FRAGMENTOS DEL LIBRO

«INDICIOS TERRESTRES»

Misterioso tedio el de las grandes obras de arte — ya sólo el de sus nombres: Venus de Milo, Madonna Sixtina, Coliseo, Divina Comedia (con excepción de la Música. La Novena Sinfonía – ¡eso siempre levanta!).

Es como si sobre ellas pesaran las toneladas de tedio de todos sus lectores, admiradores, curadores, comentadores…

Y misteriosa atracción la de los nombres universales: Elena, Rolando, César (incluyendo aquí a los creadores de las obras citadas, si es que han pasado a la posteridad).

Lo dicho tiene que ver con la sonoridad de sus nombres, con mi percepción auditiva. En cuanto a su esencia — esto:

Indiscutiblemente prefiero al Creador que a su Creación. Tomemos la Gioconda y a Leonardo. La Gioconda — es el absoluto, Leonardo, que nos dio la Gioconda — es un gran interrogante. ¿Pero quizá la Gioconda sea la respuesta a Leonardo? Sí, pero no exhaustiva. Más allá de los límites de la creación (¡manifiesta!) existe aún un abismo entero — el Creador: todo el Caos creador, todo el cielo, las entrañas de la tierra, las mañanas, las estrellas —todo, truncado aquí por la muerte terrenal.

Así el absoluto (la creación) se convierte para mí en relativo: jalones en el camino al Creador.

– ¡Pero eso es la aniquilación del arte!

– Sí. El arte no es un fin en sí mismo: es un puente, no un fin.

La obra de arte responde, el destino vivo pregunta (¡el deseo ansioso — del nacido — de ser encarnado en el arte!). La obra de arte, en tanto consumada, ordena, el destino vivo, en tanto no consumado, pide. Si quieres el absoluto, ve a la Venus — de Milo, a la Madonna – Sixtina, a la Sonrisa — de Leonardo, si quieres dar el absoluto (¡responder!), ve a Afrodita — sin más, a María — sin más, a la Sonrisa — sin más: evitando la interpretación — a la fuente, es decir, haz lo que hicieron los creadores de esas creaciones, anónimos o célebres.

Con esto en nada disminuyes ni a Goethe, ni a Leonardo, ni a Dante. Tu mutismo ante ellos — es tu tributo a ellos. ¿Qué se puede responder a una respuesta exhaustiva? Se guarda silencio.

Pero si has venido al mundo — para dar respuestas, no te congeles en una inexistencia beatífica: no es así como crearon, ni lo que en creando quisieron, Goethe, Leonardo, Dante. Ser derribado — sí, pero también saber levantarse: tras desplomarse — descollar, tras desaparecer — renacer.

Arrodíllate — y luego sigue tu camino: a un mundo aún no nato, no creado y sediento.

Justo en esta fuerza repelente radica la fuerza principal de las grandes obras de arte. El absoluto repele – ¡a la creación de otros absolutos! En eso reside su eficacia y eternidad.

Pero entre la Gioconda (exégesis absoluta de la Sonrisa) y yo (conciencia de esta absolutización) no está sólo mi mutismo, — hay también miles de millones de exégetas de esta exégesis, todos los libros escritos sobre la Gioconda, toda la experiencia de cinco siglos de todas las cabezas y los ojos que han dedicado a ella sus desvelos.

Yo aquí no tengo nada que hacer.

Es absoluta, consumada, perfecta, comentada, admirada.

La único posible frente a la Gioconda — es no ser.

«Pero la Gioconda con su sonrisa – ¡pregunta!». A esto respondo: la pregunta de su sonrisa — es su respuesta. Lo inevitable de la pregunta es lo absoluto de la respuesta. La esencia de la sonrisa — es la pregunta. Una pregunta dada de continuo, por consiguiente, está dada la esencia de la sonrisa, su respuesta, su absoluto.

Que científicos, artistas, poetas y zares interpreten la Sonrisa (la Gioconda) — es absurdo. Esta dado el Misterio, el misterio con esencia y la esencia como misterio. Está dado el Misterio en sí.

Amar — ver a un hombre tal como Dios lo concibió y no lo consumaron sus padres.

No amar — ver en su lugar una mesa, una silla.

La hija cuyo padre han matado — es huérfana. La esposa cuyo esposo han matado — es viuda. ¿Y la madre cuyo hijo han matado?

Siempre me persigno al cruzar un río. Sin pensarlo siquiera. ¿Existirá entre el pueblo esta superstición? Si no la hay — la hubo.

El parentesco sanguíneo es basto y sólido, el parentesco elegido — fino.

Donde es fino — ahí se rompe.

«¡A usted no la abandonaré!». Así sólo puede hablar Dios — o un campesino con leche en Moscú, durante el invierno de 1918.

Yo y el Teatro:

Pertenezco a esa clase de espectadores que, al finalizar el misterio, despedazan a Judas.

Todo el secreto está en ver hace cien años como hoy, y hoy — como hace cien años.

(Supresión… quería escribir: del espacio. No, del tiempo. Pero «el tiempo» no se piensa sino como distancia. Y la «distancia» — de inmediato como verstas, postes. Por lo tanto: las verstas son años espaciales, exactamente como un año es — en el tiempo — una versta.

De un modo o de otro, pero mezclar los años con las verstas — es necesario).

Versta ¡llevante! Cuánto mejor que la «llegante». (De la «entrante» ni hablar: entró – ¡y se quedó!).

El amor — es como un sortilegio:

Zur rechten Zeit,

Am rechten Ort,

Der rechte Mann

Das rechte Wort[129].

¡Y lo importante es Wort! Zeit, Ort, Mann — lo cedo.

Cuando me voy de una ciudad, tengo la impresión de que se acaba, deja de existir. Así fue con Friburgo, por ejemplo, donde estuve de niña. Alguien cuenta: «En 1912, cuando de paso por Friburgo…». Mi primer pensamiento: «¿De veras?». (Es decir: ¿de veras él, Friburgo, existe, continúa existiendo?). No es arrogancia, sé que en la vida de las ciudades — no soy nada. No es: ¡¿sin mí?! Sino: ¡¿por sí?! (Es decir: ¿de verdad existe, al margen de mis ojos existe, no lo inventé yo?).

Cuando me voy de una persona, tengo la impresión de que se acaba, deja de existir.

Así fue con Z, por ejemplo. Alguien cuenta: «En 1917 cuando me encontré con Z…». Mi primer pensamiento: «¿De veras?». (Es decir: ¿de veras él, Z, existe, continúa existiendo?). No es arrogancia, sé que en la vida de las personas — no soy nada.

«Se acaba, deja de existir». Aquí hay que distinguir dos casos.

El primero:

Fuertemente vivificadas (¿reanimadas? ¿estrujadas?) por mí, las ciudades y las personas se disipan sin remedio: se desploman. No sonoros Kitezh, — sordos Herculano.

En cambio las ciudades y las personas que sólo me han servido de pasatiempo transitorio — se petrifican: en el mismo lugar, con el mismo gesto. Esteroscopio.

Cuando oigo de las primeras, me sorprendo: ¿de veras sigue?

Cuando oigo de las segundas, me sorprendo: ¿de veras crece?

Repito, no es petulancia, es un profundo, ingenuo y en ocasiones gozoso estupor. Escucho, interrogo, participo, me conduelo… y, para mí misma: «No es Friburgo. No es el mismo Friburgo. Es una careta de Friburgo. Un simulacro. Una simulación».

Es menester, durante una Revolución, cerrar con llave muchas cosas: todo, ¡menos los baúles! Y, una vez cerradas — lanzar la llave… ¡pero no existe un mar así!

No, una vez cerradas, muda y valerosamente confiar la llave — a Dios.

Pronuncio Dios como alguien que se está ahogando: con un suspiro. Un sentimiento confuso: no habría que molestar (digamos) a Dios, si uno puede solo. Y el «puedes» crece día con día…

Mandelstam tiene al respecto unos versos (de adolescencia) maravillosos:

… ¡Señor! — dije de pronto,

Sin haber querido decirlo…

y más adelante:

El nombre del Señor, como un gran pájaro,

¡salió volando de mi pecho[130]

Por azar. — Pero y jamás osaré llamarme creyente ni decir que esto — es una plegaria.

¡Cuántas cosas en detrimento de cuántas otras he proclamado a lo largo de mi vida!

La fotografía en detrimento del retrato, el derecho feudal en detrimento del derecho en general, la col en detrimento de la rosa, Marta en detrimento de María, los Viejos-Creyentes[131] en detrimento de Pedro el Grande… Lo más contrario a mí – ¡en detrimento de mí misma!

Y no por deporte (¡ausente!), ni por disputa (¡sufro!) — por puro sentido de justicia: tiene razón ya que ha sido ofendido.

Y también: por mi absoluta incapacidad para con-geniar (-ciliar, —fluir) con los hipócritas que, a escondidas, definitivamente prefieren la fotografía — al retrato, el derecho feudal — al derecho en general, la col — a la rosa, Marta — a María, las barbas largas — a Pedro.

Pero subsiste un misterio: una cosa, ofendida, comienza a tener razón. Reúne todas sus fuerzas — y se endereza, todos sus derechos a existir — y resiste.

(NB! ¡La eficacia de las ideas y las personas perseguidas!).

Y es que no hay mentira definitiva, toda mentira tiene por lo menos un rayo — dirigido a la verdad. Y sigue la trayectoria de este rayo. La culpa, desenmascarada y castigada, se vuelve desgracia, la responsabilidad recae en las cabezas de los jueces. El criminal, aquí condenado, ante Dios es puro. Pero subsiste un misterio, el más terrible quizá: lo contagioso de los males que castigamos, lo hereditario de la culpa. El criminal a quien nosotros, por la fuerza, liberamos de su enfermedad, nos transmite la enfermedad. Cada juez y cada verdugo — es un heredero.

Hay en esto una especie de voluntad de la sangre. La sangre terrestre debe derramarse. No hay criminal, el pariente más cercano es el verdugo (o el juez, ¡da igual!). La sangre que no terminó de derramar el criminal, grita al verdugo: ¡derrámame! El instante de la ejecución — es el instante de la unión. Con la primera gota de sangre que del criminal salpica ya se entra en posesión… y en funciones.

Hay matrimonios más misteriosos que entre marido y mujer.

(Misteriosa correspondencia: altar y cadalso; hacha y cruz; pueblo y coro; juez y sacerdote; verdugo y víctima — que se prometen en matrimonio; en vez de un Dios invisible — un Diablo invisible. Boda diabólica a la inversa, con la misma irrevocabilidad del voto tácito).

Ni una sola verdad (de Aquel reino) que no pueda convertirse en mentira en Este reino. Ni una sola mentira (de Este reino) que no pueda convertirse en verdad en Aquel reino.

La verdad es — tránsfuga.

En el Comisariado:

Yo, con aire inocente: «¿Y es difícil — ser instructor?».

Mi camarada del Comisariado, estonia, comunista: «¡En absoluto! Te paras en un cubo de basura — y gritas, gritas, gritas…».

A la burguesía le prohibieron valerse de la fuerza equina para quitar la nieve. Entonces, la burguesía, sin pensarlo demasiado, alquiló un camello. Y el camello tiraba. Y los soldados reían divertidos.

«¡Bravo! ¡Eludieron el decreto con ingenio!».

(Lo vi con mis propios ojos en Arbat).

¡Oh, tú, plato único

del país comunista!

(Versos sobre la vobla del mar Caspio en el periódico ¡Siempre adelante!).

La gente de teatro no soporta cómo leo mis poemas. «¡Los destroza!». No entienden, mercachifles de versos y de sentimientos, que la tarea del actor y la del poeta son —distintas. La tarea del poeta: tras descubrir — encubrir. La voz es para él una coraza, un antifaz. Sin el velo de la voz — está desnudo. El poeta siempre borra las huellas. La voz del poeta — como agua — apaga el incendio (de la poesía). El poeta no puede declamar: es vergonzoso e insultante. El poeta — es un solitario, el escenario es para él — la picota. ¡¿Ofrendar su poesía con la voz (¡el más perfecto de los conductores!), utilizar a Psique para el éxito?! ¡Ya tengo bastante con el gran compromiso de la escritura y la publicación!

– ¡No soy el empresario de mi propia deshonra! —

Pero el actor — es otra cosa. El actor es — prescindible. En la misma medida en que el poeta es — être, el actor es — paraître[132]. El actor es — vampiro, el actor es — hiedra, el actor es — pólipo. Pueden decir lo que quieran: jamás creeré que Iván Ivánovich (¡y todos son Iván Ivánovich!) cada noche se empeña en sentirse Hamlet. El poeta es prisionero de Psique, el actor quiere hacer prisionera a Psique. Y finalmente, el poeta es — un fin en sí mismo, reposa en sí mismo (en Psique). Pónganlo en una isla – ¿dejará de existir? Pero qué espectáculo desolador: una isla – ¡y un actor!

El actor es — para los otros, sin los otros es inconcebible, el actor — se debe a los otros. El último aplauso — es el último latido de su corazón.

La tarea del actor dura — una hora. Debe apresurarse. Y sobre todo — aprovecharse: de lo suyo, de lo ajeno – ¡da igual! Un verso de Shakespeare, su propia pierna agarrotada – ¡todo va al mismo caldero! ¿Y con este dudoso brebaje me proponen ustedes que me embriague, a mí, poeta? (No hablo de mí, ni por mí: ¡por Psique!).

No, señores actores, nuestros reinos son — distintos. Para nosotros — la isla sin fieras, para ustedes — las fieras sin isla. ¡No en vano a ustedes, antaño, los enterraban fuera del recinto de la iglesia!

(Con excepción: de los cantantes que, subyugados por el elemento vocal, en él se disuelven, — de las actrices, es decir: las mujeres, es decir: los seres que por naturaleza representan su propio papel; y de todos aquellos que, tras leerme, han comprendidoy han permanecido).

Todo esto, y sin duda esto y no otra cosa, ya fue dicho pro aquel judío, por el que yo entregaría, vendería a todos los rusos: Heinrich Heine — en esta discreta nota:

«El Teatro no es favorable para el Poeta, y el Poeta no es favorable para el Teatro».

El arte de la conversación consiste en ocultarle al interlocutor su miseria. La genialidad — en obligarlo, en el momento, a ser Creso.

Hoy Moscú ve a los tranvías con incredulidad, como a un Lázaro resucitado. (Y, olvidando de golpe tanto a Moscú como a los tranvías: pero la incredulidad de Lázaro frente al mundo – ¡es más terrible!).

Lázaro: ojos vidriosos para siempre. Lázaro — glazá[133]Glas[134]… Y también: glas des morts[135]… (¿Vendrá de allí?).

«¡Resucítalo, porque sin él nos aburrimos!» — es lo mismo que: «¡Despiértalo, porque sin él no dormimos!»… ¿Acaso es un argumento? — ¡Oh qué milagro disparatado, carnal, macabro! ¡Cuánta violencia sobre Lázaro y cuánta — tanto más terrible — sobre uno mismo!

Lázaro que vuelve de allá: el muerto a los vivos, y Orfeo, que desciende allá: el vivo — a los muertos… La fosa abierta y los campos Elíseos. — ¡Ah, está claro! —Lázaro de allá sólo podía traer putrefacción: el espíritu, resucitado a la Vida, no «resucita» a la vida. Orfeo dejó la vida — por la Vida. Sin una orden ajena: por su sed.

(¿Pero quizá sea simplemente el rito funerario? Allá — la urna, aquí — la cripta. Al encuentro de Orfeo en el Hades llegó un espectro surgido de las cenizas. Al encuentro de Marta y María — un cadáver).

¡Qué lástima me da Cristo! ¡Qué lástima me da Cristo por sus milagros forzados! Cristo, que había venido a mover montañas – ¡con la palabra! «¡Demuéstralo, y te creeremos!». — «¡Te creeremos, pero confírmalo!». Entre el milagro en Caná (a petición de María) y el dedo inquisidor de Tomás — hay una extraña correspondencia. Si María hubiera sido más perspicaz, habría visto, tras la transformación del agua en vino, otra transformación: del vino — en sangre…

Estoy convencida de que Juan no pidió milagros a Cristo.

En el Comisariado: (Las tres M).

—Dígame, ¿cómo transportó las patatas?

—Sin problema, mi marido fue a buscarme.

—¿Sabe? Hay que agregar patatas a la masa. 2/3 de patatas. 1/3 de masa.

—¿Ah, sí? Tendré que decírselo a mi madre.

Yo no tengo: ni madre, ni marido, ni masa.

«El comedor de Praga», en la esquina del Nikolo-Pskovski con Arbat. Recuerdo, en tiempos de la guerra, un busto de Bonaparte. La Revolución de febrero lo reemplazó por Kérenski[136]. ¡Ah, a propósito de Kérenski! Conservo un regalo: una libretita turquesa de cartón con el borde dorado, la abres: a la izquierda un espejito roto, a la derecha – Kérenski. Kérenski, que noche y día se mira en los añicos de sus esperanzas. Recibí esta reliquia de la nana Nadia, a cambio de un espejo verdadero, entero, sin Dictador.

Volviendo al comedor: Octubre reemplazó a Kérenski por Trotski. La jeta intimidatoria de Trotski que mira a los niños devorar. Y también por Max quien, dedicado a Trotski, no ve a los niños. Famosa y discutida sopa que, por cierto, los niños echan en la escudilla de San Bernardo Marte, de guardia junto a la puerta de las doce a las dos. De vez en cuando cae un poco en las escudillas de las mendigas: Marte no es celoso.

Es indecente estar hambriento cuando el otro está ahíto. La buena educación es en mí más fuerte que el hambre, — incluso que el hambre de mis hijas.

—Y usted, ¿tiene todo lo que necesita?

—Sí, por lo pronto sí, gracias a Dios.

¿Qué hay que ser para decepcionar, confundir y aniquilar a una persona con una respuesta negativa?

– Madre, nada más.

(Hoy, en 1923, planteo la cuestión de otra manera:

¡¿Qué había que ser para preguntarme a mí, en 1919, en Moscú, conociéndome y viendo a mis hijas — eso?!

– «Un conocido», nada más).

(Segunda acotación:

No se trata de buena educación — sino de ¡ser sensible a la entonación! La pregunta dicta la respuesta. A «no tenemos nada», en el mejor de los casos habría seguido: «¡Qué lástima!».

Quien da no interroga).

¡Despiadados amigos míos! Si en vez de obsequiarme una galleta a la hora del té, me hubieran dado simplemente un trocito de pan para mañana en la mañana…

Pero yo tengo la culpa, río demasiado con la gente.

Y además, cuando ustedes salen, ese pan, el mismo — se lo robo.

Mis robos en el Comisariado: dos maravillosas libretas de cuadrícula (amarillas, laqueadas), una caja entera de plumas, un frasquito de tinta roja, inglesa. Con ellos escribo.

La curva te saca, la recta te hunde.

En vez de Monplenbezh, lo pienso y escribo Monplaisir. — algo como un pequeño Versalles en el siglo XVIII.

Mi «no quiero» es siempre: «no puedo». En mí no hay arbitrariedad. «No puedo» — y ojos mansos.

Mi «no puedo» — es una especie de límite natural, no sólo mío, — general. En «quiero» no hay límite, por eso tampoco lo hay en «no quiero».

«No quiero» — es una arbitrariedad, «no puedo» — una necesidad. «Lo que quiera mi pie derecho»… «Lo que pueda mi pie izquierdo» — no existe.

«No puedo» es más sagrado que «no quiero». «No puedo» son todos los «no quiero» superados, todas las tentativas de querer corregidas, — es el resultado final.

Mi «no puedo» — lo que menos es, es impotencia. Más aún, es mi principal potencia. Es decir, existe algo en mí que, no obstante todas mis querencias (¡y violencias sobre mí misma!), no quiere, pese a mi voluntad queriente, dirigida en contra de mí misma, no quiere por mí toda. Existe, pues, (¡pese a mi voluntad!) – «en mí», «a mí», «de mí», — mi yo.

No quiero servir en el Ejército rojo. No puedo servir en el Ejército rojo. Lo primero supone: «¡Podría, pero no quiero!». Lo segundo: «¡Querría, pero no puedo!». ¿Qué es más importante: no poder cometer un crimen o no querer cometer un crimen? En no poder — está toda nuestra naturaleza, en no querer — nuestra voluntad consciente. Si de toda la esencia lo que se valora es la voluntad, — lo más fuerte es, por supuesto: no quiero. Si es la esencia toda lo que se valora — por supuesto: no puedo.

Las raíces del «no puedo» son más profundas de lo que podemos imaginar. El «no puedo» crece de donde crecen nuestros «puedo»: todos nuestros talentos, nuestros descubrimientos, nuestros Leistungen[137]: brazos que mueven montañas, ojos que encienden estrellas. De las profundidades de la sangre o de las profundidades del espíritu.

Hablo del «no puedo» ancestral, del «no puedo» mortal, de aquel «no puedo» por el cual te dejas hacer pedazos, del «no puedo» manso.

Afirmo: ¡es el «no puedo» y no el «no quiero» el que hace a los héroes!

Que mi «no quiero» sea – «no puedo»: el grandioso y último «no puedo» de todo mi ser. Queramos, pues, las cosas más desmesuradas. ¡Pies, caminen! ¡Manos, empuñen! — para que en el último minuto: los pies clavados, el hacha — al suelo: «¡no puedo!».

¡Comencemos por la querencia! ¡Querámoslo todo! El «no puedo» sin todos los «quiero» tanteados — es una lamentable impotencia que, por supuesto, terminará en: «puedo».

– Pero si no sólo no puedo (traicionar, digamos), ¿si encima no quiero poder? (traicionar).

Pero en labios sinceros «no quiero» es precisamente «no puedo» (no sólo mi voluntad, ¡mi esencia toda no quiere!), pero en labios sinceros «no puedo» es precisamente «no quiero» (no sólo ni esencia inconsciente, ¡mi voluntad no quiere!).

No puedo querer esto y no quiero poder esto.

– Una fórmula. —

No puedo: 1) coger un gusano con la mano, 2) no erigirme en defensa (sea inocente, culpable, aquí, a cien verstas, hoy, en cien años — da igual), 3) erigirme en defensa — mía, 4) tener un amor compartido.

Basta que comience a hablarle a alguien de lo que siento, para oír — de inmediato — la réplica: «¡Pero eso es razonamiento!».

Los sentimientos, para las personas, son como Furias con la cabeza al viento, como algo que no ocurre en su interior: que se les echa encima. Como una avalancha de piedras debajo de la cual de golpe quedan – ¡desechos!

Es decir:

La precisión de mis sentimientos hace que la gente los tome por razonamientos.

No estoy prendada de mí misma, estoy prendada de esta ocupación: escuchar. Si el otro me dejara escucharlo como yo dejo que me escuchen (si se me entregara como yo me entrego), lo escucharía de la misma manera.

De los otros no me queda sino: adivinar.

– ¡Conócete a ti mismo!

Me he conocido. — Y esto no me facilita el conocimiento del otro. Al contrario, en cuanto me pongo a juzgar a alguien según lo que sé de mí, surge un malentendido tras otro.

No pienso, escucho. Luego busco una encarnación exacta en la palabra. El resultado es la coraza gélida de una fórmula, bajo la cual — sólo el corazón.

No escucho oculta, ausculto. Como el médico: el pecho. Y con cuánta frecuencia: tocas – ¡no hay respuesta!

Hay personas de una determinada época, y hay épocas que se encarnan en las personas. (¡Bonaparte no es del siglo XIX: el siglo XIX — es Bonaparte!).

Del ser y del no ser en el ser amado:

Nunca quiero estar sobre su pecho, ¡siempre — en su pecho! Nunca – ¡apoyarme! ¡Siempre abismarme! (¡Al abismo!).

Un «vivo» no se dejará jamás amar como un «muerto». El vivo quiere ser (vivir, amar) él mismo. Esto me recuerda el eterno berrido de la infancia: «¡Yo solo! ¡Yo solo!». E, ineludiblemente — el pie en la manga, la mano en el zapato.

Es lo mismo con el amor.

Quiero anularme en ti, es decir, quiero ser tú. Pero tú ya no estás en ti, ya estás del todo en mí. Me abismo en mi pecho (en ti). No puedo abismarme en tu pecho, porque tú no estás allí. Pero ¿quizá yo sí? (Un amor recíproco. Las almas intercambiaron moradas). No, tampoco estoy allí. Allí no hay nada. No estoy en ninguna parte. Está mi pecho — y tú. Te amo por ti.

¿Conquista? Sí. Pero es mejor que trueque.

Y entonces, ¿el amor recíproco? (El trueque). Conquista simultánea y cruzada (reembolso). Dos desapariciones: del alma de X en su propio pecho, donde se halla Z, y del alma de Z en su propio pecho, donde se halla X.

Pero como yo vivo en ti, ¡no he desaparecido! Pero como tú vives en mí, ¡no has desaparecido! Es el ser en el ser amado, es «yo en ti y tú en mí», es, pese a todo, y yo, no son dos que se han vuelto uno. Dos son uno es — el no-ser. Y yo hablaba del no-ser en el ser amado.

Dos son — uno, es decir: el no-ser en el ser amado es posible sólo para uno. Para poder no-ser en el otro, hace falta que el otro sea.

Una salvedad: todo lo dicho se refiere, desde luego, a nuestra percepción del alma del otro, a nuestra vida secreta con el alma del otro.

A condición de que ninguno de los dos sepa que el otro no existe, crea que el otro existe, no sepa que el otro ha sido anulado en él, — a condición del desconocimiento, el no-ser recíproco del uno en el otro es, desde luego, posible.

Nuestra conquista del otro — está sólo en nosotros.

«Para mí, tú no estás en ti, estás íntegra en mí». Así piensa el Poeta de su Psique, lo que a ella no le impide contraer matrimonio y amar a otro, pero su matrimonio, a su vez, ni importuna ni puede importunar al poeta.

Diré aún más: la fuerza de la conquista está en correlación directa con el secreto, su profundidad — con su aparente refutabilidad. Cuando ya nada es mío – ¡todo es mío! Esto nos conduce por el camino directo a la muerte: la muerte física del amado. ¡Pero no lo confundan con los celos! El «¡no seas!» de los celos — nace de la miseria y el miedo. («Una vez en el ataúd, ¡ya no hay rivales!»). Para la conquista no hay rivales ni ataúd: el «no seas» de la conquista — es el último rechazo, el que da el último poder.

¡Poetas, dad en matrimonio a vuestras beldades lo más lejos posible! Para que ni un solo suspiro (verso) vuestro llegue, para que éste no vuelva - ¡hecho suspiro! Renunciad incluso a soñar con ellas.

El día de su matrimonio es vuestro primer paso hacia la victoria, el día de sus funerales — vuestra apoteosis.

(Beatrice. Dante).

El amor para mí es — aquel que ama. Más aún: en respuesta siempre siento al que ama como a un tercero. Existe mi pecho — y tú. ¿Qué tiene que hacer otro aquí? (¿Su eficacia?).

La respuesta en el amor — es para mí un atolladero. No busco suspiros, sino salidas.

Un muchachito, el hijo de la mujer que nos surte de leche, se queda a dormir en la cocina de casa.

—¡Nunca pensé que tendría que dormir sobre uno de muelles!

Se me oprime el corazón con este «de muelles».

– ¡Ahí tienes el odio al pueblo!

Ayer, en el Ojotni riad[138], un campesino a otro:

—¡No te quejes! ¡Así es este año — el diecinueve!

—Y qué, ¿visitas a Moscú?

(Como a un enfermo).

Sólo el cuerpo le teme a la muerte. El alma no la concibe. Por esto, en el suicidio, el cuerpo — es el único héroe.

El suicidio: la lâcheté[s] del alma que se transforma en heroísmo del cuerpo. Es como si don Quijote, acobardado, hubiese enviado a Sancho Panza al combate — y éste hubiese obedecido.

Heroísmo del alma — vivir, heroísmo del cuerpo — morir.

En la iglesia ortodoxa (el templo) siento el cuerpo yendo a la tierra, en la iglesia católica — el alma volando al cielo.

Verso y prosa:

En la prosa hay demasiadas cosas que me parecen superfluas, en el verso (verdadero) todo es indispensable. Con mi tendencia al ascetismo de la palabra prosística, en lo que escribo, a fin de cuentas, puede quedar sólo la osamenta.

En el verso — hay una especie de medida natural de la carne: menos no se puede.

Las dos cosas que prefiero en el mundo: la canción — y la fórmula. (Es decir, la anotación es de 1921, ¡el elemento libre — y la victoria sobre él!).

No defiendo ninguno de mis indicios terrestres, es decir: en la expresión «indicios terrestres», desisto de «terrestres» (la materialidad), pero de «indicios» (el sentido) — no.

No defiendo ninguno de mis indicios terrestres en particular, como tampoco ninguno de mis versos ni mis horas sueltas, — lo importante es el conjunto.

No defiendo siquiera el conjunto de mis indicios terrestres, defiendo sólo su derecho a la existencia, y la veracidad — de la mía.

Un consejo genial de S. (el hijo de un pintor). Un día de invierno yo me quejaba (¡riendo, por supuesto!) de no tener tiempo para escribir. — «Hasta las cinco el trabajo, luego caldear, luego lavar, luego bañar a las niñas, luego acostarlas…».

—¡Escriba de noche!

En esto había: desprecio por mi cuerpo, confianza en mi espíritu, una crueldad sublime que hacía honor a S. y a mí.

Excelso tributo de un artista — a otro artista.

La influencia que el Stenka Razin de Konenkov[139] ha tenido en las mentes. Un soldado, al pasar frente al Templo de Cristo Salvador, a otro soldado:

—¡Se podría colorear!

En una triste barda en algún callejón de los que llevan al Templo del Cristo Salvador, una tímida inscripción: «Corrijo la caligrafía».

Por algo – ¡por su desesperanza! — esto me recuerda la venta de mis enseres (para irme al Sur).

Epígrafe de mi venta:

A la muy briosa Katiusha

se le han roto sus juguetes:

sin nariz los cahorritos,

y sin cuerno el corderito.

Y de su juego de té

de seguro que muy pronto

no quedará ni el recuerdo…

¡Y no ha quedado nada!

Están rotos, por ejemplo: la máquina de coser, la mecedora, el diván, dos sillones, las dos sillitas infantiles de Alia, el baño… Al lavabo de mármol le falta un costado, el hornillo de petróleo no enciende, el termo no conserva el calor, de la lámpara-relámpago sólo quedan — los relámpagos, el gramófono perdió la manivela, las estanterías no se sostienen, los juegos de té no tienen tazas, las tazas no tienen asas, las asas no tienen basa…

¡Y el piano está sordo de ambos pedales! Y el organillo de caoba — aunque, ¡ese jamás sonó! (De entrada soltó sin querer los dos primeros compases del «Schlittschuhläufer[140]» — y enmudeció, quiero decir mugió de tal manera, ¡que nosotros enmudecimos!). Y las tres jaulas de las ardillas – ¡sin ardillas y sin puertecillas! (El olor persiste). ¡Y la bañera de las niñas con el grifo estropeado y un costado abollado! ¡Y la grande de zinc, que ha enverdecido como una ensenada, es tan desmoralizante como un ataúd! Y los grabados napoleónicos: vidrios biselados que se sostienen como por milagro gracias a sus orlas de cartón y que cada segundo son una amenaza de muerte. ¡Y la picadora de carne, y los patines de ruedas, y los de hielo!

Lo han roto, sobre todo, las nanas de Alia y los Junkers amigos de Seriozha. Unas y otros, por juventud, por arrebato: ardor del corazón y de las manos.

Las nanas, hartas de cuidar a la niña, hacían girar el gramófono, los Junkers, hartos de aprender el reglamento — hacían girar la máquina.

Pero en realidad no son ni los Junkers ni las nanas, como ahora no son — ni los bolcheviques, ni los «inquilinos». Diría: el destino. El objeto, ofendido por la ligereza de trato, se venga: se deteriora.

Ésa es la historia de mi «vida cotidiana».

¡Almadiero! — ¡Palabra de mi infancia!

El Oká[141], el otoño tardío, las praderas podadas, en los surcos las últimas flores — rosadas, mamá y papá están en los Urales (por mármol para el museo) — manzanas secas — la institutriz dice que durante la noche las ratas le royeron los pies — los almadieros vendrán y las matarán…

Con el trigésimo cupón de la tarjeta de racionamiento se reparte ataúdes y Mariushka, la vieja sirvienta de Sóniechka Holliday[142], hace poco pidió permiso a su patrona para poner uno en el entresuelo: «Es que — todo puede ser…».

Pero a la pobre anciana le esperaba una dura prueba: rosas (¡para señoritas!) no había, y ella, que ha vivido ochenta años de virginidad irreprochable, se verá obligada al reposo eterno en uno de varonil azul.

El carrusel:

La primera vez que me subí en un carrusel tenía once años, en Lausana, — la segunda fue anteayer, en las colinas Vorobiov[143], el día del Espíritu Santo, con Alia, que ahora tiene seis años. Entre estos dos carruseles — la vida.

No son ni siete vershóks[144] del suelo – ¡y el pie ya no tiene pie! ¡Ya no hay regreso! Sensación del retorno imposible, de la condena al vuelo, de la entrada al círculo…

¡La planetariedad del Carrusel! ¡La música esférica de su pilar zumbante! ¡No es la tierra alrededor de su eje, es el cielo — alrededor del suyo! El borbotón del sonido está escondido. Una vez sentado — no ves nada. En un carrusel caes como en un torbellino.

Leones heráldicos y caballos apocalípticos ¿no seréis los fantasmas de las fieras con las que Baco anegó su navío?

Celo del flagelante — caución solidaria de los planetas — columna de Memnón en un orto sin ocaso… ¡Carrusel!

Adoro al pueblo: en los campos, en las ferias, bajo los estandartes, dondequiera que haya espacio y diversión — y no visualmente: ¡por las faldas rojas de las mujeres! — no, lo amo amorosamente, con una inmensa fe en la bondad humana. Me embarga, de verdad, un sentimiento de alianza fraternal.

Andamos al mismo paso, en armonía.

Adoro a los ricos. La riqueza — es un nimbo. Además, de ellos nunca esperas nada bueno, como de los zares, por lo tanto una simple palabra razonable en sus labios — es una revelación, un simple sentimiento humano — un acto de heroísmo. La riqueza todo lo multiplica por mil (¡resonancia del cero!). Pensabas que era un saco con dinero — no, es un ser humano.

Además, la riqueza da conciencia de uno mismo y tranquilidad («¡todo lo que haga — estará bien!») — como el talento, por eso con los ricos estoy a mi nivel. Con los otros me siento muy «en degrado».

Además, juro y aseguro, que los ricos son buenos (porque no les cuesta nada) y bellos (porque se visten bien).

Si no se puede ser ni humano, ni bello, ni noble, hay que ser rico.

Misteriosa desaparición de un fotógrafo en Tverskaia, que durante mucho tiempo y con empeño retrató (sin costo) a todos los trabajadores soviéticos responsables.

Hace poco, en Kúntsevo[145], de pronto me persigno frente a un roble. Es obvio, lo que suscita la plegaria no es el miedo, sino el éxtasis.

Soy una fuente inagotable de herejías. Sin conocer ninguna, las confieso todas. Quizá, también las elaboro.

Hay que escribir sólo aquellos libros por cuya ausencia se sufre. En una palabra: los propios libros de cabecera.

Lo que más valoramos en los versos y en la vida — lo que se nos escapó.

El pueblo jamás se perderá en la ciudad. El instinto topográfico de las fieras y de los salvajes.

Hoy en día todo se acaba porque nada se repara: los objetos, como las personas, y las personas, como el amor.

(Pueden repararse: los objetos — por los artesanos, las personas — por los médicos, y el amor, ¿con qué? Con dinero, quizá: con regalos, viajes, estrenos. Escuchar juntos a Scriabin. Subir juntos al Vesubio.

¡Qué pocos Tristanes e Isoldas hay!).

Tristán e Isolda: el amor en sí. Amén del avivador de la envidia y de los celos: los ojos. Amén del resonador del reproche y la alabanza: los embustes. Amén de los ojos y el rumor. Nadie los vio y nadie oyó hablar de ellos. Vivían en el bosque. Un lobo y una loba. Tristán e Isolda. No tenían nada. No llevaban nada. No tenían nada debajo. No tenían nada encima. Detrás de ellos — nada, frente a ellos — la Nada. Ni mañana, ni ayer, ni año, ni hora. El tiempo detenido. El mundo se llamaba bosque. El bosque se llamaba arbusto, el arbusto se llamaba hoja, la hoja se llamaba — tú. Tú se llamaba yo. La no-existencia en el vacío. El fondo como ausencia, y la ausencia — como fondo.

Y — se amaban.

Todas mis quejas contra el año 19 (no hay azúcar, no hay pan, no hay leña, no hay dinero) — son exclusivamente por cortesía: para no ofender yo, que no tengo nada, a quienes lo tienen todo.

Y todas las quejas, en presencia mía, contra el año 19 — de los otros: («Rusia está acabada». «¡Qué han hecho con la lengua rusa…!», etcétera) — son exclusivamente por cortesía: para no ofenderme ellos, a quienes no les han quitado nada, a mí, que me lo han quitado — todo.

Fobia al espacio y fobia a la multitud. En la raíz de ambos está el miedo a la pérdida. A la pérdida de uno mismo por la ausencia de personas (el espacio) y por su presencia (la multitud). ¿Se puede sufrir de ambos al mismo tiempo?

Pienso que la fobia a la multitud no se puede vencer sino mediante la afirmación de uno mismo, en el año 19, por ejemplo, con el grito: «¡Abajo los bolcheviques!».

Para que se fijen en ti — y te destrocen.

(NB! El miedo a la multitud — es el miedo a la muerte por asfixia. Cuando te destrozan — no te asfixian).

Medida alta. Medir con altura. Es lo que hace Dios. Medir desde lo alto y con altura. Una especie de cedazo poco tupido: las pequeñas ruindades, como las pequeñas virtudes — se cuelan. — ¿Adónde? — Dans le néant[146]. La alteza es la ausencia absoluta de mezquindad. Por eso — es una propiedad muy ventajosa… para los otros.

A propósito de un comunista:

Ayer, en casa de una conocida:

—Pero si usted no se afeita —dijo el comunista— ¿para qué quiere el talco?

Un comunista de los viejos, muere de hambre. Exquisita su voz melodiosa.

Alguien en la habitación:

—¡Extraordinario el programa del Hermitage[147]!

El comunista, melodioso:

—¿Qué es eso de Hermita-age?

¡Ah, la fuerza de la sangre! Recuerdo que mi madre hasta el fin de su vida escribió: Thor, Rath, Theodor — por ese patriotismo alemán ancestral, aunque era rusa, y en absoluto por vejez, ya que murió a los treinta y seis años.

– Yo, con mi iat.

Ayer estaba de visita (pastel de cumpleaños, canciones, el cabo de una vela, el relato de cómo combaten los Rojos) — y de pronto, al mirar las partituras:

Beethoven — Busslied

Puccini — esto y esto.

Marie-Antoinette – «Si tu connais dans ton village…».

¡Marie-Antoinette! Usted compuso la música para los versos de Florian pero la encerraron en una fortaleza y le cortaron la cabeza. ¡Y su música la cantarán otros — afortunados — eternamente!

Jamás, jamás — ni con el artificioso antifaz en los bosquetes de Versalles de la mano de la adorable mauvais sujet d’Artois, ni como Reina de Francia, ni como Reina del baile, ni como lechera en Trianon, no como mártir en el Temple — ni en su carreta, finalmente, — me traspasó usted el corazón tanto como con:

Marie-Antoinette: «Si tu connais dans ton village…».

(Paroles de Florian).

Luis XVI debería haberse casado con María Luisa («Fraîche comme une rose[148]» y estúpida); Napoleón — con María Antonieta (¡solo rosa!).

El aventurero habiendo ganado la Aventura, — y el último cristal de la Estirpe y de la Sangre.

Y María Antonieta, como aristócrata, y por tanto: irreprochable en cada uno de sus pensamientos, no lo habría abandonado como a un perro, allá, en los peñascos.

Moscú, 1919