VIII
—Ábrelo, Claudia, no seas rencorosa —le rogó arrodillada a los pies de la cama, las lágrimas ya secas convertidas en sal y las uñas en carne viva—. Lo he traído para ti. Lo he robado. Me he arriesgado a perder la confianza de esa gente y mira cómo me lo agradeces. ¿Qué culpa tengo yo de ser tan guapa? Eso no se elige. Se nace así porque Dios lo quiere. A mí me dio el pelo de mamá, los labios de papá, las manos de pianista, las piernas largas. Tú heredaste todo lo malo, ¡qué injusticia! Si yo pudiera, te cambiaría al menos los ojos. Así tendrías algo bonito en esa cara tan fea.
Claudia estaba acostada en la cama con la cara escondida en la almohada. Esta vez sí que se había enfadado de veras. Ni siquiera la perspectiva del paquete dorado, la lazada grande, la curiosidad que siempre demostraba por todos los misterios estaban consiguiendo apaciguarla.
Francesca había salido corriendo de Villa Fontanelle sin despedirse de su propietario. No importaba. Gianni Versace encontraría el modo de dar con ella en cuanto viera la fotografía que acababa de sacarle Richard Avedon y la convertiría en una supermodelo como Twiggy o Inés de La Fressange. Y ella recorrería las pasarelas del mundo entero: de París a Nueva York y, con un poco de suerte, Tokio, Singapur y Arabia Saudi. Pobre Claudia, que jamás saldría de Italia. De esta comarca perdida entre montañas.
Aquí acabaría pudriéndose de asco y de envidia mientras ella conquistaba la fama.
Había traído el paquete escondido dentro de la pamela. No era muy grande; tenía el tamaño perfecto para un robo insignificante.
—Pero ¿no te intriga saber lo que hay dentro de la cajita? Es para ti. Yo no lo quiero.
—¡No! —respondió su hermana sin levantar la cabeza, un poco ahogada por el relleno de plumas.
—Bueno, pues lo abro yo un poquito —comenzó Francesca—. Levanto esta esquinita, miro dentro… ¿De verdad no lo quieres?
Finalmente, Francesca levantó la tapa de la cajita y sacó un frasco de cristal en forma de diamante con base de prisma. Lo abrió y el aroma se extendió por la habitación con la misma intensidad que el olor a tierra mojada en el instante mismo en el que estallaba la tormenta de las siete. «Chipre Floral», leyó en voz alta y seguidamente lo vació por completo sobre su hermana. Roció a Claudia de la cabeza a los pies con el perfume, que se derramó por su cuerpo seco y triste.
—¡Para! —gritó Claudia, incorporándose al fin.
—¡Era para ti! ¡Te lo dije y no me hiciste caso! —bramó Francesca fuera de sí. Luego salió de la habitación dando un portazo y bajó por las escaleras a saltos.
Margherita, que pasaba en ese momento por el pasillo, camino de su dormitorio, se detuvo ante la puerta cerrada. La empujó con cautela y un asfixiante olor a flores la sacudió de arriba abajo.
Se encogió de hombros sin entender por qué Francesca había decidido perfumar de aquel modo la habitación. Pero eran tantas las cosas que no comprendía de su hijastra; tantas y tan inquietantes que, francamente, lo que hiciera o dejara de hacer le traía sin cuidado. Entornó la puerta para que se ventilara un poco aquella atmósfera sobrecargada y siguió su camino sin reparar en la estremecedora presencia de Claudia sobre la cama.
Era una noche especial. Eso pensaba Margherita mientras se cambiaba de ropa; de los cómodos pantalones cortos al vestido vaporoso que había reservado para la ocasión. Entre sus dedos algo crispados le pareció que se escurrían unos visillos: los que utilizaría para cubrir los ojos a Stefano e impedirle recordar a Paola al menos durante unas horas. El fantasma de la primera esposa —pobrecilla, abandonada, humillada, cautiva en su palacio florentino, lejos del mundanal ruido, de los comentarios crueles, de las compasiones fingidas—, Paola, la de los ojos tristes, rondaba por aquella casa igual que por la de Milán; igual que por cualquier recóndito rincón del mundo en el que pretendieran buscar refugio Stefano y Margherita.
No tenían escapatoria.
En un primer momento, cuando su amor infiel era todavía un secreto y aún Francesca no les había descubierto saliendo a escondidas del hotel, Margherita había creído que la presencia incómoda de Paola en todas partes y su consecuente vigilancia —que ni apagando la luz ni cerrando la puerta con llave se libraba de aquellos ojos acusadores— eran gajes del amor clandestino. Se equivocaba. Después de la boda comprobó que el estado civil era lo de menos. No habían cambiado nada el anillo, el velo blanco, el vals y el pastel de merengue. Los dedos de Paola se le seguían clavando en la espalda cada vez que hacía el amor con su marido. El suyo. ¿El de quién?
Tal vez era cuestión de tiempo. Tal vez era culpa de Francesca y su negativa a dirigirle la palabra a Stefano, o que las niñas, las dos, se parecían tantísimo a su madre que el hombre se quedaba extasiado al contemplar sus viejas fotografías —las sonrisas desdentadas, las trenzas deshechas— sobre el piano.
De ahí el vestido vaporoso y la melena al viento.
Margherita planeó que esperaría a que estuvieran los dos solos frente al lago, de espaldas a la luna, a salvo del susurro del viento que transportaba hasta allí las voces y las melodías desde la fortaleza florentina y lo envolvería con aquellos visillos de seda y le taparía los oídos con sus manos, la boca con su lengua. Lo miraría de frente, se lanzaría de cabeza al pozo negro de sus ojos y, desde dentro de su cuerpo, le agarraría el corazón; se lo detendría. Para que dejara de latir al compás del corazón de Paola y comenzara una nueva andadura al ritmo fresco y joven y salvaje del suyo propio.
«Tengo algo que contarte, amore», le diría sin palabras. Y él la abrazaría a su vez, libre por fin de las cadenas que lo secuestraban: las gruesas y largas cadenas que lo ataban a su culpable pasado.
A Stefano, Margherita lo había conocido de lejos a los quince años. Por aquel entonces él era ya un hombre casado, su esposa una belleza alegre y despreocupada, y sus hijas, Francesca y Claudia, dos bebés de capotita y piqué. Fue en una comida al aire libre que habían organizado los Trivulzio en su casa de Blevio el 31 de agosto, festividad de San Abbondio, y que no se deshizo hasta eso de las siete, cuando ya Tivano y Breva, los vientos que preceden a las tormentas, comenzaban a bajar por la cuesta.
La edad era mala para casi todo. Margherita tenía cuerpo de niña y sueños de pájaro libre: unas ganas locas de echar a volar en cuanto se despistara su madre, que no le quitaba el ojo de encima —«qué edad más mala»— y un diario donde no apuntaba nada porque los días pasaban vacíos y el papel se quedaba en blanco. Cómo se aburría —«qué edad más mala»— en ese lago sin diversiones. Demasiado pronto para salir de casa. Demasiado tarde para jugar con sus viejas muñecas de trapo y porcelana, que si las inclinaba cerraban los ojos, si las empinaba los abrían y se quedaban así, mirando sin expresión desde los cristales azules de sus pupilas. Qué edad más malísima.
—Margherita, cara, ¿verdad que no te importa cuidar de estas niñas tan preciosas un rato? Se llaman Francesca y Claudia. Sólo será mientras comemos. Han venido sin la niñera…
En aquel jardín sobre el lago, los Borghetti habían coincidido por casualidad con los Ventura Cossentino, vecinos en Como y en Milán. No eran amigos porque pesaban más los intereses que los separaban que las coincidencias que los unían, pero se soportaban educadamente cuando no tenían más remedio que encontrarse en alguna reunión social a la que estaban invitadas ambas familias. El mayor escollo era la enemistad entre los patriarcas: Tomasso Borghetti, padre de Margherita, y Pompeyo Cossentino, suegro de Stefano, competidores acérrimos en el negocio de las telas. Por fortuna, esa tarde el viejo Pompeyo había decidido quedarse en casa, conocedor de la probable presencia de Tomasso en Villa Trivulzio y la fiesta, de momento, transcurría en paz.
—Es que se me dan fatal los niños —había protestado Margherita inútilmente mientras su madre la cargaba con un bebé regordete que la miró con susto antes de romper a llorar con una rabieta descomunal y con una niña pequeña, que no habría cumplido todavía los tres años y que también lloraba a mares.
Margherita intentó apaciguar el escándalo de los chillidos y las patadas y las lágrimas de las dos criaturas, pero no hubo modo. Tuvo que levantarse el padre de aquellas niñas obedeciendo las órdenes silenciosas de una madre entretenida en otros menesteres —«ve tú, Stefano, que yo estoy hablando con mis amigas»— y relevar a Margherita de una misión desproporcionada para su corta edad y su falta de experiencia.
—Tú eres Margherita Borghetti, ¿verdad? —le preguntó su salvador, un hombre muy guapo al que descubrió un montón de noches sin dormir bajo los párpados.
—Sí.
—Has crecido muchísimo.
—Gracias.
—Pero estás un poco triste. Te lo noto en la cara.
—No estoy triste —protestó Margherita.
—Pues entonces es que te aburres. A mí, algunas veces, no se lo digas a nadie —miró a su alrededor—, me pasa lo mismo.
—Es que no hay nadie interesante en este lago —dijo Margherita con ojos soñadores, aunque se arrepintió de inmediato. A ella le hubiera gustado pasar las vacaciones en la Liguria, en Portofino o en Santa Margarita, con su amiga Rosetta, que tenía unos primos divertidísimos, pero sus padres habían decidido que aún era pronto para separarse de ella —una niña tan tierna e inocente— y se la habían llevado a rastras al lago, como cada verano desde que tenía uso de razón.
—¿Y yo? ¿No te parezco interesante? —respondió Stefano con picardía, haciéndose el ofendido.
Margherita sonrió, el sol la deslumbraba un poco. Tenía todavía la cara redondeada y sierras en los dientes. Le devolvió a las niñas, se disculpó por no haber sabido calmarlas, le acompañó con la vista en su retorno a la mesa, notó que se balanceaba un poco al caminar —tal vez por el arco abierto de sus piernas— y esa noche, desvelada, repitió su nombre, «Stefano, Stefano», como una runa mágica capaz de transportarla a su lado y de escurrirse entre sus brazos. Sueños de niña mala.
Luego lo olvidó durante los años largos del fin de la infancia. Se licenció en Empresariales para poder tomar las riendas algún día del negocio familiar —cosas de ser hija única—, se enamoró de un gamberro, luego de un pirata, luego de un play-boy y más tarde de un don nadie, porque ninguna de sus conquistas era suficiente a los ojos de sus padres.
—Margherita, hija, mira que eres buena —le advertían—. Te dejas engatusar por el primero que pasa. Debes aprender a desconfiar de las amistades inconvenientes y de los espabilados que sólo quieren aprovecharse de tu fortuna.
Así que pasó media vida de amor secreto en amor prohibido, sin atreverse jamás a presentar como Dios manda, en sociedad, a los hombres de su vida. Bien cierto es que al final ninguno de aquellos príncipes azules resultó ser más que un sapo más o menos verrugoso y que todos, uno detrás de otro, acabaron saltando fuera de escena con una patada entre las ancas.
Entonces regresó Stefano.
Habían pasado catorce años desde el encuentro fortuito en Villa Trivulzio. Venía arrastrando una pena muy honda, caminaba encorvado. Había perdido el brillo en la mirada. Se había olvidado de reír.
Entró en el despacho con una cartera de piel, traje de chaqueta, corbata formal. Se hundió en el Chester de cuero, de frente a Margherita, y al levantar la vista de sus papeles ella le contó mil noches más en vela.
—¿Stefano Ventura?
El asintió, la vida arruinada.
—¿Qué puedo hacer por ti?
Stefano traía un negocio mal envuelto que dejó caer sobre la mesa con la sensación de estar entregando un regalo a sabiendas de que quien lo recibe no lo apreciará. Un triste negocio. Un traje gris.
—Pero ¿qué te ha pasado, hombre? ¿Qué te ha hecho la vida?
Margherita supo entonces que su mujer, Paola Cossentino, había abandonado la casa de Milán y se había encerrado en el palacete de Florencia, sola con sus partituras, vestida de negro. Que ya no hablaba, ni comía, ni cantaba, ni reía. Que él, intentando sacarla a flote, había estado a punto de ahogarse con ella. Que el aire se había detenido tras las cortinas de su casa, que se había vuelto pesado y pegajoso. Macizo. Irrespirable. Que no hubo discusiones porque a Paola se le borraron las palabras de la memoria. Que su despedida fue en silencio. «Tú te quedas, yo me voy». Y que la promesa ante Dios —«todos los días de mi vida»— empezaba a pesarle tanto, tanto, que no sabía cuánto tiempo más iba a ser capaz de aguantar su vela.
Margherita, acostumbrada a la clandestinidad impuesta por las exigencias paternas, se lanzó al vacío sin pensárselo demasiado. Le dijo: «¿Sabes que ahora sí te encuentro interesante?». Y comenzó a lamerle las heridas a ratos robados, ajena a los peligros del amor infiel. Hasta que una tarde, recién cicatrizado el corazón del hombre, se topó de frente con su hija Francesca.
Y fue tan violento el golpe, tan profundo el odio que ni el tiempo ni la necesidad lograron arrancarle a esa niña de pelo caoba y ojos entornados una sola palabra. Ni siquiera de desprecio.
La relación que se estableció entre ellas desde esa calle oscura en adelante fue lo más parecido a la nada, entendida ésta como ladrarle a la luna o pedirle deseos a las estrellas fugaces. Por más que Margherita se esforzó en agradar a Francesca con buenas palabras, detalles amables, regalos bonitos y hasta la eligió dama de honor de su boda y le compró un vestido precioso para que estuviera más guapa que ella misma, no logró más que una cara larga y un silencio sólido.
Algunas veces se permitía pensar que la chica no estaba del todo en sus cabales. Lo pensaba para sus adentros, asustada hasta del eco de esas sospechas en su cabeza, no lo fuera a escuchar Stefano, que dormía plácidamente a su lado, ajeno a estos miedos bien fundados que comenzaron el día en que encontró a su hijastra despierta a medianoche con unas tijeras de cocina entre los dedos destrozando los visillos.
—¿Qué ocurre, Francesca? Dime, ¿qué te pasa?
Pero ella no respondió, entretenida como estaba luchando contra un enemigo invisible que se escondía más allá de la ventana.
Salió del dormitorio y regresó a su cama. Ordenó instalar cerrojos en su puerta, le dijo a Stefano que necesitaba más intimidad, dormir tranquila, saber que sus horas de amor estaban a salvo de ojos y oídos indiscretos, y Stefano creyó que se refería a Paola.
—Margherita, amore. —Siempre la llamaba así, «amore»—. Mi mujer vive en Florencia. Muy lejos de aquí. Estamos a salvo de sus tentáculos, no temas.
—No la llames «mi mujer». Ahora y para siempre tu mujer soy yo.
Y echó el tranco haciendo un ruido de mil demonios.
Luego soñó que Francesca, armada con una guadaña, entraba por la ventana y le cortaba la cabeza.
Ya se había rendido. Sólo le quedaba esperar a que la niña se hiciera mayor. Entonces la echaría de casa, la enviaría bien envueltita, con un lacito de seda y un billete de ida a Florencia, a alegrarle las tardes tristes a Paola.
Ya estaba, ya había cumplido los dieciocho. «Tengo algo que contarte, amore», le diría a Stefano. Y después la vida daría comienzo, por fin, lejos de toda la carga que arrastraba el hombre. Olvidados de Francesca, de Paola y de Claudia, tres recuerdos nada más, desdibujados por el abandono. Solos Stefano y Margherita y lo que quisiera añadir Dios en la isla desierta del futuro en blanco.