XXI
Lo que para el grueso de los mortales hubiera supuesto todo un reto, para Gianni Versace fue como un juego de niños. Le bastó con enviarle a la viuda Bouvier el delicioso Chipre Floral en un paquetito muy bien envuelto y en una tarjeta su más sincera admiración para que ella lo invitara a cenar en la mansión una noche en la que se sentía sola.
Su hijo Thomas estaba en Texas, visitando las refinerías de la compañía THB, y su mejor amiga, Bárbara Rivera, había volado a México para conocer a la prometida de su hijo Ernesto.
En noches como ésa a Greta se le venía el mundo encima. Prefería abrir las puertas de la mansión a cualquiera que le regalara un buen chisme que escuchar por enésima vez las quejas de su doncella, Rosa Fe, sobre el frío y el reuma.
Se presentó Boris Vladimir con el diseñador italiano colgado del brazo, un ramo de rosas, una caja de bombones y todos los secretos de Manhattan enredados en la lengua. Se sentaron a compartir charla y mantel en el comedor de diario, con los candelabros de plata y la porcelana china, pero sin los lujos excesivos de las grandes ocasiones. Gianni le habló de su infancia en Calabria, de su éxito meteórico y de la adquisición de Villa Fontanelle. Greta le respondió con la misma diligencia, relatándole con trazos de melodrama su única historia de amor verdadero, hablándole de su hijo Thomas, de sus pozos de petróleo y de su magnífica mansión en Lugano.
Y ahí era donde quería llevarla el astuto italiano.
—Al parecer, conserva usted una carta muy antigua —comentó como por casualidad.
—Así es, aunque su existencia debería ser secreta —respondió ella clavando dos ojos acusadores en Boris.
—Lo sé —continuó él—, pero creo que le divertirá escuchar una vieja historia que tiene mucho que ver con esa carta.
Entonces pasó a relatarle a grandes rasgos la curiosa historia de lady Morgan según se la había contado Francesca Ventura el día en que la conoció.
—Y dice usted que esa chica pertenece a una de las familias más ilustres de Italia…
—Ajá —asintió—. Los Cossentino de Florencia, dueños de media ciudad.
—Que es modelo por diversión —enumeró—, que estudia en la universidad de Milán, que es rica, inteligente, apasionada y lista.
—Exacto.
—¡Pues vamos a conocer a esa joya! —exclamó Greta—. Haga el favor de decirle que mandaré a mi chófer a buscarla el miércoles a la hora de cenar.
A Francesca le extrañaron un poco los consejos de Gianni. Sobre todo que le recomendara llevar un modelo clásico de Chanel, chaqueta y falda de tweed y zapatos de salón, en lugar de uno de sus últimos diseños. La explicación era sencilla: no se trataba de deslumbrar a primera vista, sino de ir desvelando poquito a poco sus encantos femeninos, que eran muchos y generosos. Enseñar de entrada la nuca, bajo un moño alto recogido con cien horquillas, las manos suaves, las piernas firmes, y dejar para más adelante, y tal vez para otros ojos más inquisitivos que los de Greta, las curvas de su cadera y las de su pecho.
Y no es que le desconcertara el consejo por el radical cambio de imagen que suponía, sino porque tuvo la sensación de que Gianni tramaba alguna artimaña inconfesable.
No le faltaba razón. El modisto había visto el cielo abierto en la mansión Bouvier, la solución a sus desvelos y a su cargo de conciencia cuando, sentado a la mesa de Greta, escuchándola hablar de su hijo, había imaginado con todo detalle la escena de Francesca vestida de novia con un diseño Versace, avanzando hacia el altar donde la esperaba el hombre más guapo, más rico y más interesante del planeta: Tom Bouvier en persona.
Por ese motivo, altruista y egoísta a partes iguales, transformó a su joven pupila en la novia que toda madre desearía para su hijo. La nuera perfecta: dúctil, ingenua y bondadosa. Blancanieves a punto de morder la manzana envenenada y de caer desmayada en espera del príncipe que la devolviera a la vida con un beso de amor.
Con la misma sensación que un corderito que acude a la gruta del lobo, disfrazada de Audrey Hepburn, una caja de bombones envuelta en papel de regalo y un frío tremendo, hizo su aparición Francesca Ventura en la casa de Greta.
Rosa Fe hizo ademán de salir a abrir la puerta, pero llegó tarde. Se le adelantó Tom Bouvier, que acababa de regresar por sorpresa de su viaje a Texas y aún no había tenido tiempo para saludar a su madre. Acudió saltando los escalones a pares, protestando porque en esa casa parecía que nadie oía el timbre, terminando de desanudarse la corbata y con los gemelos en la mano, y abrió el cerrojo de lo que confundió con una trampa en la que una y otra vez caía sin remedio. La que le tendía su madre noche sí, noche también, ayudada por el bueno de Boris Vladimir, casamentero de vocación, a pesar de sus continuos reproches.
—Otra vez buscándome novia —les regañaba—. Parecéis las alegres comadres de Windsor.
—Tommy, no te burles —suplicaba Greta con voz de melodrama—. Parecía una chica tan apropiada para ti…
Pero ninguna lo era. Se equivocaban siempre los celestinos, puesto que Greta Bouvier, Boris Vladimir y Tom tenían puntos de vista totalmente encontrados con respecto al significado del concepto «chica apropiada».
Mientras que a los casamenteros les importaban muchísimo los aspectos materiales del posible negocio amoroso, al interesado le daban igual la procedencia, la educación, los genes, la fortuna o la reputación de las mujeres en las que se fijaba. A él se le iban los ojos detrás de la belleza en estado puro, la dulzura y la naturalidad, y muchas veces había metido en casa a jovencitas sin nombre ni gusto que no sabían usar los cubiertos ni mantener una conversación inteligente que al cabo de dos o tres veladas frente a Greta huían despavoridas tras ser sometidas a las peores humillaciones por parte de la futura suegra.
Por eso el joven Bouvier iba camino de convertirse en el soltero de oro de América, título que solía adjudicar la revista Forbes a cualquier hijo de buena familia que no hubiera pasado por el altar antes de cumplir los treinta. Era un infierno figurar en aquella lista de buenos partidos. La vida se tornaba un avispero de madres desesperadas por encontrarles un marido rico a sus hijas, aburridas cenas de gala e invitaciones a tomar el té que no podían rechazarse so pena de ser acusado de grosero y que no podían aceptarse si uno no quería encontrarse de la noche a la mañana comprometido con una mujer a la que apenas conocía. Tampoco era recomendable dejarse ver con una chica cada noche porque entonces, inevitablemente, uno se convertía en un play-boy, ni tener más de dos novias formales al año, por el peligro de ser tachado de mujeriego.
Algunos jóvenes optaban por huir al extranjero, donde el estigma se difuminaba durante algún tiempo, hasta que alguien descubría su auténtica identidad y la historia se repetía. Muchos regresaban casados con una princesa europea de apellido impronunciable y familia exiliada que terminaba por instalarse a vivir con ellos para siempre.
Ante esta perspectiva, Tom había optado por hacer su vida de espaldas al mundo, libre de prejuicios y ataduras, y esperaba pacientemente a que un día cualquiera se presentara por sorpresa la mujer que lograra hacerlo vibrar.
—Buenas noches —saludó Francesca en su original inglés con acento italiano—. ¿Está la signora Bouvier en casa?
—No —mintió Tom, deslumbrado por la belleza de aquella desconocida—. Acaba de marcharse a Sebastopol. Pero, en cambio, yo mataría por un plato de espaguetis al pesto. ¿Querría usted acompañarme? Conozco una trattoria clandestina en Little Italy donde preparan una pasta deliciosa.
Terminó de anudarse la corbata, le hizo una seña a Norberto para que volviera a traer el Bentley, cerró la puerta de casa y gentilmente atrapó a Francesca entre sus manos sin darle tiempo a poner en duda sus intenciones.
Greta, rabiosa, los vio alejarse desde la ventana del salón que daba a Park Lane. Qué poco podía imaginar que acababa de cometer el peor de los errores: le había abierto las puertas de su vida a Francesca Ventura sin investigar, por ejemplo, si tenía tratos con los muertos o si en algún momento de su vida había intentado asesinar a su mail rastra. Claro que cosas como éstas no suelen formar parte de las prevenciones y los temores naturales de una madre con respecto a la personalidad de las eventuales acompañantes de su hijo. Greta se entretuvo en los detalles banales —el apellido materno, la villa a orillas del lago de Como, las fábricas de seda de Milán, el palacio de Florencia, la madre artista, el padre empresario— y no arañó en los misterios de una infancia solitaria y una adolescencia traumática.