Capítulo 6

«Querido Dylan Thomas», escribió Jane. En el piso inferior Nancy Riddle, que había acabado su hora de elocución, intentaba iniciar una charla con Joanna Childe sobre la vida que les tocaba aguantar a las dos por el hecho de ser hijas de cura.

—Mi padre siempre está de mal humor los domingos. ¿Y el tuyo?

—El mío no. Los domingos tiene mucho que hacer.

—Mi padre se queja mucho del misal. La verdad es que en eso estoy de acuerdo con él. Se ha quedado anticuado.

—Ah, pues a mí el misal me parece maravilloso —dijo Joanna.

Aunque la iglesia estuviera medio vacía, su padre recitaba el misal a diario en los maitines y las vísperas, incluidos los salmos —sobre todo los salmos, mejor dicho—, así que Joanna se lo sabía de memoria. Cuando vivía en la rectoría, Joanna iba a misa todos los días, y se sabía todas las respuestas, de modo que el decimotercer día, por ejemplo, su señor padre se alzaba ante ella con toda su altiva humildad, ataviado de blanco sobre negro, y leía:

Levántese Dios, sean esparcidos sus enemigos

a lo cual Joanna respondía sin dejar un segundo de pausa:

huyan de su presencia los que le aborrecen.

Su padre decía a continuación:

Como se disipa el humo, así los disiparás.

Joanna respondía sin dilación:

Como se derrite la cera ante el fuego, así perecerán los impíos ante Dios.

Así habían ido recorriendo los salmos, desde el día primero del mes hasta el trigésimo primero, mañana y tarde, en tiempos de guerra o de paz; y era frecuente que al primer sacristán, o al segundo, lo sustituyeran en su labor, dando misa a lo que parecía una iglesia llena de bancos vacíos, por fidelidad a la congregación de los ángeles, desgranando en inglés las intenciones del abnegado cantor de Israel.

Tras encender el hornillo de su habitación, Joanna puso agua a hervir y le dijo a Nancy Riddle:

—El misal es una maravilla. Iban a sacar una versión nueva en 1928, pero el Parlamento la prohibió. Casi mejor, la verdad.

—¿Qué tiene que ver el Parlamento con el misal?

—Entra dentro de su jurisdicción, por raro que parezca.

—Pues yo estoy a favor del divorcio —dijo Nancy.

—¿Qué tiene que ver eso con el misal?

—Bueno, está todo relacionado con la Iglesia anglicana y con los líos que montan siempre.

Procurando no tirar nada, Joanna echó leche en polvo en un vaso y le añadió agua del grifo, vertiéndolo en los dos tazones de té. Le dio uno de ellos a Nancy y le ofreció la sacarina que tenía en una cajita de hojalata. Su alumna dejó caer una tableta en el té, que removió con una cuchara. Estaba liada, según decía, con un hombre casado que aseguraba que iba a abandonar a su esposa.

—Mi padre ha tenido que comprarse una casulla nueva —dijo Joanna—. Es para ponerse encima de la sotana, porque en los entierros siempre se acatarra. Vamos, que me temo que este año me quedo sin vales de ropa.

—¿Lleva casulla? —dijo Nancy—. Pues debe de ser un anglicano de la Alta Iglesia. El mío lleva un sobretodo. Porque es un evangelista de la Baja Iglesia, claro está. Y encima de la zona de las Midlands…

Nicholas se había pasado las tres primeras semanas de julio coqueteando con Selina, pero también se veía con Jane y con otras socias del May of Teck.

Las escenas y sonidos del vestíbulo, que se le quedaban grabados siempre que iba al club, se le avivaban con cada visita, de manera que se le fue formando una impresión que parecía dotada de voluntad propia. Al pensarlo recordó estos versos:

Juntemos nuestras fuerzas todas en una haciendo un ovillo con nuestra dulzura.

«Cuánto me gustaría», pensó, «enseñarle ese poema a Joanna o, mejor dicho, demostrárselo»; y tomaba espasmódicas notas de todo ello al dorso del manuscrito de Los cuadernos sabáticos.

Jane le tenía al día de todo cuanto sucedía en el club.

—Cuéntame cosas del club —decía él.

Y ella le contaba cosas, con esa astuta intuición suya, que también le encajaban con su visión idílica del lugar. De hecho, no era una noción tan injusta, que el club fuera una miniatura de una sociedad libre, una comunidad unida por los hermosos atributos de una pobreza común. A juzgar por lo que veía, esa pobreza no restaba energía a sus socias, sino que más bien la tonificaba. La pobreza es muy distinta de la necesidad, pensaba Nicholas.

—Hola. ¿Eres Pauline?

—Sí…

—Soy Jane.

—¿Sí?

—Tengo que contarte una cosa. ¿Qué te pasa?

—Estaba echada.

—¿Durmiendo?

—No, descansando. Acabo de volver del psiquiatra, que me hace descansar después de cada sesión. Tengo que tumbarme y todo.

—Pensaba que ya habías dejado de ir al psiquiatra. ¿No te encuentras bien o qué?

—Es que este es nuevo. Lo ha descubierto mamá. Es maravilloso.

—Bueno, es que quiero contarte una cosa. ¿Tienes un segundo? ¿Te acuerdas de Nicholas Farringdon?

—No, creo que no. ¿Quién es?

—Nicholas… Acuérdate de la última noche en la azotea del May of Teck… En Haití, en una cabaña… en un palmeral… Ese día había mercado y habían salido todos menos él… ¿Me oyes?

Estamos en el verano de 1945. Nicholas no solo está enamorado de su concepto ético y estético del May of Teck, cuya imagen tiene congelada en la memoria, sino que acabaría pasando la noche en la azotea con Selina.

Sobre Maratón se alza la cordillera,

pero Maratón solo mira al mar.

Una hora pasé en aquella tierra,

soñando con Grecia y la libertad.

En la tumba del Persa estaba

mi esclavitud no imaginaba.

Joanna tiene poco mundo, pensó Nicholas una tarde mientras vagueaba en el vestíbulo del club; pero si tuviera más mundo no proclamaría esas palabras en un tono tan sexual, tan matriarcal, como si estuviera amamantando extáticamente a una criatura divina.

Hileras de manzanas en el desván.

Mientras él vagueaba en el vestíbulo, ella seguía recitando. No había nadie más por allí. Las chicas estarían en otras partes del club, en el salón o en sus habitaciones, sentadas junto a la radio, atentas a alguna de sus emisoras preferidas. De los pisos de arriba llegó entonces el rugido de un transistor, y luego de otro, con el volumen desmesuradamente alto; y varios más se unieron al coro, como si la voz de Winston Churchill bastara para justificar el estruendo. Joanna se detuvo. Todas las radios soltaron sus predicciones bíblicas sobre el destino que aguardaba a los electores libres si les diera por votar a los laboristas en las siguientes elecciones. De pronto los transistores empezaron a razonar humildemente:

Tendremos un funcionariado…

Aquí los aparatos cambiaron de tono y bramaron:

… cuyos miembros ya no serán civiles…

Y añadieron con parsimonia y tristeza:

… ni leales.

Nicholas imaginó a Joanna en pie junto a su cama, momentáneamente desempleada, por así decirlo, pero atenta al discurso, embebiéndose de palabras. Como si estuviera viviendo una escena soñada a su vez por ella, la imaginó en esa actitud inamovible, entregada a las cadencias radiofónicas cuya procedencia sería lo de menos, pues el político podía haber sido ella misma, Joanna, una estatua parlante conectada con el cerebro del mandatario.

Una chica vestida de largo se coló sigilosamente por la puerta del club. El pelo le caía sobre los hombros como un riachuelo marrón. La mente ensimismada del hombre, vago pero observador, registró el dato de la chica entrando a hurtadillas en el vestíbulo. A aquello había que buscarle algún tipo de significado, aunque la chica en sí no tuviera ningún propósito digno de mención.

Era Pauline Fox, que volvía de dar un paseo en taxi por el que le habían cobrado ocho chelines. Le había dicho al taxista que la llevara donde quisiera, a cualquier sitio, por las buenas. En esas ocasiones el taxista de turno daba por hecho que la chica andaba buscando un hombre, pero al adentrarse en el parque y ver que el taxímetro ya marcaba tres peniques, como sucedió en esta ocasión, el hombre empezó a sospechar que aquella dienta estaba loca o, incluso, que sería una de esas aristócratas extranjeras exiliadas en Londres; y si le mandaba luego al taxista que regresara al mismo portal en que la había recogido, tras haberle llamado por teléfono y haberle dado todo tipo de meticulosas instrucciones, como era el caso, al final decidía que si no era cierta su primera sospecha, lo sería la segunda. Lo de ir a cenar con Jack Buchanan era una idea fija que Pauline quería imponer en el club May of Teck como fuera, como algo genuino. De día, Pauline trabajaba en una oficina y era una persona normal. Pero esas citas con Jack Buchanan le impedían cenar con otros hombres, la obligaban a pasarse media hora esperando en el vestíbulo mientras las demás socias cenaban en el comedor, y la hacían volver sigilosamente media hora después, cuando ya no había nadie, o casi nadie, en la planta de abajo.

A veces, si una de las socias se daba cuenta de lo poco que había tardado en volver, Pauline reaccionaba de una manera muy convincente.

—¡Vaya por Dios, has vuelto ya, Pauline! Creía que estabas cenando con…

—¡Uf! No me lo recuerdes… Nos hemos peleado —decía ella.

Entonces, llevándose un pañuelo a los llorosos ojos, se levantaba el vestido con la mano que le quedaba libre y echaba a correr hacia su habitación.

—Parece ser que se ha peleado con Jack Buchanan otra vez. Es curioso que nunca lo traiga aquí.

—¿Tú te lo crees?

—¿El qué?

—Que sale con Jack Buchanan.

—Bueno, no lo sé muy bien.

Pauline seguía con su actitud sigilosa cuando Nicholas le preguntó alegremente:

—¿Y tú de dónde sales?

Acercándose a él, Pauline le miró de frente y dijo:

—De cenar con Jack Buchanan.

—Te has perdido el discurso de Churchill.

—Ya lo sé.

—¿Y Jack Buchanan te ha mandado a casa nada más acabar la cena?

—Pues sí. Es que nos hemos peleado.

Echando la cabeza atrás, se sacudió la melena reluciente. Esta noche había conseguido que le prestaran el Schiaparelli. Era de tafetán, con unos armazones pequeños a los lados, hábilmente cosidos sobre unas almohadillas curvas que se adaptaban a las caderas. Era azul oscuro, verde, naranja y blanco, con un dibujo floral típico de las islas de Oceanía.

—Creo que no había visto un vestido tan bonito en mi vida —dijo él.

—Schiaparelli —dijo ella.

—¿Es el que os ponéis todas por turnos?

—¿Eso quién te lo ha contado?

—Estás guapísima —dijo él.

Levantándose la tersa falda, Pauline se deslizó hacia la escalera.

¡Ay, cómo son las señoritas de escasos medios!

Finalizado el discurso electoral, todas las radios quedaron en silencio, como en un acto de respeto hacia las palabras recién transmitidas.

Acercándose a la puerta de la recepción, que se habían dejado abierta, Nicholas vio que la habitación estaba vacía. En ese momento apareció la directora, que durante el discurso había abandonado sus obligaciones.

—Sigo esperando a la señorita Redwood —dijo él.

—La vuelvo a avisar. Es evidente que se habrá quedado escuchando el discurso.

Al poco apareció Selina por las escaleras. La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, pensó él al verla. La joven descendía ingrávida, pero se deslizaba sobre los escalones con más realismo que la triste plebeya imbuida del espíritu de Jack Buchanan que había ascendido minutos antes por la misma escalera. Podía haber sido la misma chica, que hubiera subido primero envuelta en la tersa seda del Schiaparelli y luciendo una reluciente capucha de pelo, para bajar luego enfundada en una ceñida falda y una blusa blanca de lunares, con el pelo recogido en un moño alto. En ese momento volvieron a sonar los ruidos habituales del edificio.

—Buenas tardes —dijo Nicholas.

Apurados son mis días

y mis noches sueños son,

bajo tu mirada sombría,

al paso de tu fulgor.

¡Qué danzas etéreas,

junto a las aguas eternas!

—Ahora repítelo tú —dijo la voz de Joanna.

—Vamos —dijo Selina.

Precediéndole, salió por la puerta del club y se adentró en la penumbra como un caballo de carreras desbocado y ajeno a los ruidos de su alrededor.