V

—Llegar aquí ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida —dijo Alice a manera de saludo, estirándole la mano—. Creí que nunca lo conseguiría. Pero, en fin, aquí me tienes.

Alice Stopford Green guardaba las apariencias de persona fría, racional, ajena a sentimentalismos, pero Roger la conocía lo bastante para saber que estaba conmovida hasta los huesos. Advertía el ligerísimo temblor en su voz que no conseguía disimular y esa rápida palpitación de su nariz que aparecía siempre que algo la preocupaba. Ya raspaba los setenta años, pero conservando su silueta juvenil. Las arrugas no habían borrado la frescura de su rostro pecoso ni la luminosidad de sus ojos claros y acerados. Y, en ellos, brillaba siempre esa luz inteligente. Llevaba, con la sobria elegancia de costumbre, un vestido claro, una blusa ligera y unos botines de tacón alto.

—Qué gusto, querida Alice, qué gusto —repitió Roger Casement, cogiéndole las dos manos—. Creí que no volvería a verte más.

—Te traje unos libros, unos dulces y algo de ropa, pero todo me lo quitaron los alguaciles de la entrada —hizo ella una mueca de impotencia—. Lo siento. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —dijo Roger, ansioso—. Has hecho tanto por mí todo este tiempo. ¿No hay noticias todavía?

—El gabinete se reúne el jueves —dijo ella—. Sé de buena fuente que este asunto encabeza la agenda. Hacemos lo posible y hasta lo imposible, Roger. La petición tiene cerca de cincuenta firmas, toda gente importante.

Científicos, artistas, escritores, políticos. John Devoy nos asegura que en cualquier momento debería llegar el telegrama del presidente de Estados Unidos al Gobierno inglés. Todos los amigos se han movilizado para atajar, en fin, quiero decir, para contrarrestar esa campaña indigna en la prensa. ¿Estás enterado, no?

—Vagamente —dijo Casement, con un gesto de desagrado—. Aquí no llegan noticias de fuera y los carceleros tienen orden de no dirigirme la palabra. Sólo el sheriff lo hace, pero para insultarme. ¿Crees que hay alguna posibilidad todavía, Alice?

—Claro que lo creo —afirmó ella, con fuerza, pero Casement pensó que era una mentira piadosa—. Todos mis amigos me aseguran que el gabinete decide esto por unanimidad. Si hay un solo ministro contrario a la ejecución, estás salvado. Y parece que tu antiguo jefe en el Foreign Office, sir Edward Grey, está en contra. No pierdas la esperanza, Roger.

Esta vez el sheriff de Pentonville Prison no estaba en el locutorio. Sólo un guardia jovencito y prudente que les daba la espalda y miraba el pasillo por la rejilla de la puerta simulando desinterés en la conversación de Roger y la historiadora. «Si todos los carceleros de Pentonville Prison fueran tan considerados, la vida aquí sería mucho más llevadera», pensó. Recordó que aún no había preguntado a Alice sobre los sucesos de Dublín.

—Sé que, cuando el Alzamiento de Semana Santa, Scotland Yard fue a registrar tu casa de Grosvenor Road —dijo—. Pobre Alice. ¿Te hicieron pasar muy mal rato?

—No tanto, Roger. Se llevaron muchos papeles. Cartas personales, manuscritos. Espero que me los devuelvan, no creo que les sirvan —suspiró, apenada—. En comparación con lo que han sufrido allá en Irlanda, lo mío no fue nada.

¿Seguiría la dura represión? Roger se esforzaba por no pensar en los fusilamientos, en los muertos, en las secuelas de esa semana trágica. Pero Alice debió leer en sus ojos la curiosidad que tenía por saber.

—Las ejecuciones han cesado, parece —murmuró, echando un vistazo a la espalda del guardia—. Hay unos tres mil quinientos presos, calculamos. A la mayoría los han traído aquí y los tienen repartidos en prisiones por toda Inglaterra. Hemos localizado a unas ochenta mujeres entre ellos. Varias asociaciones nos ayudan. Muchos abogados ingleses se han ofrecido a ocuparse de sus casos, sin cobrar.

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Roger. ¿Cuántos amigos entre los muertos, entre los heridos, entre los presos? Pero se contuvo. ¿Para qué averiguar cosas sobre las que nada podía hacer y que sólo servirían para aumentar su amargura?

—¿Sabes una cosa, Alice? Una de las razones por la que me gustaría que me conmutaran la pena es porque, si no lo hacen, me moriré sin haber aprendido el irlandés. Si me la conmutan, me meteré en ello a fondo y te prometo que en este mismo locutorio hablaremos alguna vez en gaélico.

Ella asintió, con una sonrisita que le salió sólo a medias.

—El gaélico es una lengua difícil —dijo, palmeándolo en el brazo—. Se necesita mucho tiempo y paciencia para aprenderla. Tú has tenido una vida muy agitada, querido. Pero, consuélate, pocos irlandeses han hecho tanto por Irlanda como tú.

—Gracias a ti, querida Alice. Te debo tantas cosas. Tu amistad, tu hospitalidad, tu inteligencia, tu cultura. Esas veladas de los martes en Grosvenor Road, con gente extraordinaria, en esa atmósfera tan grata. Son los mejores recuerdos de mi vida. Ahora te lo puedo decir y agradecértelo, amiga querida. Tú me enseñaste a amar el pasado y la cultura de Irlanda. Fuiste una maestra generosa, que me enriqueció muchísimo la vida.

Decía lo que siempre había sentido y callado, por pudor. Desde que la conoció, admiraba y quería a la historiadora y escritora Alice Stopford Green, cuyos libros y estudios sobre el pasado histórico y las leyendas y mitos irlandeses y el gaélico, habían contribuido más que nada a darle a Casement ese «orgullo celta» del que se jactaba con tanta enjundia que, a veces, desataba las burlas de sus propios amigos nacionalistas. Había conocido a Alice once o doce años atrás, cuando le pidió ayuda para la Congo Reform Association (Asociación para la Reforma del Congo) que Roger había fundado con Edmund D. Morel. Comenzaba la batalla pública de esos flamantes amigos contra Leopoldo II y su maquiavélica creación, el Estado Independiente del Congo. El entusiasmo con que Alice Stopford Green se entregó a su campaña denunciando los horrores del Congo, fue decisivo para que muchos escritores y políticos amigos suyos se sumaran a ella. Alice se convirtió en la tutora y guía intelectual de Roger, quien, vez que estaba en Londres, acudía semanalmente al salón de la escritora. A estas veladas asistían profesores, periodistas, poetas, pintores, músicos y políticos que, por lo general, al igual que ella, eran críticos del imperialismo y del colonialismo y partidarios del Home Rule o Régimen de Autonomía para Irlanda, y hasta nacionalistas radicales que exigían la independencia total para Eire. En los salones elegantes y repletos de libros de la casa de Grosvenor Road, donde Alice conservaba la biblioteca de su difunto marido, el historiador John Richard Green, Roger conoció a W. B. Yeats, sir Arthur Conan Doyle, Bernard Shaw, G. K. Chesterton, John Galsworthy, Robert Cunninghame Graham y muchos otros escritores de moda.

—Tengo una pregunta que estuve por hacerle ayer a Gee, pero no me atreví —dijo Roger—. ¿Firmó Conrad la petición? Ni mi abogado ni Gee han mencionado su nombre.

Alice negó con la cabeza.

—Yo misma le escribí, pidiéndole su firma —añadió, disgustada—. Sus razones fueron confusas. Siempre ha sido escurridizo en asuntos políticos. Tal vez, en su situación de ciudadano británico asimilado, no se sienta muy seguro. De otra parte, como polaco, odia a Alemania tanto como a Rusia, que desaparecieron a su país por muchos siglos. En fin, no sé. Todos tus amigos lo lamentamos mucho. Se puede ser un gran escritor y un timorato en asuntos políticos. Tú lo sabes mejor que nadie, Roger.

Casement asintió. Se arrepintió de haber hecho la pregunta. Hubiera sido mejor no saberlo. La ausencia de esa firma lo atormentaría ahora tanto como fue enterarse por el abogado Gavan Duffy que tampoco había querido firmar el pedido de conmutación de la pena Edmund D. Morel. ¡Su amigo, su hermano Bulldog! Su compañero de lucha a favor de los nativos del Congo también se negó, alegando razones de lealtad patriótica en tiempos de guerra.

—Que Conrad no haya firmado no cambiará mucho las cosas —dijo la historiadora—. Su influencia política con el Gobierno de Asquith es nula.

—No, claro que no —asintió Roger.

Tal vez no tenía importancia para el éxito o fracaso de la petición, pero, para él, en su fuero íntimo, la tenía. Le hubiera hecho bien recordar, en esos arrebatos de desesperanza que lo asaltaban en su celda, que una persona de su prestigio, a la que tanta gente —incluido él— tenía admiración, lo apoyaba en este trance y le hacía llegar, con esa firma, un mensaje de comprensión y amistad.

—¿Lo conociste hace mucho tiempo, no es verdad? —preguntó Alice, como adivinando sus pensamientos.

—Hace veintiséis años, exactamente. En junio de 1890, en el Congo —precisó Roger—. No era escritor todavía. Aunque, si no recuerdo mal, me dijo que había empezado a escribir una novela. La locura de Almayer, sin duda, la primera que publicó. Me la envió, dedicada. Conservo el ejemplar en alguna parte. No había publicado nada aún. Era un marino. Apenas se entendía su inglés, por su acento polaco tan fuerte.

—Todavía no se le entiende —sonrió Alice—. Todavía habla inglés con ese acento atroz. Como «masticando guijarros», dice Bernard Shaw. Pero lo escribe de manera celestial, nos guste o no.

La memoria le devolvió a Roger el recuerdo de aquel día de junio de 1890 cuando, transpirando por el húmedo calor del verano que empezaba y fastidiado por las picaduras de los mosquitos que se encarnizaban contra su piel de extranjero, llegó a Matadi ese joven capitán de la marina mercante británica. Treintañero de frente despejada, barbita negrísima, cuerpo recio y ojos hundidos, se llamaba Konrad Korzeniowski y era polaco, nacionalizado inglés hacía pocos años. Contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio con el Alto Congo, venía a servir como capitán de uno de los vaporcitos que llevaban y traían mercancías y comerciantes entre Leopold-Hille-Kinshasa y las lejanas cataratas de Stanley Falls, en Kisangani. Era su primer destino como capitán de barco y eso lo tenía lleno de ilusiones y proyectos. Llegaba al Congo impregnado de todas las fantasías y mitos con que Leopoldo II había acuñado su figura de gran humanitario y monarca empeñado en civilizar el África y librar a los congoleses de la esclavitud, el paganismo y otras barbaries. Pese a su larga experiencia viajera por los mares del Asia y de América, su don de lenguas y sus lecturas, había en el polaco algo inocente e infantil que sedujo a Roger Casement de inmediato. La simpatía fue recíproca, pues, desde ese mismo día en que se conocieron hasta tres semanas después, en que Korzeniowski partió en compañía de treinta cargadores por la ruta de las caravanas hacia Leopoldville- Kinshasa, donde debía tomar el mando de su barco Le Roi des Belges, se vieron mañana, tarde y noche.

Hicieron paseos por los alrededores de Matadi, hasta la ya inexistente Vivi, la primera y fugaz capital de la colonia, de la que no quedaban ni los escombros, y hasta la desembocadura del río Mpozo, donde, según la leyenda, los primeros rápidos y saltos de Livingstone Falls y el Caldero del Diablo habían detenido al portugués Diego Cao, hacía cuatro siglos. En la llanura de Lufundi, Roger Casement le enseñó al joven polaco el lugar donde el explorador Henry Morton Stanley construyó su primera vivienda, desaparecida años después en un incendio. Pero, sobre todo, conversaron mucho y de muchas cosas, aunque, principalmente, de lo que ocurría en ese flamante Estado Independiente del Congo que Konrad acababa de pisar y donde Roger llevaba ya seis años. A los pocos días de amistad el marino polaco se había hecho una idea muy distinta de la que traía sobre el lugar donde venía a trabajar. Y, como dijo a Roger al despedirse, en el amanecer de ese sábado 28 de junio de 1890, rumbo a los Montes de Cristal, «desvirgado». Así se lo dijo, con su acento pedregoso y rotundo: «Usted me ha desvirgado, Casement. Sobre Leopoldo II, sobre el Estado Independiente del Congo. Acaso, sobre la vida». Y repitió, con dramatismo: «Desvirgado».

Se volvieron a ver varias veces, en los viajes de Roger a Londres, y se escribieron algunas cartas. Trece años después de aquel primer encuentro, en junio de 1903, Casement, que se encontraba en Inglaterra, recibió una invitación de Joseph Conrad (ahora se llamaba así y ya era un escritor de prestigio) a pasar un fin de semana en Pent Farm, su casita de campo en Hythe, Kent. El novelista llevaba allí con su mujer y su hijo una vida frugal y solitaria. Roger guardaba un cálido recuerdo de ese par de días junto al escritor. Ahora, tenía hebras plateadas en los cabellos y las espesas barbas, había engordado y adquirido cierta arrogancia intelectual en su manera de expresarse. Pero con él se mostró extraordinariamente efusivo. Cuando Roger lo felicitó por su novela congolesa, El corazón de las tinieblas, que acababa de leer y que —se lo dijo— le había removido las entrañas porque era la más extraordinaria descripción de los horrores que se vivían en el Congo, Conrad lo atajó con las manos.

—Usted debió figurar como coautor de ese libro, Casement —afirmó, palmeándolo en los hombros—. Nunca lo hubiera escrito sin su ayuda. Usted me quitó las legañas de los ojos. Sobre el África, sobre el Estado Independiente del Congo. Y sobre la fiera humana.

En una sobremesa a solas —la discreta señora Conrad, una mujer de origen muy humilde, y el niño se habían retirado a descansar— el escritor, luego de la segunda copita de oporto, dijo a Roger que por lo que venía haciendo a favor de los indígenas congoleses, merecía ser llamado «el Bartolomé de las Casas británico». Roger enrojeció hasta las orejas con semejante elogio. ¿Cómo era posible que alguien que tenía tan buen concepto de él, que los había ayudado tanto a él y a Edmund D. Morel en su campaña contra Leopoldo II, se hubiera negado a firmar un memorial que sólo pedía que le conmutaran la pena de muerte? ¿En qué podía comprometerlo con el Gobierno?

Recordaba otros encuentros esporádicos con Conrad, en sus visitas a Londres. Una vez, en su club, el Wellington Club de Grosvenor Place, donde estaba reunido con colegas del Foreign Office, se encontraron. El escritor insistió para que Roger se quedara a tomar un cognac con él cuando se despidiera de sus acompañantes. Evocaron el desastroso estado de ánimo con que, seis meses después de su paso por Matadi, el marino volvió a aparecer por allí. Roger Casement seguía trabajando en el lugar, encargado de los depósitos y el transporte. Konrad Korzeniowski no era ni sombra del joven entusiasta, pleno de ilusiones, que Roger conoció medio año atrás. Le habían caído años encima, tenía los nervios alterados y problemas de estómago, por culpa de los parásitos. Las continuas diarreas le habían hecho perder muchos kilos. Amargado y pesimista, sólo soñaba con volver cuanto antes a Londres, a ponerse en manos de facultativos de verdad.

—Ya veo que la selva no ha sido clemente con usted, Konrad. No se alarme. La malaria es así, tarda en irse aunque hayan desaparecido las fiebres.

Conversaban en una sobremesa, en la terraza de la casita que era hogar y oficina de Roger. No había luna ni estrellas en la noche de Matadi, pero no llovía y el runrún de los insectos los arrullaba mientras fumaban y daban sorbitos a la copa que tenían en las manos.

—Lo peor no ha sido la selva, el clima este tan malsano, las fiebres que me tuvieron en una semiinconsciencia cerca de dos semanas —se quejó el polaco—. Ni siquiera la espantosa disentería que me tuvo cagando sangre cinco días seguidos. Lo peor, lo peor, Casement, fue ser testigo de las cosas horribles que ocurren a diario en ese maldito país. Que cometen los demonios negros y los demonios blancos, a donde uno vuelva los ojos.

Konrad había hecho un viaje de ida y vuelta en el vaporcito de la compañía que debía comandar, Le Roi des Belges, desde Leopoldville-Kinshasa hasta las cataratas de Stanley. Todo le había salido mal en aquella travesía hacia Kisangani. Estuvo a punto de ahogarse porque se volcó la canoa en que los inexpertos remeros quedaron atrapados en un remolino, cerca de Kinshasa. La malaria lo tuvo tumbado en su pequeño camarote con ataques de fiebre, sin fuerzas para levantarse. Allí supo que el anterior capitán de Le Roi des Belges había sido asesinado a flechazos en una disputa con los nativos de una aldea. Otro funcionario de la Sociedad Anónima Belga para el Comercio con el Alto Congo, a quien Konrad había ido a recoger en un caserío apartado donde estaba recolectando marfil y caucho, murió de una enfermedad desconocida en el curso del viaje. Pero no eran las desgracias físicas que se encarnizaron con él lo que tenía al polaco fuera de sí.

—Es la corrupción moral, la corrupción del alma que lo invade todo en este país —repitió con voz hueca, tenebrosa, como sobrecogido por una visión apocalíptica.

—Yo traté de prepararlo, cuando nos conocimos —le recordó Casement—. Siento no haber sido más explícito sobre lo que usted se iba a encontrar allá en el Alto Congo.

¿Qué lo había afectado tanto? ¿Descubrir que prácticas muy primitivas como la antropofagia tenían aún vigencia en algunas comunidades? ¿Que en las tribus y en los puestos comerciales todavía circulaban esclavos que cambiaban de amo por unos cuantos francos? ¿Que los supuestos libertadores sometían a los congoleses a formas todavía más crueles de opresión y servidumbre? ¿Lo había abrumado el espectáculo de las espaldas de los nativos rajadas por los chicotazos? ¿Que, por primera vez en su vida, vio a un blanco azotar a un negro hasta dejarle el cuerpo convertido en un crucigrama de heridas? No le pidió precisiones, pero, sin duda, el capitán de Le Roi des Belges había sido testigo de cosas terribles, cuando acababa de renunciar a los tres años de contrato que tenía a fin de regresar cuanto antes a Inglaterra. Además, le contó a Roger que en Leopoldville-Kinshasa, a su vuelta de Stanley Falls, tuvo una violenta disputa con el director de la Sociedad Anónima Belga para el Comercio con el Alto Congo, Camille Delcommune, a quien llamó «bárbaro con chaleco y sombrero». Ahora quería volver a la civilización, lo que para él quería decir Inglaterra.

—¿Has leído El corazón de las tinieblas? —preguntó Roger a Alice—. ¿Crees que es justa esa visión del ser humano?

—Supongo que no lo es —repuso la historiadora—. Lo discutimos mucho un martes, cuando apareció. Esa novela es una parábola según la cual Africa vuelve bárbaros a los civilizados europeos que van allá. Tu Informe sobre el Congo mostró lo contrario, más bien. Que fuimos los europeos los que llevamos allá las peores barbaries. Además, tú estuviste veinte años en el África sin volverte un salvaje. Incluso, volviste más civilizado de lo que eras cuando saliste de aquí creyendo en las virtudes del colonialismo y del Imperio.

—Conrad decía que, en el Congo, la corrupción moral del ser humano salía a la superficie. La de blancos y negros. A mí, El corazón de las tinieblas me desveló muchas veces. Yo creo que no describe el Congo, ni la realidad, ni la historia, sino el infierno. El Congo es un pretexto para expresar esa visión atroz que tienen ciertos católicos del mal absoluto.

—Siento interrumpirlos —dijo el guardia, volviéndose hacia ellos—. Han pasado quince minutos y el permiso para las visitas era de diez. Tienen que despedirse.

Roger le extendió la mano a Alice, pero, ante su sorpresa, ella le abrió los brazos. Lo estrechó con fuerza. «Seguiremos haciendo todo, todo, para salvarte la vida, Roger», murmuró en su oído. Él pensó: «Para que Alice se permita estas efusiones, debe estar convencida de que el pedido será rechazado».

Mientras regresaba a su celda, sintió tristeza. ¿Vería alguna vez más a Alice Stopford Green? ¡Cuántas cosas representaba para él! Nadie encarnaba tanto como la historiadora su pasión por Irlanda, la última de sus pasiones, la más intensa, la más recalcitrante, una pasión que lo había consumido y probablemente lo mandaría a la muerte. «No lo lamento», se repitió. Los muchos siglos de opresión habían causado tanto dolor en Irlanda, tanta injusticia, que valía la pena haberse sacrificado por esta noble causa. Había fracasado, sin duda. El plan tan cuidadosamente estructurado para acelerar la emancipación de Eire asociando su lucha a Alemania y haciendo coincidir una acción ofensiva del Ejército y la Marina del Káiser contra Inglaterra y el levantamiento nacionalista no salió como él lo previo. Tampoco fue capaz de parar aquella rebelión. Y, ahora, Sean McDermott, Patrick Pearse, Eamonn Ceannt, Tom Clarke, Joseph Plunkett y cuántos otros habían sido fusilados. Centenas de compañeros se pudrirían en la prisión sabía Dios por cuántos años. Al menos, quedaba su ejemplo, como decía con fiera determinación el desbaratado Joseph Plunkett, en Berlín. De entrega, de amor, de sacrificio, por una causa semejante a la que lo hizo luchar contra Leopoldo II en el Congo, contra Julio C. Arana y los caucheros del Putumayo en la Amazonia. La de la justicia, la del desvalido contra los atropellos de los poderosos y de los déspotas. ¿Conseguiría la campaña que lo llamaba degenerado y traidor borrar todo lo demás? Después de todo, qué importaba. Lo importante se decidía allá arriba, la última palabra la tenía ese Dios que, por fin, desde hacía algún tiempo empezaba a compadecerse de él.

Tumbado en su camastro, de espaldas, con los ojos cerrados, volvió a su memoria Joseph Conrad. ¿Se hubiera sentido mejor si el ex marino firmaba la petición? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué le había querido decir, aquella noche, en su casita de Kent, cuando afirmó: «Antes de ir al Congo, yo no era más que un pobre animal»? La frase lo había impresionado, aunque sin entenderla del todo. ¿Qué significaba? Quizás que, lo que hizo, dejó de hacer, vio y oyó en esos seis meses en el Medio y Alto Congo le despertaron inquietudes más profundas y transcendentes sobre la condición humana, sobre el pecado original, sobre el mal, sobre la Historia. Roger podía entender eso muy bien. A él también el Congo lo había humanizado, si ser humano significaba conocer los extremos que podían alcanzar la codicia, la avaricia, los prejuicios, la crueldad. La corrupción moral era eso, sí: algo que no existía entre los animales, una exclusividad de los humanos. El Congo le había revelado que esas cosas formaban parte de la vida. Le había abierto los ojos. «Desvirgado» a él también, como al polaco. Entonces recordó que había llegado al África, con sus veinte años, todavía virgen. ¿No era injusto que la prensa, como le había dicho el sheriff de Pentonville Prison, lo acusara sólo a él, dentro de la vasta especie humana, de ser una escoria?

Para combatir la desmoralización que iba ganándolo, trató de imaginar el placer que sería darse un largo baño de bañera, con mucha agua y jabón, apretando contra el suyo otro cuerpo desnudo.