Capítulo 8
Precisamente cuando Jane entraba por la puerta, un grito de pánico llegó del piso superior y pareció atravesar todas las paredes del club. Era la tarde del viernes 27 de julio. Jane había salido pronto de la oficina para poder recibir a Tilly en el club. Al oír el grito no le dio demasiada importancia. Cuando subía el último tramo de las escaleras escuchó otro grito aún más agudo, seguido de un coro de voces. Pero en el club un grito de pánico podía tener que ver perfectamente con una media rota o incluso con un chiste más gracioso de lo habitual.
Ya en el último rellano, Jane vio que el barullo venía del cuarto de baño. Anne y Selina, acompañadas de dos chicas del dormitorio, se afanaban en bajar del ventanuco a otra chica que evidentemente tenía intención de salir y se había quedado atascada. Alentada por las instrucciones que le daban las otras dos, la chica se retorcía y pataleaba sin éxito. Contraviniendo las cabales advertencias recibidas, de cuando en cuando la cautiva soltaba un grito. Para llevar a cabo su intentona se había desnudado y embadurnado el cuerpo de una sustancia grasienta; al verla, Jane pensó que ojalá el potingue no hubiera salido del tarro de crema hidratante que ella tenía encima de su tocador.
—¿Quién es? —dijo Jane.
—Es Tilly, por desgracia.
—¡Tilly!
—Te estaba esperando abajo y nos la hemos subido para tenerla entretenida. Como dice que el club le recuerda a su colegio, Selina le ha enseñado el ventanuco. Lo malo es que le sobran un par de centímetros. ¿Qué tal si le dices que se esté calladita?
Acercándose, Jane habló con Tilly en voz baja.
—Cada vez que gritas lo único que consigues es hincharte más —le dijo—. Tranquilízate, que intentaremos sacarte con jabón.
Tilly dejó de gritar y pasaron diez minutos mientras le untaban el cuerpo de jabón, pero aún seguía encajada por la cadera. Se la oía llorar.
—Avisad a George —dijo al fin—. Llamadle por teléfono.
Ninguna de ellas se atrevía a avisar a George. Tendría que subir al último piso del club, y los únicos hombres que usaban esas escaleras eran los médicos, siempre acompañados por alguien de la plantilla.
—Bueno, pues ya veré a quién consigo traer —dijo Jane.
Se le había ocurrido decírselo a Nicholas, que tenía acceso al tejado desde la oficina del Departamento de Inteligencia. Un buen empujón desde la azotea tal vez lograse desalojar a Tilly de su prisión. En cualquier caso, Nicholas tenía pensado ir al club después de cenar, para oír la charla y para ver de cerca, en una curiosa mezcla de celos y curiosidad, a la esposa del anterior amante de Selina. El propio Felix, por su parte, también estaría presente.
Jane decidió llamar por teléfono a Nicholas para rogarle que acudiera cuanto antes a ayudarla a sacar a Tilly. Además, luego podía quedarse a cenar en el club, aunque recordó de pronto que sería la segunda vez esa semana. Era posible que Nicholas ya hubiera llegado a su casa, porque salía de trabajar sobre las seis.
—¿Qué hora es? —dijo Jane.
Aún se oía llorar a Tilly, cuyos gimoteos amenazaban con convertirse en gritos.
—Las seis menos algo —dijo Anne.
Mirando su reloj para comprobar si era cierto, Selina se encaminó hacia su habitación.
—No la dejéis sola —dijo Jane—. Voy a llamar a alguien.
Pese a la advertencia, Selina se marchó a su cuarto, así que fue Anne quien se quedó con Tilly, a quien tenía sujeta por los tobillos. Cuando Jane ya estaba en el siguiente rellano, oyó la voz de Selina.
La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad…
Jane soltó una risita nerviosa y siguió escaleras abajo, llegando a las cabinas telefónicas justo cuando el reloj del vestíbulo daba las seis.
Eran las seis en punto de la tarde de aquel 27 de julio. Nicholas acababa de llegar a su habitación. Cuando supo del aprieto en que estaba Tilly, juró por lo más sagrado que saldría de inmediato hacia la oficina del servicio de inteligencia para intentar alcanzar la azotea desde allí.
—Esto no es ninguna broma —le dijo Jane.
—Nadie ha dicho que sea una broma.
—Pues te lo estás tomando con mucha alegría. Date prisa. Tilly está llorando como una magdalena.
—Hace bien, porque han ganado los laboristas.
—Venga, date prisa. Nos la vamos a cargar todas como no consigas…
Pero Nicholas había colgado ya.
Fue a esa hora precisamente cuando Greggie regresó del jardín. Se quedó remoloneando por el vestíbulo, atenta a la llegada de la señora Dobell, la mujer que iba a darles la charla después de cenar. Greggie pensaba llevársela a la salita de la directora, donde harían tiempo tomando jerez hasta que sonara la campana para anunciar la cena. Greggie también esperaba conseguir que la señora Dobell se dejara enseñar el jardín antes de cenar.
Un grito lejano y angustiado resonó por el hueco de la escalera.
—¡Qué barbaridad! —dijo Greggie a Jane, que salía de la cabina telefónica en ese instante—. Este club se está echando a perder. ¿Qué va a pensar la gente? ¿Quién está dando esos gritos en el último piso? Parece como si en esta casa todavía viviera una familia. Las chicas del club os portáis exactamente igual que las criadas de antes cuando el señor y la señora de la casa se marchaban de viaje. Dando botes todo el día y gritando a voz en cuello.
Tu lira sea cual selva umbría
y, si caen mis hojas cual las suyas,
su poderosa y mágica armonía…
—George, quiero que venga George —gimoteaba Tilly desde las alturas con su vocecilla angustiada.
Entonces alguien del piso de arriba tuvo la ocurrencia de amortiguar los gritos poniendo la radio a todo volumen:
En el Ritz cenaban los ángeles
y en Berkeley Square cantaba un ruiseñor.
Y por un instante dejaron de oír a Tilly. Greggie se asomó a la puerta de delante, que estaba abierta, y un segundo después volvió a entrar, mirando el reloj.
—Las seis y cuarto —dijo—. Tenía que llegar a las seis y cuarto. Diles a las de arriba que bajen la radio. Produce una impresión tan vulgar, tan chusca…
—Al menos es una impresión vulgar y chusca que solo se oye, pero no se ve —dijo Jane.
Atenta a la puerta de la calle, esperaba ver aparecer en cualquier momento el taxi que traería a Nicholas al hotel contiguo, y que tan conveniente les iba a resultar en aquella ocasión.
—Una vez más —dijo Joanna con su voz nítida, hablando con su alumna de turno en su habitación del tercer piso—. Repite las tres últimas estrofas, por favor.
Lleve, pues, mis pensamientos al Universo
y fecunde también las marchitas hojas,
por la magia de este verso.
Y de pronto a Jane le entró una enorme envidia de Joanna, cuyo origen era incapaz de hallar en los entresijos de su juventud. El sentimiento guardaba relación con la profunda admiración que le producía su desapego, esa capacidad suya, ese don, para abstraerse de sí misma y de sus circunstancias. Jane se sintió repentinamente embargada por el desconsuelo, como si la hubieran expulsado del Edén sin llegar a darse cuenta de que estaba en él. Procuró animarse recordando dos datos que había logrado sacar de los típicos comentarios que hacía Nicholas: que el entusiasmo poético de Joanna era algo simplón, y que siempre sería una persona aquejada de cierta melancolía religiosa. Por desgracia, estas ideas no le ofrecieron consuelo alguno.
Por fin apareció el taxi de Nicholas, que entró apresuradamente por la puerta del hotel. Jane echó a correr escaleras arriba justo cuando llegaba otro taxi.
—Ahí tenemos a la señora Dobell —dijo Greggie—. Son las seis y veintidós, nada menos.
En su ascenso, Jane se iba dando empellones con las chicas que bajaban de los dormitorios en nutridos grupos. Avanzando a trompicones, Jane se abrió paso entre ellas. Estaba deseando decirle a Tilly que ya venían a socorrerla.
—¡Jane! —exclamó una chica, alargando la vocal de su nombre—. Vigila esos malditos modales, que casi me matas tirándome por la barandilla.
Pero Jane subía implacable, escalón a escalón.
Ora duerme el pétalo carmesí, ora el blanco.
Al llegar arriba se encontró con Anne y Selina, que ahora estaban empeñadas en cubrir la parte inferior del cuerpo de Tilly para darle un aspecto decente. Todavía iban por las medias. Anne le sujetaba una pierna mientras Selina usaba sus largos dedos para irle subiendo la media poco a poco.
—Ya ha venido Nicholas —dijo Jane—. ¿Sabéis si ha salido al tejado ya?
—Ay, que me muero —aulló Tilly—. No puedo más. Llamad a George. Quiero que venga George.
—Por ahí sale Nicholas —dijo Selina.
Gracias a su altura pudo verle salir por la trampilla del ático del hotel, como había hecho últimamente, durante las serenas noches veraniegas. Nicholas tropezó con una alfombra enrollada que había junto a la portezuela, precisamente una de las alfombras que ellos habían sacado para poder tumbarse. Una vez recuperado el equilibrio, Nicholas se encaminó velozmente hacia el ventanuco de las chicas, pero entonces cayó de bruces al suelo, justo cuando un reloj daba las campanadas.
—Las seis y media —se oyó decir Jane en voz muy alta.
De pronto Tilly apareció a su lado, sentada en el suelo del cuarto de baño. Anne también estaba en el suelo hecha un ovillo, tapándose los ojos como si quisiera esconderse de algo. Apoyada en la puerta, Selina parecía anonadada. Abrió la boca para gritar y probablemente lo hizo, pero fue entonces cuando empezó a ascender una vibración que se fue imponiendo desde el jardín, convirtiéndose enseguida en un estallido colosal. La casa volvió a temblar y las chicas, que habían intentado sentarse, acabaron tiradas en el suelo. Todo estaba cubierto de cristales y Jane sangraba por alguna parte. Transcurrió un rato de silencio, que se hizo eterno. El rumor de las voces lejanas, de los gritos, de los pasos en las escaleras y los techos desmoronados hizo reaccionar al fin a las chicas. Jane vio, desenfocada, la cara gigante de Nicholas atisbando por el ventanuco desde fuera. Les estaba pidiendo que se levantaran inmediatamente.
—Ha explotado algo en el jardín —dijo.
—Es la bomba de Greggie —dijo Jane, intentando sonreírle a Tilly—. Resulta que Greggie tenía razón —añadió.
Aquello era tronchante, pero Tilly no se rio, sino que cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Como estaba medio desnuda, tenía un aspecto verdaderamente cómico. Jane soltó una sonora carcajada y miró a Nicholas, pero él tampoco parecía tener ni una pizca de sentido del humor.
En la calle, a las puertas del club, se veía una pequeña congregación formada por casi todas las socias que en el momento de la explosión estaban reunidas en las salas de la planta baja o en los dormitorios, donde la explosión se escuchó perfectamente, pero sin producir apenas daños. Por ahora ya habían acudido dos ambulancias y una tercera estaba en camino. En el vestíbulo del hotel los equipos de socorro trabajaban para reanimar a varias de las personas afectadas.
Entretanto, Greggie había decidido convencer a la señora de Felix Dobell de que era ella quien había avisado a las socias del club de que se prepararan para un desastre inminente. La señora Dobell, una señorona guapa de considerable altura, estaba en pie al borde de la acera, atenta a lo ocurrido, pero sin hacer demasiado caso a Greggie. Mientras oteaba el edificio con la sabia mirada de una topógrafa, mostraba una insólita serenidad, pese a estar algo aturdida por la explosión. Tras su aplomo había un malentendido, sin embargo, pues daba por hecho que en Inglaterra estallaban bombas olvidadas todos los días y, aparte de la alegría que le daba haber sobrevivido a un incidente bélico, ahora tenía una gran curiosidad en cuanto a las medidas que se iban a adoptar en un caso semejante.
—¿Cuándo calculáis que se disipará la nube de polvo? —preguntó.
—Ya sabía yo que había una bomba enterrada en el jardín —dijo Greggie una vez más—. Lo sabía. He dicho mil veces que había una bomba. Los expertos no la vieron. No la vieron.
Las mujeres que miraban al edificio vieron unas cabezas en uno de los dormitorios de arriba. De pronto la ventana se abrió. Una chica se puso a dar gritos, pero tuvo que apartarse porque se atragantaba con la densa polvareda que rodeaba la casa.
Cuando empezó a salir humo, costaba distinguirlo de la nube de polvo resultante de la explosión. Una tubería de gas reventada provocó un incendio en las calderas que se fue extendiendo sigilosamente por el sótano. Las tímidas llamas pronto fueron feroces llamaradas. La planta de abajo se convirtió en un crepitante infierno de fuego que lamía los grandes cristales de las ventanas buscando la madera de los entrepaños, mientras Greggie insistía en convencer a la señora Dobell. El runrún de su vocecilla se entremezclaba con los gritos desesperados de las chicas y de la gente de la calle, con las estridentes sirenas de las ambulancias y de los coches de bomberos.
—Teníamos un noventa por ciento de posibilidades de estar en el jardín al explotar la bomba —decía Greggie—. ¡Y pensar que íbamos a salir al jardín antes de cenar! Ahora estaríamos las dos muertas, asesinadas, enterradas. Un noventa por ciento de posibilidades, señora Dobell.
—Es algo espantoso —dijo la aludida con la mirada vidriosa de una iluminada, añadiendo con voz entrecortada—: En momentos como este se impone la discreción, que es una prerrogativa de la mujer.
Sus sentidas palabras formaban parte de la charla que pensaba dar después de cenar. Entre frase y frase, la señora Dobell escudriñaba los rostros del gentío que la rodeaba, buscando el de su marido. La aguerrida dama tardaría una semana en acusar los efectos de la explosión, cosa en la que se le había adelantado la directora del club, a quien dos bomberos se llevaban en una camilla.
—¡Felix! —gritó la señora Dobell.
Su marido salía en ese preciso momento del hotel contiguo al club, con el uniforme color caqui verdoso cubierto de hollín y oscuros brochazos de grasa. Tras reunirse con su esposa le explicó que venía de investigar la parte trasera del club.
—Los ladrillos de los muros parecen poco firmes —dijo—. La mitad superior de la escalera de incendios se ha desmoronado. Unas pobres chicas se han quedado atrapadas dentro del edificio. Los bomberos les están diciendo que suban al último piso. Las van a tener que sacar por una claraboya que da a la azotea.
—¿Quién dices que eres? —preguntó lady Julia.
—Soy Jane Wright. Llamé la semana pasada para ver si podía usted averiguar algo más sobre…
—Ah, ya. Pues me temo que el Ministerio de Exteriores nos ha dado muy poca información. Como ya sabrás, jamás emiten comunicados oficiales. Por lo que he podido colegir, el hombre este se había convertido en un auténtico incordio, porque estaba empeñado en predicar contra las supersticiones locales. Le habían dicho que se la estaba jugando y al final le han dado su merecido. ¿Y tú de qué le conocías?
—Se trababa con varias de las chicas del May of Teck en sus tiempos de civil, quiero decir, antes de meterse en la Orden esa. Estaba en el club la noche de la tragedia, incluso, y por eso…
—Pues entonces le debió de afectar el cerebro. Algo le pasó, eso seguro, porque se rumoreaba que estaba completamente ido, aunque nadie lo dijera claramente…
La claraboya, clausurada desde hacía años por orden de una directora que se puso histérica cuando un hombre se coló en el club para visitar a una chica, se acabaría abriendo tarde o temprano. Bastaba con que alguien decidiera llamar a los bomberos. Era cuestión de tiempo.
Pero ese día concreto el tiempo no era un factor a tener en cuenta. Desde luego no lo era para las chicas del May of Teck, trece nada menos, que se quedaron atrapadas con Tilly Throvis-Mew en las plantas superiores de la residencia cuando, tras la explosión del jardín, el fuego empezó a extenderse por el edificio. Una parte enorme de la escalera de incendios —esa escalera perfectamente segura que salía en el manual de emergencias leído en voz alta a las socias durante la cena— era ya una gigantesca chatarra con forma de zigzag y estaba tirada en mitad del jardín, rodeada de tierra removida en la que se veían las raíces de las plantas.
El tiempo, temido por las mujeres que esperaban en la calle y por los bomberos que trabajaban en la azotea, era solo un remoto recuerdo para las chicas del último piso, que no solo seguían aturdidas por el efecto de la explosión, sino que, al reaccionar un poco y mirar a su alrededor, se quedaron atónitas ante la repentina dislocación de todo su entorno cotidiano. En la pared del fondo había un hueco por el que se veía el cielo. Para esas chicas de la Inglaterra de 1945, que estaban viviendo su propia tragedia, el tiempo era algo tan insignificante y remoto como lo habría sido si todas ellas fueran las ingrávidas astronautas de un cohete espacial. Por eso sucedían cosas tan extrañas como que Jane se levantara de pronto y echara a correr hacia su habitación donde, llevada por su instinto animal, agarró y engulló entero el gran pedazo de chocolate que seguía intacto sobre su mesa. La sustancia dulzona le dio fuerzas al instante. Cuando regresó al cuarto de baño vio que Tilly, Anne y Selina se estaban poniendo en pie lentamente, y oyó unos gritos que parecían venir del tejado. Una cara desconocida apareció por el ventanuco al que una mano enorme le arrancó de cuajo el marco de madera.
Pero el fuego ya subía por la escalera principal, precedido de unos heráldicos tirabuzones de humo y unas llamas que se deslizaban sigilosamente por las barandillas.
Las chicas que estaban en sus habitaciones del segundo y tercer piso en el momento de la explosión resultaron menos afectadas que las de la parte superior del edificio, seriamente dañada en un bombardeo al inicio de la guerra. Las chicas del segundo y tercer piso tenían heridas y moratones, pero estaban más impresionadas por el estruendo que gravemente afectadas por la explosión.
Varias de las chicas del dormitorio del segundo piso tuvieron los suficientes reflejos como para lanzarse escaleras abajo, y así lograron salir a la calle en el lapso entre el estallido de la bomba y el comienzo del fuego. Las diez restantes hicieron varias intentonas de huir por la misma vía, pero se toparon con las llamas y tuvieron que retroceder.
Joanna y Nancy Riddle, que acababan de terminar la clase de elocución, estaban en la puerta de la habitación de Joanna cuando estalló la bomba y gracias a ello se libraron de las esquirlas de cristal de la ventana. Pero Joanna se cortó la mano con el cristal de un diminuto reloj de viaje al que estaba dando cuerda en ese instante. Por eso se enteró de la gravedad del suceso cuando las chicas de su planta se pusieron a chillar al ver ascender el fuego por la escalera y fue ella quien exclamó:
—¡La escalera de incendios!
Pauline Fox echó a correr tras ella y todas las siguieron por los pasillos de la segunda planta y escaleras arriba hacia el pasadizo del tercer piso, donde siempre estuvo la salida de emergencia. Pero al llegar vieron que el fondo de la tercera planta parecía una especie de trampolín sobre el cielo de la noche, pues el muro se había desmoronado llevándose por delante la escalera de incendios. Las diez mujeres, apiñadas ante el enorme agujero, oyeron caer los fragmentos de escayola que rellenaba las grietas entre los ladrillos. Como ninguna de ellas acababa de creérselo, buscaron con la mirada la escalera de incendios. Del jardín les llegaban los gritos de los bomberos. Y de la azotea les llegaban voces, hasta que el vozarrón de un bombero les dijo claramente que se echaran atrás, no fuera a ser que el suelo donde estaban se viniera abajo.
—Avancen hacia el piso superior —les ordenó la voz.
—Jack se preguntará qué me ha pasado —dijo Pau— line Fox.
Ella fue la primera en subir por las escaleras de atrás y llegar a los aseos donde Anne, Selina, Jane y Tilly habían logrado ponerse en pie, ya algo más tranquilas, pues al menos sabían que aquello era un incendio. Selina se estaba quitando la falda. Sobre sus cabezas, en mitad del techo abuhardillado, se veía el enorme contorno de la vieja claraboya clausurada. Tras ese gran cuadrado sonaba el estruendo de las voces de los bomberos, del roce de las escaleras de mano que arrastraban por la azotea y de los golpetazos que daban a los ladrillos. Querían hallar el modo de atravesar la claraboya para rescatar a las chicas, que alzaban su mirada esperanzada hacia el cuadrado del techo.
—¿Es que no se puede abrir? —dijo Tilly.
Nadie le contestó, porque las chicas del club tenían la respuesta clarísima. Todas se sabían de memoria la heroica leyenda del hombre que entró por la claraboya y, según decían, acabó en la cama de una chica, donde les descubrieron a los dos.
Selina se había subido a la tapa del retrete, desde donde saltó hacia el ventanuco con un ágil movimiento en diagonal, y salió a la azotea. En ese momento había trece mujeres en el cuarto de baño, todas con la tensa actitud del animal ante el peligro, atentas a las siguientes instrucciones del megáfono del tejado.
Anne Baberton siguió a Selina por el ventanuco, no sin cierta dificultad, porque estaba nerviosa. Pero por el hueco aparecieron dos manos masculinas dispuestas a ayudarla. Tilly Throvis-Mew se echó a llorar. Pauline Fox se quitó precipitadamente el vestido y la ropa interior, hasta quedar completamente desnuda. Tenía un cuerpo raquítico. Podría haber pasado por el ventanuco completamente vestida, pero salió desnuda como un pez.
La única que lloraba desconsolada era Tilly, aunque todas las demás estaban temblando. Tras la parte inclinada del techo dejaron de oírse voces, porque los bomberos habían dejado de investigar la claraboya del tejado abuhardillado y estaban otra vez en la parte plana. Del otro lado del ventanuco llegaba el ruido de los hombres andando y moviéndose por la azotea donde Selina había pasado el verano con Nicholas, envueltos en las alfombras y mirando la constelación del Carro, la única vista del centro de Londres que todavía conservaba su estado original.
Las once mujeres que seguían en el cuarto de baño oyeron por el ventanuco la voz de un bombero mezclada con las instrucciones simultáneas que daba el jefe a sus hombres por el megáfono.
—Quedaos donde estáis —dijo el hombre de la ventana—. No tengáis miedo. Nos van a traer unas herramientas para romper los ladrillos de la claraboya. No tardaremos mucho. Es cuestión de tiempo. Estamos haciendo todo lo posible para sacaros. Seguid donde estáis. No tengáis miedo —repitió—. Es cuestión de tiempo.
La cuestión del tiempo alcanzaba por fin su merecida relevancia en la vida de las once mujeres atrapadas.
Habían pasado veintiocho minutos desde que estalló la bomba en el jardín. Nada más comenzar el incendio, Felix Dobell se unió a Nicholas Farringdon en la azotea. Entre los dos ayudaron a las tres chicas delgadas a salir por el ventanuco. Después envolvieron a Anne y a la desnuda Pauline Fox en las dos alfombras de uso variable y las metieron por la trampilla del tejado del hotel contiguo, cuyas ventanas traseras se habían roto por el efecto de la bomba. En medio del caos que se había desatado, a Nicholas le impresionó por unos segundos el hecho de que Selina permitiera a las otras chicas usar sus alfombras. Entretanto, ella estaba de pie en la azotea, temblando como un corzo herido, pero con su encanto habitual intacto, pese a que solo llevaba una combinación blanca y estaba descalza. Nicholas pensó que si Selina se había quedado arriba, tenía que ser por él, puesto que Felix había bajado con las otras dos chicas para acompañarlas a las ambulancias donde les iban a administrar los primeros auxilios. Pese a todo, dejó a Selina sola en la azotea del hotel, perdida en sus pensamientos, y regresó al ventanuco del club para ver por sí mismo si alguna de las chicas que quedaban dentro era lo bastante delgada para salir por el estrecho hueco. Según los bomberos, el edificio podía venirse abajo durante los siguientes veinte minutos.
Mientras Nicholas se encaminaba hacia el ventanuco, Selina pasó silenciosamente a su lado y volvió a subirse al tejado del club, poniendo las dos manos sobre el marco de la ventana.
—¿Qué haces? —dijo Nicholas—. Bájate de ahí.
Intentó agarrarla de los tobillos, pero ella se le adelantó y, tras quedarse agazapada durante unos instantes sobre el marco del ventanuco, metió la cabeza por la abertura y entró de un salto en el cuarto de baño.
Al verla Nicholas pensó que debía de pretender rescatar a alguna de las chicas o ayudarlas a todas a salir por ese lugar.
—Ven aquí, Selina —gritó, subiéndose al tejado inclinado para asomar la cabeza hacia el interior—. Es peligroso. Tú no puedes hacer nada para ayudarlas.
Por lo que estaba viendo, Selina se había limitado a abrirse paso entre las chicas que quedaban abajo, que se apartaron sin oponer la menor resistencia. Estaban todas muy calladas, menos Tilly, que ahora sollozaba dando respingos, pero sin lágrimas en los ojos. En cuanto al resto de las chicas, tenían la cabeza vuelta hacia el rostro de Nicholas, mirándole con esa intensa expresión que produce el pánico.
—Ya vienen los hombres a abrir la claraboya —les dijo él—. Llegarán enseguida. ¿Creéis que alguna de vosotras podría salir por la ventana esta? Yo os puedo echar una mano… Pero daos prisa. Cuanto antes, mejor.
Joanna tenía en la mano una cinta de medir. En algún momento entre el descubrimiento de que la claraboya estaba clausurada y el inicio del rescate, Joanna se había puesto a registrar uno de los dormitorios de arriba, hasta dar con un metro para medir las caderas a las diez chicas que se habían quedado atrapadas con ella, incluidos los casos perdidos, para ver qué posibilidades tenían de poder salir por el ventanuco de dieciocho centímetros de anchura. El club entero sabía que 92,4 era la máxima medida de caderas que cabía por el ventanuco, pero como había que salir de lado y contoneando los hombros, el asunto dependía tanto del tamaño de los huesos de cada una como de las distintas texturas de la piel y la mayor o menor flexibilidad de los músculos, pues si unos cuerpos se amoldaban fácilmente, otros eran demasiado rígidos. A Tilly le sucedía precisamente esto último. Pero ninguna de las mujeres que quedaban en el piso de arriba, salvo ella, tenía una delgadez ni remotamente parecida a la de Selina, Anne y Pauline Fox. Algunas de ellas estaban simplemente rechonchas. Jane estaba gorda. Dorothy Markham, que en otros tiempos salía y entraba ágilmente por el ventanuco para tomar el sol en la azotea, estaba ahora embarazada de dos meses, cosa que había añadido casi tres centímetros a su tersa tripa. El empeño de Joanna de medirlas a todas había sido como uno de esos procedimientos científicos que se aplican en un caso perdido, pero al menos les proporcionó un entretenimiento que les calmó algo los nervios a todas.
—No tardarán mucho —les dijo Nicholas—. Ya vienen.
El escritor aún seguía asomado al ventanuco, con las manos agarradas al marco y las puntas de los pies clavadas en los ladrillos del muro. Al oír un ruido volvió la cabeza hacia el extremo de la azotea donde los hombres tenían puestas las escaleras del coche de bomberos. En ese momento, subían por ellas varios bomberos armados de picos, mientras otros cargaban con unas enormes taladradoras.
Una vez más, Nicholas se asomó al interior del aseo.
—Ahí están —les informó—. ¿Dónde se ha metido Selina? —preguntó.
A eso no le respondió nadie.
—Esa chica de ahí —dijo, señalando con un gesto de cabeza—. ¿No podría intentar salir por la ventana?
Se refería a Tilly.
—Ya lo ha intentado —dijo Jane—. Y se quedó atascada. Desde aquí se oye perfectamente el ruido del fuego al ir subiendo. La casa se va a caer de un momento a otro.
En ese preciso instante se empezó a oír el estrépito de los picos al aporrear el techo abuhardillado, pero no con el ritmo regular de las obras, sino con la desesperada prisa que les marcaba el inminente peligro. Era cuestión de tiempo que sonaran los silbatos y la voz del megáfono ordenara a los hombres abandonar el edificio antes de que se viniera abajo.
Apartándose de la ventana, Nicholas observó la situación desde fuera. En ese momento por el hueco apareció la cabeza de Tilly, que parecía dispuesta a hacer un segundo intento. Al verle la cara se dio cuenta de que era la chica que se había quedado atascada justo antes de la explosión, cuando le hicieron venir precisamente para sacarla a ella. Nicholas le dijo a gritos que se quitara de allí, no fuera a ser que volviera a quedarse atrapada otra vez, haciendo peligrar su más que probable rescate por la claraboya. Pero ella, envalentonada por lo angustioso de la situación, le dijo con voz chillona que estaba desesperada, como si quisiera escuchar su propia voz para darse ánimos. El caso es que al final triunfó en su empeño. Nicholas consiguió sacarla, rompiéndole uno de los huesos de la cadera durante la hazaña. Cuando, una vez fuera, la dejó tumbada en el suelo de la azotea, Tilly se desmayó.
Nicholas volvió a asomarse al ventanuco y vio que las chicas estaban todas calladas y temblorosas, apretujándose en torno a Joanna con los ojos alzados hacia la claraboya. Tras oírse un formidable crujido en la planta baja, la parte superior del aseo empezó a llenarse de humo. Por la puerta que daba al pasillo, Nicholas vio a Selina envuelta en una densa bruma. En los brazos llevaba algo alargado y lacio que abrazaba con mimo, aunque evidentemente pesaba poco. Por un momento, a Nicholas le pareció un cuerpo humano. Tras anunciarse con una tosecilla producida por el humo del pasillo, Selina se abrió paso entre las chicas. Todas ellas se quedaron mirándola, temblando por la prolongada tensión, pero sin la menor curiosidad hacia lo que había ido a buscar ni lo que llevaba en las manos. Por enésima vez Selina se subió al retrete y salió ágilmente por el hueco de la ventana, sacando después el misterioso objeto con un movimiento ligero y veloz. Ofreciéndole la mano, Nicholas la ayudó a bajar de un salto al suelo de la azotea. Una vez a salvo, Selina dijo:
—¿Estamos seguros aquí?
Pero no parecía demasiado preocupada, porque estaba escudriñando atentamente lo que había sacado del club, para ver en qué condiciones estaba. De nuevo, la compostura había resultado ser el equilibrio perfecto. El objeto misterioso era el traje de Schiaparelli, con la percha colgando como unos hombros con el cuello descabezado.
—¿Estamos seguros aquí? —repitió Selina.
—Ya no queda ningún sitio seguro —le dijo Nicholas.
Después, al reflexionar sobre esta fugaz escena, no lograría recordar si se había santiguado involuntariamente o no. Pero Felix Dobell, que había reaparecido en el tejado, se quedó mirándole asombrado y después contaría a quien quisiera oírle que Nicholas se había persignado porque era un hombre supersticioso y aquel era su modo de agradecer que Selina estuviera a salvo.
En cuanto a la pragmática Selina, ya corría veloz hacia la trampilla del hotel. Entretanto, Felix Dobell había tomado a Tilly en sus brazos, pues, aunque esta había recuperado el sentido, sus heridas le impedían andar. Caminando con paso lento hacia la trampilla del hotel, Felix Dobell veía avanzar a Selina con el vestido entre las manos, vuelto del revés para conservarlo bien.
Por el ventanuco salía ahora un sonido distinto, apenas audible debido al continuo chorreo del agua de la manguera, a los chasquidos de las vigas ardiendo en la parte inferior del edificio y, en la parte superior, al estruendo de los hombres que partían ladrillos con los picos. El sonido nuevo era un zumbido con altibajos, pero que se mantenía firme entre las desesperadas toses de las chicas medio ahogadas. Era Joanna recitando de memoria el misal de vísperas del día vigésimo séptimo, con los correspondientes responsos.
—Dígales a las de dentro que se aparten de la claraboya —ordenó la voz del megáfono—. Esto lo vamos a abrir de un momento a otro. Puede que los ladrillos que quedan caigan hacia dentro. Así que dígales a las chicas que se aparten de la claraboya.
Nicholas se volvió a encaramar al tejado. Pero las chicas de dentro, que ya habían oído las instrucciones, se estaban metiendo en el aseo más cercano al ventanuco, ignorando el rostro del hombre que aparecía en él continuamente. Como si Joanna las hubiera hipnotizado, se arremolinaban todas en torno a ella, que a su vez también parecía hipnotizada por las extrañas oraciones del día vigésimo séptimo del libro anglicano de los salmos, aplicables a prácticamente todos los tipos y condiciones de la vida humana en ese preciso momento del mundanal devenir, cuando los trabajadores londinenses volvían a casa arrastrando los pies por los senderos del parque, observando con curiosidad los coches de bomberos a lo lejos; cuando Rudi Bittesch estaba sentado en su piso de Saint John’s Wood intentando, sin éxito, llamar a Jane al club para hablar con ella en privado; y cuando el partido laborista acababa de llegar al poder mientras en otras partes del mundo había gente durmiendo, haciendo cola para conseguir los víveres de su cartilla de racionamiento, tocando el tantán, protegiéndose de un bombardeo en un refugio, o montando en los coches de choque de una feria.
——Apartaos de la claraboya todo lo que podáis —gritó Nicholas—. Poneos aquí, debajo de la ventana pequeña.
Las chicas se acurrucaron en la parte correspondiente del aseo. Jane y Joanna, que eran las más grandes, se pusieron de pie sobre la tapa del retrete para hacer sitio a las demás. Desde su puesto, Nicholas vio que todas tenían la cara perlada de sudor. Al fijarse en Joanna, a quien tenía ahora muy cerca, se dio cuenta de que parecía tener la piel cubierta de unas enormes pecas, como si el miedo le hubiera producido un efecto parecido al del sol. Lo cierto era que las pálidas pecas de su rostro, normalmente invisibles, se habían convertido en unas brillantes manchas doradas que contrastaban con su piel blanca, ahora lívida debido al miedo. De sus labios macilentos fluían sin cesar los versículos y responsos, pese al estruendo de la demolición.
Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros; estaremos alegres.
Acaba con nuestra cautividad, Señor; como los arroyos en el austro.
Quienes siembran con lágrimas, con júbilo segarán.
¿Por qué motivo y con qué intención estaba Joanna haciendo aquello? Conocía bien los textos y aprendió a recitar siendo muy pequeña. Lo curioso era haber decidido hacerlo en aquellas circunstancias y en actitud de hallarse ante un público. Llevaba un sencillo jersey de lana verde oscuro y una falda gris. Las otras chicas oían su voz de manera automática, como hacían siempre, lo que tal vez les calmara algo los nervios y el temblor, pero parecían escuchar con mayor respeto y atención los sonidos procedentes de la claraboya, más atentas a su significado que al de las palabras del salmo del vigésimo séptimo día.
Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan quienes la construyen.
Si el Señor no guarda la ciudad, en vano trabaja la guardia.
En vano es que os levantéis de madrugada y vayáis tarde a descansar y os desviváis por ganaros el pan.
Pues Dios concede el reposo a sus fieles.
He aquí…
Es probable que la liturgia de cualquier otro día tuviera el mismo efecto hipnótico. Pero Joanna tenía la costumbre de buscar siempre las palabras más adecuadas para cada día. Sin previo aviso, la claraboya se abrió con un chorro de escayola pulverizada y ladrillos rotos. Aún caía polvo blanco cuando por el hueco apareció la escalera de los bomberos. La primera en subir fue Dorothy Markham, la parlanchina debutante cuyos últimos cuarenta y tres minutos de vida la tenían sumida en una desconcertante oscuridad, como una farola de un pueblo de mar que se hubiera quedado repentinamente sin luz. Las ojeras, acentuadas por la tensión, le daban un aspecto curiosamente parecido al de su tía, lady Julia, la presidenta del comité del club May of Teck, que en ese momento estaba en Bath haciendo paquetes de ayuda para los refugiados y completamente ajena a lo sucedido. Lady Julia tenía el pelo tan blanco como su sobrina Dorothy en aquel momento, cuando ascendía por la escalera con la cabeza cubierta de polvo de escayola para salir por el techo abuhardillado hacia la seguridad de la azotea. Pisándole los talones iba Nancy Riddle, la hija del cura de la Baja Iglesia cuyo acento típico de la Inglaterra central había ido mejorando gracias a las clases que le daba Joanna. Pero sus días de elocución ya eran historia y el deje de las Midlands la acompañaría de por vida. En aquellos instantes sus caderas parecían peligrosamente anchas, más que nunca, mientras subía tras Dorothy por la escalera. Tres de las chicas que quedaban intentaron seguirla todas a la vez, las tres procedentes de un dormitorio para cuatro de la tercera planta y recién dadas de alta en el ejército; las tres con ese aspecto fornido y musculoso que adquieren las mujeres militares al cabo de cinco años de alistamiento. Mientras el terceto se organizaba, Jane subió reciamente por la escalera y desapareció. Entonces las tres aguerridas jóvenes la siguieron.
En cuanto a Joanna, se había bajado de la tapa del retrete y estaba dando vueltas en círculo, medio tambaleándose, como una peonza a punto de dejar de girar. Con una extraña expresión, había dejado de mirar hacia la claraboya y tenía los ojos puestos en la ventana. De sus labios salía aún la terca letanía del salmo, pero al tener la voz debilitada tuvo que pararse a toser. En la habitación seguía habiendo una densa humareda mezclada con polvo de escayola. Aparte de ella, todavía quedaban otras tres chicas. Joanna alargó un brazo hacia la escalera, que por algún motivo no logró agarrar. Entonces se agachó a recoger la cinta métrica. Manoteando el suelo como si estuviera medio ciega, seguía canturreando:
Y no hayan de decir quienes pasan:
la bendición del Señor sea sobre vosotros,
os bendecimos en nombre del Señor.
Desde las profundidades clamo…
Las otras tres se apoderaron de la escalera y una de ellas, una chica sorprendentemente esbelta cuyos disimulados huesos eran obviamente demasiado grandes para haberle permitido salir por el ventanuco, le gritó:
—Date prisa, Joanna.
Entre tanto, Nicholas bramaba desde arriba:
—Joanna, sube por la escalera. Como si hubiera vuelto repentinamente en sí, Joanna comenzó a ascender tras las dos últimas chicas, una fornida nadadora de piel morena y una voluptuosa exiliada griega de noble cuna, ambas llorando de alivio. Joanna ocupó su lugar tras ellas, poniendo una mano sobre el travesaño de donde acababa de levantar el pie la chica que iba delante. En ese momento tembló todo: la casa, la escalera y el cuarto de baño. El incendio estaba apagado, pero el edificio sin cimientos cedía al fin bajo la presión de la violenta labor acometida por los bomberos en la claraboya. Cuando Joanna estaba en la mitad de su ascenso sonó un silbato. La voz del megáfono ordenaba a todos los hombres que se marcharan de inmediato. Mientras el último bombero esperaba a que Joanna saliera por la claraboya, el edificio se venía abajo. En el momento en que el tejado abuhardillado comenzaba a derrumbarse, el hombre saltó a la azotea contigua, dañándose al caer en una mala postura. El edificio, hecho pedazos, se colapso hacia dentro y se llevó a Joanna consigo.