XII

«Dejaré mis huesos en ese maldito viaje», pensó Roger cuando el canciller sir Edward Grey le dijo que, en vista de las contradictorias noticias que llegaban del Perú, la única manera para el Gobierno británico de saber a qué atenerse sobre lo que allí ocurría, era que el propio Casement regresara a Iquitos y viera sobre el terreno si el Gobierno peruano había hecho algo para poner fin a las iniquidades en el Putumayo o se valía de tácticas dilatorias pues no quería o no podía enfrentarse a Julio C. Arana.

La salud de Roger andaba de mal en peor. Desde su regreso de Iquitos, incluso durante los pocos días de fin de año que pasó en París con los Ward, volvió a atormentarlo la conjuntivitis y rebrotaron las fiebres palúdicas. También las hemorroides lo fastidiaban de nuevo, aunque sin las hemorragias de antaño. Apenas volvió a Londres, en los primeros días de enero de 1911, fue a ver a los médicos. Los dos especialistas que consultó dictaminaron que su estado era consecuencia de la inmensa fatiga y la tensión nerviosa de su experiencia amazónica. Necesitaba reposo, unas vacaciones muy tranquilas.

Pero no pudo tomarlas. La redacción del informe que el Gobierno británico requería con urgencia y las múltiples reuniones del Ministerio en las que debió informar sobre lo que había visto y oído en la Amazonia, así como las visitas a la Sociedad contra la Esclavitud, le quitaron mucho tiempo. Asimismo tuvo que reunirse con los directores ingleses y peruanos de la Peruvian Amazon Company, quienes, en la primera entrevista, después de escuchar cerca de dos horas sus impresiones del Putumayo, quedaron petrificados. Las caras largas, las bocas entreabiertas, lo miraban incrédulos y espantados como si el piso hubiera comenzado a cuartearse bajo sus pies y el techo a derrumbarse sobre sus cabezas. No sabían qué decir. Se despidieron sin formularle una sola pregunta.

A la segunda reunión de Directorio de la Peruvian Amazon Company asistió Julio C. Arana. Fue la primera y última vez que Roger Casement lo vio en persona. Había oído hablar tanto de él, escuchado a gente tan diversa endiosarlo como se hace con santones religiosos o líderes políticos (jamás con empresarios) o atribuirle crueldades y delitos horrendos —cinismo, sadismo, codicia, avaricia, deslealtad, estafas y pillerías monumentales— que se quedó observándolo largo rato, como un entomólogo a un insecto misterioso todavía sin catalogar.

Se decía que entendía inglés, pero nunca lo hablaba, por timidez o vanidad. Tenía a su lado un intérprete que le iba traduciendo todo al oído, en voz muy apagada. Era un hombre más bajo que alto, moreno, de rasgos mestizos, con una insinuación asiática en sus ojos algo sesgados y una frente muy ancha, de cabellos ralos y cuidadosamente asentados, con raya en el medio. Llevaba un bigotito y barbilla recién escarmenados y olía a colonia. La leyenda sobre su manía con la higiene y el atuendo debía ser verdad. Vestía de manera impecable, con un traje de paño fino cortado acaso en una sastrería de Savile Row. No abrió la boca mientras los otros directores, esta vez sí, interrogaban a Roger Casement con mil preguntas que, sin duda, les habían preparado los abogados de Arana. Intentaban hacerlo caer en contradicciones e insinuaban equívocos, exageraciones, susceptibilidades y escrúpulos de un europeo urbano y civilizado que se desconcierta ante el mundo primitivo.

Mientras les respondía, y añadía testimonios y precisiones que agravaban lo que les había dicho en la primera reunión, Roger Casement no dejaba de lanzar miradas a Julio C. Arana. Quieto como un ídolo, no se movía de su asiento y ni siquiera pestañeaba. Su expresión era impenetrable. En su mirada dura y fría había algo inflexible. A Roger le recordó esas miradas vacías de humanidad de los jefes de estación de las caucherías del Putumayo, miradas de hombres que han perdido (si alguna vez la tuvieron) la facultad de discriminar entre el bien y el mal, la bondad y la maldad, lo humano y lo inhumano.

Este hombrecito atildado, ligeramente rechoncho, era pues el dueño de ese imperio del tamaño de un país europeo, dueño de vidas y haciendas de decenas de miles de personas, odiado y adulado, que en ese mundo de miserables que era la Amazonia había acumulado una fortuna comparable a la de los grandes potentados de Europa. Había comenzado como un niño pobre, en ese pueblecito perdido que debía ser Rioja, en la selva alta peruana, vendiendo de casa en casa los sombreros de paja que tejía su familia. Poco a poco, compensando su falta de estudios —sólo unos pocos años de instrucción primaria— con una capacidad de trabajo sobrehumana, una intuición genial para los negocios y una absoluta falta de escrúpulos, fue escalando la pirámide social. De vendedor ambulante de sombreros por la vasta Amazonia, pasó a ser habilitador de esos caucheros misérrimos que se aventuraban por su cuenta y riesgo en la selva, a los que proveía de machetes, carabinas, redes de pescar, cuchillos, latas para el jebe, conservas, harina de yuca y utensilios domésticos, a cambio de parte del caucho que recogían y que él se encargaba de vender en Iquitos y Manaos a las compañías exportadoras. Hasta que, con el dinero ganado, pudo pasar de habilitador y comisionista a productor y exportador. Se asoció al principio con caucheros colombianos, que, menos inteligentes o diligentes o faltos de moral que él, terminaron todos malvendiéndole sus tierras, depósitos, braceros indígenas y a veces trabajando a su servicio. Desconfiado, instaló a sus hermanos y cuñados en los puestos claves de la empresa, que, pese a su gran tamaño y estar registrada desde 1908 en la Bolsa de Londres, seguía funcionando en la práctica como una empresa familiar. ¿A cuánto ascendía su fortuna? La leyenda sin duda exageraba la realidad. Pero, en Londres, la Peruvian Amazon Company tenía este valioso edificio en el corazón de la City y la mansión de Arana en Kensington Road no desmerecía entre los palacios de los príncipes y banqueros que la rodeaban. Su casa en Ginebra y su palacete de verano en Biarritz estaban amueblados por decoradores de moda y lucían cuadros y objetos de lujo. Pero de él se decía que llevaba una vida austera, que no bebía ni jugaba ni tenía amantes y que dedicaba todo su tiempo libre a su mujer. La había enamorado desde niño —ella era también de Rioja— pero Eleonora Zumaeta sólo le dio el sí luego de muchos años, cuando ya era acomodado y poderoso y ella una maestra de escuela del pueblito donde nació.

Al terminar la segunda reunión de Directorio de la Peruvian Amazon Company, Julio C. Arana aseguró, a través del intérprete, que su compañía haría todo lo necesario para que cualquier deficiencia o mal funcionamiento en las caucherías del Putumayo se corrigiera de inmediato. Pues era política de su empresa actuar siempre dentro de la legalidad y la moral altruista del Imperio británico. Arana se despidió del cónsul con una venia, sin extenderle la mano.

Redactar el Informe sobre el Putumayo le tomó mes y medio. Comenzó a escribirlo en una oficina del Foreign Office, ayudado por un mecanógrafo, pero, luego, prefirió trabajar en su departamento de Philbeach Gardens, en Earl’s Court, junto a la bella iglesita de St. Cuthbert y St. Matthias a la que a veces Roger se metía a escuchar al magnífico organista. Como incluso allí venían a interrumpirlo políticos y miembros de organizaciones humanitarias y antiesclavistas y gente de prensa, pues los rumores de que su Informe sobre el Putumayo sería tan devastador como el que escribió sobre el Congo corrían por todo Londres y ciaban pie a conjeturas y chismografías en las gacetillas y mentideros londinenses, pidió autorización al Foreign Office para viajar a Irlanda. Allí, en un cuarto del Hotel Buswells, de Molesworth Street, en Dublín, terminó su trabajo a comienzos de marzo de 1911. De inmediato llovieron sobre él las felicitaciones de sus jefes y colegas. El propio sir Edward Grey lo llamó a su despacho para elogiar su Informe, a la vez que le sugería algunas correcciones menores. El texto fue enviado de inmediato al Gobierno de los Estados Unidos, a fin de que Londres y Washington hicieran presión sobre el Gobierno peruano del presidente Augusto B. Leguía, exigiéndole, en nombre de la comunidad civilizada, que pusiera fin a la esclavitud, las torturas, raptos, violaciones y aniquilamiento de las comunidades indígenas y que llevara a los tribunales a las personas incriminadas.

Roger no pudo tomar todavía el descanso prescrito por los médicos y que tanta falta le hacía. Debió reunirse varias veces con comités del Gobierno, del Parlamento y de la Sociedad contra la Esclavitud que estudiaban la forma más práctica de que las instituciones públicas y privadas actuaran para aliviar la situación de los nativos de la Amazonia. A sugerencia suya, una de las primeras iniciativas fue sufragar la instalación de una misión religiosa en el Putumayo, algo que la Compañía de Arana había siempre impedido. Ahora se comprometió a facilitarla.

Por fin, en junio de 1911 pudo partir de vacaciones a Irlanda. Allí estaba cuando recibió una carta personal de sir Edward Grey. El canciller le informaba que, debido a su recomendación, Su Majestad George V había decidido ennoblecerlo en mérito a sus servicios prestados al Reino Unido en el Congo y la Amazonia.

En tanto que parientes y amigos lo colmaban de felicitaciones, Roger, que las primeras veces que se oyó llamar sir Roger estuvo a punto de soltar la carcajada, se llenó de dudas. ¿Cómo aceptar este título otorgado por un régimen del que, en el fondo de su corazón, se sentía adversario, el mismo régimen que colonizaba a su país? Por otra parte, ¿no servía él mismo como diplomático a este rey y a este Gobierno? Nunca como en esos días sintió tanto la recóndita duplicidad en la que vivía hacía años, trabajando por una parte con disciplina y eficiencia al servicio del Imperio británico, y, por otra, entregado a la causa de la emancipación de Irlanda y vinculándose cada vez más, no con aquellos sectores moderados que aspiraban, bajo el liderazgo de John Redmond, a conseguir la Autonomía (Home Rule) para Eire, sino a los más radicales como el IRB, dirigido en secreto por Tom Clarke, cuya meta era la independencia a través de la acción armada. Corroído por estas vacilaciones, optó por agradecer a sir Edward Grey en una amable carta el honor que se le confería. La noticia se difundió en la prensa y contribuyó a aumentar su prestigio.

Las gestiones que emprendieron los Gobiernos británico y estadounidense ante el Gobierno peruano pidiéndole que los principales criminales señalados en el Informe —Fidel Velarde, Alfredo Montt, Augusto Jiménez, Armando Normand, José Inocente Fonseca, Abelardo Agüero, Elias Martinengui y Aurelio Rodríguez— fueran capturados y juzgados, parecieron en un principio dar frutos. El encargado de Negocios del Reino Unido en Lima, Mr. Lucien Gerome, cablegrafió al Foreign Office que los once principales empleados de la Peruvian Amazon Company habían sido despedidos. El juez Carlos A. Valcárcel, enviado desde Lima, apenas llegó a Iquitos preparó una expedición para ir a investigar a las caucherías del Putumayo. Pero no pudo ir con ella, pues cayó enfermo y debió viajar de urgencia a Estados Unidos a operarse. Puso al frente de la expedición a una persona enérgica y respetable: Rómulo Paredes, director del diario El Oriente, quien viajó al Putumayo con un médico, dos intérpretes y una escolta de nueve soldados. La comisión visitó todas las estaciones caucheras de la Peruvian Amazon Company y acababa de regresar a Iquitos, donde también estaba de vuelta el juez Carlos A. Valcárcel, ya recuperado. El Gobierno peruano había prometido a Mr. Gerome que, apenas recibiera el informe de Paredes y Valcárcel, actuaría.

Sin embargo, poco después, el mismo Gerome volvió a informar que el Gobierno de Leguía, afligido, le había hecho saber que la mayor parte de los criminales con orden de arresto había huido al Brasil. Los otros, acaso permanecían ocultos en la selva o habían ingresado clandestinamente a territorio colombiano. Estados Unidos y Gran Bretaña intentaron que el Gobierno brasileño extraditara al Perú a los prófugos para entregarlos a la justicia. Pero el canciller del Brasil, el Barón de Río Branco, repuso a ambos Gobiernos que no había tratado de extradición entre Perú y Brasil y que por lo tanto aquellas personas no podían ser devueltas sin que se suscitara un delicado problema jurídico internacional.

Días más tarde, el encargado de Negocios británico informó que, en una entrevista privada con el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, éste le había confesado, de manera extraoficial, que el presidente Leguía estaba en una situación imposible. Debido a su presencia en el Putumayo y a las fuerzas de seguridad que tenía para proteger sus instalaciones, la Compañía de Julio C. Arana era el único freno que impedía que los colombianos, quienes habían estado reforzando sus guarniciones de frontera, invadieran esa región. Estados Unidos y Gran Bretaña pedían algo absurdo: cerrar o perseguir a la Peruvian Amazon Company significaba pura y simplemente entregar a Colombia el inmenso territorio que codiciaba. Ni Leguía ni gobernante peruano alguno podía hacer cosa semejante sin suicidarse. Y el Perú carecía de recursos para instalar en las remotas soledades del Putumayo una guarnición militar lo bastante fuerte para proteger la soberanía nacional. Lucien Gerome añadía que, por todo ello, no cabía esperar que el Gobierno peruano hiciera de inmediato nada eficaz, salvo declaraciones y gestos desprovistos de sustancia.

Esta fue la razón por la que el Foreign Office decidió, antes de que el Gobierno de Su Majestad hiciera público su Informe sobre el Putumayo y pidiera sanciones de la comunidad internacional contra el Perú, que Roger Casement volviera sobre el terreno y comprobara allá en la Amazonia, con sus propios ojos, si se habían hecho algunas reformas, si había un proceso judicial en marcha y si la acción legal iniciada por el doctor Carlos A. Valcárcel era cierta. La insistencia de sir Edward Grey hizo que Roger se viera obligado a aceptar, diciéndose para sus adentros algo que en los meses siguientes tendría muchas ocasiones de repetirse: «Dejaré mis huesos en ese maldito viaje».

Preparaba su partida cuando llegaron a Londres Omarino y Arédomi. En los cinco meses que pasaron bajo su custodia en Barbados el padre Smith les había dado clases de inglés, nociones de lectura y escritura y los había acostumbrado a vestirse a la manera occidental. Pero Roger se encontró con dos chiquillos a los que la civilización, pese a darles de comer, no golpearlos ni flagelarlos, los había entristecido y apagado. Parecían siempre temerosos de que las gentes que los rodeaban, sometiéndolos a un escrutinio inagotable, mirándolos de arriba abajo, tocándolos, pasándoles la mano por la piel como si los creyeran sucios, interrogándolos con preguntas que no entendían y no sabían cómo responder, fueran a hacerles daño. Roger los llevó al zoológico, a tomar helados a Hyde Park, a visitar a su hermana Nina, a su prima Gertrude y a una velada con intelectuales y artistas donde Alice Stopford Green. Todos los trataban con cariño pero la curiosidad con que eran examinados, sobre todo cuando tenían que sacarse las camisas y enseñar las cicatrices en las espaldas y en las nalgas, los turbaba. A veces, Roger descubría los ojos de los chiquillos cuajados de lágrimas. Él había planeado enviar a los niños a educarse en Irlanda, en las afueras de Dublín, en la escuela bilingüe de St. Enda’s que dirigía Patrick Pearse, a quien conocía bien. Le escribió al respecto, contándole de dónde procedían ambos chiquillos. Roger había dado una charla en St. Enda’s sobre el África y apoyaba con donativos económicos los esfuerzos de Patrick Pearse tanto en la Liga Gaélica y sus publicaciones como en esta escuela, por promover la difusión de la antigua lengua irlandesa. Pearse, poeta, escritor, católico militante, pedagogo y nacionalista radical, aceptó tomarlos a ambos, ofreciendo incluso hacer una rebaja en la matrícula y el internado en St. Enda’s. Pero, cuando recibió la respuesta de Pearse, Roger ya había decidido consentir a lo que Omarino y Arédomi le rogaban a diario: regresarlos a la Amazonia. Ambos eran profundamente desdichados en esa Inglaterra donde se sentían convertidos en anomalías humanas, objetos de exhibición que sorprendían, divertían, conmovían y a veces asustaban a unas personas que nunca los tratarían como iguales, siempre como forasteros exóticos.

Mucho pensaría Roger Casement en el viaje de regreso a Iquitos en esta lección que le dio la realidad sobre lo paradójica e inapresable que era el alma humana. Ambos chiquillos habían querido escapar del infierno amazónico donde eran maltratados y se les hacía trabajar como animales sin darles apenas de comer. Él hizo esfuerzos y gastó una buena cantidad de su escaso patrimonio para pagarles los pasajes a Europa y mantenerlos desde hacía seis meses, pensando que de este modo los salvaba, dándoles acceso a una vida decente. Y, sin embargo, aquí, aunque por razones distintas, estaban tan lejos de la felicidad o, por lo menos, de una existencia tolerable, como en el Putumayo. Aunque no les pegaran y más bien los acariñaran, se sentían ajenos, solos y conscientes de que nunca formarían parte de este mundo.

Poco antes de partir Roger rumbo al Amazonas, siguiendo sus consejos, el Foreign Office nombró un nuevo cónsul en Iquitos: George Michell. Era una elección magnífica. Roger lo había conocido en el Congo. Michell era empeñoso y trabajó con entusiasmo en la campaña de denuncia de los crímenes bajo el régimen de Leopoldo II. Tenía frente a la colonización la misma posición que Casement. Llegado el caso, no vacilaría en enfrentarse a la Casa Arana. Tuvieron dos largas conversaciones y planearon una estrecha colaboración.

El 16 de agosto de 1911, Roger, Omarino y Arédomi partieron de Southampton, en el Magdalena, rumbo a Barbados. Llegaron a la isla doce días después. Desde que el barco empezó a surcar las aguas azul plata del mar Caribe, Roger sintió en la sangre que su sexo, dormido en estos últimos meses de enfermedades, preocupaciones y gran trabajo físico y mental, volvía a despertar y a llenarle la cabeza de fantasías y deseos. En su diario resumió su estado de ánimo con tres palabras: «Ardo de nuevo».

Nada más desembarcar fue a agradecer al padre Smith lo que había hecho por los dos chiquillos. Lo emocionó ver cómo Omarino y Arédomi, tan parcos en Londres para manifestar sus sentimientos, abrazaban y palmeaban al religioso con gran familiaridad. El padre Smith los llevó a visitar el Convento de las Ursulinas. En ese tranquilo claustro con arbolillos de algarrobo y flores moradas de la buganvilia, donde no llegaba el ruido de la calle y el tiempo parecía suspendido, Roger se apartó de los otros y se sentó en una banca. Estaba observando una hilera de hormigas que llevaba en peso una hoja, como los cargadores del anda de la Virgen en las procesiones del Brasil, cuando recordó: hoy era su cumpleaños. ¡Cuarenta y siete! No se podía decir que fuera un anciano. Muchos hombres y mujeres de su edad estaban en plena forma física y psicológica, con energía, anhelos y proyectos. Pero él se sentía viejo y con la desagradable sensación de haber ingresado a la etapa final de su existencia. Alguna vez, con Herbert Ward, en Africa, habían fantaseado cómo serían sus últimos años. El escultor se imaginaba una vejez mediterránea, en Provenza o Toscana, en una casa rural. Tendría un vasto taller y muchos gatos, perros, patos y gallinas y él mismo cocinaría los domingos platos densos y condimentados como la bouillabaisse para una larga parentela. Roger, en cambio, sobresaltado, afirmó: «Yo no llegaré a la vejez, estoy seguro». Había sido un pálpito. Recordaba vividamente aquella premonición y volvió a sentirla como cierta: no llegaría a viejo.

El padre Smith aceptó alojar a Omarino y Arédomi los ocho días que permanecieron en Bridgetown. Al día siguiente de su llegada Roger fue a unos baños públicos que había frecuentado a su paso anterior por la isla. Como esperaba, vio hombres jóvenes, atléticos y estatuarios, pues aquí, igual que en Brasil, nadie tenía vergüenza de su cuerpo. Mujeres y hombres lo cultivaban y lucían con desenfado. Un muchacho muy joven, adolescente de quince o dieciséis años, lo turbó. Tenía esa palidez frecuente en los mulatos, una piel lisa y brillante, unos ojos verdes, grandes y osados, y, de su ajustado pantalón de baño, emergían unos muslos lampiños y elásticos que a Roger le causaron un comienzo de vértigo. La experiencia había aguzado en él esa intuición que le permitía conocer muy rápido, por indicios imperceptibles para cualquier otro —un esbozo de sonrisa, un brillo en los ojos, un movimiento invitador de la mano o del cuerpo—, si un muchacho entendía lo que él quería y estaba dispuesto a concedérselo o, por lo menos, a negociarlo. Con el dolor de su alma, sintió que ese joven tan bello era completamente indiferente a los furtivos mensajes que le enviaba con los ojos. Sin embargo, lo abordó. Conversó un momento con él. Era hijo de un clérigo barbadense y aspiraba a ser contador. Estudiaba en una academia de comercio y dentro de poco, aprovechando una vacación, acompañaría a su padre a Jamaica. Roger lo invitó a tomar helados pero el joven no aceptó.

De regreso a su hotel, presa de la excitación, escribió en su diario, en el lenguaje vulgar y telegráfico que utilizaba para los episodios más íntimos: «Baños públicos. Hijo de clérigo. Bellísimo. Falo largo, delicado, que se entiesó en mis manos. Lo recibí en mi boca. Felicidad de dos minutos». Se masturbó y se volvió a bañar, jabonándose minuciosamente, mientras trataba de apartar la tristeza y la sensación de soledad que le solían sobrevenir en estos casos.

Al día siguiente, al mediodía, mientras almorzaba en la terraza de un restaurante en el puerto de Bridgetown, vio pasar a su lado a Andrés O’Donnell. Lo llamó. El antiguo capataz de Arana, jefe de la estación de Entre Ríos, lo reconoció de inmediato. Unos segundos lo miró con desconfianza y algo de susto. Pero, por fin, le estrechó la mano y aceptó sentarse con él. Se tomó un café y un trago de brandy mientras charlaban. Le confesó que el paso de Roger por el Putumayo había sido como la maldición de un brujo huitoto para los caucheros. Apenas se fue, corrió el rumor de que pronto llegarían policías y jueces con órdenes de detención y que todos los jefes, capataces y mayordomos de las caucherías tendrían problemas con la justicia. Y, como la Compañía de Arana era inglesa, serían enviados a Inglaterra y juzgados allá. Por eso, muchos, como O’Donnell, habían preferido alejarse de la zona rumbo al Brasil, Colombia o Ecuador. Él había venido hasta aquí con la promesa de un trabajo en una plantación cañera, pero no lo consiguió. Ahora trataba de partir a Estados Unidos, donde, al parecer, había oportunidades en los ferrocarriles. Sentado en esta terraza, sin botas, ni pistola, ni látigo, enfundado en un overol viejo y una camisa raída, era nada más que un pobre diablo angustiado por su porvenir.

—Usted no lo sabe, pero me debe a mí la vida, señor Casement —le dijo, cuando ya se despedía, con una sonrisa amarga—. Aunque, sin duda, no me lo va a creer.

—Cuéntemelo de todos modos —lo animó Roger.

—Armando Normand estaba convencido que si usted salía vivo de allí, todos los jefes de las caucherías iríamos a la cárcel. Que lo mejor sería que se ahogara en el río o se lo comiera un puma o un caimán. Usted me entiende. Como le ocurrió a ese explorador francés, Eugéne Robuchon, que empezó a poner nerviosa a la gente con tantas preguntas que hacía y por eso lo desaparecieron.

—¿Por qué no me mataron? Era muy fácil, con la práctica que ustedes tenían.

—Yo les hice ver las posibles consecuencias —afirmó Andrés O’Donnell, con cierta jactancia—. Víctor Macedo me apoyó. Que, siendo usted inglés, y la Compañía de don Julio también, nos juzgarían en Inglaterra según las leyes inglesas. Y que nos ahorcarían.

—No soy inglés sino irlandés —lo corrigió Roger Casement—. Probablemente las cosas no hubieran ocurrido como cree. De todas maneras, muchas gracias. Eso sí, mejor viaje cuanto antes y no me diga dónde. Estoy obligado a informar que lo he visto y el Gobierno inglés cursará muy pronto orden de que lo detengan.

Esa tarde, volvió a los baños públicos. Tuvo mejor suerte que el día anterior. Un moreno forzudo y risueño, al que había visto levantando pesas en la sala de ejercicios, le sonrió. Cogiéndolo del brazo, lo llevó a una salita donde vendían bebidas. Mientras tomaban un jugo de piña y plátano y le decía su nombre, Stanley Weeks, se acercaba mucho a él, hasta rozar una de sus piernas con la suya. Luego, con una sonrisita llena de intenciones, lo llevó siempre del brazo a un pequeño camarín, cuya puerta cerró con pestillo apenas entraron. Se besaron, se mordisquearon las orejas y el cuello, mientras se quitaban los pantalones. Roger observó, ahogándose de deseo, el falo negrísimo de Stanley y el glande rojizo y húmedo, engordando bajo sus ojos. «Dos libras y me lo chupas», lo oyó decir. «Después, te enculo». Asintió, arrodillándose. Más tarde, en su cuarto de hotel, escribió en su diario: «Baños públicos. Stanley Weeks: atleta, joven, 27 años. Enorme, durísimo, 9 pulgadas por lo menos. Besos, mordiscos, penetración con grito. Dos pounds».

Roger, Omarino y Arédomi partieron de Barbados rumbo a Pará el 5 de septiembre, en el Boniface, un barco incómodo, pequeño y atestado, que olía mal y cuya comida era pésima. Pero Roger disfrutó de la travesía hasta Pará gracias al doctor Herbert Spencer Dickey, un médico norteamericano. Había trabajado para la Compañía de Arana en El Encanto y, además de corroborar los horrores que Casement ya conocía, le contó muchas anécdotas, algunas feroces y otras cómicas, sobre sus experiencias en el Putumayo. Resultó ser un hombre de espíritu aventurero, que había viajado por medio mundo, sensible y de buenas lecturas. Era agradable ver caer la noche en cubierta a su lado, fumando, tomando a pico de botella tragos de whiskey y escuchando cosas inteligentes. El doctor Dickey aprobaba los trajines que se daban Gran Bretaña y Estados Unidos para poner remedio a las atrocidades de la Amazonia. Pero era fatalista y escéptico: las cosas no cambiarían allí ni hoy ni en el futuro.

—La maldad la llevamos en el alma, mi amigo —decía, medio en broma, medio en serio—. No nos libraremos de ella tan fácilmente. En los países europeos y en el mío está más disimulada, sólo se manifiesta a plena luz cuando hay una guerra, una revolución, un motín. Necesita pretextos para hacerse pública y colectiva. En la Amazonia, en cambio, puede mostrarse a cara descubierta y perpetrar las peores monstruosidades sin las justificaciones del patriotismo o la religión. Sólo la codicia pura y dura. La maldad que nos emponzoña está en todas partes donde hay seres humanos, con las raíces bien hundidas en nuestros corazones.

Pero inmediatamente después de hacer estas afirmaciones lúgubres, soltaba una broma o contaba una anécdota que parecían desmentirlas. A Roger le gustaba conversar con el doctor Dickey, aunque, a la vez, lo deprimía un poco. El Boniface llegó a Pará el 10 de septiembre a mediodía. Todo el tiempo que estuvo como cónsul, se había sentido frustrado y asfixiado. Sin embargo, varios días antes de llegar a este puerto experimentó oleadas de deseo recordando la Praga do Palacio. Solía ir allí en las noches a levantarse a alguno de esos muchachos que se paseaban buscando clientes o aventuras entre los árboles con pantaloncitos muy ajustados, luciendo el culo y los testículos.

Se alojó en el Hotel do Comercio, sintiendo que renacía en su cuerpo la antigua fiebre que se apoderaba de él al emprender esos recorridos en aquella praga. Recordaba —¿o los inventaba?— algunos nombres de esos encuentros que por lo general terminaban en un hotelito de mala muerte de las inmediaciones o, a veces, en algún rincón oscuro en el césped del parque. Anticipaba esos entreveros veloces y sobresaltados sintiendo que su corazón se desbocaba. Pero esta noche estuvo también de malas, porque ni Marco, ni Olympio, ni Bebé (¿se llamaban así?) aparecieron, y, más bien, estuvo a punto de ser atracado por dos vagos en harapos, casi niños. Uno de ellos intentó meterle la mano al bolsillo en pos de una cartera que no llevaba, mientras el otro le preguntaba por una dirección. Se libró de ellos dándole a uno un empellón que lo hizo rodar por el suelo. Al ver su actitud decidida, ambos se echaron a correr. Regresó al hotel enfurecido. Se calmó escribiendo en su diario: «Praga do Palacio: uno gordo y durísimo. Sin respiración. Gotas de sangre en calzoncillo. Dolor placentero».

A la mañana siguiente visitó al cónsul inglés y a algunos europeos y brasileños conocidos de su estancia anterior en Pará. Sus averiguaciones fueron útiles. Localizó por lo menos a dos fugitivos del Putumayo. El cónsul y el jefe de la Policía local le aseguraron que José Inocente Fonseca y Alfredo Montt, luego de pasar un tiempo en una plantación a orillas del río Yavarí, estaban ahora instalados en Manaos, donde la Casa Arana les había conseguido trabajo en el puerto como controladores de aduanas. Roger telegrafió de inmediato al Foreign Office que pidiera a las autoridades brasileñas una orden de arresto contra ese par de criminales. Y tres días más tarde la Cancillería británica le respondió que Petrópolis veía de manera favorable esa solicitud. Ordenaría de inmediato a la policía de Manaos que detuviera a Montt y Fonseca. Pero no serían extraditados sino juzgados en el Brasil.

Su segunda y tercera noche en Pará fueron más fructíferas que la primera. Al anochecer del segundo día, un muchacho descalzo que vendía flores se ofreció prácticamente a él cuando Roger lo sondeaba preguntándole el precio del ramo de rosas que tenía en la mano. Fueron a un pequeño descampado, donde, en las sombras, Roger escuchó jadeos de parejas. Esos encuentros callejeros, en condiciones precarias siempre llenas de riesgos, le infundían sentimientos contradictorios: excitación y asco. El vendedor de flores olía a axilas, pero su aliento espeso y el calor de su cuerpo y la fuerza de su abrazo lo caldearon y llevaron muy pronto al clímax. Al entrar al Hotel do Comércio, advirtió que tenía el pantalón lleno de tierra y manchas y que el recepcionista lo miraba desconcertado. «Me asaltaron», le explicó.

A la noche siguiente, en la Praga do Palacio tuvo un nuevo encuentro, esta vez con un joven que le pidió una limosna. Lo invitó a pasear y en un quiosco bebieron una copa de ron. Joao lo llevó a una cabaña de latas y esteras en una barriada miserable. Mientras se desnudaban y hacían el amor a oscuras sobre un petate de fibras tendido en el suelo de tierra, oyendo ladrar a unos perros, Roger estuvo seguro de que en cualquier momento sentiría en su cabeza el filo de un cuchillo o el golpe de un garrote. Estaba preparado: en estos casos no sacaba nunca mucho dinero ni su reloj ni su lapicera de plata, apenas un puñado de billetes y monedas para dejarse robar algo y así aplacar a los ladrones. Pero nada le ocurrió. Joao lo acompañó de vuelta hasta las cercanías del hotel y se despidió de él mordiéndole la boca con una gran risotada. Al día siguiente, Roger descubrió que Joao o el vendedor de flores le habían pegado ladillas. Tuvo que ir a una farmacia a comprar calomel, quehacer siempre desagradable: el boticario —peor si se trataba de una boticaria— solía clavarle la vista de una manera que lo avergonzaba y, a veces, le lanzaba una sonrisita cómplice que, además de confundirlo, lo enfurecía.

La mejor, pero también la peor experiencia en los doce días que estuvo en Pará, fue la visita a los esposos Da Matta. Eran los mejores amigos que había hecho durante su estancia en la ciudad: Junio, ingeniero de caminos, y su esposa, Irene, pintora de acuarelas. Jóvenes, guapos, alegres, campechanos, exhalaban amor a la vida. Tenían una niña preciosa, María, de grandes ojos risueños. Roger los conoció en alguna reunión social o en un acto oficial, porque Junio trabajaba para el Departamento de Obras Públicas del gobierno local. Se veían con frecuencia, hacían paseos por el río, iban al cine y al teatro. Recibieron a su antiguo amigo con los brazos abiertos. Lo llevaron a cenar a un restaurante de comida bahiana, muy picante, y la pequeña María, que tenía ya cinco años, bailó y cantó para él haciendo morisquetas.

Esa noche, en el largo desvelo en su cama del Hotel do Comércio, Roger cayó en una de esas depresiones que lo habían acompañado casi toda su vida, sobre todo luego de un día o una racha de encuentros sexuales callejeros. Lo entristecía saber que nunca tendría un hogar como el de los Da Matta, que su vida sería cada vez más solitaria a medida que envejeciera. Pagaba caros esos minutos de placer mercenario. Se moriría sin haber saboreado esa intimidad cálida, una esposa con quien comentar las ocurrencias del día y planear el futuro —viajes, vacaciones, sueños—, sin hijos que prolongaran su nombre y su recuerdo cuando se fuera de este mundo. Su vejez, si llegaba a tenerla, sería la de los animales sin dueño. E igual de miserable, pues, aunque ganaba un salario decente desde que era diplomático, nunca había podido ahorrar por la cantidad de donaciones y ayudas que daba a las entidades humanitarias que luchaban contra la esclavitud, por los derechos a la supervivencia de los pueblos y culturas primitivas, y, ahora, a las organizaciones que defendían el gaélico y las tradiciones de Irlanda.

Pero, aún más que todo eso, lo amargaba pensar que moriría sin haber conocido el verdadero amor, un amor compartido, como el de Junio e Irene, esa complicidad e inteligencia silenciosa que se adivinaba entre ellos, la ternura con que se cogían de la mano o intercambiaban sonrisas viendo los aspavientos de la pequeña María. Como siempre en estas crisis, se desveló muchas horas y, cuando por fin pescaba el sueño, presintió delineándose en las sombras de su cuarto la lánguida figura de su madre.

El 22 de septiembre Roger, Omarino y Arédomi partieron de Pará rumbo a Manaos en el vapor Hilda de la Booth Line, un barco feo y calamitoso. Los seis días que navegaron en él hasta Manaos fueron un suplicio para Roger, por la estrechez de su camarote, la suciedad que reinaba por doquier, la execrable comida y las nubes de mosquitos que atacaban a los viajeros desde el atardecer hasta el alba.

Apenas desembarcaron en Manaos, Roger volvió a la caza de los fugitivos del Putumayo. Acompañado del cónsul inglés, fue a ver al gobernador, el señor Dos Reis, quien le confirmó que, en efecto, había llegado una orden del Gobierno central de Petrópolis para que se detuviera a Montt y a Fonseca. ¿Y por qué no los había detenido la policía todavía? El gobernador le dio una razón que le pareció estúpida o un simple pretexto: esperaban que él llegara a la ciudad. ¿Podían hacerlo de inmediato, antes que los dos pájaros volaran? Lo harían hoy mismo.

El cónsul y Casement, con la orden de arresto venida de Petrópolis, tuvieron que hacer dos viajes de ida y vuelta entre la Gobernación y la policía. Finalmente, el jefe de Policía envió a dos agentes a detener a Montt y a Fonseca en la aduana del puerto.

A la mañana siguiente, el cariacontecido cónsul inglés vino a anunciar a Roger que el intento de detención había tenido un desenlace grotesco, de sainete. Se lo acababa de comunicar el jefe de la Policía, pidiéndole toda clase de disculpas y haciendo propósito de enmienda. Los dos policías enviados a capturar a Montt y Fonseca los conocían y, antes de llevarlos a la comisaría, se fueron a tomar unas cervezas con ellos. Se habían pegado una gran borrachera, en el curso de la cual los delincuentes se fugaron. Como no se podía descartar que hubieran recibido dinero para dejarlos escapar, los policías en cuestión estaban presos. Si se comprobaba la corrupción, serían severamente sancionados. «Lo siento, sir Roger —le dijo el cónsul—, pero, aunque no se lo dije, me esperaba algo de eso. Usted, que ha sido diplomático en el Brasil, lo sabe de sobra. Aquí es normal que pasen cosas así».

Roger se sintió tan mal que el disgusto aumentó su desazón física. Permaneció en cama la mayor parte del tiempo, con fiebre y dolores musculares, mientras esperaba la partida del barco a Iquitos. Una tarde, en que luchaba contra la sensación de impotencia que lo vencía, fantaseó así en su diario: «Tres amantes en una noche, dos marineros entre ellos. ¡Me lo hicieron seis veces! Llegué al hotel caminando con las piernas abiertas como una parturienta». En medio de su mal humor, la enormidad que había escrito le provocó un ataque de risa. Él, tan educado y pulido con su vocabulario ante la gente, sentía siempre, en la intimidad de su diario, una invencible necesidad de escribir obscenidades. Por razones que no comprendía, la coprolalia le hacía bien.

El Hilda continuó viaje el 3 de octubre y, después de una travesía accidentada, con lluvias diluviales y el encuentro con una pequeña palizada, llegó a Iquitos al amanecer del 6 de octubre de 1911. Allí estaba en el puerto, esperándolo, sombrero en mano, Mr. Stirs. Su reemplazante, George Michell y su esposa, llegarían pronto. El cónsul estaba buscándoles una casa. Esta vez Roger no se alojó en su residencia sino en el Hotel Amazonas, cerca de la Plaza de Armas, en tanto que Mr. Stirs se llevaba consigo, temporalmente, a Omarino y Arédomi. Ambos jóvenes habían decidido quedarse en la ciudad trabajando como empleados domésticos, en vez de regresar al Putumayo. Mr. Stirs prometió ocuparse de encontrarles alguna familia que quisiera emplearlos y los tratara bien.

Como Roger se temía, dados los antecedentes de Brasil, aquí tampoco las noticias eran alentadoras. Mr. Stirs no sabía cuántos detenidos había entre los dirigentes de la Casa Arana de la larga lista de 237 presuntos culpables que el juez doctor Carlos A. Valcárcel había mandado arrestar luego de recibir el informe de Rómulo Paredes sobre su expedición al Putumayo. No había podido averiguarlo porque reinaba un extraño silencio sobre el asunto en Iquitos, así como sobre el paradero del juez Valcárcel. Este, desde hacía varias semanas, era inencontrable. El gerente general de la Peruvian Amazon Company, Pablo Zumaeta, que figuraba en aquella lista, andaba escondido en apariencia, pero Mr. Stirs aseguró a Roger que su escondite era una farsa, porque el cuñado de Arana y su esposa Petronila se lucían en los restaurantes y fiestas locales sin que nadie los molestara.

Más tarde, Roger recordaría estas ocho semanas que pasó en Iquitos como un lento naufragio, un irse hundiendo insensiblemente en un piélago de intrigas, falsos rumores, mentiras flagrantes o esquinadas, contradicciones, un mundo donde nadie decía la verdad, porque ésta traía enemistades y problemas o, con más frecuencia, porque las gentes vivían dentro de un sistema en el que ya era prácticamente imposible distinguir lo falso de lo cierto, la realidad del embauco. Él había conocido, desde sus años en el Congo, esa sensación desesperante de haber caído en unas arenas movedizas, un suelo fangoso que se lo iba tragando y donde sus esfuerzos sólo servían para hundirlo más en esa materia viscosa que terminaría por englutirlo. ¡Debía salir de aquí cuanto antes!

Al día siguiente de llegar fue a visitar al prefecto de Iquitos. Había uno nuevo, otra vez. El señor Adolfo Gamarra —bigotes recios, barriguita abultada, puro humeante, manos nerviosas y húmedas— lo recibió en su despacho con abrazos y felicitaciones:

—Gracias a usted —le dijo, abriendo los brazos de manera teatral y palmeándolo—, se ha descubierto una monstruosa injusticia social en el corazón de la Amazonia. El Gobierno y el pueblo peruano le están reconocidos, señor Casement.

Inmediatamente después añadió que el informe que, para satisfacer los requerimientos del Gobierno inglés, había hecho por encargo del Gobierno peruano el juez Carlos A. Valcárcel, era «formidable» y «devastador». Constaba de cerca de tres mil páginas y confirmaba todas las acusaciones que Inglaterra había transmitido al presidente Augusto B. Leguía.

Pero, cuando Roger le preguntó si podía tener una copia del informe, el prefecto le repuso que se trataba de un documento de Estado y que estaba fuera de su jurisdicción autorizar que lo leyera un extranjero. El señor cónsul debía presentar una solicitud en Lima al Supremo Gobierno, a través de la Cancillería, y sin duda obtendría el permiso. Cuando Roger le preguntó qué podía hacer para entrevistarse con el juez Carlos A. Valcárcel, el prefecto se puso muy serio y recitó de corrido:

—No tengo la menor idea del paradero del doctor Valcárcel. Su misión ha terminado y entiendo que ha abandonado el país.

Roger salió de la Prefectura completamente aturdido. ¿Qué era lo que ocurría, en verdad? Este sujeto sólo le había dicho mentiras. Esa misma tarde fue al local del diario El Oriente, a hablar con su director, el doctor Rómulo Paredes. Se encontró con un cincuentón muy moreno, en mangas de camisa, cubierto de sudor, vacilante y presa del pánico. Pintaba algunas canas. Apenas Roger comenzó a hablar, lo hizo callar con un gesto perentorio que parecía decir: «Cuidado, las paredes oyen». Lo cogió del brazo y lo llevó a un barcito de la esquina llamado La Chipirona. Lo hizo sentar en una mesita apartada.

—Le ruego que me disculpe, señor cónsul —le dijo, mirando todo el tiempo a su alrededor con recelo—. No puedo ni debo decirle gran cosa. Estoy en una situación muy comprometida. Que la gente me vea con usted representa para mí un gran riesgo.

Estaba pálido, le temblaba la voz y había comenzado a morderse una uña. Pidió una copita de aguardiente y se la bebió de golpe. Escuchó en silencio la relación que le hizo Roger de su entrevista con el prefecto Gamarra.

—Es un soberano farsante —le dijo al fin, envalentonado por el trago—. Gamarra tiene un informe mío, corroborando todas las acusaciones del juez Valcárcel. Se lo entregué en julio. Han pasado más de tres meses y todavía no lo envía a Lima. ¿Por qué cree usted que lo ha retenido tanto tiempo? Porque todo el mundo sabe que el prefecto Adolfo Gamarra es también, como medio Iquitos, un empleado de Arana.

En cuanto al juez Valcárcel, le dijo que había salido del país. No sabía su paradero, pero sí que, si se hubiera quedado en Iquitos, probablemente sería ya cadáver. Se puso de pie, bruscamente:

—Que es lo que me ocurrirá a mí también en cualquier momento, señor cónsul —se limpiaba el sudor mientras hablaba y Roger pensó que iba a romper en llanto—. Porque yo, por desgracia, no puedo irme. Tengo mujer e hijos y mi único negocio es el periódico.

Se marchó sin siquiera despedirse. Roger regresó donde el prefecto, enfurecido. El señor Adolfo Gamarra le confesó que, en efecto, el informe elaborado por el doctor Paredes no había podido ser enviado a Lima «por problemas de logística, felizmente ya resueltos». Partiría de todas maneras esta semana misma «y con un propio para mayor seguridad, pues el mismo presidente Leguía lo reclama con urgencia».

Todo era así. Roger se sentía mecido en un remolino adormecedor, dando vueltas y vueltas en el sitio, manipulado por fuerzas tortuosas e invisibles. Todas las gestiones, promesas, informaciones, se descomponían y disolvían sin que los hechos correspondieran jamás a las palabras. Lo que se hacía y lo que se decía eran mundos aparte. Las palabras negaban los hechos y los hechos desmentían a las palabras y todo funcionaba en la engañifa generalizada, en un divorcio crónico entre el decir y el hacer que practicaba todo el mundo.

A lo largo de la semana estuvo haciendo averiguaciones múltiples sobre el juez Carlos A. Valcárcel. Como Saldaña Roca, el personaje le inspiraba respeto, afecto, piedad, admiración. Todos prometían ayudarlo, informarse, llevarle el recado, localizarlo, pero lo mandaban de un lugar a otro sin que nadie le diera la menor explicación seria sobre su situación. Por fin, siete días después de llegar a Iquitos, consiguió salir de esa telaraña enloquecedora gracias a un inglés residente en la ciudad. Mr. F. J. Harding, gerente de la John Lilly Company, era un hombre alto y tieso, solterón y casi calvo, uno de los pocos comerciantes de Iquitos que no parecía bailar a los compases de la Peruvian Amazon Company.

—Nadie le dice ni le dirá lo sucedido con el juez Valcárcel porque temen verse enredados en el lío, sir Roger —conversaban en la casita de Mr. Harding, vecina del malecón. En las paredes había grabados de castillos escoceses. Tomaban un refresco de coco—. Las influencias de Arana en Lima consiguieron que el juez Valcárcel fuera destituido, acusado de prevaricación y no sé cuántas falsedades más. El pobre hombre, si está vivo, debe lamentar amargamente haber cometido el peor error de su vida aceptando esta misión. Vino a meterse en la boca del lobo y lo ha pagado caro. Era muy respetado en Lima, parece. Ahora lo han hundido en la mugre y acaso asesinado. Nadie sabe dónde está. Ojalá se haya marchado. Hablar de él se ha vuelto un tabú en Iquitos.

En efecto, la historia de ese probo y temerario doctor Carlos A. Valcárcel que vino a Iquitos a investigar los «horrores del Putumayo» no podía ser más triste. Roger la fue reconstruyendo en el curso de estas semanas como un rompecabezas. Cuando tuvo la audacia de dictar orden de detención contra 237 personas por presuntos crímenes, casi todas ellas vinculadas a la Peruvian Amazon Company, corrió un escalofrío por la Amazonia. No sólo la peruana, también la colombiana y la brasileña. De inmediato, la maquinaria del imperio de Julio C. Arana acusó el golpe y comenzó su contraofensiva. La policía sólo pudo localizar a nueve de los 237 incriminados. De los nueve, el único realmente importante era Aurelio Rodríguez, uno de los jefes de sección en el Putumayo, responsable de un abultado prontuario de raptos, violaciones, mutilaciones, secuestros y asesinatos. Pero los nueve detenidos, incluido Rodríguez, presentaron un habeas corpus a la Corte Superior de Iquitos y el Tribunal los puso en libertad provisional mientras estudiaba su expediente.

—Desafortunadamente —explicó a Roger el prefecto, sin pestañear y afligiendo la expresión—, aprovechando la libertad provisional esos malos ciudadanos huyeron. Como usted no puede ignorar, será difícil encontrarlos en la inmensidad de la Amazonia si la Corte Superior convalida la orden de arresto.

La Corte no tenía ningún apuro en hacerlo, pues cuando Roger Casement fue a preguntar a los jueces cuándo verían el expediente, le explicaron que eso se hacía «por riguroso orden de llegada de los casos». Había un voluminoso número de legajos en la cola «antes del susodicho que a usted le interesa». Uno de los pasantes del Tribunal se permitió añadir, en tono de burla:

—Aquí la justicia es segura pero lenta y estos trámites pueden durar muchos años, señor cónsul.

Pablo Zumaeta, desde su supuesto escondite, orquestó la ofensiva judicial contra el juez Carlos A. Valcárcel, iniciándole, a través de testaferros, múltiples denuncias por prevaricación, desfalco, falso testimonio y otros varios delitos. Una mañana se presentaron en la comisaría de Iquitos una india bora y su hija de pocos años, acompañadas de un intérprete, para acusar al juez Carlos A. Valcárcel de «atentado contra el honor de una menor». El juez tuvo que emplear gran parte de su tiempo en defenderse de esas fabricaciones calumniosas, declarando, correteando y escribiendo oficios en vez de ocuparse de la investigación que lo trajo a la selva. El mundo entero se le fue cayendo encima. El hotelito donde estaba alojado, El Yurimaguas, lo despidió. No encontró albergue ni pensión en la ciudad que se atreviera a cobijarlo. Tuvo que alquilar una pequeña habitación en Nanay, una barriada llena de basurales y estanques de aguas pútridas, donde, en las noches, sentía bajo su hamaca las carreritas de las ratas y pisaba cucarachas.

Todo esto lo fue sabiendo Roger Casement a pedazos, con detalles susurrados aquí y allá, mientras aumentaba su admiración por ese magistrado al que hubiera querido estrecharle la mano y felicitarlo por su decencia y su coraje. ¿Qué había sido de él? Lo único que pudo saber con certeza, aunque la palabra «certeza» no parecía tener arraigo firme en el suelo de Iquitos, era que, cuando llegó la orden de Lima destituyéndolo, Carlos A. Valcárcel ya había desaparecido. Desde entonces nadie en la ciudad podía dar cuenta de su paradero. ¿Lo habían matado? Se repetía la historia del periodista Benjamín Saldaña Roca. La hostilidad contra él había sido tan grande que no tuvo más remedio que huir. En una segunda entrevista, en casa de Mr. Stirs, el director de El Oriente, Rómulo Paredes, le dijo:

—Yo mismo le aconsejé al juez Valcárcel que se mandara mudar antes de que lo mataran, sir Roger. Ya le habían llegado bastantes avisos.

¿Qué clase de avisos? Provocaciones en los restaurantes y bares donde el juez Valcárcel entraba a comer un bocado o tomar una cerveza. Súbitamente, un borracho lo insultaba y lo desafiaba a pelear mostrándole una chaveta. Si el juez iba a presentar una denuncia a la policía o a la Prefectura, le hacían rellenar interminables formularios, pormenorizando los hechos, y asegurándole que «investigarían su queja».

Roger Casement se sintió muy pronto como debía haberse sentido el juez Valcárcel antes de escapar de Iquitos o de ser liquidado por alguno de los asesinos a sueldo de Arana: engañado por doquier, convertido en el hazmerreír de una comunidad de títeres cuyos hilos movía la Peruvian Amazon Company, a la que todo Iquitos obedecía con obsecuencia vil.

Se había propuesto volver al Putumayo, aunque era evidente que, si aquí en la ciudad la Compañía de Arana había conseguido burlar las sanciones y evitar las reformas anunciadas, era obvio que allá en las caucherías todo seguiría igual o peor que antes, tratándose de los indígenas. Rómulo Paredes, Mr. Stirs y el prefecto Adolfo Gamarra lo urgieron a renunciar a ese viaje.

—Usted no saldrá vivo de allá y su muerte no servirá para nada —le aseguró el director de El Oriente—. Señor Casement, siento decírselo, pero usted es el hombre más odiado en el Putumayo. Ni Saldaña Roca, ni el gringo Hardenburg, ni el juez Valcárcel, son tan detestados como usted.

—Yo regresé vivo del Putumayo de milagro.

—Pero ese milagro no se va a repetir si usted va allá a que lo crucifiquen. Además, ¿sabe una cosa?, lo más absurdo será que lo harán matar con los dardos envenenados de las cerbatanas de esos boras y huitotos que usted defiende. No vaya, no sea insensato. No se suicide.

El prefecto Adolfo Gamarra, apenas se enteró de sus preparativos de viaje al Putumayo, vino a buscarlo al Hotel Amazonas. Estaba muy alarmado. Lo llevó a tomar una cerveza a un bar donde tocaban música brasileña. Fue la única vez que a Roger le pareció que el funcionario le hablaba con sinceridad.

—Le suplico que renuncie a esa locura, señor Casement —le dijo, mirándolo a los ojos—. Yo no tengo cómo asegurar su protección. Siento decírselo, pero es la verdad. No quiero cargar con su cadáver en mi hoja de servicios. Sería el fin de mi carrera. Le digo esto con el corazón en la mano. No llegará usted al Putumayo. He conseguido, con mucho esfuerzo, que aquí nadie lo toque. No ha sido nada fácil, se lo juro. He tenido que rogar y amenazar a quienes mandan. Pero mi autoridad desaparece fuera de los límites de la ciudad. No vaya al Putumayo. Por usted y por mí. No arruine usted mi futuro, por lo que más quiera. Le hablo como un amigo, de verdad.

Pero lo que al fin lo hizo desistir del viaje fue una inesperada y brusca visita, en medio de la noche. Estaba ya acostado y por pescar el sueño cuando el empleado de la recepción del Hotel Amazonas vino a tocarle la puerta. Lo buscaba un señor, decía que era muy urgente. Se vistió, bajó y se encontró con Juan Tizón. No había vuelto a saber de él desde el viaje al Putumayo, en el que este alto funcionario de la Peruvian Amazon Company colaboró con la Comisión de modo tan leal. No era ni sombra del hombre seguro de sí mismo que Roger recordaba. Se lo veía envejecido, exhausto y sobre todo desmoralizado.

Fueron a buscar un sitio tranquilo pero era imposible porque la noche de Iquitos estaba llena de ruido, borrachera, timba y sexo. Se resignaron a sentarse en el Pim Pam, un bar-boite donde tuvieron que sacarse de encima a dos mulatas brasileñas que los acosaban para que salieran a bailar. Pidieron un par de cervezas.

Siempre con el aire caballeroso y las maneras elegantes que Roger recordaba, Juan Tizón le habló de una manera que le pareció absolutamente sincera.

—No se ha hecho nada de lo que la Compañía ofreció, pese a que, luego del pedido del presidente Leguía, lo acordamos en reunión del Directorio. Cuando les presenté mi informe, todos, incluidos Pablo Zumaeta y los hermanos y cuñados de Arana, coincidieron conmigo en que había que hacer mejoras radicales en las estaciones. Para evitar problemas con la justicia y por razones morales y cristianas. Pura palabrería. No se ha hecho ni se hará nada.

Le contó que, salvo dar instrucciones a los empleados en el Putumayo de que tomaran precauciones y borraran las huellas de pasados abusos —desaparecer los cadáveres, por ejemplo—, la Compañía había facilitado la huida de los principales incriminados en el informe que Londres hizo llegar al Gobierno peruano. El sistema de recogida del caucho con la mano de obra indígena forzada seguía como antes.

—Me bastó pisar Iquitos para darme cuenta de que nada había cambiado —asintió Roger—. ¿Y usted, don Juan?

—Regreso a Lima la próxima semana y no creo que vuelva por aquí. Mi situación en la Peruvian Amazon Company se volvió insostenible. He preferido renunciar antes de que me despidan. Me recomprarán mis acciones, pero a precio vil. En Lima, tendré que ocuparme de otras cosas. No lo lamento, a pesar de haber perdido diez años de mi vida trabajando para Arana. Aunque tenga que empezar desde cero, me encuentro mejor. Después de lo que vimos en el Putumayo me sentía sucio y culpable en la Compañía. Lo consulté con mi mujer y ella me apoya.

Conversaron cerca de una hora. Juan Tizón insistió también en que Roger no debía volver al Putumayo por ningún motivo: no conseguiría nada salvo que lo mataran y, acaso, ensañándose, en uno de esos excesos de crueldad que él ya había visto en su recorrido por las caucherías.

Roger se dedicó a preparar un nuevo informe para el Foreign Office. Explicaba que no se había hecho reforma alguna ni aplicado la menor sanción a los criminales de la Peruvian Amazon Company. No había esperanzas de que se hiciera algo en el futuro. La culpa recaía tanto en la firma de Julio C. Arana como en la administración pública, e, incluso, en el país entero. En Iquitos, el Gobierno peruano no era más que un agente de Julio C. Arana. El poder de su compañía era tal que todas las instituciones políticas, policiales y judiciales trabajaban activamente para permitirle continuar explotando a los indígenas sin riesgo alguno, porque todos los funcionarios recibían dinero de ella o temían sus represalias.

Como queriendo darle la razón, en esos días, súbitamente, la Corte Superior de Iquitos falló respecto a la reconsideración que habían pedido los nueve detenidos. El fallo era una obra maestra de cinismo: todas las acciones judiciales quedaban suspendidas mientras las 237 personas de la lista establecida por el juez Valcárcel no fueran detenidas. Con sólo un grupito de capturados cualquier investigación sería trunca e ilegal, decretaron los jueces. De modo que los nueve quedaban definitivamente libres y el caso suspendido hasta que las fuerzas policiales entregaran a la justicia a los 237 sospechosos, algo que, por supuesto, no ocurriría jamás.

Pocos días después otro hecho, todavía más grotesco, tuvo lugar en Iquitos poniendo a prueba la capacidad de asombro de Roger Casement. Cuando iba de su hotel a casa de Mr. Stirs, vio gente apiñada en dos locales que parecían oficinas del Estado pues lucían en sus fachadas el escudo y la bandera del Perú. ¿Qué ocurría?

—Hay elecciones municipales —le explicó Mr. Stirs con esa vocecita suya tan desganada que parecía impermeable a la emoción—. Unas elecciones muy particulares porque, según la ley electoral peruana, para tener derecho a voto hay que ser propietario y saber leer y escribir. Esto reduce el número de electores a unos pocos centenares de personas. En realidad, las elecciones se deciden en las oficinas de la Casa Arana. Los nombres de los ganadores y los porcentajes que obtienen en la votación.

Así debía ser porque esa noche se celebró, en un pequeño mitin en la Plaza de Armas con bandas de música y reparto de aguardiente, que Roger observó desde lejos, la elección como nuevo alcalde de Iquitos ¡de don Pablo Zumaeta! El cuñado de Julio C. Arana emergía de su «escondite» desagraviado por el pueblo de Iquitos —así lo dijo en su discurso de agradecimiento— de las calumnias de la conspiración inglesa-colombiana, decidido a seguir luchando, de manera indoblegable, contra los enemigos del Perú y por el progreso de la Amazonia. Después del reparto de bebidas alcohólicas, hubo un baile popular con fuegos artificiales, guitarras y bombos que duró hasta la madrugada. Roger optó por retirarse a su hotel para no ser linchado.

George Michell y su esposa llegaron finalmente a Iquitos, en un barco procedente de Manaos, el 30 de noviembre de 1911. Roger ya estaba haciendo maletas para su partida. La llegada del nuevo cónsul británico fue precedida por frenéticas gestiones de Mr. Stirs y del propio Casement para encontrar una casa a la pareja. «Gran Bretaña ha caído en desgracia aquí por culpa de usted, sir Roger», le dijo el cónsul saliente. «Nadie quiere alquilarme una casa para los Michell, pese a que ofrezco pagar sobreprecio. Todos tienen miedo de ofender a Arana, todos se niegan». Roger pidió ayuda a Rómulo Paredes y el director de El Oriente les resolvió el problema. Alquiló él mismo la casa y la subarrendó al consulado británico. Se trataba de una casa vieja y sucia y hubo que renovarla a marchas forzadas y amueblarla de cualquier manera para recibir a sus nuevos huéspedes. La señora Michell era una mujercita risueña y voluntariosa a la que Roger conoció sólo al pie de la pasarela del barco, en el puerto, el día de su llegada. No se desanimó por el estado del nuevo domicilio ni por el lugar que pisaba por primera vez. Parecía inasequible al desaliento. De inmediato, antes incluso de desempacar, se puso a limpiarlo todo con energía y buen humor.

Roger tuvo una larga conversación con su viejo amigo y colega George Michell, en la salita de Mr. Stirs. Le informó con lujo de detalles de la situación y no le ocultó una sola de las dificultades que enfrentaría en su nuevo cargo. Michell, gordito cuarentón y vivaz que manifestaba la misma energía que su mujer en todos sus gestos y movimientos, iba tomando apuntes en una libretita, con pequeñas pausas para pedir aclaraciones. Luego, en vez de mostrarse desmoralizado o quejarse con la perspectiva de lo que le esperaba en Iquitos, se limitó a decir con una gran sonrisa: «Ahora ya sé de qué se trata y estoy listo para la pelea».

Las dos últimas semanas en Iquitos, nuevamente se apoderó de Roger, de manera irresistible, el demonio del sexo. En su estancia anterior había sido muy prudente, pero, ahora, pese a saber la hostilidad que le tenía tanta gente vinculada al negocio del caucho y que podían tenderle una emboscada, no vaciló en ir, por las noches, a pasearse por el malecón a orillas del río, donde siempre había mujeres y hombres en busca de clientes. Así conoció a Alcibíades Ruiz, si es que éste era su nombre. Lo llevó al Hotel Amazonas. El portero de noche no puso objeción después de que Roger le alcanzara una propina. Alcibíades aceptó posar para él haciendo las posturas de estatuas clásicas que le indicaba. Después de algún regateo, aceptó desnudarse. Alcibíades era un mestizo de blanco e indio, un cholo, y Roger anotó en su diario que esta mezcla racial daba un tipo de varón de gran belleza física, superior incluso a la de los «caboclos» de Brasil, hombres de rasgos ligeramente exóticos en los que se mezclaban la suavidad y dulzura de los indígenas y la rudeza viril de los descendientes de españoles. Alcibíades y él se besaron y tocaron pero no hicieron el amor, ni ese día ni el siguiente, cuando aquél volvió al Hotel Amazonas. Era de mañana y Roger pudo fotografiarlo desnudo en varias poses. Cuando partió, escribió en su diario: «Alcibíades Ruiz. Cholo. Movimientos de bailarín. Pequeño y largo que al endurecerse se curvaba como un arco. Entró en mí como mano en guante».

En esos días, el director de El Oriente, Rómulo Paredes, fue agredido en la calle. Al salir de la imprenta de su periódico, lo asaltaron tres individuos malencarados que apestaban a alcohol. Según le dijo a Roger, a quien vino a ver al hotel inmediatamente después del episodio, lo hubieran matado a golpes si no hubiera estado armado y asustado a sus tres agresores disparando al aire. Traía consigo una maleta. Don Rómulo estaba tan revuelto con lo sucedido que no aceptó salir a tomar un trago a la calle como Roger le propuso. Su resentimiento e indignación contra la Peruvian Amazon Company no tenían límites:

—Siempre fui un colaborador leal de la Casa Arana y les di gusto en todo lo que quisieron —se quejó. Se habían sentado en dos esquinas de la cama y hablaban semi a oscuras, porque la llamita del mechero apenas iluminaba un rincón del cuarto—. Cuando era juez y cuando saqué El Oriente. Nunca me opuse a sus pedidos, aunque muchas veces repugnaban a mi conciencia. Pero soy un hombre realista, señor cónsul, sé qué batallas no se pueden ganar. Esta comisión, ir al Putumayo por encargo del juez Valcárcel, yo no quise asumirla nunca. Desde el primer momento supe que me metería en líos. Ellos me obligaron. Pablo Zumaeta en persona me lo exigió. Hice ese viaje sólo cumpliendo sus órdenes. Mi informe, antes de entregarlo al prefecto, se lo di a leer al señor Zumaeta. Me lo devolvió sin comentarios. ¿No significa eso que lo aceptaba? Sólo entonces se lo entregué al prefecto. Y resulta que ahora me han declarado la guerra y quieren matarme. Este ataque es un aviso para que me vaya de Iquitos. ¿Adonde? Tengo mujer, cinco hijos y dos sirvientas, señor Casement. ¿Ha visto usted tanta ingratitud como la de esta gente? Le recomiendo que se marche cuanto antes, también. Su vida peligra, sir Roger. Hasta ahora no le ha pasado nada, porque piensan que si matan a un inglés, y encima diplomático, habrá un lío internacional. Pero no se fíe. Esos escrúpulos pueden desaparecer en cualquier borrachera. Siga mi consejo y lárguese, mi amigo.

—No soy inglés, sino irlandés —lo corrigió Roger, suavemente.

Rómulo Paredes le entregó la maleta que traía consigo.

—Aquí tiene todos los documentos que recogí en el Putumayo y en los que basé mi trabajo. Hice bien en no entregárselos al prefecto Adolfo Gamarra. Hubieran corrido la misma suerte que mi informe: apolillarse en la Prefectura de Iquitos. Lléveselos, sé que usted les dará buen uso. Siento cargarlo con un bulto más, eso sí.

Roger partió cuatro días después, luego de despedirse de Omarino y Arédomi. Mr. Stirs los había colocado en una carpintería de Nanay en la que, además de trabajar como domésticos del dueño, un boliviano, serían aprendices en su taller. En el puerto, donde lo fueron a despedir Stirs y Michell, Roger se enteró de que el volumen del caucho exportado en los últimos dos meses había superado la marca del año anterior. ¿Qué mejor prueba de que nada había cambiado y de que huitotos, boras, andoques y demás indígenas del Putumayo seguían siendo exprimidos sin misericordia?

Los cinco días del viaje hasta Manaos apenas abandonó su compartimento. Se sentía desmoralizado, enfermo y asqueado de sí mismo. Comía apenas y sólo asomaba por la cubierta cuando el calor en el estrecho camarote se volvía insoportable. A medida que descendían el Amazonas y el cauce del río se ensanchaba y sus orillas se perdían de vista, pensaba que nunca volvería a esta selva. Y en la paradoja —muchas veces había pensado lo mismo en el Africa, navegando por el río Congo— de que en ese paisaje majestuoso, con esas bandadas de garzas rosadas y de loritos chillones que a ratos sobrevolaban el barco, y la estela de pequeños peces que seguían a la nave dando saltos y maromas como para llamar la atención de los viajeros, anidara el vertiginoso sufrimiento que en el interior de esas selvas provocaba la codicia de esos seres ávidos y sanguinarios que había conocido en el Putumayo. Recordaba la cara quieta de Julio C. Arana en aquella reunión de Directorio, en Londres, de la Peruvian Amazon Company. Volvió a jurarse que lucharía hasta la última gota de energía que le quedara en el cuerpo para que recibiera algún castigo ese hombrecito acicalado que había puesto en marcha y era el principal beneficiario de esa maquinaria que trituraba seres humanos a mansalva para satisfacer su hambre de riquezas. ¿Quién osaría decir ahora que Julio C. Arana no sabía lo que ocurría en el Putumayo? Había montado un espectáculo para engañar a todo el mundo —al Gobierno peruano y al británico ante todo—, a fin de seguir extrayendo el caucho de estas selvas tan maltratadas como los indígenas que las poblaban.

En Manaos, donde llegó a mediados de diciembre, se sintió mejor. Mientras esperaba un barco que saliera rumbo a Pará y Barbados pudo trabajar encerrado en su cuarto de hotel, añadiendo comentarios y precisiones a su informe. Estuvo una tarde con el cónsul inglés, quien le confirmó que, pese a sus reclamaciones, las autoridades brasileñas no habían hecho nada efectivo para capturar a Montt y Agüero ni a los otros fugitivos. En todas partes corría el rumor de que varios de los antiguos jefes de Julio C. Arana en el Putumayo estaban ahora trabajando en el ferrocarril en construcción Madeira-Mamoré.

La semana que permaneció en Manaos, Roger hizo una vida espartana, sin salir en las noches en busca de aventuras. Daba paseos por las orillas del río y por las calles de la ciudad, y, cuando no trabajaba, pasaba muchas horas leyendo los libros sobre historia antigua de Irlanda que le había recomendado Alice Stopford Green. Apasionarse por los asuntos de su país le ayudaría a sacarse de la cabeza las imágenes del Putumayo y las intrigas, mentiras y abusos de esa corrupción política generalizada que había visto en Iquitos. Pero no le era fácil concentrarse en los asuntos irlandeses pues a cada momento recordaba que tenía inconclusa la tarea y que, en Londres, debería llevarla a su final.

El 17 de diciembre zarpó rumbo a Pará, donde por fin encontró una comunicación del Foreign Office. La Cancillería había recibido sus telegramas enviados desde Iquitos y estaba al tanto de que, pese a las promesas del Gobierno peruano, nada real se había hecho contra los desmanes del Putumayo, fuera de permitir la fuga de los acusados.

La víspera de Navidad se embarcó hacia Barbados en el Denis, un barco cómodo que llevaba apenas un puñadito de pasajeros. Hizo una travesía tranquila hasta Bridgetown. Allí, el Foreign Office le tenía reservado un pasaje en el SS Terence rumbo a New York. Las autoridades inglesas habían decidido actuar con energía contra la compañía británica responsable de lo que ocurría en el Putumayo y querían que Estados Unidos se uniera a su empeño y protestaran juntos ante el Gobierno del Perú por su mala voluntad para responder a los reclamos de la comunidad internacional.

En la capital de Barbados, mientras esperaba la salida del barco, Roger hizo una vida tan casta como en Manaos: ni una visita a los baños públicos, ni una escapada nocturna. Había entrado de nuevo en uno de esos períodos de abstinencia sexual que, a veces, se prolongaban muchos meses. Eran épocas en las que, por lo general, su cabeza se llenaba de preocupaciones religiosas. En Bridgetown visitó a diario al padre Smith. Tuvo con él largas conversaciones sobre el Nuevo Testamento, que solía llevar consigo en sus viajes. Lo releía a ratos, alternando esta lectura con la de poetas irlandeses, sobre todo William Butler Yeats, de quien había aprendido algunos poemas de memoria. Asistió a una misa en el Convento de las Ursulinas y, como le había ocurrido antes, sintió deseos de comulgar. Se lo dijo al padre Smith y éste, sonriendo, le recordó que no era católico sino miembro de la Iglesia anglicana. Si quería convertirse él se ofrecía a ayudarlo a dar los primeros pasos. Roger estuvo tentado de hacerlo, pero se arrepintió pensando en las debilidades y pecados que tendría que confesarle a ese buen amigo que era el padre Smith.

El 31 de diciembre partió en el SS Terence rumbo a New York y allí, de inmediato, sin tiempo siquiera de admirar los rascacielos, tomó el tren a Washington D.C. El embajador británico, James Bryce, lo sorprendió anunciándole que el presidente de los Estados Unidos, William Howard Taft, le había concedido una audiencia. El y sus asesores querían saber, de boca de sir Roger, que conocía en persona lo que sucedía en el Putumayo y era hombre de confianza del Gobierno británico, la situación en las caucherías y si la campaña que llevaban a cabo en Estados Unidos y Gran Bretaña distintas iglesias, organizaciones humanitarias y periodistas y publicaciones Liberales eran ciertas o pura demagogia y exageración como aseguraban las empresas caucheras y el Gobierno peruano.

Hospedado en la residencia del embajador Bryce, tratado a cuerpo de rey y oyéndose llamar sir Roger por doquier, Casement fue donde un barbero a hacerse cortar el cabello y las barbas y a arreglarse las uñas. Y renovó su vestuario en las tiendas elegantes de Washington D.C. Muchas veces en estos días pensó en las contradicciones de su vida. Hacía menos de dos semanas era un pobre diablo amenazado de muerte en un hotelucho de Iquitos y, ahora, él, un irlandés que soñaba con la independencia de Irlanda, encarnaba a un funcionario enviado por la Corona británica a persuadir al presidente de los Estados Unidos que ayudara al Imperio a exigir al Gobierno peruano que pusiese fin a la ignominia de la Amazonia. ¿No era la vida algo absurdo, una representación dramática que de súbito se volvía farsa?

Los tres días que pasó en Washington D.C. fueron de vértigo: sesiones diarias de trabajo con funcionarios del Departamento de Estado y una larga entrevista personal con el ministro de Relaciones Exteriores. El tercer día fue recibido en la Casa Blanca por el presidente Taft acompañado por varios asesores y el secretario de Estado. Un instante, antes de comenzar su exposición sobre el Putumayo, Roger tuvo una alucinación: no estaba allí como representante diplomático de la Corona británica, sino como enviado especial de la recién constituida República de Irlanda. Había sido enviado por su Gobierno Provisional para defender las razones que habían llevado a la inmensa mayoría de los irlandeses, en acto plebiscitario, a romper sus vínculos con Gran Bretaña y proclamar su independencia. La nueva Irlanda quería mantener unas relaciones de amistad y cooperación con los Estados Unidos, con quienes compartía la adhesión a la democracia y donde vivía una vasta comunidad de origen irlandés.

Roger Casement cumplió con sus obligaciones de manera impecable. La audiencia debía durar media hora pero duró tres veces más, pues el propio presidente Taft, que escuchó con gran atención su informe sobre la situación de los indígenas en el Putumayo, lo sometió a un cuidadoso interrogatorio y le pidió su parecer sobre la mejor manera de obligar al Gobierno peruano a poner fin a los crímenes en las caucherías. La sugerencia de Roger de que Estados Unidos abriera un consulado en Iquitos que trabajara, junto al británico, denunciando los abusos, fue bien recibida por el mandatario. Y, en efecto, unas semanas después, Estados Unidos enviaría a un diplomático de carrera, Stuart J. Fuller, como cónsul a Iquitos.

Más que las palabras que escuchó, fueron la sorpresa e indignación con que el presidente Taft y sus colaboradores escucharon su relato, lo que convenció a Roger de que Estados Unidos colaboraría a partir de ahora de manera decidida con Inglaterra en denunciar la situación de los indígenas amazónicos.

En Londres, pese a que su estado físico se mostraba siempre resentido por la fatiga y los viejos achaques, se dedicó en cuerpo y alma a completar su nuevo informe para el Foreign Office, mostrando que las autoridades peruanas no habían hecho las reformas prometidas y que la Peruvian Amazon Company había boicoteado todas las iniciativas, haciéndole la vida imposible al juez Carlos A. Valcárcel y reteniendo en la Prefectura el informe de don Rómulo Paredes, a quien habían intentado matar por describir con imparcialidad lo que presenció en los cuatro meses (del 15 de marzo al 15 de julio) que pasó en las caucherías de Arana. Roger comenzó a traducir al inglés una selección de los testimonios, entrevistas y documentos diversos que el director de El Oriente le entregó en Iquitos. Ese material enriquecía de manera considerable su propio informe.

Hacía esto en las noches porque sus días estaban copados con reuniones en el Foreign Office, donde, desde el canciller hasta comisiones múltiples, le pedían informes, consejos y sugerencias sobre las ideas que barajaba el Gobierno británico para actuar. Las atrocidades que una compañía británica cometía en la Amazonia eran objeto de una campaña enérgica, que, iniciada por la Sociedad contra la Esclavitud y la revista Truth, apoyaban ahora la prensa Liberal y muchas organizaciones religiosas y humanitarias.

Roger insistía en que se publicara de inmediato el Informe sobre el Putumayo. Había perdido toda esperanza de que la diplomacia silenciosa que el Gobierno británico intentó con el presidente Leguía sirviera para algo. Pese a las resistencias de algunos sectores de la administración, finalmente sir Edward Grey aceptó este criterio y el gabinete aprobó la publicación. El libro se llamaría Blue Book (Libro Azul). Roger pasó muchas noches en vela, fumando sin descanso y tomando incontables tazas de café, revisando palabra por palabra la última redacción.

El día que el texto definitivo fue por fin a la imprenta, se sentía tan mal que, temiendo le ocurriera algo estando solo, fue a refugiarse a casa de su amiga Alice Stopford Green. «Pareces un esqueleto», le dijo la historiadora, tomándolo de un brazo y llevándolo a la sala. Roger arrastraba los pies y, aturdido, sentía que en cualquier momento perdería el sentido. Le dolía tanto la espalda que Alice debió ponerle varios almohadones para que pudiera tenderse en el sofá. Casi al instante se durmió o desmayó. Cuando abrió los ojos, vio sentadas a su lado, juntas y sonriéndole, a su hermana Nina y Alice.

—Creíamos que no ibas a despertar nunca —oyó decir a una de ellas.

Había dormido cerca de veinticuatro horas. Alice llamó al médico de la familia y el facultativo diagnosticó que Roger estaba exhausto. Que lo dejaran dormir. No recordaba haber soñado. Cuando trató de ponerse de pie, se le doblaron las piernas y se dejó caer de nuevo en el sofá. «No me mató el Congo pero me matará el Amazonas», pensó.

Después de tomar un ligero refrigerio, pudo levantarse y un coche lo llevó a su departamento de Philbeach Gardens. Tomó un largo baño que lo despejó algo. Pero se sentía tan débil que debió acostarse otra vez.

El Foreign Office lo obligó a tomar diez días de vacaciones. Se resistía a apartarse de Londres antes de la aparición del Blue Book, pero, al fin, consintió en partir. Acompañado de Nina, que pidió un permiso en la escuela donde enseñaba, estuvo una semana en Cornwall. Su fatiga era tan grande que apenas podía concentrarse en la lectura. La mente se le dispersaba en imágenes disolutas. Gracias a la vida tranquila y la dieta sana, fue recuperando las fuerzas. Pudo dar largos paseos por la campiña, disfrutando de unos días tibios. No podía haber nada más distinto del amable y civilizado paisaje de Cornwall que el de la Amazonia y, sin embargo, pese al bienestar y la serenidad que sentía aquí, viendo la rutina de los granjeros, pastar a las beatíficas vacas y relinchar a los caballos de los establos, sin amenazas de fieras, serpientes ni mosquitos, se encontró un día pensando que esta naturaleza, que delataba siglos de trabajo agrícola al servicio del hombre, poblada y civilizada, ya había perdido su condición de mundo natural —su alma, dirían los panteístas— comparada con aquel territorio salvaje, efervescente, indómito, sin amansar, de la Amazonia, donde todo parecía estar naciendo y muriendo, mundo inestable, riesgoso, movedizo, en el que un hombre se sentía arrancado del presente y arrojado hacia el pasado más remoto, en comunicación con los ancestros, de regreso a la aurora del acontecer humano. Y, sorprendido, descubrió que recordaba aquello con nostalgia, a pesar de los horrores que escondía.

El Libro Azul sobre el Putumayo salió publicado en julio de 1912. Desde el primer día produjo una conmoción que, teniendo a Londres como centro, avanzó en ondas concéntricas por toda Europa, los Estados Unidos y muchas otras partes del mundo, sobre todo Colombia, Brasil y Perú. The Times le dedicó varias páginas y un editorial en el que, a la vez que ponía a Roger Casement por las nubes, diciendo que una vez más había mostrado dotes excepcionales de «gran humanitario», exigía acciones inmediatas contra esa compañía británica y sus accionistas que se beneficiaban económicamente con una industria que practicaba la esclavitud y la tortura y estaba exterminando a los pueblos indígenas.

Pero el elogio que conmovió más a Roger fue el artículo que escribió su amigo y aliado de campaña contra el rey de los belgas Leopoldo II, Edmund D. Morel, en el Daily News. Comentando el Libro Azul decía de Roger Casement que «nunca había visto tanto magnetismo en un ser humano como en él». Siempre alérgico a la exhibición pública, Roger no gozaba en absoluto con esta nueva oleada de popularidad. Más bien, se sentía incómodo y procuraba rehuirla. Pero era difícil porque el escándalo que causó el Blue Book hizo que decenas de publicaciones inglesas, europeas y norteamericanas quisieran entrevistarlo. Recibía invitaciones a dar conferencias en instituciones académicas, clubes políticos, centros religiosos y de beneficencia. Hubo un servicio especial en Westminster Abbey sobre el tema y el canónigo Herbert Henson pronunció un sermón atacando con dureza a los accionistas de la Peruvian Amazon Company por lucrarse practicando la esclavitud, el asesinato y las mutilaciones.

El encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Perú, Des Graz, informó sobre el revuelo que habían causado en Lima las acusaciones del Libro Azul. El Gobierno peruano, temiendo un boicot económico contra él de los países occidentales, anunció la puesta en práctica inmediata de las reformas y el envío de fuerzas militares y policiales al Putumayo. Pero Des Graz añadía que probablemente tampoco esta vez el anuncio sería efectivo pues había sectores gubernamentales que presentaban los hechos consignados en el Blue Book como una conspiración del Imperio británico para favorecer las pretensiones colombianas sobre el Putumayo.

El ambiente de simpatía y solidaridad con los indígenas de la Amazonia que el Libro Azul despertó en la opinión pública hizo que el proyecto de abrir una misión católica en el Putumayo recibiera muchos apoyos económicos. La Iglesia anglicana puso algunos reparos, pero terminó dejándose convencer por los argumentos de Roger luego de incontables encuentros, citas, cartas, diálogos: que, tratándose de un país donde la Iglesia católica estaba tan enraizada, una misión protestante despertaría suspicacias y la Peruvian Amazon Company se encargaría de desprestigiarla presentándola como punta de lanza de las apetencias colonizadoras de la Corona.

Roger tuvo en Irlanda e Inglaterra reuniones con jesuitas y franciscanos, dos órdenes por las que siempre sintió simpatía. Había leído, desde que estaba en el Congo, los esfuerzos que hizo en el pasado la Compañía de Jesús en Paraguay y Brasil para organizar a los indígenas, catequizarlos y reunirlos en comunidades donde, a la vez que mantenían sus tradiciones de trabajo en común, practicaban un cristianismo elemental, lo que había elevado sus niveles de vida y los había librado de la explotación y el exterminio. Por eso, Portugal destruyó las misiones jesuitas e intrigó hasta convencer a España y al Vaticano de que la Compañía de Jesús se había convertido en un Estado dentro del Estado y era un peligro para la autoridad papal y la soberanía imperial española. Sin embargo, los jesuitas no recibieron el proyecto de una misión amazónica con mucho calor. En cambio, los franciscanos lo adoptaron con entusiasmo.

Así fue como Roger Casement conoció la labor que hacían en los barrios más pobres de Dublín los curas obreros franciscanos. Trabajaban en las fábricas y talleres y vivían las mismas estrecheces y privaciones que los trabajadores. Conversando con ellos, viendo la devoción con que desempeñaban su ministerio a la vez que compartían la suerte de los desheredados, Roger pensó que nadie estaba mejor preparado que estos religiosos para el desafío que era instalar una misión en La Chorrera y El Encanto.

Alice Stopford Green, con quien Roger fue a celebrar en estado de euforia la partida hacia la Amazonia peruana de los primeros cuatro franciscanos irlandeses, le pronosticó:

—¿Estás seguro que todavía eres miembro de la Iglesia anglicana, Roger? Aunque quizás no te des cuenta, estás en el camino sin retorno de una conversión papista.

Entre los habituales participantes de las tertulias de Alice, en la nutrida biblioteca de su casa de Grosvenor Road, había nacionalistas irlandeses que eran anglicanos, presbiterianos y católicos. Roger nunca había advertido entre ellos roces ni disputas. Después de aquella observación de Alice, muchas veces se preguntó en aquellos días si su acercamiento al catolicismo era una estricta disposición espiritual y religiosa o, más bien, política, una manera de comprometerse aún más con la opción nacionalista ya que la inmensa mayoría de los independentistas de Irlanda eran católicos.

Para escapar de algún modo del acoso de que era objeto como autor del Blue Book, pidió unos días más de permiso en el Ministerio y fue a pasarlos en Alemania. Berlín le causó una impresión extraordinaria. La sociedad alemana, bajo el Káiser, le pareció un modelo de modernidad, desarrollo económico, orden y eficiencia. Aunque corta, esta visita sirvió para que una vaga idea que le daba vueltas desde hacía algún tiempo, se concretara y se convirtiera desde entonces en uno de los vértices de su acción política. Para conquistar su libertad, Irlanda no podía contar con la comprensión y menos la benevolencia del Imperio británico. Lo comprobaba en estos días. La mera posibilidad de que el Parlamento inglés fuera a discutir de nuevo el proyecto de ley para conceder a Irlanda la Autonomía (Home Rule), que Roger y sus amigos radicales consideraban una concesión formal insuficiente, había provocado en Inglaterra un rechazo patriotero y furibundo no sólo de los conservadores, también de amplios sectores liberales y progresistas, incluso de sindicatos obreros y gremios de artesanos. En Irlanda, la perspectiva de que la isla tuviera autonomía administrativa y un Parlamento propio movilizó a los unionistas del Ulster de manera incandescente. Había mítines, se estaba formando el ejército de Voluntarios, se hacían colectas públicas para comprar armas y decenas de miles de personas suscribieron un Pacto en el que los irlandeses del Norte proclamaban que no acatarían el Home Rule si se aprobaba y que defenderían la permanencia de Irlanda en el Imperio con sus armas y sus vidas. En estas circunstancias, pensó Roger, los independentistas debían buscar la solidaridad de Alemania. Los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos y Alemania era el rival más caracterizado de Inglaterra. En caso de guerra, una derrota militar de Gran Bretaña abriría una posibilidad única para Irlanda de emanciparse. En esos días, Roger se repitió muchas veces el viejo refrán nacionalista: «Las desgracias de Inglaterra son las alegrías de Irlanda».

Pero, mientras llegaba a estas conclusiones políticas que sólo compartía con sus amigos nacionalistas en sus viajes a Irlanda, o, en Londres, en casa de Alice Stopford Green, era Inglaterra la que le demostraba cariño y admiración por lo que había hecho. Recordarlo le provocaba malestar.

En todo ese tiempo, pese a los esfuerzos desesperados de la Peruvian Amazon Company para evitarlo, cada día fue más evidente que la suerte de la empresa de Julio C. Arana estaba amenazada. Su desprestigio se acentuó por un escándalo que se produjo cuando Horace Thorogood, un periodista de The Morning Leader que fue a las oficinas centrales en la City a tratar de entrevistar a los directivos, recibió de uno de ellos, el señor Abel Larco, cuñado de Julio C. Arana, un sobre con dinero. El periodista preguntó qué significaba este gesto. Larco le respondió que la Compañía se mostraba siempre generosa con sus amigos. El reportero, indignado, devolvió el dinero con que pretendían sobornarlo, denunció lo ocurrido en su periódico y la Peruvian Amazon Company tuvo que pedir excusas públicas, diciendo que se trataba de un malentendido y que los responsables del intento de soborno serían despedidos.

Las acciones de la empresa de Julio C. Arana empezaron a caer en la Bolsa de Londres. Y, aunque ello se debía en parte a la competencia que ahora hacían al caucho amazónico las flamantes exportaciones de caucho procedente de las colonias británicas del Asia —Singapur, Malasia, Java, Sumatra y Ceilán—, sembrado allá con retoños sacados de la Amazonia en una audaz operación de contrabando por el científico y aventurero inglés Henry Alexander Wickham, el hecho neurálgico del derrumbe de la Peruvian Amazon Company fue la mala imagen que adquirió ante la opinión pública y los medios financieros a raíz de la publicación del Libro Azul. El Lloyd’s le cortó el crédito. En toda Europa y Estados Unidos muchos bancos siguieron este ejemplo. El boicot al jebe de la Peruvian Amazon Company promovido por la Sociedad contra la Esclavitud y otras organizaciones privó a la Compañía de muchos clientes y asociados.

El puntillazo contra el imperio de Julio C. Arana lo dio la instalación, en la Cámara de los Comunes, el 14 de marzo de 1912, de un comité especial para investigar la responsabilidad de la Peruvian Amazon Company en las atrocidades del Putumayo. Conformado por quince miembros, presidido por un prestigioso parlamentario, Charles Roberts, sesionó quince meses. En treinta y seis sesiones, veintisiete testigos fueron interrogados en audiencias públicas llenas de periodistas, políticos, miembros de sociedades laicas y religiosas, entre ellas la Sociedad contra la Esclavitud y su presidente, el misionero John Harris. Diarios y revistas informaron con profusión sobre las reuniones y hubo abundantes artículos, caricaturas, chismes y chascarrillos comentándolas.

El testigo más esperado y cuya presencia concitó más público fue sir Roger Casement. Estuvo ante la comisión el 13 de noviembre y el 11 de diciembre de 1912. Describió con precisión y sobriedad lo que había visto con sus propios ojos en las caucherías: los cepos, el gran instrumento de tortura en todos los campamentos, las espaldas con las cicatrices de las flagelaciones, los látigos y fusiles Winchester que llevaban consigo los capataces de estaciones y los «muchachos» o «racionales» encargados de mantener el orden y de asaltar a las tribus en las «correrías» y el régimen de esclavitud, sobreexplotación y hambruna a que estaban sometidos los indígenas.

Sintetizó, luego, los testimonios de los barbadenses, cuya veracidad, señaló, estaba garantizada por el hecho de que casi todos habían reconocido ser autores de torturas y asesinatos. A pedido de los miembros de la comisión, explicó asimismo el sistema maquiavélico imperante: que los jefes de secciones no recibieran salarios sino comisiones por el caucho recogido, lo que los inducía a exigir más y más de los recogedores para aumentar sus ganancias.

En su segunda comparecencia, Roger ofreció un espectáculo. Ante las miradas sorprendidas de los parlamentarios, fue sacando de una gran bolsa que cargaban dos ujieres, objetos que había adquirido en los almacenes de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo. Demostró cómo eran esquilmados los braceros indios a quienes, para tenerlos siempre como deudores, la Compañía les vendía a crédito, a precios varias veces más altos que en Londres, objetos para el trabajo, la vida doméstica o chucherías de adorno. Exhibió una vieja escopeta de un solo cañón cuyo precio en La Chorrera era de 45 chelines. Para pagar esta suma un huitoto o un bora hubieran debido trabajar dos años, en caso les pagaran lo que ganaba un barrendero de Iquitos. Iba enseñando camisas de crudo, pantalones de dril, abalorios de colores, cajitas con pólvora, correas de pitas, trompos, lámparas de aceite, sombreros de paja cruda, ungüentos para picaduras, voceando los precios en que estos utensilios se podían adquirir en Inglaterra. Los ojos de los parlamentarios se abrían, con indignación y espanto. Fue todavía peor cuando sir Roger hizo desfilar ante Charles Roberts y demás miembros de la comisión decenas de fotografías tomadas por él mismo en El Encanto, La Chorrera y demás estaciones del Putumayo: allí estaban las espaldas y nalgas con la «marca de Arana» en forma de cicatrices y llagas, los cadáveres mordidos y picoteados pudriéndose entre la maleza, la increíble flacura de hombres, mujeres y niños que pese a su delgadez esquelética llevaban sobre la cabeza grandes chorizos de caucho solidificado, los vientres hinchados por los parásitos de recién nacidos a punto de morir. Las fotos eran un inapelable testimonio de la condición de unos seres que vivían casi sin alimentarse y maltratados por gentes ávidas cuyo único designio en la vida era extraer más caucho aunque para ello pueblos enteros debieran morir de consunción.

Un aspecto patético de las sesiones fue el interrogatorio de los directores británicos de la Peruvian Amazon Company, donde brilló por su pugnacidad y sutileza el irlandés Swift McNeill, el veterano parlamentario por South Donegal. Este probó sin la sombra de una duda que destacados hombres de negocios, como Henry M. Read y John Russell Gubbins, estrellas de la sociedad londinense y aristócratas o rentistas, como sir John Lister-Kaye y el Barón de Souza-Deiro, estaban totalmente desinformados sobre lo que ocurría en la Compañía de Julio C. Arana, a cuyos directorios asistían y cuyas actas firmaban, cobrando gruesas sumas de dinero. Ni siquiera cuando el semanario Truth comenzó a publicar las denuncias de Benjamín Saldaña Roca y de Walter Hardenburg se preocuparon de averiguar qué había de cierto en aquellas acusaciones. Se contentaron con los descargos que Abel Larco o el propio Julio C. Arana les daban y que consistían en acusar a los acusadores de chantajistas resentidos pues no habían recibido de la Compañía el dinero que pretendían sacarle mediante amenazas. Ninguno se preocupó de verificar sobre el terreno si la empresa a la que daban el prestigio de su nombre cometía esos crímenes. Peor todavía, ni uno solo se había tomado el trabajo de examinar los papeles, cuentas, informes y correspondencia de una compañía en la que aquellas fechorías habían dejado trazas en los archivos. Pues, por increíble que pareciera, Julio C. Arana, Abel Larco y demás jerarcas se sentían tan seguros hasta el estallido del escándalo que no disimularon en sus libros las huellas de los atropellos: por ejemplo, no pagar salarios a los braceros indígenas y gastar enormes cantidades de dinero comprando látigos, revólveres y fusiles.

Un momento de subido dramatismo tuvo lugar cuando Julio C. Arana se presentó a declarar ante la comisión. Su primera aparición debió aplazarse, porque su esposa Eleonora, que estaba en Ginebra, sufrió un trauma nervioso a causa de la tensión en la que vivía una familia que, después de haber escalado las más altas posiciones, veía ahora desmoronarse su situación a toda carrera. Arana entró a la Cámara de los Comunes vestido con su elegancia acostumbrada y tan pálido como las víctimas de las fiebres palúdicas de la Amazonia. Apareció rodeado de ayudantes y consejeros, pero en la sala de audiencias sólo se le permitió estar con su abogado. Al principio se mostró sereno y arrogante. A medida que las preguntas de Charles Roberts y del viejo Swift McNeill iban acorralándolo, empezó a incurrir en contradicciones y traspiés, que su traductor hacía lo imposible por atemperar. Provocó la hilaridad del público cuando, a una pregunta del presidente de la comisión —¿por qué había tantos fusiles Winchester en las estaciones del Putumayo?, ¿para las «correrías» o asaltos a las tribus a fin de llevarse a la gente a las caucherías?—, respondió: «No señor, para defenderse de los tigres que abundan por la región». Trataba de negarlo todo, pero de pronto reconocía que, sí, cierto, alguna vez había oído que una mujer indígena fue quemada viva. Sólo que hacía de eso mucho tiempo. Los abusos, si se habían cometido, eran siempre cosa del pasado.

El máximo desconcierto del cauchero ocurrió cuando trataba de descalificar el testimonio de Walter Hardenburg, acusando al norteamericano de haber falsificado una letra de cambio en Manaos. Swift McNeill lo interrumpió para preguntarle si se atrevería a llamar «falsificador» en persona a Hardenburg, a quien se creía viviendo en Canadá. «Sí», respondió Arana. «Hágalo, entonces», repuso McNeill. «Aquí lo tiene». La llegada de Hardenburg provocó una conmoción en la sala de audiencias. Aconsejado por su abogado, Arana se desdijo y aclaró que no acusaba a Hardenburg, sino a «alguien» de haber cambiado una letra en un banco de Manaos que resultó falsa. Hardenburg demostró que todo ello fue una emboscada para desprestigiarlo tendida por la Compañía de Arana, valiéndose de un sujeto de malos antecedentes llamado Julio Muriedas, que en la actualidad estaba preso en Pará por estafador.

A partir de ese episodio, Arana se derrumbó. Se limitó a dar respuestas vacilantes y confusas a todas las preguntas, delatando su malestar y sobre todo la falta de veracidad como el rasgo más evidente de su testimonio.

En plenos trabajos de la comisión parlamentaria se abatió sobre el empresario una nueva catástrofe. El juez Swinfen Eady, de la Corte Superior de Justicia, a pedido de un grupo de accionistas decretó el cese inmediato de los negocios de la Peruvian Amazon Company. El juez declaraba que la Compañía obtenía beneficios «de recolectar caucho de la manera más atroz que cabe imaginar» y que «si el señor Arana no sabía lo que ocurría, su responsabilidad era todavía más grave, pues él, más que nadie, tenía la obligación absoluta de saber lo que pasaba en sus dominios».

El informe final de la comisión parlamentaria no resultó menos lapidario. Concluyó que: «El señor Julio C. Arana, al igual que sus socios, tuvo conocimiento y es por tanto el principal responsable de las atrocidades perpetradas por sus agentes y empleados en el Putumayo».

Cuando la comisión hizo público su informe, que selló el desprestigio final de Julio C. Arana y precipitó la ruina del imperio que había hecho de este humilde vecino de Rioja un hombre rico y poderoso, Roger Casement había empezado ya a olvidarse de la Amazonia y el Putumayo. Los asuntos de Irlanda habían vuelto a ser su principal preocupación. Luego de tomar unas cortas vacaciones, el Foreign Office le propuso que regresara al Brasil como cónsul general en Río de Janeiro y él aceptó en principio. Pero fue alargando la partida, y, aunque para ello daba al Ministerio y se daba a sí mismo pretextos diversos, la verdad era que en el fondo de su corazón ya había decidido que no volvería a servir como diplomático ni en ningún otro cargo a la Corona británica. Quería recuperar el tiempo perdido, volcar su inteligencia y energía en luchar por lo que sería desde ahora el designio excluyente de su vida: la emancipación de Irlanda.

Por eso, siguió de lejos, sin interesarse demasiado, los avatares finales de la Peruvian Amazon Company y su propietario. Que, en las sesiones de la comisión, hubiera quedado claro, por confesión propia del gerente general, Henry Lex Gielgud, que la empresa de Julio C. Arana no poseía título de propiedad alguno sobre las tierras del Putumayo y que las explotaba sólo «por derecho de ocupación», hizo que la desconfianza de los bancos y demás acreedores aumentara. De inmediato presionaron a su propietario exigiéndole cumplir con los pagos y compromisos pendientes (sólo con instituciones de la City sus deudas ascendían a más de doscientas cincuenta mil libras esterlinas). Llovieron sobre él amenazas de embargo y remate judicial de sus bienes. Haciendo protestas públicas de que, para salvar su honor, pagaría hasta el último centavo, Arana puso en venta su palacete londinense de Kensington Road, su mansión de Biarritz y su casa de Ginebra. Pero, como lo obtenido por esas ventas no fue suficiente para aplacar a sus acreedores, éstos consiguieron órdenes judiciales de congelar sus ahorros y cuentas bancarias en Inglaterra. Al mismo tiempo que su fortuna personal se desintegraba, la declinación de sus negocios seguía imparable. La caída del precio del caucho amazónico por la competencia del asiático fue paralela a la decisión de muchos importadores europeos y norteamericanos de no volver a comprar caucho peruano hasta que quedara probado, por una comisión internacional independiente, que habían cesado el trabajo esclavo, las torturas y asaltos a las tribus y que en las estaciones caucheras se pagaba salarios a los indígenas recogedores de látex y se respetaban las leyes laborales vigentes en Inglaterra y en Estados Unidos.

No hubo ocasión de que estas quiméricas exigencias pudieran ser siquiera intentadas. La huida de los principales capataces y jefes de las estaciones del Putumayo, atemorizados con la idea de ser encarcelados, puso en un estado de anarquía absoluta a toda la región. Muchos indígenas —comunidades enteras— aprovecharon también para escapar, con lo cual la extracción del caucho se redujo a su mínima expresión y pronto cesó totalmente. Los fugitivos habían partido saqueando almacenes y oficinas y llevándose todo lo valioso, armas y víveres principalmente. Luego se supo que la empresa, asustada con la posibilidad de que esos asesinos prófugos se convirtieran, en posibles juicios futuros, en testigos de cargo contra ella, les entregó elevadas sumas para facilitarles la fuga y comprar su silencio).

Roger Casement siguió el desmoronamiento de Iquitos por las cartas de su amigo George Michell, el cónsul británico. Este le contó cómo se cerraban hoteles, restaurantes y las tiendas donde antes se vendían artículos importados de París y de New York, cómo el champagne que antes se descorchaba con tanta generosidad desaparecía como por arte de magia al igual que el whiskey, el cognac, el oporto y el vino. En las cantinas y prostíbulos circulaban ahora sólo el aguardiente que rascaba la garganta y bebedizos de sospechosa procedencia, supuestos afrodisíacos que, a menudo, en vez de atizar los deseos sexuales, hacían el efecto de dinamitazos en el estómago de los incautos.

Al igual que en Manaos, el derrumbe de la Casa Arana y del caucho produjo en Iquitos una crisis generalizada tan veloz como la prosperidad que por tres lustros había vivido la ciudad. Los primeros en emigrar fueron los extranjeros —comerciantes, exploradores, traficantes, dueños de tabernas, profesionales, técnicos, prostitutas, caliches y alcahuetas—, que retornaron a sus países o partieron en busca de tierras más propicias que esta que se hundía en la ruina y el aislamiento.

La prostitución no desapareció, pero cambió de agentes. Se eclipsaron las prostitutas brasileñas y las que decían ser «francesas» y que en verdad solían ser polacas, flamencas, turcas o italianas, y las reemplazaron cholas e indias, muchas de ellas niñas y adolescentes que habían trabajado como domésticas y perdido el empleo porque los dueños partieron también en pos de mejores vientos o porque con la crisis económica ya no podían vestirlas ni darles de comer. El cónsul británico, en una de sus cartas, hacía una patética descripción de esas indiecitas quinceañeras, esqueléticas, paseándose por el malecón de Iquitos pintarrajeadas como payasos en busca de clientes. Se esfumaron periódicos y revistas y hasta el boletín semanal que anunciaba la salida y llegada de los barcos porque el transporte fluvial, antes tan intenso, fue disminuyendo hasta casi cesar. El hecho que selló el aislamiento de Iquitos, su ruptura con ese ancho mundo con el que a lo largo de unos quince años tuvo tan intenso comercio, fue la decisión de la Booth Line de ir reduciendo progresivamente el tráfico de sus líneas de mercancías y pasajeros. Cuando cesó del todo el movimiento de barcos, el cordón umbilical que unía Iquitos al mundo se cortó. La capital de Loreto hizo un viaje hacia atrás en el tiempo. En pocos años volvió a ser un pueblo perdido y olvidado en el corazón de la llanura amazónica.

Un día, en Dublín, Roger Casement, que había ido a ver a un médico por los dolores de la artritis, al cruzar el césped húmedo de St. Stephen’s Green divisó a un franciscano que le hacía adiós. Era uno de los cuatro misioneros —los curas obreros— que habían partido al Putumayo a establecer una misión. Se sentaron a conversar en una banca, junto al estanque de los patos y cisnes. La experiencia de los cuatro religiosos había sido muy dura. La hostilidad que encontraron en Iquitos de parte de las autoridades, que obedecían órdenes de la Compañía de Arana, no los arredró —tuvieron la ayuda de los padres agustinos—, ni tampoco los ataques de malaria ni las picaduras de los insectos que, en los primeros meses en el Putumayo, pusieron a prueba su espíritu de sacrificio. Pese a los obstáculos y percances, consiguieron instalarse en los alrededores de El Encanto, en una cabaña semejante a las que construían los huitotos en sus campamentos. Sus relaciones con los indígenas, luego de un comienzo en que éstos se mostraron hoscos y recelosos, habían sido buenas y hasta cordiales. Los cuatro franciscanos se pusieron a aprender el huitoto y el bora y levantaron una rústica iglesia al aire libre, con un techo de hojas de palmera sobre el altar. Pero, de pronto, sobrevino esa fuga generalizada de gentes de toda condición. Jefes y empleados, artesanos y guardianes, indios domésticos y braceros fueron marchándose como expulsados por alguna fuerza maligna o una peste de pánico. Al quedarse solos, la vida de los cuatro franciscanos se hizo cada día más difícil. Uno de ellos, el padre McKey, contrajo el beriberi. Entonces, después de largas discusiones, optaron también por partir de ese lugar que parecía víctima de una maldición divina.

El regreso de los cuatro franciscanos fue un viaje homérico y un vía crucis. Con la merma radical de las exportaciones de caucho, el desorden y despoblamiento de las estaciones, el único medio de transporte para salir del Putumayo, que eran los barcos de la Peruvian Amazon Company, sobre todo el Liberal, se interrumpió de la noche a la mañana, sin previo aviso. De modo que los cuatro misioneros quedaron separados del mundo, varados en un lugar abandonado y con un enfermo grave. Cuando el padre McKey falleció, sus compañeros lo enterraron en un montículo y pusieron en su tumba una inscripción en cuatro lenguas: gaélico, inglés, huitoto y español. Luego, partieron, a la buena de Dios. Unos indígenas los ayudaron a bajar por el Putumayo en piragua hasta su encuentro con el Yavarí. En la larga travesía la balsa zozobró un par de veces y tuvieron que alcanzar las orillas nadando. Así perdieron las pocas pertenencias que tenían. En el Yavarí, después de larga espera, un barco aceptó llevarlos hasta Manaos a condición de que no ocuparan camarotes. Durmieron en la cubierta y con las lluvias, el mayor de los tres misioneros, el padre O’Nety, enfermó de pulmonía. En Manaos, por fin, dos semanas más tarde, encontraron un convento franciscano que los acogió. Allí falleció, pese a los cuidados de sus compañeros, el padre O’Nety. Fue enterrado en el cementerio del convento. Los dos supervivientes; luego de reponerse de la desastrosa peripecia, fueron, repatriados a Irlanda. Ahora, habían retomado su tarea entre los trabajadores industriales de Dublín.

Roger permaneció un buen rato sentado bajo los frondosos árboles de St. Stephen’s Green. Trató de imaginar cómo habría quedado toda aquella inmensa región del Putumayo con la desaparición de las estaciones, la huida de los indígenas y de los empleados, guardianes y asesinos de la Compañía de Julio C. Arana. Cerrando los ojos fantaseó. La fecunda naturaleza iría cubriendo con arbustos, lianas, matorrales, maleza, todos los descampados y claros y, al renacer el bosque, retornarían los animales a hacer allí sus escondrijos. El lugar se llenaría de cantos de pájaros, silbidos y gruñidos y chillidos de loros, monos, serpientes, ronsocos, paujiles y jaguares. Con las lluvias y derrumbes, en pocos años no quedaría huella de esos campamentos donde la codicia y la crueldad humanas habían causado tantos sufrimientos, mutilaciones y muertes. La madera de las construcciones se iría pudriendo con las lluvias y las casas desplomando con sus maderas devoradas por las termintas. Toda clase de bichos harían madrigueras y refugios entre los escombros. En un futuro no muy lejano toda huella humana habría sido borrada por la selva.