IV

Aún dormían la siesta Stefano y Margherita bajo el emparrado cuando Francesca, sigilosa, con un velo de funeral y las tijeras de podar escondidas entre los pliegues de la falda negra, salió al jardín por la puerta de atrás. Hacía un calor infernal, las abejas zumbaban somnolientas, el aire permanecía inmóvil, los árboles no daban sombra y los pájaros habían enmudecido —los picos abiertos y los ojos cerrados—, convencidos de estar exhalando el último aliento de sus vidas.

Por la mañana, cuando todos los habitantes de la casa excepto Claudia, y a veces Francesca, retozaban aún entre las sábanas, Margherita salía al jardín. Las niñas la contemplaban escondidas tras las cortinas.

Margherita podaba, regaba, plantaba, arrancaba, acariciaba, besaba y cantaba. Sus flores eran la envidia de todos. Las hortensias crecían inmensas junto al muro y los rosales, caprichosos de formas y colores —algunos rojos, otros blancos, otros amarillos de un tono muy intenso—, trepaban por las paredes de la casa disputándose con la hiedra los mejores puestos. Las azaleas se desbordaban de los tiestos y había pensamientos hasta en verano, y petunias, y margaritas. Miles de margaritas cubrían los parterres como una sábana multicolor, aterciopelada.

—Cuando me muera —solía decir Margherita apoyando la cabeza en el hombro de Stefano—, quiero que me entierres aquí, entre mis flores. Como una más de estas margaritas tan felices.

La veían agacharse, mancharse las manos de tierra. Parecía que estuviera ocultando un tesoro. Siempre había flores frescas en la mesa del desayuno, en los jarrones de cristal de las habitaciones y en la chimenea del salón. Sus flores. En el dormitorio de las niñas.

—¿Ves lo que hago con sus flores? —decía Francesca, pisoteándolas sobre la alfombra.

Pero al día siguiente aparecían de nuevo, más desafiantes y frescas que las del día anterior.

Empezó por las rosas, que tienen el tallo duro, y dejó las hortensias para el final, cuando ya no le quedaran fuerzas para abrir y cerrar las tijeras de podar —las hortensias se arrancaban muy bien sin grandes trabajos—. Salían de la tierra sin oponer resistencia, hartas ya de tanto calor. Las margaritas, por su parte, se troncharon nada más pisarlas. Era divertido dibujar caminillos entre sus pétalos. O tumbarse en el centro del parterre y agitar brazos y piernas de arriba abajo hasta dejar impresa la figura de un ángel precioso, como en la nieve.

Al cabo de media hora, Francesca había formado dos ramos tan grandes que los coches con los que se cruzaron Claudia y ella por la carretera de Laglio redujeron la velocidad para contemplar aquella barbaridad de flores tras las que aparentemente caminaban dos chicas vestidas de negro a las que sólo se les veían los pies.

Habían hecho bien en salir pronto, nada más terminar de comer, porque el cementerio cerraba a las siete. El vigilante las vio acercarse desde la garita y no pudo contener un «¡Madonna!» porque nunca en su vida había visto tantas flores juntas, ni tantas lágrimas, ni tanta tristeza como la que subía por la cuesta.

Saludó a Francesca con familiaridad. La conocía desde que era una niña traviesa a la que regañaba sin mucho convencimiento cada vez que la encontraba saltando de lápida en lápida. Sentía lástima por ella, tan fuera de lugar en ese cementerio árido, de la mano de Paola Cossentino, señora de Ventura, su madre.

—Mira, Franchie —le decía aquella dama que siempre vestía de negro—, aquí están tus abuelitos; allí, tu tía Lorenza; al fondo, tu bisabuela Tiziana; más allá, los tatarabuelos Gian Franco y Andrea…

Pero la niña atendía a medias, más pendiente de las abejas, o de las nubes, o de los veleros que enarbolaban la bandera tricolor camino de algún puerto imaginario donde sólo existía una posibilidad: la de ser feliz.

Los dos ramos inmensos de hortensias, margaritas, azaleas y rosas se internaron en el laberinto de piedra y mármol hasta alcanzar el pequeño mausoleo de la familia, a media ladera de la colina.

—Tú espérame aquí —pidió Francesca a su hermana Claudia—. Ve colocando las flores ahí y ahí. No levantemos sospechas. Yo me encargo del resto.

Se sentó un momento en el suelo, sacó una libreta del bolso y apuntó: «Muertos desde 1800 hasta 1980».

—Oye, Francesca —señaló Claudia, que, desobediente, curioseaba por encima del hombro—. No deberías escribir «muertos», sino «muertas». Te recuerdo que estamos buscando a una mujer. ¡Ah! Y que sea joven. Las viejas se mueren de viejas, no hay ningún misterio en eso. Cuanto más se parezca a Margherita, mejor.

—Tienes razón —rectificó Francesca—. Una mujer. De entre treinta y cuarenta años, rica, presuntuosa, con una vida fácil y una muerte horrible. Ahogada en el lago, a ser posible.

—Ojalá la encuentres rápido, Franchie, aquí hace mucho calor. No me gusta este sitio. Me hace sentir como uno de estos —miró a su alrededor— cadáveres… Huesos, gusanos… Se me pone la carne de gallina.

Francesca se alejó saltando de lápida en lápida; el vigilante se encogió de hombros. Estaban solos. Daba lo mismo.

La tarea no iba a resultar fácil. El cementerio de Laglio estaba construido en vertical, aprovechando la pendiente. Presidía el lugar la monumental pirámide de Joseph Frank erigida en 1842 al más puro estilo egipcio, en la que descansaban los restos mortales de tan ilustre personaje, médico, músico, intelectual, amigo entrañable de Volta, antagonista fiel de Byron, y de Scarpa. Bajo su sombra picuda pasaban la eternidad sus conocidos de entonces, gente elegante llegada de Austria, Suiza y Milán: ricos comerciantes de seda, familias poderosas, aristócratas, oficiales de ejércitos variopintos, damas envueltas en terciopelos y muselinas, con escote amplio y corte imperio, con sus esmeraldas colgándoles aún de las orejas, y sus abanicos, y con sus monóculos ellos, y sus sombreros de copa, dispuestos a levantarse de un brinco de sus agujeros para bailar mil valses al son del piano y del violín.

A cada cual su sitio. El honor para el rico y para el pobre el olvido.

Las diferencias sociales dividían también a los fantasmas de Laglio. De arriba abajo, en riguroso orden económico, la colina se poblaba de mausoleos, criptas, tumbas corrientes, pequeños nichos y, finalmente, en su base más rastrera, fosas comunes, anónimas, en las que los huesos de unos se mezclaban con los de los otros, hasta formar esqueletos de dos cabezas y seis brazos, absurdos y pobres; sobre todo pobres.

Francesca descartó todos los muertos desde la mitad para abajo. Claudia había sido muy estricta en eso: ni viejas, ni pobres, ni mujeres enterradas junto a sus hijos recién nacidos, ni víctimas de la peste, ni de la gripe, ni de la guerra. La cuestión era dar con un misterio, no con una desgracia previsible.

Después de una buena hora de búsqueda la libreta seguía en blanco. El sol calentaba cruel la ropa de luto —el velo, la falda estrecha, la blusa empapada de sudor y los zapatos tan duros, tan rígidos e incómodos—. Le estaban dando ganas de abandonar la investigación.

Se sentó sobre una lápida de mármol. Claudia se acercó sonriente y fresca.

—¡La he visto, Franchie! —dijo excitada—. Es una mujer bastante joven; no creo que pase de los treinta. Está ahí arriba. —Señaló con el dedo hacia un pequeño mausoleo de planta cuadrada y estilo neoclásico—. Recuerdo haber visitado su tumba alguna vez con mamá. Es esa tan bonita; la del angelote de las alas rotas. Se llamaba Sydney, fíjate qué nombre tan divertido.

Claudia arrastró a Francesca a empujones y tirones —«¿por qué te has puesto esos zapatos, tonta?»— hasta que alcanzaron la cima. Desde allí, la vista era fabulosa, el agua del lago cambiaba del verde al azul plomizo, según pasaran o se esfumaran las nubes grises.

—Tenemos que darnos prisa o nos alcanzará la tormenta —observó Francesca cuando ya era demasiado tarde.

Dieron las siete en el reloj de la iglesita gris. El vigilante asomó su cara colorada por detrás del muro de piedra.

—Es la hora. Tengo que cerrar —advirtió—. Además, está empezando a llover. Va a caer una buena con este calor.

Francesca se agachó a toda prisa. Apuntó: «sydney MorGan, 1812», y se santiguó, tal y como había aprendido a hacerlo de niña cuando acompañaba a su madre durante las interminables mañanas tristes en aquellas visitas al cementerio.

Descargó la tormenta, precedida por un viento furioso que retorció las ramas de los árboles, sobre el camino de vuelta a Villa Margherita.

Allí, tras la verja, se representaba un melodrama protagonizado por Stefano, los brazos en jarras, y su bella esposa, arrodillada junto a los parterres destruidos. En lugar de flores, el escenario desolado de los pétalos pisoteados, los tallos cortados, las raíces arrancadas.

—Es una desgracia —repetía Stefano bajo el paraguas, aún sin reparar en los ojos sonrientes de su hija Francesca a sus espaldas.

—Nuestra desgracia —decía Margherita entre sollozos.

Francesca cruzó solemne, empapada por la lluvia y de luto riguroso. Le dedicó un guiño de complicidad a Claudia —al fin y al cabo, la idea del ramo inmenso había sido suya— y atravesó con ella la puerta con la prisa de comenzar por fin la morbosa recreación del asesinato de Sydney Morgan. Una vez en la soledad de su cuarto regresaron a su manual de brujería práctica: aquel libro que recuperaba de repente todo su protagonismo.

—Porque la asesinaron, ¿verdad? —dudó Francesca un instante mientras pasaba las páginas de seda en busca de aquel nombre, Sydney Morgan, y de aquella fecha, 1812, los dos únicos datos de su investigación.

—Claro que sí —respondió Claudia con tanta rotundidad que parecía estar viendo la escena—. Sin alboroto, sin escándalo, sin motivo aparente. Sencillamente, una noche apareció su cuerpo flotando, envuelto en un vestido blanco de muselina, balanceándose con el ir y venir del agua, como un balandrito sin rumbo. Traía tanta paz en la cara que todos dieron por hecho que había muerto acunada por las olas. Aquella tarde había caído una tormenta histórica. Encontraron su bote encallado a la altura de la solitaria Villa Pliniana, convertido en una ruina más entre las ruinas, sin ningún signo de violencia. Del revés, eso sí, como si una ballena lo hubiera abatido mar adentro. Y dijeron que era tan aventada y aventurera, la dulce y alegre Sydney, que seguramente había perdido el equilibrio, vestida como iba, de dama, con esos botines altos de tacón, y se había ido de cabeza al agua, y el barco la abandonó, empujado por el viento de la tormenta, y ella, a pesar de sus dotes de nadadora intrépida, se enredó en una corriente que se la tragó de un bocado; la saboreó como a un bomboncito relleno de licor y la vomitó después de disfrutarla, para que alguien pudiera encontrarla sin vida. Con aquellos ojos de un verde intenso, aquella expresión de serenidad en el rostro, la media sonrisa y los labios amoratados, la piel arrugada como la de una viejita y el pelo negro todo enmarañado. Claro que la mataron, Franchie, sé razonable: ¿cómo podría ser semejante visión otra cosa distinta a un crimen?

Los visillos bailaban una danza agitada, a espaldas de Claudia, que se movía por la habitación como una ráfaga de aire helado. Acompañaba su discurso de un aleteo nervioso, valiéndose de sus manos, de sus ojos, de sus pestañas, de sus piernas firmes y de los gestos que ambas habían aprendido de niñas mirándose en los espejos de su casa de Milán.

Cuando Claudia hablaba, lo hacía con tal convicción que era imposible poner en duda sus palabras. Si decía que los ojos eran verdes, pues a la fuerza tenían que serlo, y si aquella Sydney Morgan había sido asesinada, pues lo había sido. Sin discusión.

—La he visto, Franchie —aseguró—. En el cementerio. Y era tal y como te digo. Delicada y coqueta, lista como una liebre. Venía de paso y se quedó para siempre. Es nuestra muerta. La he visto. Nos estaba esperando.

Se giró hacia la ventana y, con un movimiento de cabeza, le indicó a Francesca que la acompañara al balcón. Se asomaron al lago y recibieron la caricia del viento en sus melenas. Por la izquierda, sobre el agua, procedente de Laglio, apareció la berlina en la que viajaban los Morgan, camino de Villa Fontana, con sus baúles bien sujetos por cinchas de cuero y un cochero italiano muy cantarín azuzando a los caballos, consciente de la urgencia de los pasajeros por llegar a puerto. En su frenético galope iban provocando una estela de espuma y olas que hacía que los pequeños veleros y las barcas de pesca se balancearan peligrosamente. Los habitantes de Lario, acostumbrados como estaban a estas maravillas cotidianas, continuaban con sus quehaceres como si tal cosa, algo molestos por las salpicaduras y el oleaje, pero sin inmutarse en absoluto por la irrupción de una berlina desbocada en medio del siglo XX.