Capítulo 5

Selina entró en el salón con un sombrero azul de ala ancha y unos zapatos de tacón con cuña, esa moda francesa que, según se decía, se consideraba un símbolo de la Resistencia. Era un domingo a última hora de la mañana. Selina venía de darse un elegante paseo por los senderos de los jardines de Kensington, en compañía de Greggie.

Se quitó el sombrero y lo dejó en el sofá, a su lado.

—He invitado a una persona a comer —dijo—. A Felix.

Felix era el coronel G. Felix Dobell, director de una sección del servicio de inteligencia americano instalada en la planta superior del hotel contiguo al club. Estaba entre el grupo de hombres que había acudido a uno de los bailes del club, ocasión en que decidió que Selina era para él.

—Pues yo he invitado a comer a Nicholas Farringdon —dijo Jane.

—Pero si ya ha venido otro día esta misma semana —dijo alguien.

—Ya, pero vuelve hoy. Estuve en una fiesta con él.

—Me alegro —dijo Selina—. Me cae bien.

—Nicholas trabaja en el servicio de inteligencia americano —dijo Jane—. Seguro que conoce a ese coronel tuyo.

Al final resultó que los dos hombres no se conocían. Compartieron una mesa de cuatro con las dos chicas, que se encargaron de atenderles, yendo a buscar la comida al montacargas. El almuerzo del domingo era el mejor de toda la semana. Cada vez que una de las chicas se levantaba a llevar o traer algo, Felix Dobell hacía un amago de levantarse y se volvía a sentar, como gesto de cortesía. Nicholas, en cambio, seguía arrellanado en su silla, dejándose atender por las chicas como un caballero inglés orgulloso de sus derechos señoriales.

La directora, una mujer alta de piel grisácea que insistía en vestir de gris, les anunció escuetamente que el martes vendría «un diputado conservador a darles una charla preelectoral».

La sonrisa de Nicholas fue tan espontánea que su rostro alargado se hizo aún más atractivo. Le había encantado eso de la «charla», y así se lo comentó al amable coronel, que dijo estar de acuerdo. El coronel parecía estar enamorado de todas las chicas del club, aunque, por pura comodidad, hacía que fuera Selina el centro de todas sus atenciones. El club May of Teck solía producir ese efecto sobre sus invitados masculinos, y solamente Nicholas se había enamorado de la entidad de un modo excepcional, pues le espoleaba la sensibilidad poética hasta la exasperación, mientras aplicaba su habitual ironía al proceso mental con que imponía a aquella sociedad una imagen completamente ajena a la realidad.

En la mesa de al lado se oía la voz amigable de la grisácea directora hablando con una Greggie de pelo igual de gris:

—Mira, Greggie, es imposible estar en todas las habitaciones del club a la vez.

—Gracias a eso podemos llevar una vida medianamente razonable —dijo Jane a sus compañeros de mesa.

—Qué idea tan original —dijo el coronel americano.

Aunque se refería a algo que había dicho Nicholas antes de que hablara Jane, cuando estaban discutiendo sobre la postura política del club May of Teck.

—Habría que decirles que no votaran, es decir, convencerlas de que no votaran a nadie —sugirió Nicholas—. Podríamos arreglárnoslas sin un Gobierno. Ya tenemos bastante con la monarquía, con la Cámara de los Lores, con la…

Jane hizo un gesto de aburrimiento. Esa parte del manuscrito la había leído varias veces y le divertía más hablar de personajes, cosa que siempre le proporcionaba un placer más tangible que cualquier conversación impersonal, por amena y maravillosa que pudiera ser, aunque su bisoño cerebro aún no fuera capaz de admitirlo. Sería al llegar a la cumbre de su carrera como periodista, mientras hacía entrevistas para la revista femenina de mayor tirada, cuando hallara al fin el papel que le correspondía en la vida. Entretanto, seguiría convencida de ser no solo capaz de razonar, sino de estar especialmente dotada para ello. Pero en aquel momento se limitaba a compartir mesa y mantel con Nicholas, deseando que dejara de hablar de una vez con el coronel sobre las magníficas oportunidades que ofrecían las charlas políticas del club May of Teck, y sobre las distintas formas en que se podía corromper a sus socias. A Jane le aburría la conversación, pero se sentía culpable por ello. Selina, en cambio, rio con perfecta compostura cuando Nicholas dijo lo siguiente:

—Podríamos arreglárnoslas de sobra sin un gobierno central. Si a los ciudadanos nos da disgustos, a los políticos más todavía…

Parecía estar hablando en serio, pero su mente autocrítica era capaz de ironizar sobre cualquier cosa, algo que el coronel parecía intuir, pues sorprendió a Nicholas cuando declaró:

—Mi esposa Gareth también es socia del gremio local de Guardianes de la Ética. Se lo toma muy en serio.

Teniendo bien presente que la compostura requería un perfecto equilibrio, Nicholas dio la respuesta del coronel por buena.

—¿Y qué hacen esos Guardianes de la Ética? —le preguntó.

—Defienden la pureza de los ideales domésticos. Mantienen la guardia alta respecto al material de lectura. En muchos hogares de nuestra ciudad no entra ningún libro que no lleve estampado el escudo de armas de los Guardianes.

Nicholas comprendió entonces que el coronel le atribuía una serie de principios, y que relacionaba estos supuestos principios con los de su esposa Gareth, por ser los primeros que se le habían venido a la cabeza. Era la única explicación posible. Pero Jane quería dejar las cosas bien claras.

—Nicholas es anarquista —dijo.

—Anda ya, Jane —dijo el coronel—. No seas tan cruel con tu amigo el escritor.

Selina, por su parte, había empezado a sospechar que Nicholas tenía una filosofía de la vida bastante poco ortodoxa, que algunas de las personas de su entorno probablemente calificarían de descabellada. Esa rareza de Nicholas la percibía como un signo de debilidad, cosa que le resultaba deseable en un hombre tan atractivo. Conocía a otros dos hombres con esa misma vulnerabilidad, pero la debilidad no le atraía por motivos perversos, pues no tenía intención alguna de hacerles sufrir. Y en caso de hacerlo, sería de modo inconsciente. Lo que le gustaba de esos hombres era que ninguno de ellos quería poseerla del todo. Gracias a eso podía acostarse con ellos serenamente. Otra de sus amistades masculinas era un empresario de treinta y cinco años que seguía en el ejército, muy adinerado y en absoluto débil. Un hombre verdaderamente posesivo con quien Selina tal vez acabara casándose. Entretanto, se dedicaba a observar a Nicholas mientras intercambiaba disparates con el coronel. De pronto se le ocurrió una manera de sacarle partido a la situación.

Después de comer se fueron los cuatro al salón a organizar la tarde, con la perspectiva de salir a dar una vuelta en el coche del coronel, que a esas alturas insistía en que todos le llamaran Felix.

Tendría unos treinta y dos años. Era uno de esos hombres que Selina consideraba débiles. Pero tras su debilidad había en realidad un miedo colosal a su esposa, que le llevaba a adoptar todas las medidas posibles para no dejarse sorprender en la cama con Selina durante uno de sus fines de semana campestres, aunque su señora viviera tranquilamente en California. Al cerrar la puerta de la habitación, Felix siempre decía con voz preocupada: «No quiero hacer sufrir a Gareth», o alguna frase por el estilo. La primera vez que le oyó decirlo, Selina —alta, hermosa, con esos enormes ojos azules— se asomó a la puerta del cuarto de baño para ver qué le pasaba. El transcurso del tiempo no había conseguido que se le pasara el nerviosismo, y en cada ocasión seguía asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada. Los domingos en que se pasaban la mañana entera en la cama, incómodos porque tenían las sábanas llenas de migas del desayuno, a veces se quedaba tan ensimismado que parecía completamente ausente.

—Espero que no haya manera de que Gareth descubra nuestro escondite —decía.

En todo caso, era uno de los que no querían poseer a Selina por completo, y, dado que su belleza tendía a producir sentimientos posesivos, ella lo prefería así, siempre que el hombre en cuestión le gustase solo para acostarse con él y para salir por ahí, además de que supiese bailar, por supuesto. Felix era rubio, con un aire de nobleza contenida que parecía una virtud heredada. Casi nunca decía nada gracioso, pero estaba dispuesto a mostrarse alegre. Aquel domingo por la tarde les propuso ir en coche desde el club hasta Richmond, una buena tirada desde Knightsbridge, sobre todo en aquellos tiempos en que la gasolina escaseaba tanto que nadie conducía por placer, a no ser que el dueño del vehículo fuera estadounidense, debido a la confusa idea de que se usaba combustible «americano», es decir, no sujeto a la austera conciencia británica ni a los posibles reproches sobre la pertinencia del viaje, tema que surgía en todas y cada una de las vías de transporte público.

Al observar la mirada de perfecto equilibro y proporción que Selina le estaba dedicando a Nicholas, Jane supo inmediatamente que le iba a tocar ir delante con Felix, mientras que Selina arquearía los pies con compostura y se sentaría junto a Nicholas en la parte de atrás; y también sabía Jane que todo ello se aceptaría con la máxima elegancia. A Felix no le veía grandes defectos, pero no abrigaba la menor esperanza de seducirle, pues no tenía nada que ofrecer a un hombre como él. En cambio, a Nicholas sí que tenía algo que ofrecerle, por pequeño que fuera, pues Selina carecía de su vertiente literaria e intelectual. Aquí demostraba no conocer a Nicholas —a quien consideraba una especie de versión atractiva de Rudi Bittesch—, creyendo que le gustaría y le daría más seguridad una chica culta que una chica sin más. Era la parte femenina de Jane lo que le llevó a besarla en la fiesta y tal vez habría llegado más lejos con él sin hacer hincapié en su propensión a la literatura. Era un error que seguía cometiendo en sus relaciones con los hombres: deducir que, como ella prefería a los hombres cultos y leídos, a ellos les sucedería lo mismo con respecto a las mujeres. Y nunca se le ocurrió que los hombres de letras, suponiendo que les gustasen las mujeres, no preferían necesariamente a las mujeres cultas, sino a las chicas en general.

Pero Jane comprobó que sí había acertado en su predicción sobre el modo de sentarse en el coche; y lo certero de sus predicciones intuitivas en asuntos como aquel fue lo que le dio seguridad en sí misma al convertirse con el tiempo en una profética columnista de sociedad.

Mientras tanto, la sala empapelada en marrón había empezado a cobrar vida con las voces de las chicas que volvían del salón trayendo bandejas cargadas de tazas de café. A los invitados les fueron presentadas las tres solteronas, Greggie, Collie y Jarvie, como exigía la costumbre. Las señoronas, con la espalda recta apenas pegada al respaldo de la silla, se encargaron de servir el café a los jóvenes. Todas sabían que Collie y Jarvie llevaban días enzarzadas en una discusión religiosa, pero en esta ocasión hicieron un esfuerzo por ocultar sus desavenencias. A Jarvie, no obstante, le daba rabia que Collie le hubiera dado una taza de café demasiado llena. Tras dejar la taza, con el plato inundado de café, en la mesa que tenía a sus espaldas, dedicó a Collie un gesto displicente. Iba vestida de calle, con guantes, bolso y sombrero. Los domingos por la tarde daba catequesis a un grupo de niños. Poniéndose los guantes sobre las rodillas, Jarvie acarició la tersa gamuza de color verdoso. Al desdoblar el envés del borde se vio la marca de fábrica, esas dos medias lunas paralelas que indicaban que se trataba de una prenda de precio controlado. En los vestidos la marca iba estampada sobre una cinta cosida al dorso, y todas las mujeres la cortaban. Inclinando ligeramente la cabeza, Jarvie se quedó mirando la indeleble marca de fábrica de sus guantes, como si al verla se le hubiera ocurrido algo. Luego volvió a estirar los guantes, y se colocó las gafas sobre la nariz con un brusco ademán. Al verla, a Jane le entraron las prisas por casarse. Nicholas, en cuanto supo que Jarvie iba camino de la catequesis, le hizo una pregunta solícita sobre el asunto.

—Más nos vale no tocar el tema de la religión —dijo Jarvie, como poniendo fin a una larga discusión.

—Ese tema está más que olvidado —dijo Collie—. ¡Qué día tan bonito para irse a Richmond!

Arrellanada elegantemente en su silla, Selina ni se planteaba la posibilidad de acabar siendo una solterona, y menos una solterona triste. Jane recordó cómo había empezado la discusión religiosa, cuyos ecos habían recorrido todas las plantas del edificio, al haber tenido lugar en el enorme aseo del segundo piso. Fue Collie la que empezó acusando a Jarvie de no limpiar la pila tras lavar los platos que usaba a escondidas cuando se calentaba algo de comer en el hornillo, donde en principio solo se permitía hervir el agua para el té. Luego, avergonzada de su berrinche, Collie acusó a Jarvie, a voz en cuello, de estar entrometiéndose en su evolución espiritual, «justo cuando sabes que estoy prácticamente en estado de gracia». Jarvie le dio una respuesta desdeñosa sobre la animadversión de los baptistas por el verdadero espíritu de los Evangelios. Llevaban ya dos semanas con su trifulca religiosa, que requería una constante argumentación, aunque en público las dos mujeres hacían un verdadero esfuerzo para que no se les notara.

—¿Piensas desperdiciar tanto café, con leche y todo? —le dijo Collie a Jarvie.

Era un reproche moral, porque la leche estaba incluida en la ración correspondiente. Volviéndose hacia ella, Jarvie dobló, alisó, acarició y estiró sus guantes, mientras suspiraba ruidosamente. A Jane le entraron ganas de desnudarse y salir a la calle dando gritos. Collie, por su parte, le miró las rodillas gordezuelas con gesto de desaprobación.

Greggie, que tenía muy poca paciencia con las otras dos viejales del club, llevaba un buen rato de charla con Felix. Acababa de preguntarle a qué se dedicaban «los de ahí arriba», refiriéndose al último piso del hotel contiguo, donde estaba instalado el servicio de inteligencia americano que, curiosamente, había olvidado requisar también las plantas inferiores, fantasmagóricamente vacías.

—Ah, le sorprendería saberlo, señora —dijo Felix.

Greggie dijo que tenía que enseñar a los invitados el jardín, antes de que salieran hacia Richmond. Como era ella la que se encargaba de cuidar las plantas, casi sin ayuda de nadie, las demás socias no podían disfrutar del entretenimiento que suponía esa labor. Y solo las más jóvenes y felices disfrutaban al salir a sentarse fuera, pues el verdor del jardín se le adjudicaba plenamente a Greggie. Solo las más jóvenes y felices disfrutaban al salir a pasear por la hierba, pues apenas tenían escrúpulos ni tampoco consideración alguna hacia nadie, dada la pureza de su tierno espíritu.

Nicholas se fijó en una chica especialmente guapa, de mejillas encendidas y pelo rubio, que estaba de pie y que se estaba tomando el café con prisas. Al acabar salió de la habitación a buen paso, andando con gracia.

—Esa es Joanna Childe —dijo Jane—. La que se dedica a la elocución.

Al rato, cuando Greggie les estaba enseñando el jardín, oyeron la voz de Joanna. Greggie estaba mostrando a los demás su colección de rarezas, plantas singulares nacidas de esquejes robados, lo único que la anciana soda era capaz de robar. Cual avezada jardinera, alardeaba de sus hurtos y de los métodos empleados para dar tijeretazos a los preciados tallos ajenos. De la habitación de Joanna salía la voz de su alumna de aquella tarde.

—Ahora la voz sale de arriba —dijo Nicholas—. La última vez venía de la planta baja.

—Los fines de semana da las clases en su habitación, porque en la sala de juegos hay mucha gente —dijo Jane—. En el club estamos todas muy orgullosas de ella.

En ese momento se oyó la voz de Joanna, tras la de su discípula.

—Este hoyo no debería estar aquí —dijo Greggie—. Es donde cayó la bomba. No le dio a la casa de milagro.

—¿Estaba usted dentro cuando cayó? —dijo Felix.

—Sí —dijo Greggie—. Estaba durmiendo. El impacto me tiró al suelo. Se rompieron todos los cristales de las ventanas. Y tengo la sospecha de que hubo una segunda bomba que no estalló. Estoy casi segura de haberla visto caer mientras me levantaba. Pero el equipo que vino a retirarla solo encontró una, y fue esa la que se llevaron. Pero en caso de haber otra, ya habrá muerto de muerte natural. Estamos hablando del año 1942…

—Mi esposa, Gareth, se está planteando venir a Inglaterra con los grupos de ayuda de la ONU —dijo Felix con su peculiar inconsistencia—. ¿Cree usted que podría quedarse en su club durante una semana o dos? Como yo tengo que estar yendo y viniendo, me temo que se iba a sentir un poco sola en Londres.

—Si resulta que tengo razón, la bomba estaría justo debajo de las hortensias —dijo Greggie.

Colmada de fe la mar

ciñó el corvo litoral

cual prenda circular.

Mas solo oímos ya

un arduo bramar

en la jadeante oscuridad,

los lóbregos confines

y nudas tejas del mundanal.

—Más nos vale salir ya hacia Richmond… —dijo Felix.

—Estamos todas muy orgullosas de Joanna —dijo Greggie.

—Es una lectora estupenda —dijo alguien.

—No —le corrigió otra persona—. Recita de memoria. Pero sus alumnas sí que leen, por supuesto. En eso consiste la elocución.

Con un gracioso ademán, Selina se limpió en un escalón del porche el barro que se le había quedado en el tacón. A continuación, el grupo entró en la casa.

Mientras las chicas subían a arreglarse, los hombres fueron a recoger sus abrigos al guardarropa, un sombrío cuartito de la planta baja.

—Ese poema es magnífico —dijo Felix, pues las voces de Joanna se oían también allí. Ahora la lección había pasado al «Kublai Kan».

Nicholas estuvo a punto de decir: «Aborda la poesía con una emoción orgiástica que se le nota en la voz», pero se contuvo por si al coronel se le ocurría contestar: «¿Tú crees?», diciendo a continuación: «Esa joven sustituye el sexo por poesía, me parece a mí».

—Ah, ¿sí? —le preguntaría él entonces—. A mí me ha parecido que estaba bastante bien, desde el punto de vista sexual…

Pero dicha conversación no tuvo lugar, así que Nicholas la guardó con vistas a usarla en su siguiente libro.

Mientras esperaban a que las dos chicas bajaran, Nicholas se entretuvo ojeando el tablón de anuncios del vestíbulo, lleno de ofertas de ropa de segunda mano y de vales de ropa. Felix prefirió quedarse a cierta distancia, dejando claro que le daba apuro inmiscuirse en los asuntos privados de las mujeres, pese a ser tolerante con la curiosidad masculina ajena.

—Ahí vienen —dijo al cabo de un rato.

El ruido de fondo era nutrido y variado. Tras las puertas del dormitorio del primer piso sonaban risitas ahogadas. También se oía a alguien llenando de carbón el depósito del sótano, y los rasponazos metálicos de la pala llegaban hasta la planta baja porque quien fuera se había dejado abierta la puerta forrada de fieltro verde. A lo lejos sonaba el agudo campanilleo del teléfono de la centralita, y tras cada llamada de un novio venía el timbrazo de la planta correspondiente. Como habían vaticinado los meteorólogos, por la tarde salió el sol.

Cruces hiciste a su alrededor,

cerrando los ojos con santo pavor

pues él era pura ambrosía

y dulce néctar bebía.