caballo. Lo hacía con sentimiento y lágrimas en los ojos. La historiadora tenía gran amor por los animales, pero ¿por qué la afectaba éste de modo tan especial? Poco a poco fue entendiendo que su sobrino le había contado el episodio. Se trataba del caballo de uno de los lanceros británicos que el primer día de la insurrección cargaron contra la Oficina de Correos y fueron rechazados, perdiendo tres hombres. El caballo recibió varios impactos de bala y se desplomó delante de una barricada, malherido. Relinchaba con espanto, traspasado de dolor. Conseguía a veces levantarse, pero, debilitado por la pérdida de sangre, volvía a caer al suelo luego de intentar algunos pasos. Detrás de la barricada hubo una discusión entre los que querían rematarlo para que no sufriera más y los que se oponían creyendo que conseguiría recuperarse. Por fin, le dispararon. Fueron necesarios dos tiros de fusil para poner fin a su agonía.

—No fue el único animal que murió en las calles —dijo Alice, apesadumbrada—. Murieron muchos, caballos, perros, gatos. Víctimas inocentes de la brutalidad humana. Muchas noches tengo pesadillas con ellos. Los pobrecillos. Los seres humanos somos peores que los animales ¿verdad, Roger?

—No siempre, querida. Te aseguro que algunos son tan feroces como nosotros. Pienso en las serpientes por ejemplo, cuyo veneno te va matando a poquitos, en medio de estertores horribles. Y en los cañeros del Amazonas que se te introducen en el cuerpo por el ano y te producen hemorragias. En fin…

—Hablemos de otra cosa —dijo Alice—. Basta ya de guerra, de combates, de heridos y de muertos.

Pero, un momento después, le contaba a Roger que entre los centenares de irlandeses deportados y traídos a las cárceles inglesas era impresionante cómo crecían las adhesiones al Sinn Fein y al IRB. Incluso personas moderadas e independientes y conocidos pacifistas se afiliaban a esas organizaciones radicales. Y el gran número de peticiones que aparecían en toda Irlanda pidiendo amnistía para los condenados. También en Estados Unidos, en todas las ciudades donde había comunidades irlandesas, seguían las manifestaciones de protesta contra los excesos de la represión luego del Alzamiento. John Devoy había hecho un trabajo fantástico y conseguido que firmara los pedidos de amnistía lo mejor de la sociedad norteamericana, desde artistas y empresarios hasta políticos, profesores y periodistas. La Cámara de Representantes aprobó una moción, redactada en términos muy severos, condenando las penas de muerte sumarias contra adversarios que habían rendido las armas. Pese a la derrota, las cosas no habían empeorado con el Alzamiento. En cuanto a apoyo internacional, la situación nunca había estado mejor para los nacionalistas.

—El tiempo de la visita ha corrido en exceso —la interrumpió el sheriff—. Deben despedirse de una vez.

—Conseguiré otro permiso, vendré a verte antes de… —dijo y se calló Alice, poniéndose de pie. Se había puesto muy pálida.

—Claro que sí, Alice querida —asintió Roger, abrazándola—. Espero que lo consigas. No sabes cuánto bien me hace verte. Cómo me serena y me llena de paz.

Pero no fue así esta vez. Regresó a su celda con un tumulto de imágenes en la cabeza, todas relacionadas con la rebelión de Semana Santa, como si los recuerdos y testimonios de su amiga lo hubieran sacado de Pentonville Prison y arrojado en medio de la guerra callejera, en el fragor de los combates. Sintió una inmensa nostalgia de Dublín, de sus edificios y casas de ladrillos rojos, los jardincillos minúsculos protegidos por verjas de madera, los tranvías ruidosos, los barrios contrahechos de precarias viviendas con gentes miserables y descalzas rodeando los islotes de afluencia y modernidad. ¿Cómo habría quedado todo aquello después de las descargas de artillería, las bombas incendiarias, los derrumbes? Pensó en el Abbey Theatre, en The Gate, en el Olympia, en los bares malolientes y cálidos olorosos a cerveza y chisporroteando de conversaciones. ¿Volvería a ser Dublín lo que había sido?

El sheriff no le ofreció llevarlo a las duchas y él no se lo pidió. Veía al carcelero tan deprimido, con una expresión tal de desasimiento y ausencia, que no quiso molestarlo. Le apenaba verlo sufrir de esa manera y lo entristecía no atinar a hacer algo para infundirle ánimos. El sheriff habia venido ya dos veces, violando el reglamento, a conversar en la noche a su celda, y cada vez Roger se había angustiado por no haber sido capaz de dar a Mr. Stacey el sosiego que buscaba. La segunda, al igual que la primera, no había hecho más que hablar de su hijo Alex y de su muerte en los combates contra los alemanes en Loos, ese lugar desconocido de Francia al que se refería como a un paraje maldito. En un momento, luego de un largo silencio, el carcelero confesó a Roger que lo amargaba el recuerdo de aquella vez que azotó a Alex, chiquito todavía, por haberse robado un pastelillo en la panadería de la esquina. «Era una falta y debía ser castigada —dijo Mr. Stacey—, pero no de manera tan severa. Azotar así a un niño de pocos años fue una imperdonable crueldad». Roger trató de tranquilizarlo recordándole que, a él y a sus hermanos, incluida la mujer, el capitán Casement, su padre, les había pegado a veces, y que ellos no habían dejado nunca de quererlo. Pero ¿lo escuchaba Mr. Stacey?

Permanecía en silencio, rumiando su dolor, con una respiración profunda y agitada.

Cuando el carcelero cerró la puerta de la celda, Roger fue a echarse a su camastro. Suspiraba, febril. La conversación con Alice no le había hecho bien. Ahora sentía tristeza por no haber estado allí, embutido en su uniforme de Voluntario y su máuser en la mano, participando en el Alzamiento, sin importarle que esa acción armada terminara en una matanza. Tal vez Patrick Pearse, Joseph Plunkett y los otros tuvieran razón. No se trataba de ganar sino de resistir lo más posible. De inmolarse, como los mártires cristianos de los tiempos heroicos. Su sangre fue la semilla que germinó, acabó con los ídolos paganos y los reemplazó por el Cristo Redentor. La sangre derramada por los Voluntarios fructificaría también, abriría los ojos de los ciegos y ganaría la libertad para Irlanda. ¿Cuántos compañeros y amigos del Sinn Fein, de los Voluntarios, del Ejército del Pueblo, del IRB habían estado en las barricadas, a sabiendas de que era un empeño suicida? Cientos, miles, sin duda. Patrick Pearse, el primero. Siempre creyó que el martirio era el arma principal de una lucha justa. ¿No formaba eso parte del carácter irlandés, de la herencia celta? La aptitud para encajar el sufrimiento de los católicos estaba ya en Cuchulain, en los héroes míticos de Eire y sus grandes gestas y, asimismo, en el sereno heroísmo de sus santos que había estudiado con tanto amor y sabiduría su amiga Alice: una infinita capacidad para los grandes gestos. Un espíritu impráctico el del irlandés, acaso, pero compensado por la desmedida generosidad para abrazar los más audaces sueños de justicia, igualdad y felicidad. Aun cuando la derrota fuera inevitable. Con todo lo descabellado que tenía el plan de Pearse, de Tom Clarke, de Plunkett y los otros, en esos seis días de lucha desigual había salido a flor de piel, para que el mundo lo admirara, el espíritu del pueblo irlandés, indomable pese a tantos siglos de servidumbre, idealista, temerario, dispuesto a todo por una causa justa. Qué distinta actitud de la de aquellos compatriotas prisioneros en el campo de Limburg, ciegos y sordos a sus exhortaciones. La de ellos era la otra cara de Irlanda: la de los sometidos, los que, a causa de los siglos de colonización, habían perdido aquella chispa indómita que llevó a tantas mujeres y hombres a las barricadas de Dublín. ¿Se había equivocado una vez más en su vida? ¿Qué hubiera ocurrido si las armas alemanas que traía el Aud hubieran llegado a manos de los Voluntarios la noche del 20 de abril en Tralee Bay? Imaginó a centenas de patriotas en bicicletas, automóviles, carretas, mulas y asnos desplazándose bajo las estrellas y repartiendo por toda la geografía de Irlanda aquellas armas y municiones. ¿Hubieran cambiado las cosas con esos veinte mil fusiles, diez ametralladoras y cinco millones de cartuchos en manos de los alzados? Al menos, los combates hubieran durado más, los rebeldes se habrían defendido mejor y hubieran infligido más pérdidas al enemigo. Con felicidad, notó que bostezaba. El sueño iría borrando aquellas imágenes y aplacando su desazón. Le pareció que se hundía.

Tuvo un sueño placentero. Su madre aparecía y desaparecía, sonriendo, bella y grácil con su largo sombrero de paja del que colgaba una cinta flotando en el viento. Una coqueta sombrilla floreada protegía del sol la blancura de sus mejillas. Los ojos de Anne Jephson estaban clavados en él y los de Roger en ella y nada ni nadie parecía capaz de interrumpir su silenciosa y tierna comunicación. Pero, de repente, asomó entre la floresta el capitán de lanceros Roger Casement, con su resplandeciente uniforme de los dragones ligeros. Miraba a Anne Jephson con unos ojos en los que había una codicia obscena. Tanta vulgaridad ofendió y asustó a Roger. No sabía qué hacer. No tenía fuerzas para impedir lo que ocurriría ni para echarse a correr y librarse de aquel horrible presentimiento. Con lágrimas en los ojos, temblando de pavor e indignación, vio al capitán levantar en vilo a su madre. La escuchó dar un grito de sorpresa y luego reírse con una risita forzada y complaciente. Temblando de asco y de celos, la vio patalear en el aire, mostrando sus delgados tobillos, mientras su padre se la llevaba corriendo entre los árboles. Se fueron perdiendo en la floresta y sus risitas adelgazando hasta eclipsarse. Ahora, escuchaba gemir el viento y trinos de pájaros. No lloraba. El mundo era cruel e injusto y antes que sufrir de este modo sería preferible morir.

El sueño siguió largo rato, pero al despertarse, todavía en la oscuridad, algunos minutos u horas después, Roger ya no recordaba su desenlace. No saber la hora lo angustió de nuevo. A veces lo olvidaba, pero la menor inquietud, duda, zozobra, hacía que la punzante ansiedad de no saber en qué momento del día o de la noche se hallaba le produjera hielo en el corazón, la sensación de haber sido expulsado del tiempo, de vivir en un limbo donde no existían el antes, el ahora ni el después.

Habían pasado poco más de tres meses desde su captura y sentía que llevaba años entre rejas, en un aislamiento en el que día a día, hora a hora, iba perdiendo su humanidad. No se lo dijo a Alice, pero si alguna vez alentó la esperanza de que el Gobierno británico aceptara el pedido de clemencia y le conmutara la condena a muerte por prisión, ahora la había perdido. En el clima de cólera y deseo de venganza en que había puesto a la Corona, en especial a sus militares, el Alzamiento de Semana Santa, Inglaterra necesitaba un escarmiento ejemplar contra los traidores que veían en Alemania, el enemigo contra el cual combatía el Imperio en los campos de Flandes, el aliado de Irlanda en sus luchas por la emancipación. Lo raro era que el gabinete hubiera aplazado tanto la decisión. ¿Qué esperaban? ¿Querían prolongar su agonía haciéndole pagar su ingratitud con el país que lo condecoró y ennobleció y al que él había correspondido conspirando con su adversario? No, en política los sentimientos no importaban, sólo los intereses y conveniencias. El Gobierno estaría evaluando con frialdad las ventajas y los perjuicios que traería su ejecución. ¿Serviría como escarmiento? ¿Empeoraría las relaciones del Gobierno con el pueblo irlandés? La campaña de desprestigio contra él pretendía que nadie llorara a esa ignominia humana, a ese degenerado del que la horca libraría a la sociedad decente. Fue estúpido dejar aquellos diarios al alcance de la mano de cualquiera cuando partió hacia los Estados Unidos. Una negligencia que sería muy bien aprovechada por el Imperio y que por mucho tiempo empañaría la verdad de su vida, de su conducta política y hasta de su muerte.

Se volvió a quedar dormido. Esta vez, en lugar de un sueño, tuvo una pesadilla que a la mañana siguiente apenas recordaba. En ella aparecía un pajarillo, un canario de voz límpida al que martirizaban las rejas de la jaula donde estaba encerrado. Se advertía en la desesperación con que batía sus alitas doradas, sin cesar, como si con este movimiento aquellas rejas fueran a ensancharse para dejarlo partir. Sus ojitos giraban sin tregua en sus órbitas pidiendo conmiseración. Roger, un niño de pantalón corto, le decía a su madre que no debían existir las jaulas, ni los zoológicos, que los animales debían vivir siempre en libertad. Al mismo tiempo, algo secreto ocurría, un peligro iba cercándolo, algo invisible que su sensibilidad detectaba, algo insidioso, traicionero, que ya estaba allí y se disponía a golpear. Él sudaba, temblando como una hojita de papel.

Se despertó tan agitado que apenas podía respirar. Se ahogaba. Su corazón latía en su pecho con tanta fuerza que tal vez era el comienzo del infarto. ¿Debía llamar al guardia de turno? Desistió, de inmediato. ¿Qué mejor que morir aquí, en su camastro, de una muerte natural que lo libraría del patíbulo? Momentos después, su corazón se apaciguó y pudo respirar de nuevo con normalidad.

¿Vendría hoy el padre Carey? Tenía ganas de verlo y mantener con él una larga conversación sobre temas y preocupaciones que tuvieran que ver mucho con el alma, la religión y Dios y muy poco con la política. Y, al momento, mientras empezaba a serenarse y a olvidar su reciente pesadilla, vino a su memoria la última reunión con el capellán de la prisión y aquel momento de súbita tensión, que lo llenó de zozobra. Hablaban de su conversión al catolicismo. El padre Carey le decía una vez más que no debía hablar de «conversión» pues, habiendo sido bautizado de niño, nunca se había apartado de la Iglesia. El acto sería una reactualización de su condición de católico, algo que no necesitaba trámite formal alguno. De todos modos —y, en ese instante, Roger advirtió que el padre Carey vacilaba, buscando las palabras con cuidado para evitar ofenderlo—, Su Eminencia el cardenal Bourne había pensado que, si a Roger le parecía oportuno, podría firmar un documento, un texto privado entre él y la Iglesia, manifestando su voluntad de retorno, una reafirmación de su condición de católico al mismo tiempo que un testimonio de renuncia y arrepentimiento de viejos errores y traspiés.

El padre Carey no podía disimular lo incómodo que se sentía.

Hubo un silencio. Luego, Roger dijo con suavidad:

—No firmaré ningún documento, padre Carey. Mi reincorporación a la Iglesia católica debe ser algo íntimo, con usted como único testigo.

—Así será —dijo el capellán.

Siguió otro silencio, siempre tenso.

—¿El cardenal Bourne se refería a lo que me imagino? —preguntó Roger—. Quiero decir, a la campaña contra mí, las acusaciones sobre mi vida privada. ¿De eso debería arrepentirme en un documento para ser readmitido en la Iglesia católica?

La respiración del padre Carey se había hecho más rápida. De nuevo, buscaba las palabras antes de responder.

—El cardenal Bourne es un hombre bueno y generoso, de espíritu compasivo —afirmó, por fin—. Pero, no lo olvide, Roger, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de velar por el buen nombre de la Iglesia en un país en el que los católicos somos minoría y donde todavía hay quienes alientan grandes fobias contra nosotros.

—Dígamelo con franqueza, padre Carey: ¿ha puesto el cardenal Bourne como condición para que sea readmitido en la Iglesia católica que firme ese documento arrepintiéndome de esas cosas viles y viciosas de que me acusa la prensa?

—No es una condición, sólo una sugerencia —dijo el religioso—. Puede aceptarla o no y eso no cambiará nada. Fue bautizado. Es católico y lo seguirá siendo. No hablemos más de este asunto.

Efectivamente, no hablaron más de ello. Pero a Roger el recuerdo de ese diálogo volvía de tanto en tanto y lo llevaba a preguntarse si su deseo de retornar a la Iglesia de su madre era puro o estaba manchado por las circunstancias de su situación. ¿No era un acto decidido por razones políticas? ¿Para mostrar su solidaridad con los irlandeses católicos que estaban a favor de la independencia y su hostilidad a esa minoría, la gran mayoría de la cual era protestante, que quería seguir formando parte del Imperio? ¿Qué validez tendría a los ojos de Dios una conversión que, en el fondo, no obedecía a nada espiritual, sino al anhelo de sentirse abrigado por una comunidad, de ser parte de una larga tribu? Dios vería en semejante conversión los manotazos de un náufrago.

—Lo que importa ahora, Roger, no es el cardenal Bourne, ni yo, ni los católicos de Inglaterra, ni los de Irlanda —dijo el padre Carey—. Lo que importa ahora es usted. Su reencuentro con Dios. Ahí está la fuerza, la verdad, esa paz que merece después de una vida tan intensa y de tantas pruebas que ha tenido que enfrentar.

—Sí, sí, padre Carey —asintió Roger, ansioso—. Ya lo sé. Pero, justamente. Hago el esfuerzo, se lo juro. Trato de hacerme oír, de llegar a Él. Algunas veces, muy pocas, me parece que lo consigo. Entonces, siento por fin un poco de paz, ese sosiego increíble. Como algunas noches, allá en el África, con la luna llena, el cielo repleto de estrellas, ni una gota de viento que moviera los árboles, el murmullo de los insectos. Todo era tan bello y tan tranquilo que el pensamiento que me venía a la cabeza era siempre: «Dios existe. ¿Cómo, viendo lo que veo, podría siquiera imaginar que no exista?». Pero, otras veces, padre Carey, la mayoría, no lo veo, no me responde, no me escucha. Y me siento muy solo. En mi vida, la mayor parte del tiempo, me he sentido muy solo. Ahora, estos días, me pasa muy a menudo. Pero la soledad de Dios es mucho peor. Entonces, me digo: «Dios no me escucha ni me escuchará. Voy a morir tan solo como he vivido». Es algo que me atormenta día y noche, padre.

—Él está ahí, Roger. Le escucha. Sabe lo que siente. Que lo necesita. No le fallará. Si hay algo que le puedo garantizar, de lo que estoy absolutamente seguro, es que Dios no le fallará.

En la oscuridad, estirado en su camastro, Roger pensó que el padre Carey se había impuesto una tarea tanto o más heroica que los rebeldes de las barricadas: llevar consuelo y paz a esos seres desesperados, destrozados, que iban a pasar muchos años en una celda o se preparaban para subir al patíbulo. Quehacer terrible, deshumanizador, que debió llevar muchos días al padre Carey, al principio de su ministerio sobre todo, a la desesperación. Pero sabía disimularlo. Guardaba siempre la calma y en todo momento transmitía ese sentimiento de comprensión, de solidaridad, que a él le hacía tanto bien. Alguna vez habían hablado del Alzamiento.

—¿Qué hubiera hecho usted, padre Carey, si hubiera estado en Dublín en esos días?

—Ir allí a prestar ayuda espiritual a quien la necesitara, como hicieron tantos sacerdotes.

Añadió que no hacía falta coincidir con la idea de los rebeldes de que la libertad de Irlanda se conseguiría sólo con las armas para prestarles sostén espiritual.

Desde luego, no era lo que creía el padre Carey, él había alentado siempre un rechazo visceral a la violencia. Pero hubiera ido a confesar, a dar la comunión, a rezar por quien lo solicitara, a ayudar a los enfermeros y a los médicos. Así lo había hecho buen número de religiosos y de religiosas y la jerarquía los había apoyado. Los pastores tenían que estar donde estaba el rebaño ¿no es cierto?

Todo eso era verdad, pero también lo era que la idea de Dios no cabía en el limitado recinto de la razón humana. Había que meterla allí con calzador porque nunca encajaba del todo. El y Herbert Ward habían hablado muchas veces de este asunto. «En lo que se refiere a Dios hay que creer, no razonar», decía Herbert. «Si razonas, Dios se esfuma como una bocanada de humo».

Roger se había pasado la vida creyendo y dudando. Ni siquiera ahora, a las puertas de la muerte, era capaz de creer en Dios con la fe resuelta con que creían su madre, su padre o sus hermanos. Qué suerte tenían aquellos para quienes la existencia del Ser Supremo no había sido nunca un problema, sino una certeza gracias a la cual el mundo se les ordenaba y todo encontraba su explicación y razón de ser. Quienes creían de ese modo alcanzarían sin duda una resignación ante la muerte que nunca conocerían los que, como él, habían vivido jugando a las escondidas con Dios. Roger recordó que alguna vez había escrito un poema con ese título: «A las escondidas con Dios». Pero Herbert Ward le aseguró que era muy malo y él lo echó a la basura. Lástima. Le hubiera gustado releerlo y corregirlo ahora.

Comenzaba a amanecer. Asomaba un rayito de luz entre los barrotes de la alta ventana. Pronto vendrían a llevarse la palangana de los orines y el excremento y a traerle el desayuno.

Le pareció que el primer refrigerio del día tardaba en llegar más que otras veces. El sol ya estaba alto en el cielo y una luz dorada y fría iluminaba su celda. Llevaba un buen rato leyendo y releyendo las máximas de Tomás de Kempis sobre la desconfianza hacia el saber que vuelve arrogantes a los seres humanos y la pérdida de tiempo que es «el mucho cavilar sobre cosas oscuras y misteriosas» cuya ignorancia ni siquiera se nos reprocharía en el juicio final, cuando sintió que la gran llave giraba en la cerradura y se abría la puerta de la celda.

—Buenos días —dijo el guardia, dejando en el suelo el panecillo de harina negra y la taza de café. ¿O sería hoy de té? Pues, obedeciendo a inexplicables razones, el desayuno cambiaba de té a café o de éste a té con frecuencia.

—Buenos días —dijo Roger, poniéndose de pie y yendo a coger la palangana—. ¿Se ha tardado usted hoy más que otros días o me equivoco?

Fiel a la consigna del silencio, el guardia no le contestó y a él le pareció que evitaba mirarlo a los ojos. Se apartó de la puerta para dejarlo pasar y Roger salió al largo pasillo lleno de tiznes cargando la palangana. El guardia caminaba a dos pasos detrás de él. Sintió que su ánimo mejoraba con la reverberación del sol veraniego en las gruesas paredes y en las piedras del suelo, produciendo unos brillos que parecían chispas. Pensó en los parques de Londres, en la Serpentina y los altos plátanos, álamos y castaños de Hyde Park y lo hermoso que sería caminar ahora mismo por allí, anónimo entre los deportistas que montaban caballo o bicicleta y las familias con niños que, aprovechando el buen tiempo, habían salido a pasar el día al aire libre.

En el baño desierto —debía haber instrucciones de que a él le fijaran horas distintas de las de los otros presos para el aseo— vació y fregó la palangana. Luego, se sentó en el excusado sin ningún éxito —el estreñimiento había sido un problema de toda su vida— y, por fin, quitándose el blusón azul de presidiario, se lavó y fregó el cuerpo y la cara vigorosamente. Se secó con la toalla medio húmeda que colgaba de una armella. Regresó a su celda con la palangana limpia, despacio, disfrutando del sol que caía sobre el pasillo de las ventanas enrejadas de lo alto del muro y de los ruidos —voces ininteligibles, bocinas, pasos, motores, chirridos—, que le daban la impresión de haber entrado en el tiempo otra vez y que desaparecieron apenas el guardia cerró con llave la puerta de su celda.

La bebida podía ser té o café. No le importó lo desabrida que estaba, pues el líquido, al bajar por su pecho hacia su estómago, le hizo bien y le quitó la acidez que siempre lo aquejaba en las mañanas. Se guardó el panecillo por si le daba hambre más tarde.

Echado en su camastro, retomó la lectura de la Imitación de Cristo. A ratos le parecía de una ingenuidad infantil, pero, a veces, al volver una página, se encontraba con un pensamiento que lo inquietaba e inducía a cerrar el libro. Se ponía a meditar. El monje decía que era útil que el hombre sufriera de cuando en cuando penas y adversidades, porque eso le recordaba su condición: estaba «desterrado en esta tierra» y no debía tener esperanza alguna en las cosas de este mundo, sólo en las del más allá. Era cierto. El frailecillo alemán, allá en su convento de Agnetenberg, hacía quinientos años había dado en el clavo, expresado una verdad que Roger vivió en carne propia. O, mejor dicho, desde que, niño, la muerte de su madre lo sumió en una orfandad de la que nunca más se pudo librar. Esa era la palabra que mejor describía lo que se había sentido siempre, en Escocia, en Inglaterra, en el África, en el Brasil, en Iquitos, en el Putumayo: un desterrado. Buena parte de su vida se había jactado de esa condición de ciudadano del mundo que, según Alice, Yeats admiraba en él: alguien que no es de ninguna parte porque lo es de todas. Mucho tiempo se había dicho que ese privilegio le deparaba una libertad que desconocían quienes vivían anclados en un solo lugar. Pero Tomás de Kempis tenía razón. No se había sentido nunca de ninguna parte porque ésa era la condición humana: el destierro en este valle de lágrimas, destino transitorio hasta que con la muerte y el más allá hombres y mujeres volverían al redil, a su fuente nutricia, a donde vivirían toda la eternidad.

En cambio, la receta de Tomás de Kempis para resistir las tentaciones era cándida. ¿Habría tenido tentaciones alguna vez, allá, en su convento solitario, ese hombre pío? Si las tuvo, no debió serle tan fácil resistirlas y derrotar al «diablo, que nunca duerme y anda siempre rondando y buscando a quien devorar». Tomás de Kempis decía que nadie era tan perfecto que no tuviera tentaciones y que era imposible que un cristiano pudiera verse exonerado de la «concupiscencia», la fuente de todas ellas.

Él había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera —cobarde y tímida— de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación. ¿Se pagaba por ello a pesar de no haberlo disfrutado de verdad, sino de esa manera incierta e inasible como se vivían las fantasías? ¿Tendría que pagar por todo aquello que no hizo, que sólo deseó y escribió? Dios sabría discriminar y seguramente sancionaría aquellas faltas retóricas de manera más liviana que los pecados cometidos de verdad.

De todos modos, escribir lo que no se vivía para hacerse la idea de vivirlo, llevaba ya implícito un castigo: la sensación de fracaso y frustración con que terminaban siempre los juegos mentirosos de sus diarios. (Y también los hechos vividos, por lo demás). Pero, ahora, esos juegos irresponsables habían puesto en manos del enemigo un arma formidable para envilecer su nombre y su memoria.

Por otra parte, no era tan fácil saber a qué tentaciones se refería Tomás de Kempis. Podían llegar tan disfrazadas, tan encubiertas, que se confundían con cosas benignas, con entusiasmos estéticos. Roger recordó, en aquellos remotos años de su adolescencia, que sus primeras emociones con los cuerpos bien torneados, con los músculos viriles, la armoniosa esbeltez de los adolescentes, no parecían un sentimiento malicioso y concupiscente sino una manifestación de sensibilidad, de entusiasmo estético. Así lo creyó mucho tiempo. Y que era esa misma vocación artística la que lo había incitado a aprender la técnica de la fotografía para capturar en las cartulinas aquellos cuerpos hermosos. En algún momento advirtió, ya viviendo en África, que aquella admiración no era sana, o, mejor dicho, no era sólo sana, sino sana y malsana al mismo tiempo, pues esos cuerpos armoniosos, sudorosos, musculosos, sin gota de grasa, en los que se adivinaba la sensualidad material de los felinos, además de arrobo y admiración, le producían también codicia, deseos, unas ganas locas de acariciarlos. Había sido así como las tentaciones pasaron a ser parte de su vida, a revolucionarla, a llenarla de secretos, angustia, temor, pero también de sobresaltados momentos de placer. Y de remordimientos y amarguras, por supuesto. ¿Haría Dios en el momento supremo las sumas y las restas? ¿Lo perdonaría? ¿Lo castigaría? Se sentía curioso, no atemorizado. Como si no se tratara de él, sino de un ejercicio intelectual o un acertijo.

Y, en eso, oyó sorprendido la gruesa llave forcejeando de nuevo en la cerradura. Cuando la puerta de su celda se abrió, entró una llamarada de luz, ese sol fuerte que de pronto parecía incendiar las mañanas del agosto londinense. Cegado, advirtió que tres personas habían entrado a la celda. No podía distinguir sus caras. Se puso de pie. Al cerrarse la puerta vio que quien estaba más cerca de él, casi tocándolo, era el gobernador de Pentonville Prison, al que sólo había visto un par de veces. Era un hombre mayor, enteco y arrugado. Vestía de oscuro y tenía una expresión grave. Detrás de él estaba el sheriff, blanco como el papel. Y un guardia que miraba al suelo. A Roger le pareció que el silencio duraba siglos.

Finalmente, mirándolo a los ojos, el gobernador habló, con una voz al principio vacilante que se fue volviendo firme a medida que avanzaba en su exposición:

—Cumplo con el deber de comunicarle que esta mañana, 2 de agosto de 1916, el Consejo de Ministros del Gobierno de Su Majestad el rey se ha reunido, estudiado el pedido de clemencia presentado por sus abogados y que lo ha rechazado por la unanimidad de votos de los ministros asistentes. En consecuencia, la sentencia del Tribunal que lo juzgó y lo condenó por alta traición se ejecutará el día de mañana, 3 de agosto de 1916, en el patio de Pentonville Prison, a las nueve de la mañana. De acuerdo a la costumbre establecida, para la ejecución el reo no tiene que vestir el uniforme de presidiario y podrá hacer uso de las prendas civiles de las que fue despojado al entrar a la prisión y que le serán devueltas. Asimismo, cumplo con comunicarle que los capellanes, el sacerdote católico, father Carey y father MacCarroll, de la misma confesión, estarán disponibles para prestarle ayuda espiritual, si así lo desea. Ellos serán las únicas personas con las que podrá entrevistarse. Si desea dejar algunas cartas a sus familiares con sus últimas disposiciones, el establecimiento le facilitará material de escribir. Si tiene usted alguna otra solicitud que formular, puede hacerlo ahora.

—¿A qué hora podré ver a los capellanes? —preguntó Roger y le pareció que su voz era ronca y glacial.

El gobernador se volvió al sheriff, cambiaron en susurros algunas frases y fue el sheriff quien respondió: —Vendrán al comienzo de la tarde.

—Gracias.

Luego de un instante de vacilación, las tres personas abandonaron la celda y Roger escuchó cómo el guardia echaba llave a la cerradura.