IX
Cuando la puerta de la celda se abrió y vio en el umbral la gruesa silueta del sheriff, Roger Casement pensó que tenía visita —Gee o Alice, tal vez—, pero el carcelero, en vez de indicarle que se levantara y lo siguiera al locutorio, se lo quedó mirando de una extraña manera, sin decir nada. «Rechazaron la petición», pensó. Permaneció tumbado, seguro de que si se ponía de pie el temblor en las piernas lo haría desplomarse al suelo.
—¿Siempre quiere una ducha? —preguntó la voz fría y lenta del sheriff.
«¿Mi última voluntad?», pensó. «Después del baño, el verdugo».
—Esto va contra el reglamento —murmuró el sheriff, con cierta emoción—. Pero hoy se cumple el primer aniversario de la muerte de mi hijo en Francia. Quiero ofrecer a su memoria un acto de compasión.
—Se lo agradezco —dijo Roger, levantándose. ¿Qué mosca le había picado al sheriff? De cuándo acá esas amabilidades con él.
Le pareció que la sangre de sus venas, detenida al ver asomar al carcelero en la puerta de su celda, volvía a circular por su cuerpo. Salió al largo y chamuscado pasillo y siguió al obeso carcelero al baño, un recinto oscuro, con excusados desportillados en fila junto a una pared, una hilera de duchas en la pared opuesta y unos recipientes de cemento sin enlucir con unos caños oxidados que vertían el agua. El sheriff permaneció de pie, en la entrada del lugar, mientras Roger se desnudaba, colgaba su uniforme azul y su gorro de presidiario en un clavo de la pared y se metía a la ducha. El chorro de agua le produjo un escalofrío de pies a cabeza y, a la vez, una sensación de alegría y gratitud. Cerró los ojos y, antes de jabonarse con la pastilla que recogió de una de las cajas de goma colgadas en la pared, mientras se frotaba los brazos y las piernas, sintió deslizarse el agua fría por su cuerpo. Estaba contento y exaltado. Con ese chorro de agua no sólo desaparecía la suciedad acumulada en su cuerpo en tantos días, también preocupaciones, angustias y remordimientos. Se jabonó y se enjuagó un buen rato hasta que el sheriff le indicó desde lejos con una palmada que se diera prisa. Roger se secó con la misma ropa que se puso encima. No tenía peine y se alisó los cabellos con las manos.
—No sabe lo agradecido que le estoy por este baño, sheriff —dijo, mientras regresaban a la celda—. Me ha devuelto la vida, la salud.
El carcelero le respondió con un ininteligible murmullo.
Al volver a tenderse en su camastro, Roger intentó retomar la lectura de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, pero no conseguía concentrarse y devolvió el libro al suelo.
Pensó en el capitán Robert Monteith, su asistente y amigo los últimos seis meses que pasó en Alemania. ¡Hombre magnífico! Leal, eficiente y heroico. Fue su compañero de viaje y de pellejerías en el submarino alemán U-19 que los trajo, junto con el sargento Daniel Julián Bailey, alias Julián Beverly, hasta la costa de Tralee, en Irlanda, donde los tres estuvieron a punto de morir ahogados por no saber remar. ¡Por no saber remar! Así era: pequeñas tonterías podían mezclarse con los grandes asuntos y desbaratarlos. Recordó el amanecer grisáceo, lluvioso, de mar encrespado y espesa neblina del Viernes Santo 21 de abril de 1916, y a ellos tres, en el movedizo bote con tres remos en que los había dejado el submarino alemán antes de desaparecer en medio de la bruma. «Buena suerte», les gritó el capitán Raimund Weissbach a manera de despedida. Tuvo de nuevo la horrible sensación de impotencia, tratando de sujetar ese bote encabritado por las olas y los tumbos, y la incapacidad de los improvisados remeros para enderezarlo en dirección a la costa, que ninguno sabía dónde estaba. La embarcación giraba, subía, bajaba, saltaba, trazaba círculos de radio variable, y, como ninguno de los tres conseguía capearlas, las olas, que golpeaban al bote de costado, lo zarandeaban de tal modo que en cualquier momento lo volcarían. En efecto, lo volcaron. Durante unos minutos los tres estuvieron a punto de ahogarse. Chapoteaban, tragaban agua salada, hasta que consiguieron enderezar el bote y, ayudándose, encaramarse de nuevo en él. Roger recordó al valeroso Monteith, con su mano infectada por el accidente que tuvo en Alemania, en el puerto de Heligoland, tratando de aprender a conducir una lancha a motor. Atracaron allí para cambiar de submarino porque el U-2 en el que embarcaron en Wilhelmshaven tuvo un desperfecto. Aquella herida lo había atormentado toda la semana de viaje entre Heligoland y Tralee Bay. Roger, que hizo la travesía con atroces mareos y vómitos, sin casi probar bocado ni levantarse de la estrecha litera, recordaba la estoica paciencia de Monteith con la hinchazón de su herida. Los desinflamantes que le pusieron los marineros alemanes del U-19 no sirvieron de nada. Su mano siguió supurando y el capitán Weissbach, comandante del U-19, predijo que si, al desembarcar, no lo curaban de inmediato, aquella herida se gangrenaría.
La última vez que vio al capitán Robert Monteith fue en las ruinas del McKenna’s Fort, ese mismo amanecer del 21 de abril, cuando sus dos compañeros decidieron que Roger se quedara escondido allí, mientras ellos iban andando a pedir ayuda a los Voluntarios de Tralee. Lo decidieron porque era él quien corría el mayor riesgo de ser reconocido por los soldados —la presa más codiciada para los perros de guardia del Imperio— y porque Roger ya no resistía más. Enfermo y debilitado, había caído al suelo dos veces, exhausto, y la segunda vez permaneció varios minutos sin sentido. Sus amigos lo dejaron entre las ruinas del Fuerte McKenna con un revólver y una bolsita de ropa, luego de estrecharle las manos. Roger recordó cómo, al ver a las alondras revoloteando a su alrededor y oír su canto y descubrir que estaba rodeado de violetas salvajes que brotaban entre los arenales de Tralee Bay, pensó que había llegado a Irlanda por fin. Los ojos se le llenaron de lágrimas. El capitán Monteith, al partir, le hizo el saludo militar. Pequeño, fortachón, ágil, incansable, patriota irlandés hasta el tuétano de sus huesos, en los seis meses que habían convivido en Alemania Roger no le oyó una queja ni advirtió el menor síntoma de desfallecimiento en su adjunto, pese a los fracasos que había tenido en el campo de Limburg por la resistencia —cuando no la abierta hostilidad— de los prisioneros a inscribirse en la Brigada Irlandesa que Roger quiso formar para luchar junto a Alemania («pero no a las órdenes de ésta») por la independencia de Irlanda.
Estaba empapado de pies a cabeza, con la mano hinchada y sangrante mal envuelta en su trapo que se había soltado y con una expresión de gran fatiga. Caminando con trancos enérgicos, Monteith y el sargento Daniel Bailey, que cojeaba, se perdieron en la neblina en dirección a Tralee. ¿Habría llegado allí Robert Monteith sin ser capturado por los oficiales de la Royal Irish Constabulary? ¿Había conseguido contactar en Tralee con la gente del IRB (Irish Republican Brotherhood) o los Voluntarios? Nunca supo cuándo y dónde fue capturado el sargento Daniel Bailey. Su nombre jamás se mencionó en los largos interrogatorios a que Roger fue sometido, primero en el Almirantazgo, por los jefes de los servicios de inteligencia británicos, y luego por Scotland Yard. La súbita aparición de Daniel Bailey en el juicio por traición como testigo de cargo del fiscal general dejó a Roger consternado. En su declaración, llena de mentiras, Monteith no fue nombrado una sola vez. ¿Seguía, pues, libre, o lo habían matado? Roger pidió a Dios que el capitán estuviera ahora mismo sano y salvo, escondido en algún rincón de Irlanda. ¿O habría participado en el Alzamiento de Semana Santa y perecido allí como tantos irlandeses anónimos luchando en esa aventura tan heroica como descabellada? Esto era lo más probable. Que hubiera estado en la Oficina de Correos de Dublín, disparando, junto a su admirado Tom Clarke, hasta que una bala enemiga puso fin a su vida ejemplar.
También había sido una aventura descabellada la suya. Creer que viniendo a Irlanda desde Alemania iba a poder atajar, él solo, con argumentos pragmáticos y racionales, el Alzamiento de Semana Santa planeado tan secretamente por el Military Council de los Irish Volunteers —Tom Clarke, Sean McDermott, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y alguno más— que ni siquiera el presidente de los Voluntarios Irlandeses, el profesor Eoin MacNeill, había sido informado del Alzamiento ¿no era otra fantasía delirante? «La razón no convence a los místicos ni a los mártires», pensó. Roger había sido participante y testigo de largas e intensas discusiones en el seno de los Irish Volunteers sobre su tesis de que la única manera como una acción armada de los nacionalistas irlandeses contra el Imperio británico tendría éxito era si ella coincidía con una ofensiva militar alemana que tuviera inmovilizado al grueso de su poderío militar. Sobre esto, él y el joven Plunkett discutieron muchas horas en Berlín, sin ponerse de acuerdo. ¿Era porque los responsables del Consejo Militar nunca compartieron esa convicción suya que el IRB y los Voluntarios que prepararon la insurrección le habían ocultado sus planes hasta el último momento? Cuando, por fin, le llegó la información a Berlín, Roger sabía ya que el Almirantazgo alemán había descartado una ofensiva naval contra Inglaterra. Cuando los alemanes accedieron a enviar armas a los insurrectos, él se empeñó en ir en persona a Irlanda acompañando el armamento, con la secreta intención de persuadir a los dirigentes que sin una ofensiva militar alemana simultánea el levantamiento sería un sacrificio inútil. En eso, no se había equivocado. Según todas las noticias que había podido recoger aquí y allá desde los días de su juicio, el Alzamiento fue un gesto heroico pero se saldó con la matanza de los más arrojados dirigentes del IRB y de los Voluntarios y la prisión de centenares de revolucionarios. La represión sería ahora interminable. La independencia de Irlanda había retrocedido una vez más. ¡Triste, triste historia!
Tenía un sabor amargo en la boca. Otro grave error: haber puesto demasiadas ilusiones en Alemania. Recordó la discusión con Herbert Ward, en París, la última vez que lo vio. Su mejor amigo en el África desde que se conocieron, jóvenes ambos y ansiosos de aventuras, desconfiaba de todos los nacionalismos. Era uno de los pocos europeos cultos y sensibles en tierra africana y Roger aprendió mucho de él. Intercambiaban libros, hacían lecturas comentadas, hablaban y discutían de música, pintura, poesía y política. Herbert ya soñaba con ser alguna vez sólo un artista y todo el tiempo que podía robar a su trabajo lo dedicaba a esculpir tipos humanos africanos en madera y en tierra. Ambos habían sido críticos severos con los abusos y crímenes del colonialismo y cuando Roger se convirtió en una figura pública y fue blanco de ataques por su Informe sobre el Congo, Herbert y Sarita, su mujer, ya instalados en París y aquél convertido en un prestigiado escultor que hacía ahora vaciados en bronce sobre todo, siempre inspirados en África, fueron sus más entusiastas defensores. También lo fueron cuando su Informe sobre el Putumayo, denunciando los crímenes cometidos por los caucheros del Putumayo contra los indígenas, provocó otro escándalo alrededor de la figura de Casement. Herbert, incluso, había mostrado al principio simpatía por la conversión nacionalista de Roger, aunque a menudo en sus cartas le bromeaba sobre los peligros del «fanatismo patriótico» y le recordaba la frase del doctor Johnson según la cual «el patriotismo es el último refugio de los canallas». Las coincidencias encontraron un límite con el tema de Alemania. Herbert rechazó siempre con energía la visión positiva, embellecedora, que Roger tenía del canciller Bismarck, el unificador de los estados alemanes, y del «espíritu prusiano», que a él le parecía rígido, autoritario, tosco, reñido con la imaginación y la sensibilidad, más afín al cuartel y a las jerarquías militares que a la democracia y a las artes. Cuando, en plena guerra, supo, por las denuncias de los diarios ingleses, que Roger Casement se había ido a Berlín a conspirar con el enemigo, le hizo llegar una carta, a través de su hermana Nina, poniendo fin a su amistad de tantos años. En la misma le hacía saber que el hijo mayor de él y de Sarita, un joven de diecinueve años, acababa de morir en el frente.
¿Cuántos amigos más había perdido, gentes que, como Herbert y Sarita Ward, lo apreciaban y admiraban, y lo tenían ahora por un traidor? Hasta Alice Stopford Green, su maestra y amiga, había objetado su viaje a Berlín, aunque, desde que fue capturado, nunca volvió a mencionar esa discrepancia. ¿Cuántas personas más le tendrían ahora asco por las vilezas que le achacaba la prensa inglesa? Un calambre en el estómago lo obligó a encogerse en su camastro. Permaneció así un buen rato hasta que fue pasando aquella sensación de tener en el vientre una piedra que le machacaba las entrañas.
En esos dieciocho meses en Alemania muchas veces se preguntó si no se había equivocado. No, al contrario, los hechos habían confirmado todas sus tesis, cuando el Gobierno alemán hizo pública aquella declaración —en gran parte redactada por él mismo— manifestando su solidaridad con la idea de la soberanía irlandesa y su voluntad de ayudar a los irlandeses a recobrar la independencia arrebatada por el Imperio británico. Pero, después, en las largas esperas en Unter den Linden para ser recibido por las autoridades en Berlín, las promesas incumplidas, sus enfermedades, sus fracasos con la Brigada Irlandesa, había empezado a dudar.
Sintió que su corazón latía con fuerza, como cada vez que recordaba aquellos días helados, con tormentas y remolinos de nieve, cuando, por fin, después de tantas gestiones, consiguió dirigirse a los 2200 prisioneros irlandeses en el campo de Limburg. Les explicó con cuidado, repitiendo un discurso ensayado en su cabeza a lo largo de meses, que no se trataba de «pasarse al bando enemigo» ni muchísimo menos. La Brigada Irlandesa no formaría parte del Ejército alemán. Sería un cuerpo militar independiente, con sus propios oficiales, y combatiría por la independencia de Irlanda contra su colonizador y opresor, «junto a, pero no dentro de», las Fuerzas Armadas alemanas. Lo que más le dolía, un ácido que corroía sin descanso su espíritu, no era que de 2200 prisioneros sólo cincuenta y pico se hubieran inscrito en la Brigada. Era la hostilidad que había merecido su propuesta, los gritos y murmullos donde nítidamente detectó las palabras «traidor», «amarillo», «vendido», «cucaracha», con que muchos prisioneros le mostraron su desprecio, y, finalmente, los escupitajos e intentos de agresión de que fue víctima la tercera vez que intentó hablarles. (Intentó, porque sólo pudo pronunciar las primeras frases antes de ser callado por la silbatina y los insultos). Y la humillación que sintió al ser rescatado de una posible agresión, acaso un linchamiento, por los soldados alemanes de la escolta, que lo sacaron corriendo del lugar.
Había sido un iluso y un ingenuo pensando que los prisioneros irlandeses se alistarían en esa Brigada equipada, vestida —aunque el uniforme lo hubiera diseñado el propio Roger Casement—, alimentada y asesorada por el Ejército alemán contra el que acababan de pelear, que los había gaseado en las trincheras de Bélgica, que había matado, mutilado y herido a tantos de sus compañeros, y que los tenía a ellos ahora entre alambradas. Había que entender las circunstancias, ser flexible, recordar lo que habían sufrido y perdido esos prisioneros irlandeses, y no guardarles rencor. Pero aquel choque brutal con una realidad que no esperaba fue muy duro para Roger Casement. Repercutió en su cuerpo al mismo tiempo que en su espíritu pues, de inmediato, le comenzaron las fiebres que lo tuvieron tanto tiempo en cama, casi desahuciado.
En esos meses, la lealtad y el afecto solícitos del capitán Robert Monteith fueron un bálsamo sin el cual probablemente no hubiera sobrevivido. Sin que las dificultades y frustraciones que encontraban por doquier hicieran mella —por lo menos visible— en su convicción de que la Brigada Irlandesa concebida por Roger Casement terminaría por ser una realidad y reclutaría en sus filas a la mayoría de los prisioneros irlandeses, el capitán Monteith se entregó con entusiasmo a dirigir el entrenamiento del medio centenar de voluntarios a los que el Gobierno alemán cedió un pequeño campo, en Zossen, cerca de Berlín. Y consiguió incluso reclutar a algunos más. Todos llevaban el uniforme de la Brigada concebido por Roger, incluido Monteith. Vivían en tiendas de campaña, hacían marchas, maniobras y ejercicios de tiro con fusil y pistola, pero con balas de fogueo. La disciplina era estricta y, además de los ejercicios, prácticas militares y deportes, Monteith insistió para que Roger Casement diera continuamente charlas a los brigadistas sobre historia de Irlanda, su cultura, su idiosincrasia y las perspectivas que se abrirían para Eire alcanzada su independencia.
¿Qué habría dicho el capitán Robert Monteith si hubiera visto desfilar como testigos de cargo de la acusación a ese puñado de ex prisioneros irlandeses del campo de Limburg —liberados gracias a un intercambio de prisioneros— y, entre ellos, nada menos que al propio sargento Daniel Bailey, en el juicio? Todos, respondiendo a las preguntas del fiscal general, juraron que Roger Casement, rodeado de oficiales del Ejército alemán, los había exhortado a pasarse a las filas del enemigo, haciendo espejear ante ellos como cebo la perspectiva de la libertad, un salario y futuras granjerias. Y todos habían corroborado esa mentira flagrante: que los prisioneros irlandeses que cedieron a su acoso y se inscribieron en la Brigada recibieron de inmediato mejores ranchos, más frazadas y un régimen más flexible de permisos. El capitán Robert Monteith no se hubiera indignado con ellos. Habría dicho, una vez más, que esos compatriotas estaban ciegos, o, más bien, cegados por la mala educación, por la ignorancia y confusión en que el Imperio mantenía a Eire, poniéndole un velo en los ojos sobre su verdadera condición de pueblo ocupado y oprimido desde hacía tres siglos. No había que desesperar, todo aquello estaba cambiando. Y, acaso, como lo hizo tantas veces en Limburg y en Berlín, le contaría a Roger Casement, para levantarle el ánimo, con qué entusiasmo y generosidad se habían inscrito los jóvenes irlandeses —campesinos, obreros, pescadores, artesanos, estudiantes— en las filas de los Irish Volunteers desde que esta organización fue fundada, en un gran mitin en la Rotunda de Dublín el 25 de noviembre de 1913, como respuesta a la militarización de los unionistas del Ulster, liderados por sir Edward Carson, que amenazaban abiertamente con no respetar la ley si el Parlamento británico aprobaba el Home Rule, la Autonomía para Irlanda. El capitán Robert Monteith, antiguo oficial del Ejército británico, por el que había peleado en la guerra de los Boers, en Africa del Sur, donde recibió heridas en dos combates, fue uno de los primeros en alistarse en los Voluntarios. A él se le confió la preparación militar de los reclutas. Roger, que asistió a aquel emocionante mitin de la Rotunda y fue uno de los tesoreros de los fondos para la compra de armas, elegido para este cargo de extrema confianza por los líderes de los Irish Volunteers, no recordaba haber conocido en aquel entonces a Monteith. Pero éste aseguraba haberle estrechado la mano y haberle dicho que estaba orgulloso de que fuera un irlandés quien denunció ante el mundo los crímenes que se cometían contra los aborígenes en el Congo y en la Amazonia.
Recordó las largas caminatas que daba con Monteith en los alrededores del campo de Limburg o por las calles de Berlín, a veces en las madrugadas pálidas y frías, a veces en el crepúsculo y con las primeras sombras de la noche, hablando obsesivamente de Irlanda. Pese a la amistad que nació entre ellos, nunca consiguió que Monteith lo tratara con la informalidad con que se trata a un amigo. El capitán siempre se dirigía a él como a su superior político y militar, cediéndole la derecha en las veredas, abriéndole las puertas, acercándole las sillas y saludándolo, antes o después de estrecharle la mano, chocando los talones y llevándose marcialmente la mano al quepis.
El capitán Monteith oyó hablar por primera vez de la Brigada Irlandesa que trataba de formar Roger Casement en Alemania a Tom Clarke, el sigiloso líder del IRB y los Irish Volunteers, y se ofreció de inmediato para ir a trabajar con él. Monteith estaba entonces confinado en Limerick por el Ejército británico, como castigo por haberse descubierto que daba instrucción militar clandestina a los Voluntarios. Tom Clarke consultó con los otros dirigentes y su propuesta fue aceptada. Su recorrido, que Monteith contó a Roger con lujo de detalles apenas se vieron en Alemania, tuvo tantos percances como una novela de aventuras. Acompañado de su esposa a fin de disimular el contenido político de su viaje, Monteith partió de Liverpool a New York en septiembre de 1915. Allí, los dirigentes nacionalistas irlandeses lo pusieron en manos del noruego Eivind Adler Chritensen (al recordarlo, Roger sintió que se le retorcía el estómago), quien, en el puerto de Hoboken, lo introdujo a escondidas en un barco que partiría pronto rumbo a Christiania, la capital de Noruega. La esposa de Monteith se quedó en New York. Christensen lo hizo viajar como polizonte, cambiando a menudo de camarote y pasando largas horas escondido en las sentinas de la nave donde el noruego le llevaba agua y comida. El barco fue detenido por la Royal Navy en plena travesía. Un pelotón de marinos ingleses lo invadió y revisó la documentación de tripulantes y pasajeros, en busca de espías. Los cinco días que los marinos ingleses demoraron en registrar la nave, Monteith saltó de unos escondrijos a otros —a veces tan incómodos como estar acuclillado en un clóset bajo altos de ropa y, otras, zambullido en un barril de brea— sin ser descubierto. Por fin, desembarcó clandestinamente en Christiania. Su cruce de las fronteras sueca y danesa para entrar a Alemania fue no menos novelesco y lo obligó a usar disfraces diversos, uno de ellos de mujer. Cuando, por fin, llegó a Berlín, descubrió que el jefe al que venía a servir, Roger Casement, estaba enfermo en Baviera. Ni corto ni perezoso tomó de inmediato el tren y al llegar al hotel bávaro donde aquél convalecía, haciendo chocar los tacos y tocándose la cabeza, se presentó con esta frase: «Este es el momento más feliz de mi vida, sir Roger».
La única vez que Casement recordaba haber discrepado con el capitán Robert Monteith fue una tarde, en el campo militar de Zossen, luego de una charla de Casement a los miembros de la Brigada Irlandesa. Estaban tomando una taza de té en la cantina cuando Roger, por alguna razón que no recordaba, mencionó a Eivind Adler Christensen. La cara del capitán se descompuso en una mueca de disgusto.
—Ya veo que no tiene un buen recuerdo de Christensen —le bromeó—. ¿Le guarda rencor por hacerlo viajar de polizonte de New York a Noruega?
Monteith no sonreía. Se había puesto muy serio.
—No, señor —masculló entre dientes—. No por eso.
—¿Por qué, entonces?
Monteith vaciló, incómodo.
—Porque siempre he creído que el noruego es un espía de la inteligencia británica.
Roger recordó que aquella frase le había hecho el efecto de un puñetazo en el estómago.
—¿Tiene usted alguna prueba de semejante cosa?
—Ninguna, señor. Puro pálpito.
Casement lo reprendió y le ordenó que no volviera a lanzar semejante conjetura sin tener pruebas. El capitán balbuceó una disculpa. Ahora, Roger hubiera dado cualquier cosa por ver a Monteith aunque fuera unos instantes para pedirle perdón por haberlo reñido aquella vez: «Tenía usted toda la razón del mundo, buen amigo. Su intuición era exacta. Eivind es algo peor que un espía: un verdadero demonio. Y yo, un imbécil y un ingenuo por creer en él».
Eivind, otra de sus grandes equivocaciones en esta ultima etapa de su vida. Cualquiera que no fuera ese «niño grande» que era él, como se lo habían dicho alguna vez Alice Stopford Green y Herbert Ward, hubiera advertido algo sospechoso en la manera como esa encarnación de Lucifer entró en su vida. Roger, no. Él había creído en el encuentro casual, en una conjura del azar.
Ocurrió en julio de 1914, el mismo día que llegó a New York para promover los Irish Volunteers entre las comunidades irlandesas de los Estados Unidos, conseguir apoyo y armas, y entrevistarse con los líderes nacionalistas de la filial norteamericana del IRB, llamada Clan na Gael, los veteranos luchadores John Devoy y Joseph McGarrity. Había salido a dar una vuelta por Manhattan, huyendo del húmedo y candente cuartito de hotel abrasado por el verano neoyorquino, cuando fue abordado por un joven rubio y apuesto como un dios vikingo, cuya simpatía, encanto y desparpajo lo sedujeron de inmediato. Eivind era alto, atlético, de caminar algo felino, una mirada azul profunda y una sonrisa entre arcangélica y canalla. No tenía un centavo y se lo hizo saber con una mueca cómica, mostrándole las fundas de sus bolsillos vacíos. Roger lo invitó a tomar una cerveza y a comer algo. Y le creyó todo lo que el noruego le contó: tenía veinticuatro años y había huido de su casa en Noruega a los doce. Viajando como polizonte se las arregló para llegar a Glasgow. Desde entonces, había trabajado como fogonero en barcos escandinavos e ingleses por todos los mares del mundo. Ahora, varado en New York, malvivía como podía.
¡Y Roger se lo había creído! En su estrecho camastro, se encogió, adolorido, con otro de esos calambres en el estómago que le cortaban la respiración. Lo acometían en los momentos de gran tensión nerviosa. Contuvo las ganas de llorar. Cada vez que le ocurría apiadarse y avergonzarse de sí mismo hasta el extremo de que se le llenaran los ojos de lágrimas, se sentía luego deprimido y asqueado. Nunca había sido un sentimental propenso a exhibir sus emociones, siempre había sabido disimular los tumultos que agitaban sus sentimientos tras una máscara de perfecta serenidad. Pero su carácter era otro desde que llegó a Berlín acompañado por Eivind Adler Christensen el último día de octubre de 1914. ¿Había contribuido al cambio que estuviera ya enfermo, quebrado y con los nervios rotos? En los últimos meses de Alemania sobre todo, cuando, pese a las inyecciones de entusiasmo que quería inocularle el capitán Robert Monteith, comprendió que había fracasado su proyecto de la Brigada Irlandesa, comenzó a sentir que el Gobierno alemán desconfiaba de él (creyéndolo acaso un espía británico) y supo que su denuncia de la supuesta conjura del cónsul británico Findlay en Noruega para matarlo no tenía la repercusión internacional que él esperaba. El puntillazo fue descubrir que sus compañeros del IRB y los Irish Volunteers en Irlanda le ocultaron hasta el último momento sus planes para el Alzamiento de Semana Santa. («Tenían que tomar precauciones, por razones de seguridad», lo tranquilizaba Robert Monteith). Además, se empeñaron en que permaneciera en Alemania y le prohibieron que fuera a unirse a ellos. («Piensan en su salud, señor», los excusaba Monteith). No, no pensaban en su salud. Ellos también recelaban de él porque sabían que estaba en contra de una acción armada si no coincidía con una ofensiva bélica alemana. El y Monteith tomaron el submarino alemán contraviniendo las órdenes de los dirigentes nacionalistas.
Pero, de todos sus fracasos, el más grande había sido confiar tan ciega y estúpidamente en Eivind/Lucifer. Este lo acompañó a Filadelfia, a visitar a Joseph McGarrity. Y estuvo a su lado, en New York, en el mitin organizado por John Quinn en el que Roger habló ante un auditorio repleto de miembros de la Antigua Orden de los Hibernios, y, también, en el desfile de más de mil Irish Volunteers en Filadelfia, el 2 de agosto, a los que Roger arengó entre atronadores aplausos.
Desde el primer momento notó la desconfianza que Christensen provocaba en los dirigentes nacionalistas de los Estados Unidos. Pero él fue tan enérgico, asegurándoles que debían confiar en la discreción y la lealtad de Eivind como en las de él mismo, que los dirigentes del IRB/Clan na Gael terminaron por aceptar la presencia del noruego en todas las actividades públicas de Roger (no en las reuniones políticas privadas) en los Estados Unidos. Y consintieron que viajara con él, como su ayudante, a Berlín.
Lo extraordinario era que a Roger ni siquiera el extraño episodio de Christiania lo hizo entrar en sospechas. Acababan de llegar a la capital noruega, rumbo a Alemania, cuando, el mismo día de la llegada, Eivind, que había salido a dar un paseo solo, fue —según le contó— abordado por desconocidos, secuestrado y llevado a la fuerza al consulado británico en 79 Drammensveien. Allí fue interrogado por el mismo cónsul, Mr. Mansfeldt de Cardonnel Findlay. Este le ofreció dinero para que revelara la identidad y las intenciones con que venía a Noruega su acompañante. Eivind juró a Roger que no había revelado nada y que lo habían soltado luego de que él prometiera al cónsul averiguar lo que querían saber sobre ese señor del que ignoraba todo, al que acompañaba como mero guía por una ciudad —por un país— que aquél desconocía.
¡Y Roger se había tragado esa fantástica mentira sin pensar por un segundo que era víctima de una emboscada! ¡Había caído en ella como un niño idiota!
¿Trabajaba ya entonces Eivind Adler Christensen para los servicios británicos? El capitán de navío Reginald Hall, jefe de la Inteligencia Naval británica, y Basil Thomson, jefe del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard, sus interrogadores desde que lo trajeron detenido a Londres —tuvo con ellos larguísimos y cordiales intercambios—, le dieron contradictorias indicaciones sobre el escandinavo. Pero Roger no se hacía ilusiones al respecto. Ahora estaba seguro que era absolutamente falso que Eivind hubiera sido secuestrado en las calles de Christiania y llevado a la fuerza donde el cónsul de pomposo apellido: Mansfeldt de Cardonnel Findlay. Los interrogadores le enseñaron, para desmoralizarlo sin duda —él había comprobado lo finos psicólogos que eran ambos—, el informe del cónsul británico en la capital noruega a su jefe del Foreign Office, sobre la intempestiva llegada al consulado de 79 Drammensveien de Eivind Adler Christensen, exigiendo hablar con el cónsul en persona. Y cómo reveló a éste, cuando el diplomático accedió a recibirlo, que acompañaba a un dirigente nacionalista irlandés que viajaba rumbo a Alemania con pasaporte falso y el nombre supuesto de James Landy. Pidió dinero a cambio de esta información y el cónsul le entregó veinticinco coronas. Eivind le ofreció seguir proporcionando material privado y secreto sobre el personaje de incógnito siempre y cuando el Gobierno inglés lo recompensara con largueza.
De otro lado, Reginald Hall y Basil Thomson hicieron saber a Roger que todos sus movimientos en Alemania —entrevistas con altos funcionarios, militares y ministros del Gobierno en el Ministerio de Relaciones Exteriores de la Wilhelmstrasse así como sus encuentros con prisioneros irlandeses en Limburg— habían sido registrados con gran precisión por la inteligencia británica. De modo que Eivind, a la vez que simulaba complotar con Roger, preparando una trampa al cónsul Mansfeldt de Cardonnel Findlay, siguió comunicando al Gobierno inglés todo lo que él decía, hacía, escribía, y sobre quiénes recibía y a quiénes visitaba en su estancia alemana. «He sido un imbécil y merezco mi suerte», se repitió por enésima vez.
En eso se abrió la puerta de la celda. Le traían el almuerzo. ¿Ya era mediodía? Sumido en sus recuerdos, se le había pasado la mañana sin sentirlo. Si todos los días fueran así, qué maravilla. Probó apenas unos bocados del caldo desabrido y el guiso de coles con trozos de pescado. Cuando el guardián vino a llevarse los platos, Roger le pidió permiso para ir a limpiar el balde con excrementos y orina. Una vez al día le permitían salir a la letrina a vaciarlo y enjuagarlo. Cuando volvió a la celda, se tumbó de nuevo en su camastro. La cara risueña y hermosa de niño travieso de Eivind/Lucifer volvió a su memoria y, con ella, el desánimo y los ramalazos de amargura. Lo oyó susurrar «Te amo» en su oído y le pareció que se enredaba en él y lo estrujaba. Se oyó gemir.
Había viajado mucho, vivido intensas experiencias, conocido a toda clase de gentes, investigado crímenes atroces contra pueblos primitivos y comunidades indígenas de dos continentes. ¿Y era posible que todavía lo dejara estupefacto una personalidad de tanta doblez, inescrupulosidad y vileza como la del Lucifer escandinavo? Le había mentido, lo había engañado sistemáticamente a la vez que, mostrándose risueño, servicial y afectuoso, lo acompañaba como un perro fiel, lo servía, se interesaba por su salud, iba a comprarle medicinas, llamaba al médico, le ponía el termómetro. Pero también le sacaba todo el dinero que podía. Y luego se inventaba esos viajes a Noruega con el pretexto de ir a visitar a su madre, a su hermana, para correr al consulado a dar informes sobre las actividades conspiratorias, políticas y militares de su jefe y amante. Y asimismo cobraba también allí por esas delaciones. ¡Y él que creía manejar el hilo de la trama! Roger había instruido a Eivind, ya que los británicos querían matarlo —según el noruego, el cónsul Mansfeldt de Cardonnel Findlay se lo había asegurado de manera literal—, para que le siguiera la corriente, hasta obtener pruebas de las intenciones criminales de los funcionarios británicos contra él. Eso también se lo había comunicado Eivind al cónsul ¿por cuántas coronas o libras esterlinas? Y, por eso, lo que Roger creyó sería una operación publicitaria demoledora contra el Gobierno británico —acusarlo públicamente de montar homicidios contra sus adversarios violentando la soberanía de países terceros— no tuvo la menor repercusión. Su carta pública a sir Edward Grey, de la que había enviado copia a todos los Gobiernos representados en Berlín, no mereció siquiera acuse de recibo de una sola embajada.
Pero lo peor —Roger volvió a sentir aquel estrujón en el estómago— vino después, al final de los largos interrogatorios en Scotland Yard, cuando creía que Eivind/Lucifer no volvería a infiltrarse en esos diálogos. ¡El golpe final! El nombre de Roger Casement estaba en todos los periódicos de Europa y del mundo —un diplomático británico ennoblecido y condecorado por la Corona iba a ser juzgado por traidor a la patria— y la noticia de su inminente proceso se anunciaba por doquier. Entonces, en el consulado británico de Filadelfia se presentó Eivind Adler Christensen proponiendo, por intermedio del cónsul, viajar a Inglaterra para testimoniar contra Casement, siempre y cuando el Gobierno inglés corriera con todos sus gastos de viaje y estadía «y recibiera una remuneración aceptable». Roger no dudó un segundo de que aquel informe del cónsul británico de Filadelfia que le mostraron Reginald Hall y Basil Thomson fuera auténtico. Por fortuna, la rubicunda cara del Luzbel escandinavo no llegó a comparecer en el banquillo de los testigos durante los cuatro días del proceso en Old Bailey. Porque al verlo tal vez Roger no hubiera podido aguantar la rabia y las ganas de apretarle el pescuezo.
¿Era ésa la cara, la mente, el retorcimiento viperino del pecado original? En una de sus conversaciones con Edmund D. Morel, cuando ambos se preguntaban cómo era posible que gentes que habían recibido una educación cristiana, cultas y civilizadas, perpetraran y fueran cómplices de esos crímenes espantosos que ambos habían documentado en el Congo, Roger dijo: «Cuando se agotan las explicaciones históricas, sociológicas, psicológicas, culturales, queda todavía un vasto campo en la tiniebla para llegar a la raíz de la maldad de los seres humanos, Bulldog. Si lo quieres entender, hay un solo camino: dejar de razonar y acudir a la religión: eso es el pecado original». «Esa explicación no explica nada, Tiger». Discutieron mucho rato, sin llegar a conclusión alguna. Morel afirmaba: «Si la razón última de la maldad es el pecado original, entonces no hay solución. Si los hombres estamos hechos para el mal y lo llevamos en el alma ¿por qué luchar entonces para poner remedio a lo que es irremediable?».
No había que caer en el pesimismo, el Bulldog tenía razón. No todos los seres humanos eran Eivind Adler Christensen. Había otros, nobles, idealistas, buenos y generosos, como el capitán Robert Monteith y el propio Morel. Roger se entristeció. El Bulldog no había firmado ninguna de las peticiones a su favor. Sin duda, desaprobaba que su amigo (¿ex amigo, ahora, como Herbert Ward?) hubiera tomado partido por Alemania. Aunque estaba contra la guerra y hacía campaña pacifista y había sido enjuiciado por ello, sin duda Morel no le perdonaba su adhesión al Káiser. Acaso lo consideraba también un traidor. Como Conrad.
Roger suspiró. Había perdido muchos amigos admirables y queridos, como esos dos. ¡Cuántos más le habrían vuelto la espalda! Pero, pese a todo ello, no había cambiado de manera de pensar. No, no se había equivocado. Seguía creyendo que, en este conflicto, si Alemania ganaba, Irlanda estaría más cerca de la independencia. Y más lejos si la victoria favorecía a Inglaterra. Él había hecho lo que hizo, no por Alemania, sino por Irlanda. ¿No podían entenderlo hombres tan lúcidos e inteligentes como Ward, Conrad y Morel?
El patriotismo cegaba la lucidez. Alice había hecho esta afirmación en un reñido debate, en una de esas veladas en su casa de Grosvenor Road que Roger recordaba siempre con tanta nostalgia. ¿Qué había dicho exactamente la historiadora? «No debemos dejar que el patriotismo nos arrebate la lucidez, la razón, la inteligencia». Algo así. Pero, entonces, recordó el picotazo irónico que había lanzado George Bernard Shaw a todos los nacionalistas irlandeses presentes: «Son cosas irreconciliables, Alice. No se engañe: el patriotismo es una religión, está reñido con la lucidez. Es puro oscurantismo, un acto de fe». Lo dijo con esa ironía burlona que ponía siempre incómodos a sus interlocutores, porque todos intuían que, debajo de lo que el dramaturgo decía de manera bonachona, había siempre una intención demoledora. «Acto de fe», en boca de ese escéptico e incrédulo, quería decir «superstición, superchería» o cosas peores todavía. Sin embargo, ese hombre que no creía en nada y despotricaba contra todo era un gran escritor y había prestigiado las letras de Irlanda más que ningún otro de su generación. ¿Cómo se podía construir una gran obra sin ser un patriota, sin sentir esa profunda consanguinidad con la tierra de los antepasados, sin amar y emocionarse con el antiguo linaje que uno tenía a las espaldas? Por eso, puesto a elegir entre dos grandes creadores, secretamente Roger prefería a Yeats que a Shaw. Aquél sí era un patriota, había nutrido su poesía y su teatro con las viejas leyendas irlandesas y celtas, refutándolas, renovándolas, mostrando que estaban vivas y podían fecundar la literatura del presente. Un instante después se arrepintió de haber pensado así. Cómo podía ser ingrato con George Bernard Shaw: entre las grandes figuras intelectuales de Londres, pese a su escepticismo y sus crónicas contra el nacionalismo, nadie se había manifestado de manera más explícita y valiente en defensa de Roger Casement que el dramaturgo. Él aconsejó una línea de defensa a su abogado que, por desgracia, el pobre Serjeant A. M. Sullivan, esa nulidad codiciosa, no aceptó, y, luego de la sentencia, George Bernard Shaw escribió artículos y firmó manifiestos a favor de la conmutación de la pena. No era indispensable ser patriota y nacionalista para ser generoso y valiente.
Haber recordado apenas por un instante a Serjeant A. M. Sullivan lo desmoralizó, le hizo revivir su juicio por alta traición en Old Bailey, esos cuatro días siniestros de finales de junio de 1916. No había sido nada fácil encontrar un abogado litigante que aceptara defenderlo ante el Alto Tribunal. Todos los que maître George Gavan Duffy, su familia y sus amigos contactaron en Dublín y en Londres se negaron con pretextos diversos. Nadie quería defender a un traidor a la patria en tiempos de guerra. Finalmente, el irlandés Serjeant A. M. Sullivan, que nunca había defendido a nadie antes en un tribunal londinense, aceptó. Exigiendo, eso sí, una elevada suma de dinero, que su hermana Nina y Alice Stopford Green debieron reunir mediante donativos de simpatizantes de la causa irlandesa. En contra de los deseos de Roger, que quería asumir abiertamente su responsabilidad de rebelde y luchador independentista y utilizar el juicio como una plataforma para proclamar el derecho de Irlanda a la soberanía, el abogado Sullivan impuso una defensa legalista y formal, evitando lo político, y sosteniendo que el estatuto de Eduardo III bajo el cual se juzgaba a Casement concernía sólo a actividades de traición cometidas en el territorio de la Corona y no en el extranjero. Las acciones que se imputaban al acusado habían tenido lugar en Alemania y, por lo tanto, Casement no podía ser considerado un traidor al Imperio. Roger nunca creyó que esta estrategia de defensa tendría éxito. Para colmo, el día que presentó su alegato, Serjeant Sullivan ofreció un espectáculo lastimoso. A poco de comenzar su exposición se fue agitando, convulsionando, hasta que, presa de una palidez cadavérica, exclamó: «¡Señores jueces: no puedo más!» y se desplomó en la sala de audiencias, desmayado. Uno de sus ayudantes debió concluir el alegato. Menos mal que Roger, en su exposición final, pudo asumir su propia defensa, declarándose un rebelde, defendiendo el Alzamiento de Semana Santa, pidiendo la independencia de su patria y diciendo que estaba orgulloso de haberla servido. Ese texto lo enorgullecía y, pensaba, lo justificaría ante las futuras generaciones.
¿Qué hora era? No había podido acostumbrarse a no saber la hora en la que estaba. Qué muros tan espesos los de Pentonville Prison, pues, por más que esforzaba sus oídos, nunca consiguió escuchar los ruidos de la calle: campanas, motores, gritos, voces, silbatos. La bulla del mercado de Islington ¿la oía de veras o la inventaba? Ya no lo sabía. Nada. Un silencio extraño, sepulcral, el de este momento, que parecía suspender el tiempo, la vida. Los únicos ruidos que se filtraban hasta su celda provenían del interior de la prisión: pasos apagados en el corredor contiguo, puertas metálicas que se abrían y cerraban, la gangosa voz del sheriff dando órdenes a algún carcelero. Ahora, ni siquiera del interior de Pentonville Prison le llegaba rumor alguno. El silencio lo angustiaba, le impedía pensar. Trató de retomar la lectura de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, pero no pudo concentrarse y volvió a poner el libro en el suelo. Intentó rezar pero la oración le resultó tan mecánica que la interrumpió. Estuvo mucho rato quieto, tenso, desasosegado, con la mente en blanco y la mirada fija en un punto del techo que parecía húmedo, como si recibiera filtraciones, hasta quedarse dormido.
Tuvo un sueño tranquilo, que lo llevó a las selvas amazónicas, en una mañana luminosa y soleada. La brisa que corría sobre el puente del barco atenuaba los estragos del calor. No había mosquitos y se sentía bien, sin el ardor en los ojos que tanto lo atormentaba en los últimos tiempos, infección que parecía invulnerable a todos los colirios y enjuagues de los oftalmólogos, sin los dolores musculares de la artritis ni el fuego de las hemorroides que a veces parecía un hierro candente en sus entrañas, ni la hinchazón de los pies. No padecía ninguno de esos malestares, enfermedades y achaques, secuelas de sus veinte años africanos. Era joven otra vez y tenía ganas de hacer aquí, en este anchísimo río Amazonas cuyas orillas ni siquiera divisaba, una de esas locuras que había hecho tantas veces en el Africa: desnudarse y zambullirse desde la baranda del barco en esas aguas verdosas con gramalotes y manchas de espuma. Sentiría el impacto del agua tibia y espesa en todo el cuerpo, una sensación bienhechora, lustral, mientras se impulsaba hacia la superficie, emergía, y comenzaba a dar brazadas, deslizándose con la facilidad y la elegancia de un bufeo, al lado del barco. Desde la cubierta el capitán y algunos pasajeros le harían gestos aparatosos para que volviera a subir al barco, no se expusiera a morir ahogado o devorado por alguna yacumama, esas serpientes fluviales que tenían a veces diez metros de largo y podían deglutir a un hombre entero.
¿Estaba cerca de Manaos? ¿De Tabatinga? ¿Del Putumayo? ¿De Iquitos? ¿Remontaba o descendía el río? Qué más daba. Lo importante era que se sentía mejor de lo que recordaba en mucho tiempo, y, mientras el barco se deslizaba despacio sobre esa superficie verdosa, el runrún del motor acunando sus pensamientos, Roger repasaba una vez más lo que sería su futuro, ahora que por fin había renunciado a la diplomacia y recuperado la total libertad. Devolvería su piso londinense de Ebury Street y se iría a Irlanda. Dividiría su tiempo entre Dublín y el Ulster. No entregaría toda su vida a la política. Reservaría una hora al día, un día a la semana, una semana al mes para el estudio. Retomaría el aprendizaje del irlandés y un día sorprendería a Alice hablándole en fluido gaélico. Y las horas, días, semanas dedicadas a la política se concentrarían en la gran política, la que tenía que ver con el designio prioritario y central —la independencia de Irlanda y la lucha contra el colonialismo—, y rehuiría desperdiciar su tiempo en las intrigas, rivalidades, emulaciones de los politicastros ávidos de ganar pequeños espacios de poder, en el partido, en la célula, en la brigada, aunque para ello tuviera que olvidar e incluso sabotear la tarea primordial. Viajaría mucho por Irlanda, largas excursiones por los glens de Antrim, Donegal, por el Ulster, por Galway, por lugares apartados y aislados como la comarca de Connemara y Tory Island donde los pescadores no sabían inglés y sólo hablaban en gaélico, y haría buenas migas con esos campesinos, artesanos, pescadores que, con su estoicismo, su laboriosidad, su paciencia, habían resistido la aplastante presencia del colonizador, conservando su lengua, sus costumbres, sus creencias. Los escucharía, aprendería de ellos, escribiría ensayos y poemas sobre la gesta silenciosa y heroica de tantos siglos de esas gentes humildes gracias a las cuales Irlanda no había desaparecido y era todavía una nación.
Un ruido metálico lo sacó de ese sueño placentero. Abrió los ojos. El carcelero había entrado y le alcanzó una escudilla con la sopa de sémola y el pedazo de pan que era su cena de todas las noches. Estuvo a punto de preguntarle la hora, pero se contuvo porque sabía que no le contestaría. Deshizo el pan en pedacitos, los echó a la sopa y la tomó a espaciadas cucharadas. Había pasado otro día y tal vez el de mañana sería el decisivo.