VII

—Usted me odia y no puede disimularlo —dijo Roger Casement. El sheriff, después de un momento de sorpresa, asintió, con una mueca que por un instante descompuso su cara abotargada.

—No tengo por qué disimularlo —murmuró—. Pero usted se equivoca. No le tengo odio. Lo desprecio. Los traidores sólo merecen eso.

Iban caminando por el corredor de ladrillos tiznados de la prisión hacia el locutorio, donde esperaba al reo el capellán católico, el padre Carey. Por las enrejadas ventanillas Casement divisaba unos manchones de nubes infladas y oscuras. ¿Estaría lloviendo, allá afuera, sobre Caledonian Road y ese Román Way por el que siglos atrás debieron desfilar por estos bosques llenos de osos los primeros legionarios romanos? Imaginó los tenderetes y puestos del vecino mercado, en medio del gran parque de Islington, empapados y remecidos por la tormenta. Sintió un ramalazo de envidia pensando en la gente que compraba y vendía protegida por impermeables y paraguas.

—Usted lo tuvo todo —rezongó a su espalda el sheriff—. Cargos diplomáticos. Condecoraciones. El rey lo hizo noble. Y fue a venderse a los alemanes. Vaya vileza. Vaya ingratitud.

Hizo una pausa y a Roger le pareció que el sheriff suspiraba.

—Cada vez que pienso en mi pobre hijo muerto allá, en las trincheras, me digo que usted es uno de sus asesinos, señor Casement.

—Siento mucho que perdiera usted un hijo —replicó Roger, sin volverse—. Sé que no me creerá, pero yo no he matado a nadie todavía.

—Ya no tendrá tiempo de hacerlo —sentenció el sheriff—. Gracias a Dios.

Habían llegado a la puerta del locutorio. El sheriff se quedó en el exterior, junto al carcelero de guardia. Sólo las visitas de los capellanes eran privadas, en todas las otras siempre permanecían en el locutorio el sheriff o el guardián y a veces ambos. Roger se alegró al ver la estilizada silueta del religioso. Father Carey salió a su encuentro y le estrechó la mano.

—Hice la averiguación y ya tengo la respuesta —le anunció, sonriendo—. Su recuerdo era exacto. En efecto, fue bautizado usted de niño en la parroquia de Rhyl, allá en Gales. Figura en el libro de registros. Estuvieron presentes su madre y dos tías maternas suyas. No necesita ser recibido de nuevo en la Iglesia católica. Siempre estuvo en ella.

Roger Casement asintió. Esa impresión lejanísima que lo había acompañado toda su vida era, pues, justa. Su madre lo bautizó a ocultas de su padre, en uno de sus viajes a Gales. Se alegró por la complicidad que ese secreto establecía entre él y Anne Jephson. Y porque de este modo se sentía más en consonancia consigo mismo, con su madre, con Irlanda. Como si su acercamiento al catolicismo fuera una consecuencia natural de todo lo que había hecho e intentado en estos últimos años, incluidos sus equivocaciones y fracasos.

—He estado leyendo a Tomás de Kempis, padre Carey —dijo—. Antes, apenas podía concentrarme en la lectura. Pero estos últimos días lo he conseguido. Varias horas al día. La Imitación de Cristo es un libro muy hermoso.

—Cuando yo estaba en el seminario leímos mucho a Tomás de Kempis —asintió el sacerdote—. La Imitación de Cristo, sobre todo.

—Me siento más sereno cuando consigo meterme en esas páginas —dijo Roger—. Como si despegara de este mundo y entrara a otro, sin preocupaciones, una realidad puramente espiritual. El padre Crotty tenía razón en recomendármelo tanto, allá en Alemania. Nunca se imaginó en qué circunstancias leería a su admirado Tomás de Kempis.

Hacía poco habían instalado una pequeña banqueta en el locutorio. Se sentaron. Sus rodillas se tocaban. Father Carey llevaba más de veinte años como capellán de prisiones en Londres y había acompañado hasta el final a muchos condenados a muerte. Ese comercio constante con las poblaciones carcelarias no había endurecido su carácter. Era considerado y atento y Roger Casement le tomó simpatía desde su primer encuentro. No recordaba haberle oído decir jamás algo que pudiera herirlo; por el contrario, a la hora de hacerle preguntas o conversar con él su delicadeza era extremada. A su lado siempre se sentía bien. El padre Carey era alto, huesudo, casi esquelético, con una piel muy blanca y una barbita grisácea y puntiaguda que le cubría parte del mentón. Tenía siempre los ojos húmedos, como si acabara de llorar, aunque se estuviera riendo.

—¿Cómo era el padre Crotty? —le preguntó—. Ya veo que hicieron buenas migas, allá en Alemania.

—Si no hubiera sido por father Crotty me hubiera vuelto loco en esos meses, en el campo de Limburg —asintió Roger—. Era muy distinto a usted, físicamente. Más bajo, más robusto, y, en vez de la palidez suya, tenía una cara colorada que se encendía mucho más con el primer vaso de cerveza. Pero, desde otro punto de vista, sí se parecía a usted. En la generosidad, quiero decir.

El padre Crotty era un dominico irlandés que el Vaticano había enviado desde Roma al campo de prisioneros de guerra que los alemanes tenían instalado en Limburg. Su amistad había sido una tabla de salvación para Roger en esos meses de 1915 y 1916 en que trataba de reclutar, entre los prisioneros, voluntarios para la Brigada Irlandesa.

—Era un hombre vacunado contra el desaliento —dijo Roger—. Lo acompañé a visitar enfermos, a administrar sacramentos, a hacer rezar el rosario a los prisioneros de Limburg. Un nacionalista, también. Aunque menos apasionado que yo, father Carey.

Este sonrió.

—No crea que el padre Crotty trató de acercarme al catolicismo —añadió Roger—. Era muy cuidadoso en nuestras conversaciones para que yo no sintiera que quería convertirme. Me fue ocurriendo a mí solo, aquí adentro —se tocó el pecho—. Nunca fui muy religioso, ya se lo dije. Desde que murió mi madre, la religión fue para mí algo mecánico y secundario. Sólo después de 1903, de ese viaje de tres meses y diez días al interior del Congo que le conté, volví a rezar. Cuando creí que iba a perder la razón ante tanto sufrimiento. Así descubrí que un ser humano no puede vivir sin creer.

Sintió que se le iba a quebrar la voz y calló.

—¿Él le habló de Tomás de Kempis?

—Le tenía gran devoción —asintió Roger—. Me regaló su ejemplar de la Imitación de Cristo. Pero entonces no pude leerlo. No tenía cabeza, con las preocupaciones de esos días. Dejé ese ejemplar en Alemania, en una maleta con mi ropa. En el submarino no nos permitieron llevar equipaje. Menos mal que usted me consiguió otro. Me temo que no tendré tiempo de terminarlo.

—El Gobierno inglés no ha decidido nada todavía —lo amonestó el religioso—. No debe perder la esperanza. Allá afuera hay mucha gente que lo quiere y está haciendo enormes esfuerzos para que el pedido de clemencia sea escuchado.

—Ya lo sé, father Carey. De todas maneras, me gustaría que usted me prepare. Quisiera ser aceptado por la Iglesia de manera formal. Recibir los sacramentos. Confesarme. Comulgar.

—Para eso estoy aquí, Roger. Le aseguro que usted está ya preparado para todo ello.

—Una duda me angustia mucho —dijo Roger, bajando la voz como si alguien más pudiera oírlo—. ¿No parecerá mi conversión ante Cristo inspirada por el miedo? La verdad, father Carey, es que tengo miedo. Mucho miedo.

—Él es más sabio que usted y que yo —afirmó el religioso—. No creo que Cristo vea nada malo en que un hombre tenga miedo. Él lo tuvo, estoy seguro, en el camino del Calvario. Es lo más humano que hay ¿no es cierto? Todos tenemos miedo, está en nuestra condición. Basta un poco de sensibilidad para que nos sintamos a veces impotentes y atemorizados. Su acercamiento a la Iglesia es puro, Roger. Yo lo sé.

—Nunca tuve miedo a la muerte, hasta ahora. La vi cerca muchas veces. En el Congo, en expediciones por parajes inhóspitos, llenos de fieras. En la Amazonia, en ríos repletos de remolinos y rodeado de forajidos. Hace poco, al dejar el submarino, en Tralee, en Banna Strand, cuando zozobró el bote y pareció que nos ahogábamos. Muchas veces he sentido la muerte cerquísima. Y no tuve miedo. Pero ahora sí tengo.

Se le cortó la voz y cerró los ojos. Desde hacía algunos días, esos raptos de terror parecían helarle la sangre, detenerle el corazón. Todo su cuerpo se había puesto a temblar. Hacía esfuerzos para serenarse, sin conseguirlo. Sentía el castañeteo de sus dientes y al pánico se añadía ahora la vergüenza. Cuando abrió los ojos vio que el padre Carey tenía las manos juntas y los ojos cerrados. Rezaba en silencio, moviendo apenas los labios.

—Ya pasó —musitó, confundido—. Le ruego que me disculpe.

—No tiene que sentirse incómodo conmigo. Tener miedo, llorar, es humano.

Ahora estaba sereno de nuevo. Había un gran silencio en Pentonville Prison, como si los reos y carceleros de sus tres enormes pabellones, esos cubos con techos de dos aguas, se hubieran muerto o dormido.

—Le agradezco que no me haya preguntado nada sobre esas cosas asquerosas que, al parecer, dicen de mí, father Carey.

—No las he leído, Roger. Cuando alguien ha intentado hablarme de ellas, lo he hecho callar. Ni sé ni quiero saber de qué se trata.

—Yo tampoco lo sé —sonrió Roger—. Aquí no se puede leer periódicos. Un ayudante de mi abogado me dijo que eran tan escandalosas que ponían en peligro el pedido de clemencia. Degeneraciones, vilezas terribles, por lo visto.

El padre Carey lo escuchaba con la expresión tranquila de costumbre. La primera vez que habían conversado en Pentonville Prison le contó a Roger que sus abuelos paternos hablaban entre ellos en gaélico, pero que pasaban al inglés cuando veían acercarse a sus hijos. Tampoco el sacerdote había llegado a aprender el antiguo irlandés.

—Creo que es mejor no saber de qué me acusan. Alice Stopford Green piensa que es una operación montada por el Gobierno para contrarrestar la simpatía que hay en muchos sectores en favor del pedido de clemencia.

—Nada se puede excluir en el mundo de la política —dijo el religioso—. No es la más limpia de las actividades humanas.

Tocaron unos discretos golpecitos a la puerta, ésta se abrió y apareció la cara abultada del sheriff:

—Cinco minutos más, padre Carey.

—El director de la prisión me concedió media hora. ¿No se lo ha dicho?

El sheriff puso cara de sorpresa.

—Si usted lo dice, le creo —se excusó—. Disculpe por la interrupción, entonces. Le quedan veinte minutos todavía.

Desapareció y la puerta volvió a cerrarse.

—¿Hay más noticias de Irlanda? —preguntó Roger, de manera un tanto abrupta, como si de pronto hubiera querido cambiar de tema.

—Los fusilamientos han parado, por lo visto. La opinión pública, no sólo allá, también aquí en Inglaterra, ha sido muy crítica con las ejecuciones sumarias. Ahora, el Gobierno ha anunciado que todos los detenidos por el Alzamiento de Semana Santa pasarán por los tribunales.

Roger Casement se distrajo. Miraba el ventanuco de la pared, también enrejado. Sólo veía un cuadradito minúsculo de cielo grisáceo y pensaba en la gran paradoja: había sido juzgado y condenado por traer armas para un intento de secesión violenta de Irlanda, y, en realidad, él había emprendido ese viaje riesgoso, acaso absurdo, desde Alemania hasta las costas de Tralee, para tratar de evitar ese alzamiento que, desde que supo que se preparaba, estuvo seguro que fracasaría. ¿Sería así toda la Historia? ¿La que se aprendía en el colegio? ¿La escrita por los historiadores? Una fabricación más o menos idílica, racional y coherente de lo que en la realidad cruda y dura había sido una caótica y arbitraria mezcla de planes, azares, intrigas, hechos fortuitos, coincidencias, intereses múltiples, que habían ido provocando cambios, trastornos, avances y retrocesos, siempre inesperados y sorprendentes respecto a lo que fue anticipado o vivido por los protagonistas.

—Es probable que yo pase a la Historia como uno de los responsables del Alzamiento de Semana Santa —dijo, con ironía—. Usted y yo sabemos que vine aquí jugándome la vida para tratar de detener esa rebelión.

—Bueno, usted y yo y alguien más —se rió father Carey, señalando arriba con un dedo.

—Ahora me siento mejor, por fin —se rió también Roger—. Ya me pasó el ataque de pánico. En el Africa vi muchas veces, tanto a negros como blancos, caer de pronto en crisis de desesperación. En medio de la maleza, cuando perdíamos el camino. Cuando penetrábamos en un territorio que los cargadores africanos consideraban enemigo. En medio del río, cuando se volcaba una canoa. O, en las aldeas, a veces, en las ceremonias con cantos y bailes dirigidas por los brujos. Ahora ya sé lo que son esos estados de alucinación provocados por el miedo. ¿Será así el trance de los místicos? ¿Ese estado de suspensión de uno mismo, de todos los reflejos carnales, que produce el encuentro con Dios?

—No es imposible —dijo el padre Carey—. Tal vez sea un mismo camino el que recorren los místicos y todos aquellos que viven esos estados de trance. Los poetas, los músicos, los hechiceros.

Estuvieron un buen rato en silencio. A veces, por el rabillo del ojo, Roger espiaba al religioso y lo veía inmóvil y con los ojos cerrados. «Está rezando por mí», pensaba. «Es un hombre compasivo. Debe ser terrible pasarse la vida auxiliando a gentes que van a morir en el patíbulo». Sin haber estado nunca en el Congo ni en la Amazonia, el padre Carey debía estar tan enterado como él de los extremos vertiginosos que podían alcanzar la crueldad y la desesperanza entre los seres humanos.

—Durante muchos años fui indiferente a la religión —dijo, muy despacio, como hablando consigo mismo—, pero nunca dejé de creer en Dios. En un principio general de la vida. Eso sí, father Carey, muchas veces me pregunté con espanto: «¿Cómo puede permitir Dios que ocurran cosas así?». «¿Qué clase de Dios es éste que tolera que tantos miles de hombres, de mujeres, de niños sufran semejantes horrores?». Es difícil entenderlo ¿verdad? Usted, que habrá visto tantas cosas en las prisiones, ¿no se hace a veces esas preguntas?

El padre Carey había abierto los ojos y lo escuchaba con la expresión deferente de costumbre, sin asentir ni negar.

—Esas pobres gentes azotadas, mutiladas, esos niños con las manos y los pies cortados, muriéndose de hambre y de enfermedades —recitó Roger—. Esos seres exprimidos hasta la extinción y encima asesinados. Miles, decenas, cientos de miles. Por hombres que recibieron una educación cristiana. Yo los he visto ir a la misa, rezar, comulgar, antes y después de cometer esos crímenes. Muchos días creí que me iba a volver loco, padre Carey. Tal vez, en esos años, allá en el Africa, en el Putumayo, perdí la razón. Y todo lo que me ha pasado después ha sido la obra de alguien que, aunque no se daba cuenta, estaba loco.

Tampoco esta vez el capellán dijo nada. Lo escuchaba con la misma expresión afable y con esa paciencia que Roger siempre le había agradecido.

—Curiosamente, yo creo que fue allá en el Congo, cuando tenía esos períodos de gran desmoralización y me preguntaba cómo podía Dios permitir tantos crímenes, cuando empecé a interesarme de nuevo en la religión —prosiguió—. Porque los únicos seres que parecían haber conservado su sanidad eran algunos pastores bautistas y algunos misioneros católicos. No todos, desde luego. Muchos no querían ver lo que ocurría más allá de sus narices. Pero unos cuantos hacían lo que podían para atajar las injusticias. Unos héroes, la verdad.

Calló. Recordar el Congo o el Putumayo le hacía daño: revolvía el fango de su espíritu, rescataba imágenes que lo sumían en la angustia.

—Injusticias, suplicios, crímenes —murmuró el padre Carey—. ¿No los padeció Cristo en carne propia? El puede entender su estado mejor que nadie, Roger. Claro que a mí me pasa a veces lo que a usted. A todos los creyentes, estoy seguro. Es difícil comprender ciertas cosas, desde luego. Nuestra capacidad de comprensión es limitada. Somos falibles, imperfectos. Pero algo le puedo decir. Muchas veces ha errado, como todos los seres humanos. Pero, respecto al Congo, a la Amazonia, no puede reprocharse nada. Su labor fue generosa y valiente. Hizo que mucha gente abriera los ojos, ayudó a corregir grandes injusticias.

«Todo lo bueno que pude haber hecho lo está destruyendo esta campaña lanzada para arruinar mi reputación», pensó. Era un tema que prefería no tocar, que alejaba de su mente cada vez que volvía. Lo bueno de las visitas del padre Carey era que, con el capellán, sólo hablaba de lo que él quería. La discreción del religioso era total y parecía adivinar todo aquello que a Roger podía contrariarlo y lo evitaba. A veces, permanecían largo rato sin cambiar palabra. Aun así, la presencia del sacerdote lo sosegaba. Cuando partía, Roger permanecía algunas horas sereno y resignado.

—Si la petición es rechazada ¿estará usted conmigo a mi lado hasta el final? —preguntó, sin mirarlo.

—Claro que sí —dijo el padre Carey—. No debe pensar en eso. Nada está decidido aún.

—Ya lo sé, father Carey. No he perdido la esperanza. Pero me hace bien saber que usted estará allí, acompañándome. Su compañía me dará valor. No haré ninguna escena lamentable, le prometo.

—¿Quiere que recemos juntos?

—Conversemos un poco más, si no le importa. Esta será la última pregunta que le haré sobre el asunto. Si me ejecutan, ¿podrá mi cuerpo ser llevado a Irlanda y enterrado allá?

Sintió que el capellán dudaba y lo miró. Father Carey había palidecido algo. Lo vio negar con la cabeza, incómodo.

—No, Roger. Si ocurre aquello, será usted enterrado en el cementerio de la prisión.

—En tierra enemiga —susurró Casement, tratando de hacer una broma que no resultó—. En un país que he llegado a odiar tanto como lo quise y admiré de joven.

—Odiar no sirve de nada —suspiró el padre Carey—. La política de Inglaterra puede ser mala. Pero hay muchos ingleses decentes y respetables.

—Lo sé muy bien, padre. Me lo digo siempre que me lleno de odio contra este país. Es más fuerte que yo. Tal vez me ocurre porque de muchacho creí ciegamente en el Imperio, en que Inglaterra estaba civilizando al mundo. Usted se hubiera reído si me hubiera conocido entonces.

El sacerdote asintió y a Roger le sobrevino una risita.

—Dicen que los convertidos somos los peores —añadió—. Me lo han reprochado siempre mis amigos. Ser demasiado apasionado.

—El incorregible irlandés de las fábulas —dijo el padre Carey, sonriendo—. Así me decía mi madre, de chico, cuando me portaba mal. «Ya te salió el incorregible irlandés».

—Si quiere, ahora podemos rezar, padre.

Father Carey asintió. Cerró los ojos, juntó las manos, y empezó a musitar en voz muy baja un padrenuestro, y, luego, avemarias. Roger cerró los ojos y rezó también, sin dejar oír su voz. Durante buen rato lo hizo de manera mecánica, sin concentrarse, con imágenes diversas revoloteándole en la cabeza. Hasta que poco a poco se fue dejando absorber por la plegaria. Cuando el sheriff tocó la puerta del locutorio y entró a advertir que les quedaban cinco minutos, Roger estaba concentrado en la oración.

Cada vez que rezaba se acordaba de su madre, esa figura esbelta, vestida de blanco, con un sombrero de paja de alas anchas y una cinta azul que danzaba en el viento, caminando bajo los árboles, en el campo. ¿Estaban en Gales, en Irlanda, en Antrim, en Jersey? No sabía dónde, pero el paisaje era tan bello como la sonrisa que resplandecía en la cara de Anne Jephson. ¡Qué orgulloso se sentía el pequeño Roger teniendo en la suya esa mano suave y tierna que le daba tanta seguridad y alegría! Rezar así era un bálsamo maravilloso, lo devolvía a aquella infancia donde, gracias a la presencia de su madre, todo era bello y feliz en la vida.

El padre Carey le preguntó si quería enviar algún mensaje a alguien, si podía traerle algo en la próxima visita, dentro de un par de días.

—Todo lo que quiero es volver a verlo, padre. Usted no sabe el bien que me hace hablarle y escucharlo.

Se separaron estrechándose la mano. En el largo y húmedo pasillo, sin haberlo planeado, a Roger Casement se le salió decirle al sheriff:

—Siento mucho la muerte de su hijo. Yo no he tenido hijos. Me imagino que no hay dolor más terrible en la vida.

El sheriff hizo un pequeño ruido con la garganta pero no respondió. En su celda, Roger se tumbó en su camastro y tomó la Imitación de Cristo en sus manos. Pero no pudo concentrarse en la lectura. Las letras bailoteaban ante sus ojos y en su cabeza chisporroteaban imágenes en una ronda enloquecida. La figura de Anne Jephson aparecía una y otra vez.

¿Cómo habría sido su vida si su madre, en vez de morir tan joven, hubiera seguido viva mientras él se hacía adolescente, hombre? Probablemente no habría emprendido la aventura africana. Se habría quedado en Irlanda, o en Liverpool, y hecho una carrera burocrática y tenido una existencia digna, oscura y cómoda, con esposa e hijos. Se sonrió: no, semejante género de vida no casaba con él. La que había llevado, con todos sus percances, era preferible. Había visto mundo, su horizonte se amplió enormemente, entendió mejor la vida, la realidad humana, la entraña del colonialismo, la tragedia de tantos pueblos por culpa de esa aberración.

Si la aérea Anne Jephson hubiera vivido no habría descubierto la triste y hermosa historia de Irlanda, aquella que nunca le enseñaron en Ballymena High School, esa historia que todavía se ocultaba a los niños y adolescentes de North Antrim. A ellos aún se les hacía creer que Irlanda era un bárbaro país sin pasado digno de memoria, ascendido a la civilización por el ocupante, educado y modernizado por el Imperio que lo despojó de su tradición, su lengua y su soberanía. Todo eso lo había aprendido allá en África, donde nunca habría pasado los mejores años de la juventud y la primera madurez, ni hubiera jamás llegado a sentir tanto orgullo por el país donde nació y tanta cólera por lo que había hecho con él Gran Bretaña, si su madre hubiera seguido viva.

¿Estaban justificados los sacrificios de esos veinte años africanos, los siete años en América del Sur, el año y pico en el corazón de las selvas amazónicas, el año y medio de soledad, enfermedad y frustraciones en Alemania? Nunca le había importado el dinero, pero ¿no era absurdo que después de haber trabajado tanto toda su vida fuera, ahora, pobre de solemnidad? El último balance de su cuenta bancaria eran diez libras esterlinas. Nunca supo ahorrar. Se había gastado todos sus ingresos en los otros —en sus tres hermanos, en asociaciones humanitarias como la Congo Reform Association e instituciones nacionalistas irlandesas como St. Enda’s School y la Gaelic League, a las que por buen tiempo entregó sus sueldos íntegros. Para poder gastar en esas causas había vivido con gran austeridad, alojándose, por ejemplo, largas temporadas en pensiones baratísimas, que no estaban a la altura de su rango (se lo habían insinuado sus colegas del Foreign Office). Nadie recordaría esos donativos, regalos, ayudas, ahora que había fracasado. Sólo se recordaría su derrota final.

Pero eso no era lo peor. Maldita sea, ahí estaba otra vez la condenada idea. Degeneraciones, perversiones, vicios, una inmundicia humana. Eso quería el Gobierno inglés que quedara de él. No las enfermedades que los rigores del Africa le habían infligido, la ictericia, las fiebres palúdicas que minaron su organismo, la artritis, las operaciones de hemorroides, los problemas rectales que tanto lo habían hecho padecer y avergonzarse desde la primera vez que debió operarse de una fístula en el ano, en 1893. «Debió usted venir antes, esta operación hace tres o cuatro meses hubiera sido sencilla. Ahora, es grave». «Vivo en el África, doctor, en Boma, un lugar donde mi médico es un alcohólico consuetudinario al que le tiemblan las manos por el delírium trémens. ¿Me iba a hacer operar por el doctor Salabert, cuya ciencia médica es inferior a la de un brujo bakongo?». Había sufrido de esto casi toda su vida. Hacía pocos meses, en el campo alemán de Limburg, tuvo una hemorragia que le suturó un médico militar hosco y grosero. Cuando decidió aceptar la responsabilidad de investigar las atrocidades cometidas por los caucheros en la Amazonia ya era un hombre muy enfermo. Sabía que aquel esfuerzo le tomaría meses y sólo le acarrearía problemas, y, sin embargo, lo asumió, pensando que prestaba un servicio a la justicia. Eso tampoco quedaría de él, si lo ejecutaban.

¿Sería cierto que father Carey se había negado a leer las cosas escandalosas que le atribuía la prensa? Era un hombre bueno y solidario, el capellán. Si debía morir, tenerlo junto a él lo ayudaría a mantener la dignidad hasta el último instante.

La desmoralización lo anegaba de pies a cabeza. Lo convertía en un ser tan desvalido como esos congoleses atacados por la mosca tse-tse a los que la enfermedad del sueño impedía mover los brazos, los pies, los labios y hasta tener los ojos abiertos. ¿Les impediría también pensar? A él, por desgracia, esas rachas de pesimismo aguzaban su lucidez, convertían su cerebro en una hoguera crepitante. Esas páginas del diario entregadas por el portavoz del Almirantazgo a la prensa, que tanto horrorizaron al rubicundo pasante de maître Gavan Duffy ¿eran reales o falsificadas? Pensó en la estupidez que formaba parte central de la naturaleza humana, y, también, por supuesto, de Roger Casement. Él era muy minucioso y tenía fama, como diplomático, de no tomar una iniciativa ni dar el menor paso sin prever todas las consecuencias posibles. Y, ahora, helo aquí, atrapado en una estúpida trampa construida a lo largo de toda su vida por él mismo, para dar a sus enemigos un arma que lo hundiera en la ignominia.

Asustado, se dio cuenta de que se estaba riendo a carcajadas.