DE LA GRATITUD

(EXTRACTOS DE MI DIARIO DE 1919)

Cuando Mozart, a la edad de cinco años, tras alejarse corriendo del clavecín, cayó tendido sobre el resbaladizo parquet del palacio, y María Antonieta, que entonces tenía siete años, fue de entre todos la única que se precipitó hacia él y lo levantó, — él dijo: «Celle-lá —je l’epouserai», y cuando María Teresa le preguntó por qué, él respondió: «Par reconnaissance[126]».

Cuántos más levantó después — ya Reina de Francia — de ese parquet siempre resbaladizo para los jugadores — ambiciosos — vividores – ¿y acaso alguien le gritó — par reconnaissance – «Vive la Reine!» cuando pasaba en su carreta rumbo al cadalso?

Reconnaissance — gratitud. Reconocer — pese a las caretas y las arrugas — la verdadera faz, vista una vez, un instante.

Nunca me siento agradecida con las personas por sus actos – ¡sólo por la esencia! Un pan que me es dado, puede ser una casualidad, un sueño en el que soy soñada, siempre es esencia.

Tomo, como doy: a ciegas, con la misma indiferencia por la mano que da, como por la mía, que recibe.

Una persona me da pan. ¿Qué es lo primero? Corresponder. Corresponder para no agradecer. La gratitud: darse uno mismo a cambio del bien recibido, es decir: amor e pago.

Respeto demasiado a las personas para ofenderlas con un amor de pago.

Si es ofensivo para mí, es ofensivo para el otro.

La buena voluntad, dirigida hacia mí, nunca predeterminó nada. La persona de la que viene el don (su buena disposición hacia mí), en mi percepción del don, está ausente. Estoy agradecida no por mí, ni por mi vecino. Estoy agradecida.

A mí no me compras. Eso es lo esencial. A mí se me puede comprar sólo con la esencia. (Es decir – ¡mi esencia!). Con pan se puede comprar: hipocresía, falsos esfuerzos, amabilidad, — toda mi espuma… o los residuos espumosos.

Comprar es emanciparse. De mí no te emancipas.

¡A mí se me puede comprar — sólo con todo el cielo que alguien lleva dentro! Un cielo en el que, quizá, ni siquiera habrá lugar para mí.

Me siento agradecida de modo extrapersonal, es decir sólo cuando yo, amén de la buena voluntad de la persona y sin que ella lo sepa, puedo tomar por mí misma.

Una relación que no es una valoración. Estoy cansada de repetirlo. Que tú me hayas dado pan quizá hizo que yo me volviese más bondadosa, pero tú no te volviste más hermoso.

Una acción no es una relación, la relación no es una valoración, la valoración (que un crítico, por ejemplo, haga de Blok[127]) no es la esencia (Blok).

La esencia — es la intención, que se oye sólo de oído.

Un trozo de pan recibido de un hombre desagradable. Un incidente afortunada. Nada más.

Como el pan vuestro y os injurio. — Sí. —

Sólo el interés — es agradecido. Sólo el interés mide el todo (la esencia) por el trozo recibido. Sólo la ceguera infantil, en mirando la mano, afirma: «Me dio azúcar, es bueno». El azúcar es bueno, sí. Pero que se valore al ser humano por el azúcar y «la propinas» de él recibidas, sólo se le puede perdonar a los niños y a los criados: el instinto.

Sí pero no: hay perros que prefieren a su dueño — que no les da nada — que a la cocinera que los alimenta.

Identificar la fuente del bien con los bienes (a la cocinera — con la carne, al tío con el azúcar, al huésped — con las propinas) es indicio de total inmadurez del alma y del pensamiento. Un ser que no ha ido más allá de sus cinco sentidos.

Un perro que ama porque lo miran es superior a un gato que ama porque lo miman, y un gato que ama porque lo miman es superior a un niño que ama porque lo alimentan. Todo es cuestión de grados.

Así, del más simple amor por un trozo de azúcar — al amor por una caricia — al amor por una mirada — al amor sin mirada (a distancia)[r] — al amor no obstante (el no— amor), de un amor pequeño por — a un amor grande fuera (de mí) — de un amor que recibe (¡por voluntad del otro!) a un amor que toma (pese a su voluntad, a sus espaldas, ¡contra su voluntad!) — al amor en sí.

Cuanta más edad tenemos, más queremos: en la infancia — sólo el azúcar, en la juventud — sólo el amor, en la vejez — sólo (!) la esencia (a ti, fuera de mí).

Cuanto menos valoramos los bienes exteriores, más fácilmente los damos y los tomamos, y menos agradecidos nos sentimos por ellos.

(En la práctica: la gratitud por el pan (el don) sólo la admito tácita. En la explícita — hay algo que hace avergonzar al dador, cierto reproche).

La alegría por el pan – ¡no hay mejor gratitud! Esa gratitud que termina con el último bocado que pasa por el esófago.

¿Es posible que esta minucia, esta nadería, este sobreentendido (para mí) — dar — deba crecer ineludiblemente hasta volverse una montaña, debido al añadido — a mí?

Yo sé cómo se da: ¡a ciegas! ¿Y acaso toleraría que me agradecieran por el pan? (No lo tolero ni por los versos, – ¡eso no!).

El pan – ¡¿acaso soy yo?! Los versos (la casualidad del don del canto) – ¡¿soy yo?!

Yo bajo el cielo, sola. Aléjense y agradezcan.

No quiero pensar mal de la gente. Cuando doy pan a alguien, lo doy a un hambriento, es decir, aun esófago, es decir no a él. Su alma en esto no tiene nada que ver. Puedo darlo a cualquiera — y no soy yo quien da — es cualquiera. Es el pan que se da a sí mismo. Y no quiero creer que cualquiera, al dar a mi esófago, exija por ello algo de mi (o mi) alma.

Pero no es el esófago el que da – ¡es el alma! No, es la mano. Estos dones no son personales. Sería extraño preferir un estómago a otro, pero si se prefiriera — entonces el más hambriento. El más hambriento, por hoy, es el mío (el tuyo). No soy responsable de eso.

Así, habiendo establecido quién da (la mano) y quién recibe (el esófago) — es extraño que un trozo de carne exija de otro trozo de carne… gratitud.

Las almas son agradecidas, pero las almas sólo son agradecidas por las almas. Gracias por existir.

Todo lo demás — lo que va de mí a una persona y de una persona a mí — es una ofensa.

¡Dar no es nuestro cometido! ¡Ni nuestra personalidad! ¡Ni es pasión! ¡Ni elección! Algo que pertenece a todos (el pan), y por lo tanto (yo no tengo) me ha sido arrebatado, vuelve (a través tuyo) a mí (a través mío — a ti).

Dar pan al pobre — es reconstituirle sus derechos.

Si diéramos a quien nosotros queremos, seríamos los peores canallas. Damos a quien quiere. Su hambre (¡la voluntad!) suscita nuestro gesto (el pan). Dado y olvidado. Tomado y olvidado. Ningún vínculo, ningún parentesco. Una vez dado, me desligo. Una vez tomado, me desligo.

Sin consecuencias.

– Entonces, ¿por qué debo darte?

– Para no ser un bellaco.

Recuerdo, de colegiala — en el patio de una iglesia parroquial — un mendigo. — «¡Una limosna, por el amor de Dios!». Paso de largo. — «¡Una limosna por el amor de Dios!». Continúo mi camino. Él, alcanzándome: — «¡Si no es por el amor de Dios — aunque se por el diablo!».

¿Por qué le di? Porque se indignó.

El pan. El gesto. Dar. Tomar. Nada de esto habrá allá. Por eso todo lo que se desprende del dar y del tomar — es mentira. El pan mismo — es mentira. Nada, construido sobre el pan, sobrevivirá (mezclado con levadura — no subirá). La masa de nuestros sentimientos de pan al contacto con la gélida temperatura de la Inmortalidad se bajará inevitablemente.

Ni siquiera vale la pena hacer la mezcla.

Tomar — es vergonzoso, ¡no!, dar — es vergonzoso. Quien toma, ya que toma, deja claro que no tiene; quien da, ya que da, deja claro que tiene. Evidente confrontación entre el tener y el no tener…

Habría que dar de rodillas, como piden los mendigos.

Por fortuna, de este pudor de la dádiva sólo están dotados los pobres. (¡La delicadeza de su don!). Los ricos se limitan a un segundo de vacilación antes de dar… sus honorarios a un médico.

La gratitud: de la admiración a la impugnación.

Sólo puedo admirar la mano que da lo último que tiene, por lo tanto: jamás puedo sentirme agradecida con los ricos.

… Si acaso por su timidez, por su aire culpable que de inmediato los hace inocentes.

Un pobre, cuando da, dice: «Perdona lo poco». La turbación del pobre es por «no puedo más». El rico, cuando da, no dice nada. La turbación del rico es por «no quiero más».

Dar es mucho más fácil que tomar — y mucho más fácil que ser.

Los ricos buscan redimirse. ¡Oh! los ricos tienen un miedo terrible — si no de la Revolución, sí del Juicio Final. Conozco a una madre que compraba leche para un niño ajeno (¡enfermo!) sólo para que su propio hijo (sano) no fuera a morir. Una madre rica, cuando salva a un niño ajeno de la muerte (segura), sólo rescata a su hijo de una muerte posible. («¡Conjurar al destino!»).

Veo la génesis del gesto, su intención. Esta leche de la madre rica correrá transformada en brea en el Juicio Final.

La beneficencia — es el anillo de Polícrates[128].

El don del pobre (¡con sangre!, ¡lo último!) es impersonal. «Dios dará». El don del rico (un excedente, casi un desecho) tiene nombre, patronímico, apellido, rango, título, linaje, día, hora, fecha. Y — memoria. Lo dio la derecha, pero las dos lo recuerdan.

El pobre, que dio de mano a mano, olvida. El rico, que lo envía con un criado, recuerda. Y, si lo pensamos, lo entendemos: una especie de justificante para el Juicio Final.

– Un justificante discutible.

Moscú, julio de 1919