LIBRE TRÁNSITO
Calle Prechístenka, Instituto de la Dama-Caballero Chertov[12], hoy Departamento de Artes Plásticas.
¡Juro por el Estix que de haber vivido hace ciento cincuenta años, habría sido, sin lugar a dudas, una Dama-Caballero! (He venido por un salvoconducto para ir a la provincia de Tambov «a estudiar los bordados artesanales», es decir, por mijo. Libre tránsito (transporte) de pud[13] y medio).
Viaje a la estación Usman, provincia de Tambov.
Embarque en Moscú. El último minuto — como si se hubiera abierto el infierno: gañidos, alaridos. Yo: «¿Qué es esto?». Un campesino, tosco: «¡Cállese! ¡Cállese! ¡Ya se ve que todavía no ha ido». Una campesina: «¡Señor, ten piedad de nosotros!». Terror, como ante los opríchniki[14], el vagón entero — una tumba. Y, efectivamente, un minuto más tarde, pese a nuestros billetes y nuestros permisos nos expulsan. Resulta que los de la Armada Roja necesitaban el vagón.
En el último instante, N, su amigo, su suegra y yo, gracias a mi credencial, logramos volver a entrar.
Trágicamente comienzo a darme cuenta de que vamos a un puesto de requisición y… casi en el papel de requisidores. La suegra tiene un hijo-soldado-del-ejército-rojo en el destacamento de requisición. Nos prometen todo tipo de bienes (manteca incluida). Nos amenazan todo tipo de males (muerte por asesinato incluida). Los campesinos furiosos, llegan incluso a incendiar vagones. La suegra me consuela:
—He ido ya tres veces, — y Dios se ha apiadado de mí. ¡Hay harina por monto-o-ones! Y que los campesinos se enfurezcan — se entiende… ¿Quién es enemigo de su propio bien? Roban, roban, ¡puro robo! Hasta yo he llegado a decirle a mi Kolka[15]: «¡Teme un poco a Dios! Aunque no vengas de familia noble, como quiera teníamos holgura y honorabilidad. ¿Cómo puedes echar a la gente así a la calle? De acuerdo, has conseguido un poder muy grande — está bien — úsalo, sácale provecho. Es cosa de tu buena estrella». Porque, señorita, cada uno tiene su ventura. Ah, ¿no es usted señorita? ¡Vaya, se me arruinó el asunto! Porque yo también comercio con el casamenteo. ¡Qué novio le habría podido encontrar! ¿Y el esposo, dónde está? ¿Sin noticias? ¿Y dos niñas? ¡Mal, mal!
»Así se lo digo a mi hijo: “Llévatelo a mitad de precio, para que a ti no te fastidie y el otro no se ofenda”. Porque si no, qué es esto, una especie de hurto a mano armada. ¡De ve-eras! Es que, señorita, se entiende… (pero por qué le digo tanto señorita, – ¡su situación es peor que la de una viuda! ¡Ni esposa de su marido, ni princesa de su amigo!)… Es que, damita, se entiende: es un muchacho joven, una edad espléndida, ¿cuándo pasársela bien si no ahora? Pero él no se acaba de dar cuenta de que desvalijar al otro — es arruinarse a sí mismo. Hasta para ordeñar una vaca — hay que tener cabeza. Ordeña, pero no con saña. Sí…
»Por otro lado, qué respeto me tienen allá en su puesto — le juro, ¡es como si fuera yo una emperatriz viuda! ¡El uno me ofrece una cosa, el otro aparece con otra. Mi Kolka se lleva bien con el jefe del destacamento, estuvieron en la misma clase, los dos dejaron el instituto real después del cuarto año: Kolka — a una oficina, y el otro — la pura buena vida. O sea, son compañeros. Y cuando vino este cambio, emergió del fondo, subió como una burbuja. Y llamó a mi Kolka a trabajar con él. ¡Azúcar! ¡Manteca! ¡Huevos! ¡Sólo les falta — bañarse en leche! Es la cuarta vez que voy.
De las conversaciones en el vagón:
—Y así van a seguir las cosas, hasta que no quede: de mil — el Esposo, de diez mil — la Esposa.
—Pues hay, camaradas, en Moscú una iglesia — del «Ángel del Gran Sóviet[16]».
Discusión nocturna sobre Dios. Encono de los soldados por los iconos y amor por Dios. — «¿Qué sentido tiene besar una tabla? Si quieres rezar, ¡reza solo!».
Un soldado — a un oficial (con tipo de antiguo liceísta, raya en el pelo, tartajea): «Y usted, camarada, ¿por qué religión se inclina?».
De la oscuridad — la respuesta: «Soy espiritista del Partido Socialista».
En la estación de Usman. Las doce de la noche.
Llegada. Una fonda. Las mesas desvencijadas. Revólveres, cintas de ametralladora, arneses de cuero por todos lados. Están contentos, nos agasajan. Nosotros, los festejados, vamos todos descalzos — viniendo de la estación por poco nos ahogamos. Para la suegra, sin embargo, se agenciaron los botines con polainas del ama de casa.
Las amas de casa: dos ancianas mordaces y atemorizadas. Servilismo y odio. Una de ellas — a mí: «Y usted qué – ¿es conocida de ellos?». (Guiñando un ojo en dirección al hijo de la suegra). El hijo: cara estilo Chíchikov[17], ojizarcas ranuras porcinas. La piel debajo del pelo la percibes intensamente rosada. Una mezcla de queso holandés y jamón. Con su madre es insolentemente ceremonioso: «Mamita»… «Usted» — y «¡Váyanse todos — a todos los…!».
Yo, gracias a Dios, paso inadvertida. La suegra, al presentarme, fue vaga e imprecisa: «Con sus parientes, todavía en aquellos tiempos, tenía yo algún trato»… (Resulta que hace unos quince años cosía para la esposa de mi tío. «Tenía un taller propio… Cuatro costureras trabajaban para mí… Todo muy bien… Y en eso — mi marido me jugó una mala pasada: ¡la palmó!»). En una palabra, yo no existo, — yo: asisto…
Bebidos y comidos, nuestros dos compañeros, junto con los demás, se retiran a dormir al vagón. La suegra y yo (es la suegra de un conocido de N, que en realidad fue quien me instigó a hacer este viaje), — la suegra y yo nos acomodamos en el suelo: ella sobre los edredones y almohadones de las patronas, yo — así.
Me despierta un fuerte golpe. La voz de la casamentera: «¿Qué pasa?» — Una segunda bota. — Salto. Oscuridad absoluta. Cada vez es más fuerte el pisoteo, las risotadas, las palabrotas. Una voz sonora desde la oscuridad: «No se inquiete, mamita, es el destacamento de requisición que viene para el registro».
Se enciende una cerilla.
Gritos, llanto, el tintineo del oro, las ancianas con el pelo al descubierto, los edredones desgarrados, las bayonetas… Registran por todos lados.
—¡Busquen bien tras los iconos! ¡Y tras los santos! ¡A los dioses también les gusta el oro!
—Pero nosotros… Acaso tenemos… ¡Hijito! ¡Padre! ¡Sé padre!
—¡A callar, vieja carroña!
El cabo de una vela danza. Gigantescas — sobre la pared — las sombras de los soldados rojos.
(Resulta que desde hacía tiempo las dueñas de la fonda estaban en la mira. El hijo sólo esperaba la llegada de la madre; algo así como las maniobras de la flota o el desfile de las tropas en honor de la Emperatriz Viuda).
El registro se prolonga hasta el amanecer: despierte cuando despierte — siempre lo mismo. A la mañana siguiente, cuando me siento a tomar el té, una idea cabal: «Nos podrían envenenar. Con toda facilidad. Le añaden algo al té, y asunto terminado. ¿Qué perderían? Expoliados “los tesoros” — nada que perder. Y si nos fusilan – ¡igual íbamos a morir!».
Y, definitivamente convencida, lo bebo.
Aquella misma mañana partimos. No fui la única que tuvo esa idea.
Los opríchniki: un judío con lingote de oro al cuello, un judío — padre de familia («si Dios existe, no me estorba, y si no existe — tampoco me estorba»), un «georgiano» salido de la plaza Triunfálnaia, con una cherkeska[18] roja, por diez kopeks degollaría a su madre.
Mis dos compañeros de viaje se fueron a la antigua hacienda del príncipe Viázemski: estanques, jardines… (Es célebre por una brutal manzana).
Se fueron — no nos llevaron. Me quedo a solas con la suegra y con mi alma. No me ayudarán ni la una, ni la otra. La primera ya comienza a enfriarse (conmigo), la segunda ya comienza a hervir (en mí).
Con la tetera a buscar agua caliente a la estación. Un muchacho de doce años, «ayudante de campo» de uno de los oficiales de requisición. Cara redonda, insolentes ojos azules, y sobre los blancos rizos borreguiles — una gorra colocada con desenfado. Una mezcla de cupido y patán.
La patrona (la esposa de aquel opríchnik con el lingote) — es una pequeña (¡araña!) judía morenísima, que «adora» las cosas de oro y las telas de seda.
—Estos anillos que lleva, ¿son de platino?
—No, de plata.
—¿Y entonces por qué los usa?
—Me gustan.
—¿Y no tiene de oro?
—Sí, sí, tengo, pero en general no me gusta el oro: es burdo, obvio…
—¡Ah, pero qué dice! El oro es el metal más noble. Todas las guerras, Yosia me lo ha dicho, se hacen por oro.
(Yo, para mis adentros: «¡Como todas las revoluciones!»).
—Y, dígame, ¿no ha traído con usted sus objetos de oro? ¿No estaría dispuesta a transferirme algo? ¡Oh, no tema, no le diré nada a Yosia, será un negocio entre mujeres! ¡Un secretito entre nosotras dos! (Ríe lascivamente). Podríamos organizar una especie de Austausch[19]. (Bajando la voz:) Porque yo tengo buenas reservas… ¡Tampoco se lo digo siempre a Yosia!… Si usted necesita manteca, por ejemplo, — hay manteca, si necesita harina absolutamente blanca — hay harina absolutamente blanca.
Yo, apocada:
—Pero es que no he traído nada conmigo. Dos cestas vacías para el mijo… Y diez arshinas[20] de percal color rosa…
Ella, casi con insolencia:
—¿Pero dónde dejó sus cosas de oro? ¿Acaso uno puede dejar las cosas de oro e irse sin más?…
Yo, articulando:
—No sólo dejé mis cosas de oro, dejé… ¡a mis hijas!
Ella, divertida:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Qué chistosa es usted! ¿Acaso los niños son una mercancía? Hoy en día todos dejan a sus hijos, los acomodan por ahí. ¿Cuáles niños, cuando no hay de comer? (Sentenciosa:) Para los niños hay albergues. Los niños son propiedad de nuestra Comuna socialista…
(Yo, para mis adentros: «Lo mismo que nuestros anillos de oro»…).
Convencida de mi no solvencia en oro, tragándose las palabras, me cuenta. Antes de haber sido la propietaria de un taller de confección en «Petrogrado».
—¡Ah, qué apartamentito teníamos! ¡Un cuento y no un apartamento! Tres habitaciones y una cocina, y también un trastero para la sirvienta. Jamás permití a la criada que durmiera en la cocina, — es poco aseado, pueden caer pelos en las ollas. Uno de los cuartitos era el dormitorio, otro el comedor, y el tercero, color cielo — el recibidor. Y es que yo tenía clientes muy importantes, vestía a la crema y nata de Petrogrado con mis chaquetas… Oh, nos ganábamos muy bien la vida, y cada domingo recibíamos visitas: había vino, y los mejores productos, y flores… Yosia tenía un equipo completo de fumador: una mesita afiligranada, de las del Cáucaso, con todo tipo de pipas, y pequeños objetos, y ceniceros, y cerilleros… Se lo compramos de ocasión a un fabricante… En casa también se jugaba a las cartas y, le aseguro, no por una bicoca…
Y tuvimos que dejarlo todo: rematamos los muebles, algo, eso sí, escondimos… Por supuesto que Yosia tiene razón, el pueblo no puede seguir sufriendo los grilletes de la burguesía, pero cuando se tiene un apartamento así…
—¿Y qué hace usted aquí cuando llueve, cuando todos los suyos se van a la requisición? ¿Lee?
—Sí…
—¿Y qué está leyendo?
—El capital de Marx, mi marido no me da novelas.
La estación de Usman, la provincia de Tambov, en donde nunca antes había estado y a donde no volveré. Treinta verstas a pie por un campo segado, para canjear el percal (rosado) por grano.
Los campesinos.
Sesenta isbas — una sola cantinela:
—No, no, no tenemos nada, vender — no vendemos y canjear — no canjeamos. Lo que teníamos — nos lo quitaron los camaradas. Dios quiera que al menos quedemos con vida.
– Pero yo no me llevo nada sin pagar ni les voy a pagar con dinero soviético. Tengo cerillas, jabón, percal…
¡Percal! ¡Una palabra mágica! ¡La primera (¡la serpiente viene después!) pasión de nuestra antepasada Eva! Los ojos se encienden, las frentes se aclaran, los brazos se extienden. Ni las bisabuelas desentonan, salpicaduras de bocas desdentadas: «¡Percal! ¡un poquito! ¡para mi sudario!».
Y yo, en un asfixiante cerco de: abuelas, bisabuelas, mozuelas, zagalas, damiselas y mocosuelas, arrodillada ante la cesta — escarbo. La cesta es minúscula, yo — quedo totalmente a la vista.
—¿El jabón es perfumado? ¿Y del ordinario no tienes? ¿A cuánto las cerillas? ¿El percal es resistente? ¡Manka, eh Manka, no te iría mal para una blusa! ¿Cuántas arshinas dices? ¡Di-ez! ¡No llega ni a ocho!
Lo palpan, lo huelen, lo estiran, lo alisan y, si te descuidas — hasta lo prueban con los dientes.
Y de pronto una de ellas estalla:
—¡El color! ¡El color! Es idéntico al que Katka[21] compró la semana pasada para una falda. También lo vendía una de Moscú. Sempiterno – ¡y parecía seda! Los mismos pliegues y frunces… Mamita, eh, mamita, ¿lo compramos? A ver, marchanta, ¿a cuánto das la arshina?
—No lo vendo por dinero.
—¿No lo ve-endes? ¿Cómo que no lo vendes?
—Así, ustedes saben que el dinero no vale nada.
—¿Qué sabemos nosotras? Nuestra vida es de ignorancia. Otra que también vino de Moscú nos contó que a vosotros allá las cosas os van muy bien.
—Vayan — y vean.
(Silencio. Miradas de reojo al percal. Suspiros).
—¿Qué necesitas?
—Mijo, manteca.
—¿Man-te-ca? No, aquí no hay manteca. ¡Como si nosotros tuviéramos manteca! Comemos a palo seco. ¿No querrás un poco de miel?
(Visión relámpago de mí misma anegada en una miel que se desparrama, y debido a esta visión – ¡mi casi furia!).
—No, lo que quiero es manteca — o mijo.
—Y si fuera mijo, ¿cuánto quieres por el percal? (Por cierto, no es percal, es una sempiterna rosada, rara y preciosa, obtenida gracias a las tarjetas de racionamiento).
Yo, de golpe intimidada: medio pud. (Me habían aconsejado – ¡tres!).
—¿Me-dio-pu-ud? ¡Qué precio es ése! ¿Es de seda tu percal, o qué? Lo único que tiene bonito es el color. Y mira, destiñe, con el agua perderá el color.
—¿Cuánto me dan?
—Tuya la mercancía — tuyo el precio.
—Ya lo he dicho: medio pud.
Reflujo. Cuchicheos…
Observo la isba. Todo es bruno, como de bronce: los techos, los suelos, los bancos, los cacharros, las mesas. Nada sobra, todo es eterno. Los bancos parecen en la pared enraizados, o más bien — brotados. Y hasta los rostros armonizan: ¡brunos! ¡Y el ámbar en el cuello! ¡Y los cuellos! Y con toda esta brunicidad de fondo — el último jirón azul de un Veranillo que ha llegado tarde. (¡Cruel palabra!).
Los cuchicheos se prolongan, la paciencia se estira — y se rompe. Me levanto y, seca:
—Y entonces, ¿lo toma o no lo toma?
—Bueno, si fuera por dinero — tal vez… Pero tú misma date cuenta, ¿qué es nuestro haber?
Recojo el mío (tres trozos de jabón, un paquete de cerillas, diez arshinas de raso), cierro la cesta con el bastoncillo.
En la puerta:
—¡Buena suerte!
Veinte pasos. Pies descalzos a mi espalda.
—¡Marchanta! ¡Eh, marchanta!
Sin detenerme:
—¿Qué?
—¿Quieres siete leibras?
—No.
Y furiosa, sin reparar en cinco isbas, — a la sexta.
A veces pasa distinto: el trato hecho, el mijo separado, el percal desenrollado y — en el último momento: «Sólo Dios sabe de dónde habrás venido. ¡Portadora de desgracias, seguro! Y esos pelos rapados… Anda, sigue tu camino y que te vaya bien… ¡No queremos tu percal…».
Y también pasa así:
– Para ti, moscovita, nuestra vida es incomprensible. ¿Crees que todo lo tenemos porque sí? Este mijo de aquí, según tú, – ¿nos cayó del cielo? Quédate un poco en el campo, prueba a trabajar nuestro trabajo para que te des cuenta. Vosotros, moscovitas, tenéis más suerte, todo os llega de las autoridades. Tu percal, apuesto a que tampoco te costó nada.
… Regálanos la cajita de cerillas para que tengamos con qué recordarte, forastera.
Y se las doy, por supuesto. Por arrogancia, por repugnancia, justo como Cristo pidió que no se diera: ¡asegurando mi camino al hades — la doy!
Por el grito: «¡Las gallinas ya no ponen!» estoy dispuesta a estrangular no sólo a todas sus gallinas, sino a ellas – ¡todas! — hasta la décima generación. (No oigo otra respuesta).
El mercado. Faldas — cerditos — calabazas — gallos. Reconciliadora y seductora la belleza de los rostros femeninos. Todas ojinegras y todas con collares.
Compro tres campesinitas de juguete talladas en madera, y me aferro a una campesina viva, a quien regateo una gargantilla de ruedecitas de ámbar oscuro, y con ella salgo del mercado — sin nada. Por el camino me entero de que «paseó con un soldado el día de la Virgen de Kazán[22]» — y allí está… En espera del parto, por supuesto. Como toda Rusia, por cierto.
En casa. La indignación de la patrona por el ámbar. Mi soledad. Voy a la estación en busca de agua para el té, las jóvenes: — «¡La señorita se ha puesto ámbar! ¡Qué desondra! ¡Qué desondra[23]».
Lavo el suelo en casa de la palurda.
– ¡Séqueme el charco! ¡Cuelgue el sombrero! ¡No lo hace bien! ¡Siga el sentido de las maderas! ¿En Moscú se hace de otra manera? Yo, la verdad es que no puedo fregar el suelo, – ¡me duelen los riñones! Usted seguro se acostumbró de niña.
Trago mis lágrimas en silencio.
Por la noche, me arrebatan la silla sobre la que estoy sentada, ingiero mis dos huevos sin pan (¡en el puesto de requisición, en la provincia de Tambov!).
Escribo a la luz de la luna (la sombra negra del lápiz y la mano). Alrededor de la luna un círculo enorme. Una locomotora resopla. Las ramas. El viento.
¡Señores! ¡Amigos míos de Moscú y de todos lados! ¡Piensan demasiado en su propia vida! No tienen tiempo de pensar en la mía, — y valdría la pena[24].
Una suegra: ex-costurera, casamentera del Zamoskvorechie[25], despabilada y conversadora («mi marido me jugó una mala pasada – ¡la palmó!»). Un palurdo, comunista con un lingote de oro al cuello; una pequeñoburguesa-judía, ex-propietaria de un taller de costura; una banda de ladrones vestidos con cherkeska; unos campesinos taciturnos y sospechosos, un pan ajeno (vender aquí por dinero – ¡es demasiado incluso para la conciencia comunista!).
Desde todos los puntos de vista soy un paria: para la palurda – «pobre» (medias baratas y cero diamantes), para el palurdo – «burguesa», para la suegra – «de antaño», para los soldados del Ejército Rojo — una señorita arrogante de pelo corto. Las más cercanas a mí (¡a mil verstas de distancia!) son las viejas campesinas con quienes comparto la pasión por el ámbar y las faldas multicolores — y una misma bondad: como una cuna.
«¡Señor! ¡Matar a muerte — a quien tenga azúcar y manteca!». (Dicho local).
«No había ciudad más tranquila que la nuestra!».
(Relato de un campesino en el camino a Usman. — ¿No se referirá a toda Rusia?).
Hoy los opríchniki derribaron un poste telegráfico para calentarse.
La patrona se inclina a recoger algo. De su seno cae un puñadito de monedas de oro que ruedan tintineando por toda la habitación.
Los presentes primero bajan los ojos, pero luego los desvían.
Desde temprano — al pillaje. — «Tú, mujer, quédate en casa y prepara la kasha que yo traeré la mantequilla…». — Como en un cuento. — Hacia las cuatro vuelven. Nuestros Kaplan tienen algo parecido a un comedor. (La patrona: «Para ellos es cómodo, y para Yosia y para mí — provechoso». Los «productos» — son gratis, las comidas — pagadas). El vino no se ve. Manteca, oro, paño, paño, manteca, oro. Llegan cansados: colorados, pálidos, sudorosos, de mal humor. La patrona y yo nos precipitamos a poner la mesa. Sopa de gallo, kasha, blinis, tortilla. Primero comen en silencio. Bajo la caricia de la manteca y de la mantequilla sus frentes se desarrugan y sus ojos se humedecen. Después del pillaje — el reparto: de impresiones. (El reparto de bienes se lleva a cabo en el lugar de los hechos). Comerciantes, popes, kulaks[26] de aldea… Uno tiene tanto lienzo… Otro, un cubo de mantequilla fundida… Otro, mil rublos en dinero imperial… De vez en cuando — solamente un gallo…
Ruzman (casado) es bondadoso. Si descubre algún fruto prohibido (escondido), como un saco de harina, es compasivo:
—¡Ay, ay, ay! ¡Su familia es numerosa! ¡No puede, de verdad, alimentar sólo de aire a siete hijos, una esposa, una abuela y un abuelo!
Pero en él también hay un conocedor: así, lo que ha sido sutilmente escondido y ardientemente defendido, suscita su admiración.
—¡Qué bribón, este Mikishikin, qué bribón! ¡Se le podría encargar la liquidación de los bancos! ¡¿Dónde creen que habrá embalsamado su dinero imperial?!
Poco a poco (¡octavo día!) comienzo a enterarme, a familiarizarme, ya comparto (¡líricamente!) los triunfos y las desgracias, la patrona ya, intranquila por la larga ausencia del marido — a mí:
—¿Qué pasará con Yosia, nos estará traicionando?
Estoy en medio de un cuento, mitten drinnen[27]. El bandido, la mujer el bandido — y yo, la sirvienta de la mujer del bandido. Por supuesto, podría ocurrir que — me apoderara de un hacha… Pero lo más probable es que después de haber diseminado felizmente mis 18 libras de mijo por los 80 puestos de control, irrumpa alegre en mi cocina de Borís y Gleb, y allí — sin recobrar el aliento – ¡me evapore en un verso!
Me invitan a la requisición. (¡Así invitaban los duques, en otros tiempos, a la caza!).
—¡Deje ya sus cerillas!… (¿Cuántas cajitas le quedan? ¿Cómo — ha regalado tres? ¡Ay, ay, ay! ¡Qué poco práctica!). Venga con nosotros, aun sin cerillas traerá de regreso un vagón lleno de harina. No tendrá que hacer nada con sus manos — le doy mi palabra de honor de comunista: ¡no tendrá que mover ni el más pequeño de sus deditos!
Y la patrona, celosa (no de mí, por supuesto, sino de los «productos» que imagina).
—¡Ah, Yosia, cómo es posible! ¡Y quién me lavará los platos mañana, cuando vaya al mercado por la levadura!
(El único «producto» que se compra en esta familia).
¡Muchos platos lavados y el suelo ya dos veces fregado! La sensación de haber sido irremediablemente reducida a la esclavitud. La malvada suegra, siguiendo a la patrona, me maltrata. De mis desleales Teseos (¡bella – Naxos!) hace más de una semana que no hay señales de vida.
Por lo pronto tengo: 18 libras de mijo, 10 libras de harina, 3 libras de manteca, ámbar y tres muñecas para Alia. Amenazan con los puestos de control.
Estallo de risa y de rabia. La tarde pasaba como de costumbre. Entraban, salían, bromeaban, fumaban, planeaban las incursiones del día siguiente, hacían balance de las recientes. En una palabra: la paz. Y de pronto: un trueno: ¡Dios! Quién comenzó — no recuerdo. Sólo recuerdo mi voz:
—Señores, si no existe – ¿por qué lo odian de esa manera?
—¿Y a usted quien le dijo que odiamos al Señor Dios?
—O lo aman demasiado: no paran de hablar de Él.
—Hablamos, porque aún hay muchos que creen en estas tonterías.
—¡Yo la primera! Nací tonta y tonta he de morir. (Irrupción de la suegra).
Levit (condescendiente):
—Usted, madame, es un fenómeno del todo comprensible, todas nuestras mamás y nuestros papás creían, pero (encogiéndose de hombros en dirección a mí)… que la camarada a una edad tan joven y con la posibilidad de aprovechar todos los bienes culturales de la capital…
La suegra:
—¿Qué más da que sea de la capital? ¿Usted cree que en Moscú todos son ateos, o qué? En Moscú tenemos, vamos a ver, sólo en iglesias… cuarenta veces cuarenta, amén de los monasterios, amén de…
Levit:
—Son los vestigios del régimen burgués. Haremos monumentos con el hierro de sus campanas.
Yo:
—A Marx.
Mirada perspicaz:
—Exacto.
Yo:
—Y también al eliminado Uritski. Por cierto, yo conocí al asesino. (Sobresalto. Alargo la pausa.)… Pues claro, jugábamos juntos en el mismo arenero: Kannegiser[28] Leonid.
—¡La felicito, camarada, por esos juegos!
Yo, terminando mi frase:
—Era hebreo.
Levit, sulfurándose:
—¡Eso no tiene que ver con el asunto!
La suegra, no ha entendido:
—¿A quién mataron los judacas?
Yo:
—A Uritski, el jefe de la Cheká[29] de Petersburgo.
La suegra:
—¡Va-aya! ¿Y qué, él también era judaca?
Yo:
—Judío. Y de buena familia.
La suegra:
—Entonces han de haber tenido una pelotera. Por cierto, eso es una rareza entre la judería, entre ellos pasa al revés: se protegen, si el padrino se quema, el rabino le sopla, se lo juro.
Levit, a mí:
—Y entonces, camarada, ¿qué pasó después?
Yo:
—Después pasó el atentado contra Lenin[30]. También una judía (dirigiéndome al patrón, amable), con su mismo apellido: Kaplan.
Levit, adelantándose a la respuesta de Kaplan:
—¿Y qué quiere usted demostrar con eso?
Yo:
—Que entre los judíos, como entre los rusos, hay de todo.
Levit, saltando:
—Yo, camarada, no comprendo: o no estoy oyendo bien, o su lengua no está diciendo lo que debería. Está usted en un puesto de requisición, en la estación de Usman, en al casa de un miembro efectivo del PCR, el camarada Kaplan.
Yo:
—Bajo el retrato de Marx…
Levit:
—Y pese a todo, usted…
Yo:
—Y pese a todo yo. ¿Por qué no intercambiar opiniones?
Uno de los soldados:
—Dice bien la camarada. ¡¿Cuál libertad de expresión si no puedes ni hipar como te da la gana?! Y la camarada no ha hecho ninguna declaración extraordinaria: que un judas se despachó a otros judas, y eso ya lo sabíamos.
Levit:
—Camarada Kuznetsov, le ruego que retire sus ofensivas palabras.
Kuznetsov:
—¿Dónde ve la ofensa?
Levit:
—¡Se ha permitido llamar a una víctima ideológica — judas
Kuznetsov:
—Tranquilo, camarada, que yo también soy miembro del Partido Comunista. Si dije judas — fue sólo por costumbre.
La suegra a Levit:
—¿Pero por qué se exalta tanto, querido? «Judas», – ¿y qué más da? En Moscú todo el mundo los llama judas y ninguno de los decretos de interdicción de ustedes puede nada contra eso. ¡Es Judas porque crucificó a Cristo!
—¡¡¿A Cristo-o-o?!!
Fue como un latigazo. Como el impacto de un latigazo. De muchos latigazos. Salta. Las ventanas de su aguileña nariz aletean.
—¿Con que ésas son sus convicciones, madame? ¿Ésas las provisiones que va buscando de provincia en provincia? — ¡Eso también le concierne a usted, camarada! — ¿Hacer propaganda? ¿Organizar pogroms? ¿Quebrantar la firmeza del poder soviético? ¡La voy a!… En una fracción de segundo la voy a…
—¡No me asusta! ¿Para qué si no tengo un hijo? ¡Es más bolchevique que cualquiera de ustedes! Pero – ¡qué se ha creído! ¡Sólo porque no está Kolia! ¡Mira que lanzar silbidos viperinos contra una viuda respetable! Cincuenta años sobre la faz de la tierra, — y nunca una vergüenza semejante…
La patrona:
—¡Madame! ¡Madame! ¡Cálmese! ¡El camarada Levit estaba bromeando, es su manera de bromear! Pero juzgue por usted misma…
La casamentera, desentendiéndose:
—No quiero ni juzgar, ni bromear. ¡Estoy harta de su nueva vida! Con Nicolasha — teníamos pan y gachas[c], y ahora por esas mismas gachas – ¡que Dios me perdone! — andamos treinta verstas en medio del lodazal y con la lengua de fuera, como perros…
Uno de los soldados: ¿Nicolasha y las gachas? ¡Uy, que vivaracha!… ¿No es hora de irnos a casa, muchachos? Mañana al alba toca Ipátovka.
N y el yerno han vuelto. Han traído harina, están contentos. Y medio pud es para mí. Mañana iremos. Iremos, si logramos subirnos (al tren).
Stenka Razin[31]. Dos San Jorge. Una cara redonda, maliciosa, pecosa: Esenin[32], pero sin menudez. Acaba de llegar, junto con otros mocetones, de la requisición. Lo veo por primera vez.
– ¡Razin! — No lo dije yo: ¡mi corazón tañó! (¡El corazón! ¡La campana! ¡Sólo que no hay campaneros!).
Una salvedad: mi Razin (el de la canción)[33] es rubio, — rizos rubios con tintes rojizos. (A propósito, qué insensatez decir «rubio», sin decir «rizo»; de rizos rubios, rubiorizado: fogoso y ruborizado. Porque ¿qué significa rubio? — ¿Claro? ¡Sentencia mocha!). Pugachov es negro, Razin blanco. ¡Y la propia palabra: Stepan! Espera, paja, pan. ¿Acaso existen Stepanes negros? Y: Ra — zin. Riada — río — rasa, ¡Razin! No hay negrura donde hay espacio. La negrura — es espesura.
Razin — aún imberbe, pero ya con mil pequeñas persas. De golpe se precipitóhacia mí, desbordante de júbilo[d]:
—¿Viene usted de Moscú, camarada? Claro, claro que conozco Moscú. ¡La he contemplado desde lo alto de sus siete colinas! Era aún muy pequeño cuando me aprendí estos versitos sobre Moscú:
Ciudad gloriosa y de alcurnia,
En tus colinas albergas
Los poblados y arrabales,
Los palacios y aposentos[34]…
Moscú — es la madre de todas las ciudades. En Moscú se originó todo — el reinado.
Yo:
—Y en Moscú acabó.
Él, lo entiende y ríe:
—Una observación justa.
¡Oh, Moscú, Moscú, Moscú,
Con la cabeza dorada,
Res-guar-da-da!
En Moscú celebré la Pascua como Dios manda. La campana de Iván el Grande[35] resonó — y las demás le respondieron, todas, cada una con su propia voz — por separado, en conjunto, a la frente, a la espalda — y yo ya no sabía si era el hierro el que sonaba, o era yo. ¡Como si me hubiera vuelto loco, — se lo juro! Es algo que no olvidaré jamás.
Algo decimos de las iglesias, de los monasterios.
—Usted, camarada, se ofende cuando se habla contra los popes, alaba la vida monástica. Yo no digo nada en contra de eso: si no aguantas a la gente — vete al bosque. En sociedad no vas a salvar el alma, vas a perder cuarenta veces cuarenta almas ajenas. Sólo que, honestamente, ¿cree usted que por eso se hacen popes o monjes? Lo hacen por la panza, por la vida regalada. Como nosotros, por ejemplo, con la requisición – ¡nomás piense! ¿Qué tiene que ver Dios con esto? A Dios, cuando ve esa santidad, le da náuseas. ¡Destruiría su mundo, si pudiera! ¡No, no te guarezcas en Dios! Dios — es luz: deja pasar tu negrura. No se hace más negro a causa tuya, ni tú te haces más blanco a causa suya. No es contra Dios contra quien me rebelo, camarada, sino contra sus servidores: ¡manos desleales! ¡Cuánta gente se ha apartado de él a causa de esas manos! Pero ¿acaso la gente está en su sano juicio? Mire, mi padre, por ejemplo: — apenas empezó la persecución, se dio cuenta: los inculpados no son los culpables. El pope, rabo de rata, hace trastadas — y a quien llevan a la horca es a Dios. ¡Dios no es culpable del buche del pope! Y son ustedes, dice, los mayores culpables: ustedes no respetaban al pope y él dejó de respetarse. Pero ¿cómo respetarlo? Yo, señorita, seguro que soy mejor. ¿Quién es el mayor ladrón? — El pope. Y cuando se emborracha, — pues entonces — pero usted es una señorita, sería indecente explicarle…
—Pero ¿y los monjes, los eremitas?
—De los monjes no hay nada que decir, usted lo sabe. Muchas palabras de contrición, pero con la lengua se lamen de los labios los pensamientos sucios. Ábrele el cráneo: nada, excepto carnes ahumadas y saladas, y jovencitas, y licorcitos, aguardentosos, nada más. ¡Ésa es la fe! ¡La vida monástica! ¡La salvación del alma!
—Pero en la Biblia, ¿se acuerda? Por un solo justo, salvaré Sodoma. ¿O no la ha leído?
—Pues debo reconocer que no, no la he leído, — de niño prefería perseguir palomas, hacer travesuras con otros niños. Pero mi padre — él sí, es un gran hombre de iglesia. (Entusiasmándose:) La Biblia, la abriera donde la abriera — te soltaba de memoria diez páginas seguidas, con los ojos cerrados…
»Pero quisiera, camarada, terminar con lo de los monjes. Las monjas, por ejemplo. ¿Por qué todas las monjas me comen con los ojos?
Yo, para mis adentros: «Pero, querido, como no…».
Él, animado:
—Se contraen, se retraen, los ojos como pozos. ¿Pero a dónde me arrastras con esos ojos? ¿Qué novicia puedes ser después de esto? ¡Si tienes la sangre caliente — no te metas al convento, y si te las das de novicia — mantén los ojos bajos!
Yo, bajando involuntariamente los míos: «Un Razin desmoralizador». (En voz alta:)
—Mejor hábleme de su padre.
—¡Mi padre! Mi padre es un gran hombre. De ésos — que escriben en los libros: Marx, digamos, o los hermanos Graco. Pero ¿quién los ha visto? Seguro han de ser extranjeros: se te traba la lengua con el solo nombre, y no tienen patronímico. Hace tres mil años — y allende océanos y mares — allende campos y montañas — en los confines del mundo, – ¡no era difícil ser grande! Pero quizás sólo sean invenciones. Ése de ahí (movimiento del brazo hacia el Marx de la pared)… de cabeza desgreñada, ¿existió de verdad?
Yo, sin pestañear:
—Lo inventaron. Los propios bolcheviques lo inventaron. De regreso de Berlín, – ¿sabe? Se lo sacaron del cerebro, le pusieron una chaqueta, una barba — le desgreñaron la melena, y lo pegaron en todas las bardas.
—Usted, señorita, es atrevida.
—Igual que usted. (Ríe.)… Pero ¿no quería hablarme de su padre?
—Mi padre. Mi padre es inspector de policía de la época zarista… (Yo, para mis adentros: ¡como si inspeccionara la época zarista!). Un gran hombre, le repito. De día y de noche lo seguiría con una pluma por donde fuera para anotarlo todo. No suelta palabra: ¡piedras pesadas! Todo el tiempo: las Tablas de la ley, los emblemas del monarca, las estrellas de la aurora… Ah, se me pone la carne de gallina, se lo juro. Por la noche se calienta su samovar, se pone sus anteojos de carey, abre su enorme libro y al hojearlo – ¡qué tormentas y tempestades! (Bajando la voz:) …Conoce todos los destinos. Todos los plazos. Lo que a cada uno le ha sido señalado, lo que cada uno tiene destinado, no perdona a ninguno. Predijo el derrumbamiento del zarismo. Aunque veneraba al zar igual que a Dios. Y ahora dice: «Ya pueden hacerme pedazos, ya pueden comerme vivo, que este poder no durará más de siete años. Es — una serpiente, y caerá — como la piel de la serpiente…». Está escribiendo un libro: Las lágrimas de Rusia. Ha llenado ya ocho libretas de cuadrícula pequeña. No se lo enseña a nadie, ni siquiera a mí… Sólo sé que son: Las lágrimas. Trabaja todas las noches hasta que canta el gallo.
Dos San Jorge[36], salvó el estandarte.
—¿Que sintió al salvar el estandarte?
—¡No sentí nada! Hay estandarte — hay regimiento, no hay estandarte — no hay regimiento.
Compró en subasta una casa en Klimachi por 400 rublos. Asaltó un banco en Odesa – «¡los bolsillos rebosantes de oro!». Sirvió en el regimiento del Heredero.
Le recito mis versos: «Al zar — en la Pascua», «Caballos de pura sangre[37]»…
—¿Quién escribió eso? No uno del pueblo, ¿verdad? ¡Qué vuelo! ¡Y se desploma como un trueno! — … Agua — cuadra… ¡Qué reprimenda le habrá caído por esas cuadras! Pero yo supongo — que no es inventado, ¿eh? Han de haberle matado a su padre, a su madre, a sus hermanos, a sus hermanas – ¡y entonces lo con-sig-nó! ¡La buena vida no te hace escribir así! ¿Y no podría yo, señorita, copiar de recuerdo ese verso sobre las cuadras?
—Lo arrestarán.
—¡¡¿A mí?!! (Su cara pasa de la inspiración a la rapiña). ¿Arrestarme — a mí? Aún no ha nacido el arrestador que se atreva a arrestarme. No ha nacido, no ha sido. Además yo, señorita, tengo cuatro relojes de oro. (¡Las manos a los bolsillos!). Si quiere — verifique. Y todos marcan una hora distinta: uno la de Moscú, otro la de Piter[38], otro la de Riazan, y éste (se golpea el pecho con el puño), ¡la de Razin!
—¿Quiere que le diga unos versos sobre Stenka Razin? Los ha escrito la misma persona. Escuche:
Los vientos se acostaron — crepúsculo dorado.
La noche ya se acerca — cual montaña de piedra.
Y él con su princesa[39]…
Recito como alguien que se ahoga, – ¡no!, como un pez que se atraganta con su propio mar. (Un pez que habla… Hm… Bueno, en los cuentos existen).
Luego de las suegras las casamenteras, los mijos, los cubos de basura, los revólveres, los Marx — este rayo (la voz) que golpea este azul (¡los ojos!). Y le recito a los ojos: ¡como miran! Al azul azulejo: ¡lejos!
¡Stenka Razin!
Stenka Razin, no soy la princesita persa, no hay en mí esa perfidia doble: la de Persia y la de quien no ama. Pero no soy rusa tampoco, Razin, soy pre rusa, pre tártara, soy la Rusia previa a todos los tiempos – ¡y vengo a tu encuentro! Stepan de paja, escúchame, estepa: había carromatos y había nómadas, había fogatas y había estrellas. El toldo del carromato – ¿quieres?, donde por un agujero — brilla la estrella más grande.
Pero…
—Pero por favor, señorita, más grandes las letras: me cuesta lo escrito a mano.
Con una alegría infantil observa la aparición de las letras (escribo, por supuesto, con letra de imprenta).
—De… eme… ¡Ah! Y ésta es la iat[40], como una iglesita con su cúpula.
—¿Es usted aldeano?
—¡Sub-urbano!
—Y ahora, señorita, por todas sus fatigas, le voy a contar un cuento — de una ciudad submarina. Yo era aún pequeñito, no tenía más de siete años, — y mi padre me lo contaba.
»Parece que en algún lugar de nuestra tierra rusa hay un lago, y en el fondo del lago aquél — una ciudad sepultada: con iglesias — y atalayas, con mercados — y graneros. (Repentina sonrisa forzada). Torre para los bomberos — no hace falta: ¡lo hundido en las aguas — ya no puede arder! Y al parecer esta ciudad se hundió de modo muy especial[41]. Los tártaros se iban apoderando de nuestras tierras e iban recolectando tributo: oro puro en forma de cruces, plata pura en forma de campanas, carne y sangre puras en forma de regalos. Ciudad tras ciudad, como espiga tras espiga, iban cediendo: las llaves tintineaban, a los tártaros capoteaban. Pero hay uno, un príncipe — que no es sumiso: “No entregaré lo que es sacrosanto, mejor que corran mi sangre y mi llanto; no entregaré mis arcanos – ¡que me corten pies y manos!”. Presta oído — el ejército está cerca: hay galope de caballos. Convoca la ciudad a los campaneros y les ordena que toquen con todas sus fuerzas, pro última vez, las campanas: para tirria de los tártaros y gloria de Dios. ¡Y se esforzaron — los campaneros! ¡Lástima que yo, valiente mozo, no estaba!… ¡Cómo tocaban! ¡Cómo sonaban! ¡Las entrañas de la tierra — se pusieron a temblar!
»Y de esas campanas brotaron ríos de plata pura: mientras más trabajaban los campaneros, más impetuosos eran los ríos. Pero la tierra no acogía esa plata, no la absorbía. Por la ciudad ya era imposible transitar, las casitas de una planta quedaron sumergidas hasta los tejados, tan sólo el palacio del príncipe se mantenía. Y en réplica al tañer de esas campanas — otros tañidos surgían: los ejércitos de los impíos acudían y sus curvos sables blandían. El príncipe se encaramó a la torre más alta de su palacio — el agua al pecho — llevaba la cabeza descubierta, la plata del tañido chorreaba por sus rizos. Otea: ya en las puertas y por miles. Y entonces grita con una voz que no es la suya: “¡Eh, campaneros-compañeros!”. Pero qué quería decirles – ¡ya nadie lo oyó! Y aquella ciudad – ¡ya nadie la vio!
»Penetraron los tártaros por las puertas — paz y tranquilidad. Sólo los pequeños arroyuelos sollozaban…
»Así fue como aquella ciudad se sumergió en su propio tañido.
Stenka Razin, no soy la princesita persa, pero le regalaré una sortija — de plata — de recuerdo.
Mire: un águila de dos cabezas con las alas desplegadas, más sencillamente: una moneda zarista de diez kopeks, engastada en plata. ¿Le quedará? Le queda. No tengo mano de dama. Pero a ti, Stenka, las manos no te dicen nada: la forma, las uñas, la «estirpe». Te dicen las palmas (el calor) y de dedos (el puño). El apretón de manos — te dirá.
Acéptame la sortija sin pensarlo: eran diez – ¡quedaron nueve! ¿Y qué a cambio? Nunca nada a cambio.
De mi anular — a tu meñique.
Pero no te lo daré, como doy: ¡eres — un tunante! Me quedas debiendo un «recuerdo de la época zarista». Fogatas y carromatos — los tengo yo.
—Además tengo conmigo un librito sobre Moscú, tómelo también. No se fije en que es pequeño, – ¡en él están todos los tañidos de Moscú!
(Moscú, ediciones de la Biblioteca Universal. Cronistas, extranjeros, escritores y poetas hablan de Moscú. Es un libro que he regalado ya cuatro veces. — ¡Un tesoro!).
—¿Y cuando vaya a Moscú, podré visitarla? No le he preguntado ni su nombre.
Yo, mentalmente: «¿¡Para qué!?». (En voz alta): «Déme el libro, se lo apunto[e]».
Después, en el porche lo despido — hasta que los ojos y las almas…
Mañana iremos. Iremos, si subimos (al tren). Amenazan con los puestos de control. Por lo demás, Kaplan (por respeto a la suegra) promete prevenir que los que viajan son «nuestros».
Visita matinal de N (había pasado la noche en el vagón).
—Marina Ivánovna, váyase – ¡desaparezca! ¡La que han armado usted y la suegra aquí! ¡Ése, el de la cherkeska roja, está furioso! Media noche trabajándomelo. Le he mentido, que si está usted con Lenin y Trotski, que si los ha engañado a todos, que si cumple una misión secreta, ¡qué no habré inventado! Si no, no habría podido salvarla. ¡Es la contrarrevolución, grita, la judeofobia, la mecieron en la misma cuna que a los asesinos de Uritski, grita! Fue a la suegra, le digo, a la que mecieron en esa cuna (¡a ella Kolka la salvará!). A las dos, a las dos, grita, – ¡son fruto de un mismo árbol! Pero luego, cuando le hablé de Trotski y de Lenin, se calmó un poco. Y Kaplan a mí — con cero miramientos: «Lárguense hoy mismo, acabarán en la cárcel. No puedo garantizarles nada para mañana». — ¡Así están las cosas!
Y encima otra delicia: por la noche me desperté — una conversación. El diablo ése — con otro. Los campesinos quieren hacer saltar el tren, se planea una emboscada… Tres aldeas seguro… ¡Vaya nido, Marina Ivánovna! ¡Esto es una Jitrovka[42]! ¡Me arranco los pelos por haberla dejado sola aquí con ellos! Y es que usted no se da cuenta de nada: ¡todos van a ser fusilados!
Yo:
—Ahorcados. Lo tengo escrito en mi libro.
Él:
—Ahorcados no, fusilados. Por los mismos soviéticos. Se espera una inspección aquí. Levit ha denunciado a Kaplan, y Kaplan — a Levit. Ahora se trata de ver quién a quién. ¡Tendrán que elegir! Aquí está el principal punto de almacenamiento – ¿entiende?
—Ni media palabra. Pero hay que irse, eso está claro. ¿Y el hijo de la suegra?
—Se irá con nosotros, — como para despedir a su madre. No volverá. Bueno, Marina Ivánovna, rápido: ¡a empacar las cosas!
… Y, por amor de Dios, ¡ni una palabra de más! Kolia y yo hemos hecho pasar a la suegra por loca. ¡Estamos peligrando por nada!
Me marcho. Dos cestas: la una maleable, redonda, la otra cuadrada, malintencionada, con ángulos férreos y una tapa de fierro. En la primera — la manteca, el mijo y las muñecas (el ámbar me lo puse y no me lo quité más), en la cuadrada — el medio pud de N y mis diez libras. En total, casi dos puds. Lo sopeso – ¡sí podré!
La patrona, al comprender que me voy, galantea; yo, al comprender que me voy, insolente.
—Camarada por aquí, camarada por allá, pero cada persona tiene su nombre. No se negará a decirme cómo se llama, ¿verdad?
—Tsiperóvich, Malvina Ivánovna.
(De toda la tríada sólo se salvó el Iván, ¡pero él no me traicionará!).
—Mire nada más, no me lo esperaba. Mucho, mucho gusto.
—Es mi apellido de casada. Mi marido es actor en todos los teatros moscovitas.
—Oh, ¿también en la ópera?
—Claro, faltaba más: es bajo. El primero después de Shaliapin[43] (un instante de reflexión)… pero también puede ser tenor.
—¡Vaya! Así que si Yosia y yo vamos a Moscú…
—Pero por favor, ¡a todos los teatros! ¡Las entradas que quiera! También canta en el Kremlin. —
—¡¿En el Krem…?!
—Sí, sí, en todos los festejos del Kremlin (en confidencia), porque, ¿sabe? la gente en todos lados es gente. Tiene ganas de distraerse un poco después del trabajo. Todas estas represalias y ejecuciones…
Ella:
—¡Ah, se entiende! No es reprobable. El hombre — no nació para víctima, tiene que pensar un poco en él… Y dígame, ¿gana mucho su esposo?
Yo:
—En dinero — no, en mercancías — sí. Y es que en el Kremlin hay bodegas. En la catedral de la Asunción — sedas; en la del Arcángel (cada vez más inspirada) pieles y diamantes…
—¡Ah! (De pronto duda): ¿Y entonces por qué, camarada, y encima así vestida, viene a una provincia tan inculta? ¿Y por qué reparte, usted misma, sus diez cajas de cerillas?
Yo, como un disparo de cañón en la oreja:
—¡Misión secreta!
(Sobresalto. Un sorbo de aire y, recobrándose):
—O sea que es usted una bribonzuela, algo habría traído, ¿no? Tendrá una pequeña reserva, ¿eh?
Yo, indulgente:
—Venga a Moscú, nos entenderemos. Aquí, en el puesto de requisición, donde todos viven para los otros — imposible…
Ella:
—¡Oh, tiene usted toda la razón!
Y, arriesgándose.
—Pero me dejará su direccioncita… de recuerdo ¿sí? Yosia y yo, iremos sin falta, y lo más pronto posible…
Yo, protectora:
—Pero dese prisa, esta mercancía no dura mucho. No es que no tenga montones, pero de todos modos…
Ella, con delirio:
—¿Me hará un precio especial?
Yo, majestuosa:
—De coste.
(Tomando entre sus pequeñas manos tenaces las mías):
—¿Aceptaría, quizás, apuntarme su dirección?
Yo, dictando:
—Moscú, Glorieta del Patíbulo, — es una plaza, donde ejecutan a los zares — calle de Brutus, pasaje Trotski.
—¡Cómo!, ¿ya hay uno?
Yo:
—Es nuevo, acaban de abrirlo. (Con rubor:) Sólo que la casa no es muy buena: el nº 13, y el departamento – ¡imagínese! – ¡también es el 13! Hay quienes hasta recelan.
Ella:
—Ah, Yosia y yo estamos por encima de esos prejuicios. Dígame, ¿está cerca del centro?
—En pleno centro: a tres pasos del Sóviet.
—Ah, qué agradable…
La llegada de la suegra pone fin a nuestras gentilezas.
El último segundo. La despedida.
—¡Si Yosia supiera! ¡Qué mortificación le va a causar! ¡Él mismo en persona la habría acompañado! Dese cuenta, ¡conocer a alguien así!
—Nos veremos, nos veremos.
—Y yo misma, Malvina Ivánovna, la habría acompañado encantada hasta la estación, pero hoy comen en casa unos rusos que han llegado, y tengo que hacer blinis para siete personas. ¡Ah, no puede imaginarse lo cansada que estoy de estos intereses tan ruines!
Profiero palabras de agradecimiento y, con respeto y cierto matiz de galantería, le aprieto la mano.
—Y bien, recuerde que mi humilde casa, así como mi marido y yo misma, siempre estaremos a su disposición. Pero no deje de avisarnos para ir a recibirla a la estación.
Ella:
—Oh, Yosia le enviará un telegrama de servicio.
La suegra, en libertad:
—Marina Ivánovna, ¿por qué tanto amor con ella? ¿No le habrá dado su dirección a esa miserable?
—¡Por supuesto que sí! ¡Plaza del demonio, pasaje de los diablos! ¡A buscar el viento al campo!
(Nos reímos).
El camino.
Nos reímos, pero no mucho. Hasta la estación — tres verstas. La cesta cuadrada me va golpeando las piernas, y siento que las manos — tocan las rodillas. Rechazo la ayuda de N – ¡entre tantos sacos ni se ve! Un camello con tres gibas.
Camino — rechino. Rechina también la cesta — derecha: un chirrido aborrecible a cada paso. Casi un pud. ¡Con tal que no se desprenda el asa! (Oh, qué estupidez: ¡con cestas — por harina! Esa harina que sólo rima con una cosa: ¡saco! En estas cestas está – ¡la inteliguentsia rusa!). Debo pensar en algo distinto. Debo entender que todo esto no es más que un sueño. Y como en el sueño todo es al revés, entonces… Sí, pero el sueño también depara sorpresas: el asa puede desprenderse… junto con la mano. O: en la cesta en vez de harina puede haber… no, algo peor que arena: ¡las obras completas de Steklov! Y no hay derecho a indignarse: es un sueño. (¿Será por eso que me indigno tan poco en la Revolución?).
—¡Que espere le estoy diciendo! ¡Su saco tiene un agujero!
Las cestas al suelo. Acudo al llamado. En medio del camino, encima del saco, como encima de un cadáver, la casamentera. Levanta su cara roja, horrible, como desollada.
—¿No tendrá por ahí un imperdible? ¡Cuántas agujas habré perdido cosiendo para su tía!
Lo saco, se lo doy: grande, masculino, seguro. Remachamos, como podemos el saco que pérfido riega su contenido. La suegra se lamenta:
—Y la aguja tenía hilo, la preparé a propósito. ¡Mi corazón lo presentía! (Al saco:) — ¡Ay de ti traidor, traidor miserable! Me puse a despedirme de la bribona aquella, y se ve que me distraje y la saqué. ¡Más habría valido, con esta misma aguja, secarle los ojos a esa arpía!
—¡Mañana, mañana, mamita! — la apremia Kolka – ¡ahora hay que llegar al tren!
Cargamos, partimos.
… Existe un libro para niños: Todo es posible en un sueño, también Calderón lo dice: La vida es sueño. Y un delicioso inglés, que no es Beardsley, pero de ese estilo, tiene el siguiente aforismo: «Me acuesto a dormir sólo para poder soñar». Esto a propósito de los sueños por encargo, de esos a los que pides. ¡Sueño, sé soñado! Sé soñado, sueño, así: los postes telegráficos — son guardias, nos acompañan. En la cesta no hay harina, sino oro (se lo robé a éstos). Se lo llevo a aquéllos. Y debajo del oro, al fondo, el plan de disposición de todas las tropas rojas. Es mi décimo día de camino, ya está cerca el Don. Los postes telegráficos nos acompañan. Los postes telegráficos nos conducen a —
—¡Vamos, Marina Ivánovna, no se desanime! ¡Falta menos de media versta!
Pero mis manos, efectivamente, me tocan las rodillas, sobre todo la derecha. El sudor resbala haciéndome cosquillas en las sienes. Mi cabello, a ambos lados, está completamente empapado. No lo enjugo: la mano, el asa de hierro de la cesta, los golpes repetidos en la pierna — todo es uno. Si esta unidad se rompe — será el final. Cuando hay dolor — no se comienza de nuevo.
De una o de otra manera — la estación.
La estación.
La estación. Gris y ondulante. La tierra — como el cielo en los cuadros de batallas. Aun a lo lejos me asusto, tomo a mi compañero del brazo.
—¡¿Qué es?!
N, forzando una sonrisa:
—Es la gente, Marina Ivánovna, está esperando subir.
Nos acercamos: túmulos y cúmulos de sacos, en los intervalos: duelos, suspiros, pañuelos. Casi no hay hombres: la cotidianidad de la Revolución, como cualquier otra, pesa sobre las mujeres: antaño — los haces, ahora — los sacos. (La cotidianidad es un saco: agujereado. Y pese a todo lo cargas).
Rostros desconfiados se vuelven hacia nosotros.
—¡Señores!
—¡Han devorado Moscú, y ahora quieren devorar la aldea!
—¡Han desvalijado a los campesinos!
Yo — a N:
—¡Apartémonos!
Él, riendo:
—¡Qué dice, Marina Ivánovna, si esto no es nada!
Sudor frío ante la conciencia de su razón — y mi sinrazón.
El andén está vivo. Ni donde poner el pie. Y siguen llegando nuevos: el uno como el otro, la una como la otra. No son personas con sacos encima — son sacos encima de personas. (Para mis adentros, con odio: ¡allí está el trigo!). ¿Y cómo reconocen los hombres a las mujeres? Camisas, pellizas… Correas, zaleas… No son hombres, ni mujeres, son osos: neutro.
– Llegaron al último, suben primero.
– Los señores hasta al paraíso entran primero…
– Mira, ellos se irán y nosotros nos quedaremos…
– Hace más de una semana que dormimos a cielo abierto… Uh-uh-uh…
El embarco.
El tren. — Al mismo tiempo, como salidos de la tierra: doce con fusiles. ¡Son los nuestros! Llegaron en el último instante para embarcarnos. El corazón me da un vuelco: ¡Razin!
—¿Qué, camarada, acaso tuvo miedo? ¡No pasa nada! ¡Nos embarcaremos!
No hay esperanza, ni siquiera me muevo. No son vagones — son montones. Y al encuentro de estos montones-vagones — vociferantes, indignantes, implorantes y profirientes — los montones de los andenes.
—¡Han aplastado a un niño! ¡A un ni-ño! Un ni —
La ola acostada — se alza. La horizontal se hace — una vertical decidida y enloquecida. Se trepan. Se introducen. Arrojan. Se arrojan.
Yo — a través de todos — a Razin:
—¿Y ahora? ¿Eh?
—¡Dará tiempo, señorita! ¡No se preocupe! ¡Ahora nos encargaremos de ellos!
—¡A retroceder, muchachos, o dispararemos!
Como respuesta, el bramido de la muchedumbre, un chasquido en el aire, un golpe en la espalda, no sé dónde, no sé qué. Los ojos se me salen de las órbitas, un despegue…
—¿Qué es eso, eh? ¿Qué clase de pájaros — pífanos? ¿A golpe de bayonetas? ¿Han acabado con los bienes campesinos y ahora quieren acabar con las personas?
—Bajadlos, muchachos, y asunto terminado! ¡Que tomen un poco el aire!
Me doy cuenta de que estoy en el tren y en marcha. (¿Estamos todos? Imposible mirar atrás). Comprensión progresiva: estoy de pie, una pierna está. La otra «evidentemente» también está, pero dónde — no sé. Ya la encontraré.
Y la tormenta de voces va en aumento.
—No hay mucho que pensar. ¡La carabina los hizo subir, el campesino los hará bajar! ¡Vaya burla! Diecisiete días esperando la máquina ésta como si fuera el Reino de los Cielos… ¡Y esta gente!…
Una sola cosa me consuela: sacar de esta masa espesa a una persona es lo mismo que sacar de una botella el corcho sin sacacorchos: impensable. Para que yo sea arrojada — deberán apartarse. Y si se apartan — el vagón explota. La sensación precisa de la capacidad límite: más lejos — no hay adónde, y más cosas — no hay cómo.
Estoy de pie, levemente balanceada por una apretada y conjunta respiración humana: adelante y atrás, como una ola. Adherida con el pecho, el costado, el hombro, la rodilla, respiro a ritmo. Y de esta máxima fusión corporal — la sensación absoluta de pérdida del cuerpo. Yo — soy eso que se mueve. El cuerpo, petrificado — es eso. El vagón: una petrificación forzosa.
– Señore-e-es… Oh — oh — oh… Uh — uh — uh…
Pero… mi pierna: ¡no está! La inquietud (enojosa) por mi pierna vela las amenazas. Mi pierna — va antes… Cuando encuentre mi pierna, entonces… Y, oh, alegría, ¡aparece! Algún punto — en algún lado, me duele. Presto atención. ¡Es ella, ella! ¡Querida! En algún lado, lejano, alejado… El dolor se agudiza, es insoportable, hago un esfuerzo desesperado…
Un mugido:
—¡¿Quién me está pisando la jeta con las botas?!
Pero el enigma ha sido despejado: junto a mí, como una columna de humo (ni la media ni el zapato se ven) — mi segunda pierna, intachable e indispensable.
Y — chispazo en la memoria: ¡algo oscuro que sube! ¡Que brilla!
¡Ah!, es una mano que dice adiós, ¡con mi sortija! De la estación de Usman, en la provincia de Tambov – ¡el último saludo[44]!
Moscú, septiembre de 1918