Capítulo 3

En todas las habitaciones y dormitorios los dos temas preferidos eran el amor y el dinero. En primer lugar iba el amor, mientras que el dinero se consideraba algo subsidiario, imprescindible para cuidar el aspecto físico y para hacerse con los vales de ropa en el mercado negro a su precio oficial, que era de ocho cupones por una libra.

El club estaba en una amplia casa victoriana cuyo interior había sufrido muy pocos cambios desde los tiempos en que era un domicilio privado. En su distribución se parecía a la mayoría de las residencias femeninas, que ofrecían un ambiente respetable por un precio sensato, y que abundaban desde que la emancipación femenina empezara a forzar su aparición. Ninguna de las inquilinas del club May of Teck lo consideraba una residencia, salvo en momentos de desánimo tales como los experimentados por las socias jóvenes, cosa que solo les sucedía cuando un novio las abandonaba.

El sótano de la casa estaba ocupado por las cocinas, la lavandería, el horno y los depósitos de combustible.

En la planta baja estaban los despachos del personal, el comedor, la sala de juegos y el salón, recién empapelado en un color marrón parecido al barro. Por desgracia, el molesto papel había aparecido en grandes cantidades al fondo de un armario. De lo contrario, las paredes podían haber seguido siendo igual de grises y cochambrosas que antes, como las paredes del mundo entero.

Los novios de las socias podían cenar como invitados por un módico precio de dos libras y seis peniques. También estaba permitido recibir a las visitas en la sala de juegos, la terraza que comunicaba con ella y el salón, cuyas paredes de color barro resultaban tan tristonas en aquellos tiempos (pues las socias no sabían que, años después, muchas de ellas forrarían las paredes de sus propias casas con un papel de tono similar, que para entonces se habría convertido en un signo de elegancia).

Sobre esta zona, en el primer piso, donde en épocas previas de privados esplendores hubo un gran salón de baile, ahora había un gran dormitorio. La estancia estaba dividida en numerosos cubículos separados con cortinas. Allí vivían las socias más jóvenes, chicas entre los dieciocho y los veinte años, procedentes a su vez de los cubículos de los internados que salpicaban la campiña inglesa, chicas que sabían de sobra lo que era vivir en un dormitorio como aquel. Las inquilinas de esta planta aún no sabían hablar de hombres. Todo giraba en torno a si el hombre en cuestión bailaba bien y tenía sentido del humor. Como las Fuerzas Aéreas tenían mucho predicamento, la Cruz de Vuelo Distinguido daba una clara ventaja. En 1945 tener un historial en la batalla de Inglaterra, a ojos de las inquilinas del dormitorio del primer piso, equivalía a echarse años encima. Lo de Dunkerque era otras de esas cosas raras que hacían sus padres. Los que triunfaban de verdad con ellas eran los heroicos pilotos de la batalla de Normandía, dados a repantigarse en los cojines del salón del club. Con ellos el entretenimiento estaba asegurado:

—¿Os sabéis la historia de los dos gatos que se fueron a Wimbledon? Resulta que uno de los gatos convence al otro de ir a Wimbledon a ver el tenis. Al cabo de dos sets un gato le dice al otro: «La puñetera verdad es que me aburro. No consigo entender por qué te interesa tanto el deporte del tenis». Y el otro gato le contesta: «¡Pues porque mi padre le da cuerda al negocio!».

—¡Ay! —gritaban las chicas, tronchadas de risa ante la absurda creencia de que las cuerdas de raqueta se hacían con tripas de gato.

—Pero la historia no se acaba ahí. Detrás de los dos gatos se había sentado un coronel. Estaba viendo el tenis porque, en plena contienda bélica, no tenía nada que hacer. El caso es que el coronel en cuestión iba con su perro. Así que cuando los gatos se pusieron a hablar, el perro se volvió hacia el coronel y le dijo: «¿Has oído a esos dos gatos que tenemos delante?». «No, cállate», dijo el coronel. «Estoy viendo el partido». «Vale», dijo el perro, que era un animal muy alegre. «Pensaba que te podían sorprender dos gatos que hablan».

—Hay que ver —dijo esa noche una voz en el dormitorio—. ¡Qué sentido del humor tan fenomenal! —añadió con una risita alborozada.

En vez de unas chicas a punto de dormirse parecían unos pajarillos que acabaran de despertarse, porque «¡Qué sentido del humor tan fenomenal!», podría ser perfectamente la eufonía coral de las aves del parque cinco horas más tarde, si alguien se parase a escucharla.

Encima del dormitorio estaba el piso donde dormían las empleadas y las socias que podían permitirse un cuarto compartido en lugar de un simple cubículo. Estas mujeres, que dormían en habitaciones de cuatro camas, o incluso de dos, solían ser jóvenes de paso, o bien socias temporales que estaban buscando un piso o un apartamento individual. En la segunda planta vivían dos de las solteronas mayores, Collie y Jarvie, que llevaban ocho años compartiendo habitación, porque estaban ahorrando con vistas a la vejez.

Pero en el piso superior parecían haberse reunido, por una especie de acuerdo instintivo, la mayoría de las célibes; solteronas de carácter estable y edades variadas que habían optado por una vida no matrimonial, junto a varias más que estaban abocadas a acabar de igual modo, pero sin ser aún conscientes de ello.

Esta tercera planta contenía cinco dormitorios grandes, ahora convertidos mediante tabiques en diez pequeños. Sus inquilinas iban desde las jóvenes vírgenes monas y remilgadas, en quienes nunca se revelaría la mujer que llevaban dentro, hasta las marimandonas de veintitantos años, que eran demasiado hembras para rendirse jamás a un hombre. Greggie, la tercera de las solteronas mayores, tenía su habitación en este piso. Era la menos mona, pero la más simpática de todas.

En este rellano también tenía su habitación Pauline Fox, una joven chiflada que tenía la costumbre de arreglarse mucho algunas noches, poniéndose esos trajes largos que estuvieron de moda en los años inmediatamente posteriores a la guerra. También usaba esos largos guantes blancos que se llevaban entonces y se dejaba el pelo suelto, que le caía en bucles sobre los hombros. Estas noches solía decir que se iba a cenar con el famoso actor Jack Buchanan. Como nadie lo puso en duda abiertamente, su locura pasó inadvertida.

Allí estaba también la habitación de Joanna Childe, a quien se oía ensayar su elocución cuando la sala de juegos estaba ocupada:

En primavera las flores

nos perfuman los dolores.

En la parte superior de la casa, en el cuarto piso, era donde tenían sus habitaciones las chicas más atractivas, elegantes y divertidas. Todas tenían anhelos sociales variados y cada vez más intensos, conforme la paz iba entrando sigilosamente en sus vidas. Los cinco dormitorios superiores los ocupaban solamente cinco chicas. Tres de ellas tenían amantes, además de amigos a los que trataban con vistas al matrimonio, pero sin casarse con ellos. De las dos restantes, una estaba a punto de comprometerse y la otra era Jane Wright, una chica gorda pero con el atractivo intelectual que le daba el hecho de trabajar en una editorial. Mientras buscaba marido se entretenía con una serie de intelectuales jóvenes.

Encima de esta planta no había nada más que el tejado, antes accesible por el ventanuco que había en el techo del cuarto de baño, ahora un cuadrado de madera inútil desde que lo clausuraran tras la guerra, cuando entró por ahí un ladrón o bien un amante que atacó a una socia (aunque tal vez solo discutiera con ella, o, como mantenían algunas, se los encontraran a los dos metidos en la cama); sea como fuere, el incidente dejó tras de sí una leyenda poblada de gritos en la noche, y desde entonces la claraboya estaba cerrada a cal y canto. Los obreros que iban de vez en cuando a hacer alguna reparación en el tejado no tenían más remedio que subir por el desván del hotel contiguo. Greggie decía que se sabía la historia entera, porque del club lo sabía absolutamente todo. Es más, fue ella quien, inspirada por un súbito recuerdo, guio a la directora hacia el armario donde estaba aquel arsenal de papel color barro que ahora profanaba las paredes del salón, como desafiándolas a todas a plena luz del día. Las chicas del último piso se planteaban a menudo la posibilidad de salir a tomar el sol en la azotea, subiéndose a una silla para ver si de ese modo lograban abrir la trampilla. Pero la portezuela no se movía ni un centímetro, y de nuevo fue Greggie quien les explicó por qué. Cada vez que les contaba la historia, se las arreglaba para mejorarla.

—Si hubiera un incendio no podríamos salir —dijo Selina Redwood, que era extremadamente guapa.

—Es evidente que no sabes lo que dice el manual de emergencias —dijo Greggie.

Eso era cierto. Selina casi nunca cenaba en el club, de modo que jamás había oído las normas. El manual lo leía la directora cuatro veces al año después de cenar, y esas noches no estaba permitido traer invitados. Al fondo de la planta superior había una escalera de incendios con dos rellanos, que daba a una salida de emergencia en perfecto estado, y el edificio entero estaba dotado de cajas con los utensilios precisos para estos casos. En las noches sin invitados también se recordaba a las socias que no debían tirar cosas grandes al retrete, por los problemas que daban las cañerías antiguas y lo difícil que era conseguir un buen fontanero en los últimos tiempos. También se les recordaba que cuando daban un baile en el club tenían que dejarlo todo en su sitio. El hecho de que algunas socias se marcharan a la discoteca con su novio, pensando que ya recogería alguien todo lo que ellas habían desordenado, era algo que la directora, según decía, era incapaz de entender.

Selina, que nunca había asistido a ninguna de estas cenas con la directora, se había perdido todo aquello. Por su ventana se veía, a la misma altura que el último piso del club y tras los cañones de las chimeneas, la azotea compartida con el hotel contiguo, que habría sido ideal para tomar el sol. Ninguna de las ventanas de su cuarto daba al tejado, pero un día cayó en la cuenta de que sí se podía acceder a él por el ventanuco del cuarto de baño, una estrecha abertura que se había visto reducida aún más cuando, en algún momento de la historia del edificio, el muro donde estaba se subdividió para construir los aseos. Para ver el tejado había que subirse al retrete. Selina midió el ventanuco. Era un rectángulo de dieciocho centímetros de ancho por treinta y cinco de largo. Con un clásico modelo de bisagra.

—Estoy segura de que puedo colarme por la ventana del baño —le dijo a Anne Baberton, que ocupaba la habitación de enfrente.

—¿Por qué quieres colarte por la ventana del baño? —dijo Anne.

—Porque da al tejado. Es un saltito de nada.

Selina estaba delgadísima. En la planta de arriba el asunto del peso y las medidas tenía una enorme importancia. La capacidad o incapacidad de colarse por la ventana del baño sería una de esas pruebas usadas para demostrar que la política alimenticia del club hacía engordar a sus socias innecesariamente.

—Una decisión suicida —dijo Jane Wright.

Acomplejada por su gordura, Jane vivía siempre entre ansiosa y temerosa de la siguiente comida, decidiendo lo que podía comer y lo que debía dejarse en el plato, y tomando contramedidas por el hecho de que su trabajo en la editorial era básicamente intelectual, lo que significaba que su cerebro precisaba una alimentación más consistente que la del resto de la gente.

De las cinco socias de la planta superior, las únicas capaces de colarse por la ventana del baño eran Selina Redwood y Anne Baberton, y Anne solo lo conseguía desnuda y con el cuerpo embadurnado en margarina. Tras un primer intento en que se torció el tobillo al saltar y se hizo un rasguño al encaramarse para volver a entrar, Anne decidió que a partir de entonces usaría su ración de jabón para suavizarle la salida. El jabón lo tenían igual de racionado que la margarina, pero era un bien más preciado porque, al fin y al cabo, no engordaba. En cuanto a la crema hidratante, era demasiado cara para desperdiciarla en la aventura de la ventana.

Jane Wright no lograba entender por qué a Anne le preocupaba tanto sacarle tres centímetros y medio de cadera a Selina, si en cualquier caso estaba delgada y ya se había prometido en matrimonio. De pie sobre la tapa del retrete, le tiró a Anne su gastada bata verde para que se cubriera con ella el cuerpo enjabonado, y le preguntó qué tal se estaba en el tejado. Las otras dos chicas de esa planta iban a pasar todo el fin de semana fuera.

Anne y Selina estaban asomadas a una parte de la azotea que Jane no lograba ver. Al regresar le informaron de que desde allí se veía el jardín de atrás, donde Greggie estaba ofreciéndoles una visita guiada a dos de las nuevas socias. Les estaba enseñando el sitio donde cayó la bomba que no estalló y que tuvo que ser retirada por un equipo especial de la policía, operación durante la cual todas las socias se vieron obligadas a abandonar el edificio. Greggie también les enseñó el sitio donde, en su opinión, aún quedaba otra bomba que no había estallado todavía.

Las chicas volvieron a entrar en la casa.

—Greggie y sus intuiciones —dijo Jane, tan harta del asunto que le daban ganas de ponerse a gritar—. Esta noche hay tarta de queso —añadió—. ¿Cuántas calorías tendrá?

La respuesta, cuando lo miraron en el gráfico, era de aproximadamente trescientas cincuenta calorías.

—Luego hay compota de cerezas —dijo Jane—. Una ración normal son noventa y cuatro calorías, a no ser que le pongas sacarina, en cuyo caso son sesenta y cuatro calorías. Hoy ya llevamos más de mil calorías. Los domingos siempre pasa lo mismo. Solo el budín de pan con mantequilla ya tiene…

—Yo ni lo he probado —dijo Anne—. El budín de pan con mantequilla es puro suicidio.

—Lo que hago yo es comer un poquito de todo —dijo Selina—. Aunque me paso el día muerta de hambre, la verdad.

—Ya, pero es que yo hago una labor intelectual —dijo Jane.

Anne estaba paseando por el rellano, quitándose la margarina con una esponja.

—Además de la margarina, en esto me he gastado todo el jabón —dijo.

—Pues yo no te puedo prestar nada de jabón este mes —dijo Selina.

Selina tenía asegurado un lote de jabón todos los meses, gracias a un soldado americano que lo sacaba de un sitio llamado el Economato, donde había muchísimas cosas apetecibles. Pero Selina estaba haciendo acopio y por eso no le prestaba a nadie.

—Me trae sin cuidado tu puñetero jabón —dijo Anne—. Pero tú tampoco vuelvas a pedirme el tafetán.

Se refería al traje de noche de tafetán, un Schiaparelli que le había regalado una tía suya fabulosamente rica, después de ponérselo una sola vez. El maravilloso vestido, que siempre lograba crear un cierto revuelo, lo usaban todas las inquilinas del piso superior en ocasiones especiales, menos Jane, porque le quedaba pequeño. A cambio del préstamo, Anne conseguía una serie de cosas gratis, como vales para ropa o trozos de jabón a medio usar.

Jane regresó a su labor intelectual, cerrando la puerta con un rotundo clic. En esta cuestión era algo tiránica, y se pasaba el día quejándose del ruido de las radios en el rellano y de lo tontas que eran las discusiones con Anne cuando alguna de las chicas le pedía el vestido, dado que cada vez estaban más de moda las noches de largo.

—Para ir al Milroy no te lo puedes poner. En el Milroy ya lo han visto dos veces… Y en Quaglinos también lo tienen visto. Selina se lo puso una noche para ir al Quag’s. La verdad es que ya lo conocen en todo Londres.

—Pero si me lo pongo yo parecerá otro vestido distinto, Anne. Y te daría una hoja entera de vales para caramelos…

—No me interesan tus malditos vales para caramelos. Si yo los míos se los doy todos a mi abuela…

Entonces Jane asomaba la cabeza por la puerta.

—Dejad de decir simplezas y no gritéis tanto —decía—. Así no hay quien piense.

Jane tenía un solo tesoro en su armario, una falda negra y una chaqueta a juego, sacados de un traje de noche de su padre. Después de la guerra, en Inglaterra quedaban pocos trajes de vestir que no hubieran sido sometidos a algún arreglo. Pero la valiosa prenda de Jane era demasiado grandona para prestársela a nadie; alguna ventaja tendría estar tan gorda. La naturaleza exacta de su labor intelectual era un misterio para las socias del club, porque al preguntarle sobre el asunto les recitaba de carrerilla una lista de prolijos detalles sobre costes, imprentas, listas, manuscritos, galeradas y contratos.

—Oye, Jane, deberías cobrarles la cantidad de tiempo libre que le dedicas a ese trabajo.

—El mundo de los libros es ante todo altruista —decía Jane.

Siempre se refería al negocio de la edición como «el mundo de los libros». Solía andar mal de dinero, así que probablemente tendría un sueldo escaso. Precisamente por querer ahorrar unos chelines para el contador de gas de la calefacción, no podía, según ella, ponerse a dieta en invierno, justo cuando había que mantener la habitación caliente además de alimentar el cerebro.

El club otorgaba a Jane, gracias a su labor intelectual y a su empleo en una editorial, un respeto considerable que se neutralizaba desde el punto de vista social cuando entraba en el vestíbulo, todas las semanas más o menos, un extranjero pálido y delgado, que claramente rebasada los treinta, vestido con un abrigo oscuro manchado de caspa, y que preguntaba en la entrada por la señorita Jane Wright, añadiendo siempre la frase: «Deseo verla en privado, por favor». Las secretarias corrieron la voz de que muchas de las llamadas de teléfono que recibía Jane eran de aquel hombre.

—¿Es el club May of Teck?

—Sí.

—¿Puedo hablar con la señorita Jane Wright, por favor? En privado.

En una de las ocasiones la secretaria que le atendió le dijo:

—Todas las llamadas que reciben las socias son privadas. No nos dedicamos a escuchar.

—Bien. De no ser así lo sabría, porque espero a oír el clic antes de empezar a hablar. Le ruego que lo tenga en cuenta.

A raíz de este incidente, Jane tuvo que pedir disculpas a las secretarias.

—Es extranjero —dijo—. Tiene que ver con el mundo de los libros. No es culpa mía.

Pero otro hombre distinto, y más presentable, también del mundo de los libros, había ido a ver a Jane recientemente. Tras hacerle pasar al salón, se lo presentó a Selina, a Anne y a la chalada de Pauline Fox, la que se vestía de tiros largos para ver a Jack Buchanan en sus noches lunáticas.

El hombre en cuestión, Nicholas Farringdon, era bastante simpático, aunque tímido.

—Es reservado —dijo Jane—. Nos parece listo, pero en el mundo de los libros es un recién llegado.

—¿Trabaja en una editorial?

—Todavía no. Es un recién llegado. Está escribiendo algo.

La labor intelectual de Jane era de tres tipos. En primer lugar, y en secreto, escribía una poesía de orden estrictamente no racional, compuesta —en proporción similar a la de las cerezas de una tarta— de palabras que ella describía como «de una naturaleza ardiente», tales como «entrañas y desvelos», «la raíz», «la rosa», «el sargazo» y «la mortaja». En segundo lugar, y también en secreto, escribía cartas en tono amistoso, pero con clara intención comercial, bajo los auspicios del pálido extranjero. En tercer lugar, y más abiertamente, a veces trabajaba un poco en su habitación, labor que se solapaba con sus responsabilidades diarias en la pequeña editorial.

En Huy Throvis-Mew Ltd. la única oficinista era ella. Huy Throvis-Mew era el dueño de la empresa, y la señora de Huy Throvis-Mew aparecía como directora en el membrete de las cartas. El nombre secreto de Huy Throvis-Mew era George Johnson, o al menos lo había sido durante varios años, aunque algunos de sus buenos amigos le llamaban Con y los más antiguos le llamaban Arthur o Jimmie. Sea como fuere, en la época de Jane se le conocía por el nombre de George, y ella era capaz de darlo todo por George, su jefe el de la barba blanca. Jane envolvía los libros, los llevaba a la oficina de correos o los repartía ella misma, contestaba el teléfono, preparaba el té, cuidaba al niño cuando Tilly, la esposa de George, se marchaba a ponerse en la cola de la pescadería, anotaba los ingresos en el libro de cuentas, mantenía dos versiones paralelas de los gastos generales y del resto de la contabilidad empresarial, y en última instancia era ella quien llevaba el pequeño negocio editorial. Al cabo de un año George le permitió hacer de detective con algunos de los autores nuevos, labor que consideraba esencial para la buena marcha del negocio editorial, y le encargó investigar su situación económica y carencias psicológicas, para así poder sacarles el máximo beneficio.

Al igual que su costumbre de cambiarse el nombre cada cierto tiempo, cosa que hacía con la sola esperanza de mejorar su suerte, esta práctica de George era bastante inocente, pues nunca lograba descubrir toda la verdad sobre ningún autor, como tampoco le sirvieron nunca de nada sus investigaciones. Sin embargo, aquel era el sistema que seguía, y sus maquinaciones daban una cierta emoción al trabajo de cada día. En otra época esas pesquisas básicas las había hecho él mismo, pero en los últimos tiempos había decidido que tal vez tuviera más suerte si le encomendaba a Jane seguir al autor más reciente. Un envío de libros destinados a George le había sido confiscado en el puerto de Harwich, y los magistrados locales tenían orden de quemarlos por su obscenidad, lo que hacía que George se sintiera poco afortunado en aquel preciso momento.

Por otra parte, gracias a Jane se ahorraba los gastos y el agotamiento nervioso que implicaban los cordiales almuerzos con escritores imprevisibles, durante los que se lograba determinar quién sufría un caso de paranoia grave. Entre unas cosas y otras, resultaba más conveniente dejar que hablaran con Jane en una cafetería, o en la cama, o donde fuera que a ella se le antojara llevarlos. Bastante angustioso le resultaba ya a George tener que esperar a recibir sus informes. Estaba convencido de que Jane le había librado en numerosas ocasiones de pagar más de lo necesario por un libro, como cuando le informaba de que algún escritor tenía una necesidad urgente de dinero en metálico, o cuando le decía exactamente qué parte del manuscrito era la que fallaba —generalmente la que le proporcionaba un mayor orgullo al autor—, para propiciar una menor resistencia, por no hablar del derrumbe total, del autor en cuestión.

George había obtenido tres esposas jóvenes en rápida sucesión gracias a su tenaz elocuencia sobre el mundo de los libros, que ellas consideraban un tema elevado —fue él quien abandonó a las dos anteriores, no ellas a él—, y jamás se había arruinado, a pesar de que a lo largo de los años había emprendido varias modalidades confusas de reconstrucción empresarial, circunstancia que a sus acreedores debía de suponerles una excesiva inquietud legal, puesto que ninguno lo había llevado aún los tribunales.

En estos momentos le interesaba mucho la experiencia de Jane en el manejo de un autor literario en concreto. En contraste con la verborrea que desplegaba con su esposa Tilly junto a la chimenea, a Jane le daba en la editorial unos consejos muy cautelosos, pues en lo crepuscular de su mente tenía la vaga noción de que los autores eran tan astutos como para hacerse invisibles, y podían llegar incluso a remansarse bajo las sillas de las editoriales.

—Verás, Jane —decía George—. Estas tácticas mías constituyen una parte esencial de la profesión. Todos los editores las usan. Y las grandes firmas también lo hacen, casi de forma automática. Los peces gordos se pueden permitir el lujo de hacerlo así, automáticamente, sin trabajárselo a conciencia como hago yo, porque tienen demasiado que perder. A mí me ha tocado discurrir cada paso sin ayuda de nadie, pero teniendo muy claro todo lo referente a los autores. En edición uno se enfrenta a una materia prima cargada de temperamento.

Acercándose a un rincón del despacho, apartó la cortina que ocultaba el perchero, lo atisbo durante unos segundos y volvió a cubrirlo, diciendo:

—Si piensas seguir trabajando en el mundo de los libros, Jane, siempre debes considerar a los autores como tu materia prima.

Ella, por su parte, estaba convencida de ese particular. Ahora le habían encargado inspeccionar a Nicholas Farringdon. Según George, apostar por él suponía un tremendo riesgo. Jane calculaba que debía de tener poco más de treinta años. De momento era considerado un poeta de talento escaso, y un anarquista de dudosa lealtad a la causa; pero al principio Jane ni siquiera estaba al tanto de esos pequeños detalles. Había traído a George un fajo mustio de páginas mecanografiadas, sueltas en una carpeta marrón. El título de aquello era Los cuadernos sabáticos.

En ciertos aspectos cruciales, Nicholas Farringdon era distinto de los otros escritores a los que había conocido. Destacaba, sin evidenciarlo de momento, en que se sabía investigado. Jane también observaba en él una mayor arrogancia e impaciencia que la de otros autores de tipo intelectual. Por eso le parecía más atractivo.

De momento, nuestra chica se había apuntado un tanto con el intelectualísimo autor de El simbolismo de Louisa May Alcott, que George estaba vendiendo muy bien y muy rápido, en determinados ámbitos, gracias a su notorio componente lésbico. También había tenido un cierto éxito con Rudi Bittesch, el rumano que solía ir a verla al club.

Pero Nicholas había logrado desconcertar más de lo normal a George, que se mostraba incapaz de decidir entre su admiración por un libro que no lograba entender y su miedo a que resultara un fracaso. En cuanto a Nicholas, tras habérselo encomendado a Jane para que lo pusiera en tratamiento, George pudo al fin pasar las noches quejándose a Tilly por estar en manos de un escritor vago, irresponsable, insufrible y astuto.

En un momento de inspiración, Jane le había preguntado una vez a un escritor:

—¿Cuál es tu raison d’étre?

Aquella estrategia le funcionó maravillosamente. Por eso decidió ensayarla con Nicholas Farringdon cuando se dejó caer por la editorial para preguntar por su manuscrito, un día en que George estaba «reunido», es decir, bien escondido en la habitación del fondo.

—¿Cuál es su razón de ser, señor Farringdon?

La respuesta de él fue una mueca algo abstracta, como si Jane fuese un altavoz averiado.

En otro de sus momentos de inspiración Jane le invitó a cenar en el club May of Teck, cosa que aceptó con una humildad considerable, obviamente debida al interés por su libro. Ya se lo habían rechazado diez editoriales, como ocurría, por lo demás, con la mayoría de los libros que caían en manos de George.

Gracias a su visita, Jane ganó terreno en el club. No se le había pasado por la cabeza que su invitado pudiera reaccionar con tanto entusiasmo. Mientras Nicholas se tomaba un Nescafé sin leche en el salón, en compañía de Jane, Selina, la pequeña y morena Judy Redwood y Anne, el escritor miró a su alrededor y esbozó una sonrisa complacida. Jane había elegido a sus acompañantes de esa noche con el instinto de una alcahueta experimental. Al caer en la cuenta del alcance de su éxito se arrepintió y alegró a partes iguales, pues, por lo que había oído, no estaba claro si Nicholas era de esos a los que les gustaban los hombres, y ahora al menos sabía que le iban los dos sexos. Las largas e insuperables piernas de Selina se organizaron en diagonal desde las profundidades de la butaca en que estaba apoltronada con aire de ser la única mujer presente que podía permitirse el lujo de apoltronarse. En el apoltronamiento de Selina había algo que recordaba a la grandeza de una reina. Mientras escudriñaba a Nicholas con aire regio, él se dedicaba a pasear la mirada por la habitación, observando a los grupos de chicas que charlaban aquí y allá. Por las puertas abiertas de la terraza entraba el frescor de la noche, momento en que les llegó de la sala de juegos la voz de Joanna, que estaba dando una de sus clases de elocución:

Recordé a Chatterton, el prodigio aquel

cuyo recio espíritu murió por su altivez,

embozado en la gloria y el placer,

tras su yugo no pensó jamás volver.

Divinos nos hacía el valer

a los poetas nacidos con ventura,

llevados al hastío y la locura.

—Ojalá vuelva al «Naufragio del Deutschland» —dijo Judy Redwood—. A Hopkins lo borda.

—Recuerda que el énfasis va en Chatterton, seguido de una breve pausa —se oyó decir a Joanna. Y la alumna de Joanna recitó:

—Recordé a Chatterton, el prodigio aquel.

El nerviosismo en torno al ventanuco duró lo que quedaba de tarde. La labor intelectual de Jane continuaba con el trasfondo de las voces procedentes de la gran habitación donde estaban los aseos. Ya habían vuelto las otras dos inquilinas del piso superior, tras pasar el fin de semana con la familia en el campo. Una era Dorothy Markham, la sobrina pobre de lady Julia Markham, presidenta del comité del club, y la otra Nancy Riddle, una de las numerosas hijas de cura que habían pasado por la institución. Como Nancy quería quitarse el acento de la zona de las Midlands, daba clases de elocución con Joanna.

Jane, concentrada en su labor intelectual, supo por las voces que llegaban del cuarto de baño que Dorothy Markham había conseguido escabullirse por la ventana. Dorothy tenía noventa y tres centímetros de cadera y solo setenta y nueve de pecho, cosa que no la desanimaba, pues pensaba casarse con uno de los tres hombres de su séquito a quienes les gustaban las mujeres de cuerpo aniñado y, sin saber tanto del asunto como su tía, Dorothy era consciente de que su cuerpo sin caderas ni pecho siempre gustaría a ese tipo de hombre que se sentía más cómodo con una mujer escurrida. Dorothy era capaz de emitir, a cualquier hora de la noche o el día, una cháchara de colegiala que animaba a deducir que cuando no estaba hablando, comiendo o durmiendo, sencillamente no pensaba en nada, salvo en sus típicos latiguillos: «Una comida bestial». «Qué boda tan fenomenal». «Parece ser que él la violó y ella se quedó pasmada». «Una película atroz». «Estoy asquerosamente bien, gracias. ¿Y tú?». Su voz, que venía del cuarto de baño, distrajo a Jane.

—Maldita sea. Me he manchado de hollín. Estoy hecha una asquerosidad.

Abriendo la puerta de Jane sin llamar, asomó la cabeza y dijo:

—¿Tienes un poquillo de jaboncillo?

Varios meses después volvió a aparecer en la puerta de Jane y anunció:

—Qué espanto. Estoy embarazosa. Vente a la boda.

Cuando le pidió que le prestara su jabón, Jane dijo:

—¿Me dejas quince chelines si te los devuelvo el viernes?

Era su recurso de emergencia para librarse de alguien cuando estaba en plena labor intelectual.

A juzgar por el ruido, era evidente que Nancy Riddle se había quedado atascada en la ventana y se estaba poniendo histérica. Pero al fin lograron sacarla y tranquilizarla, como atestiguaba la gradual sustitución de las vocales de las Midlands por las vocales inglesas en las voces procedentes del cuarto de baño.

Jane siguió con su trabajo, diciéndose que debía seguir en la lucha. El club entero usaba la misma expresión a todas horas, procedente de las chicas vírgenes de los internados, que la habían aprendido a su vez de los soldados.

De momento, Jane había dejado de leer el manuscrito, que tenía su intríngulis. De hecho aún no había captado el tema del libro, cosa necesaria para elegir el fragmento concreto que se iba a poner en tela de juicio, aunque ya se le había ocurrido el comentario que pensaba sugerirle a George para que se lo dijera al autor: «¿No te parece que esta parte resulta algo derivativa?». La idea era fruto de un momento de inspiración.

Pero ahora tenía el libro relegado. En ese momento estaba dedicada a un serio trabajo adicional, por el que además le pagaban. El asunto tenía que ver con Rudi Bittesch, a quien odiaba en aquella etapa concreta de su vida, por su aspecto poco atractivo. Aparte de todo lo demás, era demasiado mayor para ella. Cuando se deprimía procuraba recordar que solo tenía veintidós años, porque la idea siempre conseguía animarla. Ojeó la lista de autores famosos que le había dado Rudi, con las direcciones correspondientes, para ver quién le faltaba. Sacó una cuartilla y escribió la dirección de la casa de campo de su tía abuela, seguida de la fecha. A continuación puso:

Querido señor Hemingway:

Le envío esta carta a su editorial con la convicción de que se la harán llegar.

Aquel era un preámbulo aconsejable, según Rudi, porque a veces los editores recibían instrucciones de abrir las cartas de los autores y tirarlas a la basura si el contenido no parecía tener ningún interés comercial, pero este comienzo, leído por un editor, tal vez lograra «llegarle al corazón». En cuanto al resto de la carta, lo podía escribir ella a su completo antojo. Tras esperar unos instantes a que le llegara la inspiración, Jane escribió:

Estoy segura de que recibirá muchas cartas entusiastas y por ello he dudado antes de añadir una más a su buzón. Pero desde que salí de la cárcel, donde he pasado los últimos dos años y cuatro meses de mi vida, cada vez me parece más importante que sepa lo mucho que han significado sus novelas para mí durante todo ese tiempo. En prisión recibía pocas visitas. Las escasas horas de ocio que tenía cada semana las pasaba en la biblioteca. Por desgracia, en la sala no había calefacción, pero la lectura me ayudaba a entrar en calor. Ningún libro me dio tanto ánimo para afrontar el futuro y forjarme una nueva vida al salir como Por quién doblan las campanas. Su novela me devolvió las ganas de vivir.

Solo quería hacérselo saber y darle las gracias.

Sinceramente, (Señorita)

J. Wright

P.D.: Esta carta no es para pedirle nada. Le aseguro que si optara por enviarme dinero, no dudaría en devolvérselo.

En caso de que la carta le llegara, era posible que Hemingway le respondiera de su propia mano. Era más fácil obtener contestación con una misiva enviada desde la cárcel o el manicomio que con un texto más clásico, pero además había que saber elegir un escritor «con corazón», como decía Rudi. Los escritores sin corazón no solían responder, y si lo hacían, escribían a máquina. Por una carta escrita a máquina y firmada, Rudi pagaba dos chelines si el autógrafo en cuestión escaseaba, pero si la firma del autor era fácil de conseguir y la carta se limitaba a una simple respuesta formal, no pagaba nada. En el caso de una carta manuscrita daba cinco chelines por la primera página y un chelín por cada una de las siguientes. Jane debía agudizar el ingenio, por tanto, para dar con el tipo de carta que llevara al destinatario a responder con un texto totalmente hológrafo.

Lo que sí pagaba Rudi era el papel de escribir y los sellos. Decía que las cartas le interesaban «por motivos sentimentales, para tenerlas en mi colección». Era cierto, porque Jane había visto la colección con sus propios ojos. Pero sospechaba que las conservaba pensando que su valor aumentaría año tras año.

—Si las escribo yo, me salen menos auténticas y no consigo ninguna respuesta interesante. Además, el inglés que hablo yo no es el mismo que el de una joven inglesa como tú.

Jane también hubiera querido tener su propia colección, pero como le hacía falta el dinero que se ganaba con las cartas, no podía permitirse el lujo de guardarlas con vistas al futuro.

—Jamás pidas dinero en tus cartas —le advirtió Rudi—. No saques el tema del dinero. Podrían acusarte de cometer un delito de estafa.

Pero en uno de sus momentos de inspiración, a Jane se le ocurrió lo de añadir la posdata, por si acaso.

Al principio le preocupaba que alguien descubriera su treta y acabara metiéndose en un lío. En cuanto a eso, Rudi la tranquilizó.

—Tú dices que es una pequeña broma. No es un delito. Además, ¿quién se va a poner a hacer comprobaciones? ¿Crees que Bernard Shaw se va a dedicar a hacerle preguntas sobre ti a tu anciana tía? Bernard Shaw es un hombre célebre.

Bernard Shaw, de hecho, había resultado decepcionante. Respondió a la carta de Jane con una postal escrita a máquina:

Gracias por su carta alabando mis escritos. Ya que dice que la han consolado de sus desgracias, no abundaré en mis comentarios personales. Y puesto que dice no querer dinero, no le enviaré mi firma hológrafa, que tiene un cierto valor. G. B. S.

Las iniciales también estaban a máquina. Con el tiempo, Jane había ido ganando experiencia en el asunto. Con su carta sobre un hijo ilegítimo consiguió una amable respuesta de Daphne du Maurier, por la que Rudi pagó el precio estipulado. Con algunos autores lo que funcionaba era una pregunta sobre algún asunto académico como la intención subyacente. Un día, en un momento de inspiración, Jane escribió una carta a Henry James y se la mandó al Ateneo.

—Eso que hiciste fue una bobada, la verdad, porque James está muerto —dijo Rudi.

—¿Te interesa una carta de un escritor llamado Nicholas Farringdon? —le preguntó ella.

—No —dijo él—. A Nicholas Farringdon le conozco. No vale nada. Lo más probable es que jamás llegue a ser un escritor célebre. ¿Qué ha escrito?

—Un libro llamado Los cuadernos sabáticos.

—¿Es de tema religioso?

—Bueno, él dice que es sobre filosofía política. Consiste en una serie de notas y pensamientos.

—El título tiene un cierto tufillo a religión. Ese hombre acabará convertido en un catolicón devoto del Papa. Ya lo predije yo antes de la guerra, por cierto.

—Pues es un hombre con muy buena pinta.

Jane odiaba a Rudi, que no era nada atractivo. Tras poner la dirección y el sello a la carta de Ernest Hemingway, lo marcó en la lista como «Hecho», y anotó la fecha junto al nombre. Ya no se oían las voces de las chicas en el cuarto de baño. La radio de Anne cantaba:

En el Ritz cenaban los ángeles

y en Berkeley Square cantaba un ruiseñor.

Eran las seis y veinte. Tenía tiempo para escribir otra carta antes de cenar. Jane repasó la lista.

Querido señor Maugham,

Le envío esta carta a su club con la convicción…

Tras pararse a pensar, Jane se comió una onza de chocolate para mantener activo el cerebro durante el tiempo que le quedaba antes de la cena. Podía ser que a Maugham no le gustaran las cartas carcelarias. Rudi le había contado que tenía una opinión muy cínica de la humanidad. En un momento de inspiración recordó que Maugham había sido médico. Quizá fuera buena idea escribirle desde un sanatorio. En este caso podía llevar dos años y cuatro meses enferma de tuberculosis. Al fin y al cabo, era una dolencia imposible de atribuir al género humano y, por tanto, incapaz de inspirarle ningún cinismo. Mientras lo meditaba le empezaron a entrar remordimientos por haberse comido el chocolate y dejó lo que quedaba al fondo de un estante del armario, como quitándoselo de la vista a un niño pequeño. La voz de Selina desde el cuarto de Anne pareció confirmar el acierto de esconder el chocolate así como la equivocación de haberse comido un trozo. Entre tanto, Anne había apagado la radio y se oía a las dos chicas hablando. Selina estaría echada en la cama de Anne con su languidez de siempre, lo que se confirmó cuando Selina empezó a repetir, con lentitud y solemnidad, las Dos Frases.

Las Dos Frases eran un sencillo ejercicio nocturno prescrito por la Instructora Jefe del Cursillo de Compostura que había estado estudiando Selina en los últimos tiempos, por correspondencia, en doce lecciones, y que le había costado cinco guineas. El cursillo recomendaba firmemente la autosugestión y aconsejaba a la mujer trabajadora que quisiera mantener la compostura repetir dos veces al día las dos siguientes frases:

La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social.

Vestimenta elegante, limpieza inmaculada y modales perfectos contribuyen a lograr la seguridad en una misma.

Hasta Dorothy Markham interrumpía su cháchara durante unos segundos, a las ocho y media de la mañana y a las seis y media de la tarde, por respeto a Selina. Todo el piso de arriba le guardaba respeto. Al fin y al cabo, el asunto le había costado cinco guineas. Los dos pisos inferiores se mostraban indiferentes. Pero las chicas salían de los dormitorios al rellano a escuchar, atónitas, aquella palabrería que se aprendían con alegre ferocidad, para hacer reír a sus novios los soldados como descosidos, pues esa era la expresión que usaban en sus círculos. Por otra parte, las chicas de los dormitorios tenían envidia de Selina, porque sabían que jamás alcanzarían su categoría en cuanto a la apariencia física.

Ya hacía un buen rato que las Frases habían dejado de oírse cuando Jane puso fuera de su vista y de su alcance lo que le quedaba de chocolate. Entonces siguió escribiendo la carta. Jane llevaba ya bastante tiempo con tuberculosis. Soltando una tosecilla, paseó la mirada por la habitación: un lavabo, una cama, una cómoda, un armario, una mesa con una lámpara, una silla de mimbre, una silla de madera, una estantería, una estufa de gas y un contador para medir su consumo, chelín a chelín. Por un instante, a Jane le dio la impresión de estar realmente en la habitación de un sanatorio.

—La última vez —dijo la voz de Joanna desde el piso de abajo.

Estaba dando clase a Nancy Riddle, que en ese preciso momento parecía estar empezando a dominar las vocales inglesas básicas.

—Y una vez más —dijo Joanna—. Tenemos el tiempo justo antes de cenar. La primera estrofa la leo yo y tú me sigues.

Hileras de manzanas en el desván

y la luz que una claraboya deja entrar.

Manzanas de color aguamar

y una nube sobre la luna otoñal.