Capítulo 9

La grabación la habían borrado entera, por una cuestión de ahorro, para poder reutilizar la cinta. Así eran las cosas en 1945. Pero a Nicholas aquel asunto le indignó profundamente. Hubiera querido ponerle la voz grabada de Joanna al padre de la chica, que había acudido a Londres tras el entierro, para rellenar los impresos correspondientes al registro de los fallecidos durante la guerra. Nicholas le había escrito una carta para contarle cómo fueron los últimos momentos de su hija, en parte por curiosidad, pero también porque quería organizar un acto algo melodramático basado en la cinta de Joanna recitando el «Naufragio del Deutschland». En su carta ya le había hablado al padre de Joanna de la grabación.

Pero la atesorada voz había desaparecido. Alguien de su oficina la debía de haber borrado.

Tú me uniste los huesos y venas, me diste la piel.

Mas todo, con espanto, tornaste a deshacer.

Entonces, ¿cómo ahora me tocas otra vez?

—Es indignante —le dijo Nicholas al párroco—. El «Naufragio del Deutschland» lo recitaba de maravilla. No sabe usted cuánto lo siento.

Estaba sentado con el padre de Joanna, un anciano de mejillas sonrosadas y pelo blanco que le escuchaba atentamente.

—No te preocupes, te lo ruego —dijo.

—Me da pena que no lo haya podido oír.

Como para consolar a Nicholas del disgusto, el párroco murmuró con una sonrisa nostálgica:

Era el velero Hesperus

surcando el proceloso mar…

—No, no —dijo Nicholas—. El Deutschland, era el «Naufragio del Deutschland».

—Ah, el Deutschland —dijo el párroco.

Con un gesto característico de su nariz aguileña, tan británica, el anciano pareció olisquear el aire en pos de la respuesta.

Esto indujo a Nicholas a hacer un último intento de recuperar la grabación. Era domingo, pero logró que uno de sus compañeros de trabajo se pusiera al teléfono.

—Tú no sabrás, por casualidad, si alguien se llevó una cinta de la caja esa que pedí prestada en la oficina, ¿verdad? Cometí la estupidez de dejármela en mi despacho. Y alguien me ha quitado una cinta importante. Un asunto privado.

—No, no creo que… Un momento… Sí, pues es cierto que lo han borrado. Era poesía. Lo siento, pero ya sabes que hay que cumplir las normas para ahorrar… ¿Qué te parecen las últimas noticias? Son impresionantes, ¿no?

—Pues sí, es verdad que lo han borrado —le dijo Nicholas al padre de Joanna.

—No te preocupes —dijo el párroco—. Siempre me quedará el recuerdo de Joanna en la rectoría. Pobrecilla, venirse a Londres fue un error.

Poniéndole más whisky en el vaso, Nicholas empezó a añadirle agua. Con un gesto irritado, el clérigo le indicó con la mano el momento en que la bebida ya estaba a su gusto. Tenía las manías propias de un viudo que llevara años viviendo solo, o de una persona poco acostumbrada a los reproches que suelen escuchar quienes viven entre mujeres dotadas de sentido crítico. De pronto Nicholas se dio cuenta de que el párroco no tenía la menor idea de cómo había sido la vida de su hija. Eso le consoló del fracaso de su recital, pues era posible el anciano ni siquiera hubiera reconocido a la Joanna del Deutschland.

La mueca de su faz, un abismo infernal.

¿Dónde… dónde… dónde había allí un lugar?

—Me desagrada Londres —dijo el clérigo—. Solo vengo si no me queda más remedio, cuando tengo un sínodo o algo así. Ojalá Joanna hubiera podido encontrar una ocupación en la rectoría. Era una chica inquieta, pobrecilla —añadió, tomándose el whisky como si hiciera gárgaras, echando la cabeza hacia atrás.

—Joanna estaba recitando algo del misal justo antes de venirse abajo el edificio —dijo Nicholas—. Las otras chicas estaban con ella, escuchándola, en cierto modo. Eran unos salmos.

—¿En serio? Nadie me había contado nada —dijo el anciano, con un gesto abochornado.

El párroco agitó su bebida y se la terminó de un trago, como si Nicholas estuviera a punto de contarle que su hija había muerto de un modo vergonzante, o que se había ido de peregrina a Roma.

—Joanna tenía un gran ímpetu religioso —le dijo Nicholas con vehemencia.

—Eso ya lo sé, hijo mío —respondió el cura, para su gran asombro.

—Tenía muy presente la idea del infierno. A una amiga suya le contó el miedo que le daba.

—¿En serio? No lo sabía. Jamás la oí hablar de sus temores. Eso sería por la influencia de Londres. Por lo que a mí se refiere, solo vengo si no me queda más remedio. En mis tiempos mozos me dieron la parroquia de Balham. Pero desde entonces siempre me ha tocado en el campo. A decir verdad, prefiero las parroquias rurales. Es donde uno se encuentra con las almas más devotas y hasta con alguna que otra alma santa.

Nicholas se acordó de un amigo suyo, un psicoanalista que le había escrito una carta sobre su intención de ejercer en Inglaterra al terminar la guerra, «para alejarme de este ambiente cargado de ansiedad y lleno de neuróticos».

—Hoy en día el cristianismo está en las parroquias rurales —le dijo este buen pastor experto en la mejor carne de cordero.

Para rubricar su opinión sobre el asunto, el cura dejó el vaso de whisky encima de la mesa, mientras su tristeza por la pérdida de Joanna la achacaba, una y otra vez, a la decisión de su hija de marcharse de la rectoría.

—Tengo que ir a ver el lugar donde murió —dijo a modo de colofón.

Nicholas se había comprometido a llevarle al edificio destruido de Kensington Road, pero el párroco se lo recordaba cada poco, como si temiera marcharse de Londres sin haber cumplido con su deber.

—Se puede ir andando, así que le acompaño —le dijo Nicholas.

—Bueno, no querría desviarte de tu camino, pero te estaré muy agradecido —dijo el cura—. ¿Qué te parece esta última bomba? ¿Tú crees que será una operación de propaganda?

—No lo sé, señor —dijo Nicholas.

—Estas cosas le dejan a uno espantado. Si es cierto, tendrán que pactar un armisticio —dijo el anciano, mirando a su alrededor mientras caminaban hacia Kensington—. Estas zonas bombardeadas son una verdadera tragedia. Yo solo vengo a Londres si no me queda más remedio, ¿sabes?

Al cabo de unos instantes, Nicholas le preguntó:

—¿Ha visto usted a alguna de las chicas que se quedaron encerradas en la casa con Joanna, o a alguna de las otras socias?

—Sí, he visto a bastantes de ellas. Lady Julia tuvo la amabilidad de invitar a varias de ellas a tomar el té en su casa ayer, para que me conocieran. Desde luego, esas chicas han pasado por una experiencia tremenda, incluso las que no se vieron directamente implicadas. Por eso lady Julia me sugirió que no habláramos abiertamente del asunto. Te diré que me pareció una sugerencia oportuna por su parte.

—Lo es —dijo Nicholas—. ¿Y recuerda usted el nombre de alguna de las chicas?

—Estaba la sobrina de lady Julia, Dorothy, y una señorita Baberton que logró escapar por una ventana, creo. Pero había varias más.

—¿Había una señorita Redwood? ¿Selina Redwood?

—Pues te diré que se me dan bastante mal los nombres.

—Una chica muy alta y delgada, muy guapa —dijo Nicholas—. Me gustaría dar con ella. Tiene el pelo oscuro.

—Eran todas muy atractivas, hijo mío. La gente joven siempre resulta encantadora. A mí Joanna me parecía la mejor de todas, pero en eso no puedo ser imparcial.

—Era una chica encantadora —dijo Nicholas en son de paz.

Pero el anciano había intuido su interés con la pericia del párroco ante un terreno bien trillado, por lo que le preguntó con voz solícita:

—Esa joven de la que me hablas, ¿acaso ha desaparecido?

—No consigo dar con ella —dijo Nicholas—. Llevo nueve días dedicado al asunto.

—Qué raro. ¿Y si resulta ser un caso de amnesia…? Tal vez ande extraviada por las calles…

—En ese caso, ya habrían logrado dar con ella. Es una chica muy llamativa.

—¿Y qué dice su familia?

—Su familia está en Canadá.

—Quizá se haya ido para intentar olvidarlo todo. Sería comprensible. ¿Era una de las chicas que se quedaron atrapadas?

—Sí —dijo Nicholas—. Consiguió salir por una ventana.

—Por tu descripción, no creo yo que estuviera en casa de lady Julia. Quizás podrías llamarla y preguntárselo.

—Ya la he llamado, a decir verdad. Parece no saber nada de Selina, y las demás chicas tampoco. Pero yo tenía la esperanza de que pudieran haberse equivocado. Ya sabe usted cómo son estas cosas.

—Selina… —dijo el párroco.

—Sí, ese es su nombre.

—Un momento. Ahora que me acuerdo, sí que se habló de una tal Selina. Una de las chicas, una jovencita de buen aspecto, se quejó de que Selina se había llevado su único traje de noche. ¿Puede ser esa?

—Esa es.

—No es muy amable de su parte eso de birlarle el vestido a otra chica, sobre todo cuando todas habían perdido la ropa en el incendio.

—Era un vestido de Schiaparelli.

El párroco prefirió no intervenir más en el enigma aquel. Al poco llegaron donde estuvo el club May of Teck. Ahora parecía uno de los muchos lugares asolados que había en ese barrio, como si le hubiera caído una bomba hacía ya años, o un misil teledirigido acabara de destruirlo hacía apenas unos meses. Las baldosas del sendero del porche estaban desperdigadas por el suelo, sin llevar a ninguna parte. Las columnas tumbadas por doquier daban al lugar un aspecto de ruina romana. En la parte trasera había un muro medio derruido que parecía perdido en mitad de la nada. El jardín de Greggie era un montón de escombros donde habían brotado unas extrañas plantas con alguna florecilla. Las baldosas rosas y blancas del vestíbulo mostraban estados variados de abandono, mientras en la parte inferior del maltrecho muro ondeaba un pedazo del célebre papel marrón con el que estaban forradas las paredes del salón del club.

Quitándose el sombrero negro de ala ancha, el padre de Joanna contempló la escena.

Hileras de manzanas en el desván…

Al cabo de unos instantes el párroco murmuró:

—La verdad es que no hay nada que ver.

—Es un caso parecido al de mi grabación —dijo Nicholas.

—Sí —respondió el anciano—. No queda nada.

Todo eso ha dejado de existir.

Rudi Bittesch se acercó a una pila de cuadernos que había sobre la mesa de Nicholas, hojeando las páginas de alguno de ellos.

—Por cierto, ¿esto es tu manuscrito? —le preguntó.

Normalmente Rudi no se habría tomado la libertad de fisgar entre los papeles de Nicholas, pero en ese momento su amigo estaba en deuda con él, porque Rudi había descubierto el paradero de Selina.

—Quédatelo —le dijo Nicholas, en referencia al manuscrito—. Quédatelo. Puede que un día valga algo cuando yo sea famoso —añadió sin imaginar ni remotamente la extraña muerte que le habría de deparar el destino.

Rudi sonrió al oírle, pero se metió los cuadernos bajo el brazo.

—¿Te vienes? —le preguntó a Nicholas.

Cuando ya iban de camino con la idea de recoger a Jane para acudir todos juntos a la celebración del palacio de Buckingham, Nicholas dijo:

—En cualquier caso, no voy publicar el libro. He destruido el texto mecanografiado.

—Maldita sea, tengo que acarrear los cuadernos estos y ahora me das ese notición. ¿De qué me van a valer si no publicas nada?

—Quédatelos. Nunca se sabe.

Rudi era un hombre cauto. Por eso se quedó con Los cuadernos sabáticos, a los que acabaría sacando provecho.

—¿Te interesaría también una carta de Charles Morgan diciendo que soy un genio? —le preguntó Nicholas.

—Veo que estás contento, aunque no tengas ni un puñetero motivo para estarlo.

—Pues sí —dijo Nicholas—. Entonces, ¿te quieres quedar la carta esa?

—¿Qué carta?

—Aquí la tienes —dijo Nicholas.

Del bolsillo interior de la chaqueta se sacó la carta de Jane, arrugada como una vieja fotografía conservada por su valor histórico.

Rudi le echó un vistazo.

—Eso te lo ha hecho Jane —dijo, devolviéndoselo—. ¿Por qué estás tan contento? ¿Has visto a Selina? —Sí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Me ha dado muchos gritos. No podía parar de gritar. Era una reacción nerviosa.

—Al verte se habrá acordado de todo el asunto. Ya te dije que no la persiguieras.

—La pobre no podía parar de gritar.

—La habrás asustado. —Sí.

——Te lo dije. No parece que le vaya muy bien, por cierto, con ese cantante de Clarges Street. ¿Le has visto?

—Sí, es un chico de lo más amable. Están casados.

—Eso dicen ellos. Pero a ti te conviene una chica con más carácter. Olvídate de ella.

—Ya. El caso es que él me pidió disculpas por los gritos de ella y yo le pedí disculpas a él, por supuesto. Pero solo conseguimos hacerla gritar más. Creo que casi habría preferido que nos peleáramos.

—No la quieres lo bastante como para pelearte con un cantante cualquiera.

—Es un cantante bastante bueno.

—¿Le has oído cantar?

—Pues no, la verdad. En eso tienes razón.

En cuanto a Jane, había recuperado su estado habitual de optimismo melancólico, y vivía en una habitación amueblada en Kensington Church Street. Ya estaba lista para irse con ellos.

—¿Tú no gritas cuando ves a Nicholas? —le dijo Rudi.

—No —respondió Jane—. Pero si se sigue negando a que George le publique el libro, sí que gritaré. Además, George me echa toda la culpa a mí. Le he contado lo de la carta de Charles Morgan.

—Pues Nicholas tendría que darte más miedo. Consigue hacer gritar a las mujeres, por cierto. A Selina le ha dado un buen susto hoy.

—La verdad es que ha sido ella la que me ha asustado a mí —dijo Nicholas.

—¿Por fin has logrado dar con ella, entonces? —dijo Jane.

—Sí, pero está en estado de shock. Creo que he debido de hacerle recordar las escenas de la tragedia.

—Aquello fue un infierno —dijo Jane.

—Ya lo sé.

—¿Por qué se habrá enamorado este hombre de Selina, por cierto? —dijo Rudi—. ¿Por qué no se buscará una mujer con más carácter o una chica francesa?

—Esta es una llamada de larga distancia —dijo Jane precipitadamente.

—Ya lo sé. ¿Quién eres? —dijo Nancy, la hija del cura de las Midlands que a su vez se había casado con otro cura de las Midlands.

—Soy Jane. Escucha, tengo que hacerte una pregunta, muy rápida, sobre Nicholas Farringdon. ¿Tú crees que el incendio le influyó en su conversión a la Orden aquella? Estoy escribiendo un artículo largo sobre él.

—Bueno, a mí me gustaría pensar que fue por influencia de Joanna. Ya sabes que era muy devota de la Alta Iglesia.

—Ya, pero él no estaba enamorado de Joanna, sino de Selina. Después del incendio la buscó por todas partes.

—Ya, pero Selina jamás le podía haber convertido a nada. No llegaba a tanto.

—En su manuscrito Nicholas decía que el mal puede desencadenar una conversión tanto como el bien.

—Yo es que nunca he entendido a los fanáticos estos. El problema es ese, Jane. Creo que Nicholas estaba un poco enamorado de todas nosotras, el pobrecillo.

Aquella noche de agosto, la gente se lanzó a la calle con el mismo ímpetu que en la noche de mayo, cuando se celebró la victoria. Las diminutas siluetas salían puntualmente al balcón cada media hora, saludaban con el brazo y luego desaparecían.

De pronto Jane, Nicholas y Rudi se vieron aprisionados en medio de una multitud que les rodeaba por los cuatro costados.

—A codazo limpio —se dijeron Jane y Nicholas uno al otro, casi a la vez, aunque fuera un consejo completamente inútil.

Un marinero que estaba pegado a Jane le dio un apasionado beso en la boca, cosa que resultó imposible de evitar. Jane quedó a merced de aquella boca con sabor a cerveza hasta que la multitud se disgregó y los tres amigos pudieron tomar un sendero que los llevara a un lugar algo más despejado, con acceso al parque.

Fue allí donde otro marinero, al que en esta ocasión solo vio Nicholas, le clavó una sigilosa navaja entre las costillas a la mujer que estaba con él. En ese instante se encendieron las luces del balcón y el gentío guardó al fin silencio, esperando ver aparecer a la familia real. Sin un solo quejido, la mujer acuchillada inclinó suavemente la cabeza. A muchos metros de distancia otro grito quebraba el silencio, tal vez otra mujer asesinada. O quizá una persona a quien solo le hubieran pisado los dedos de un pie. Entre la multitud se alzó un rugido de voces. Todos los ojos estaban alzados hacia el balcón del palacio, donde los miembros de la familia real habían aparecido en el correspondiente orden, según la importancia de cada uno. Imbuidos del fervor, Rudi y Jane se pusieron a vitorearles.

En cuanto a Nicholas, que seguía embutido entre la gente, intentaba infructuosamente levantar un brazo para llamar la atención hacia la mujer herida. Al mismo tiempo, decía a gritos que acababan de apuñalar a una mujer. Entre tanto, el marinero del cuchillo soltaba improperios contra la mujer desmayada a su lado, que se mantenía en pie por el simple hecho de estar rodeada de una compacta multitud. Estos sucesos privados quedaban perdidos en medio del pandemonio generalizado. De pronto, Nicholas se vio arrastrado por un gentío recién llegado del Malí. Cuando el balcón volvió a quedar a oscuras, Nicholas logró hacerse un pequeño hueco entre la muchedumbre y se encaminó hacia el parque seguido de Jane y Rudi. Al abrirse paso, Nicholas tuvo que pararse precisamente al lado del marinero de la navaja. De la mujer herida ya no había ni rastro. Mientras esperaba a que le dejaran avanzar, Nicholas se sacó del bolsillo la carta de Charles Morgan y se la metió en la camisa al marinero antes de seguir adelante. No le movía ningún motivo concreto ni esperaba sacar nada de ello, pero era un gesto simbólico que en ese momento le pareció importante. Así eran las cosas en aquel entonces.

Los tres amigos emprendieron su regreso por el parque sumido en el frescor de la noche, procurando no pisar a las parejas abrazadas sobre la hierba. Por todas partes se oían voces cantando. Nicholas y sus acompañantes se unieron a los cantos de la multitud. Por el camino se toparon con una pelea entre un grupo de soldados británicos y otro de soldados americanos. A un lado del sendero había dos hombres inconscientes a quienes sus amigos intentaban reanimar. Tras ellos resonaban los vítores de la multitud. En ese momento, una formación de aviones del ejército pasó tronando por el cielo anochecido. Era la celebración de una gloriosa victoria.

—No hubiera querido perdérmelo, la verdad —dijo Jane, que se había parado a arreglarse el pelo y estaba hablando con una horquilla en la boca.

Maravillado ante su energía, Nicholas memorizó esa imagen de Jane y muchos años después, en el remoto país donde halló la muerte, la recordaría así, precisamente como estaba esa noche, de pie en la hierba del parque, robusta y con las piernas al aire, como una encarnación del club May of Teck, con aquella aceptación tan sensata y espontánea de la pobreza que había en aquellos tiempos, en 1945.