XX
Historia romántica de Lario, un estudio
LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA
El paso de Sydney Morgan, como un cometa de luz, por el cielo alto y sereno de la villa de Como provocó tantos descalabros en tan poco tiempo que cuando por fin se apagó su fuego y su estela blanca se confundió con las nubes, y su recuerdo con los truenos, hubo quien se creyó de veras el cuento de Abbondia.
La vieja se subió a una escalera un día de mercado y se lió a dar cacerolazos anunciando a voz en grito la buena noticia de la muerte de la irlandesa y la mala de la desaparición de Domenico Fontana. A sus pies se congregó una multitud de paesi desharrapados, cretinos hambrientos y barcaiuoli tostados por el sol, una mezcla fenomenal para sembrar la semilla de la duda. Gentes de anchas tragaderas para lo sobrenatural y de estrechas miras para el sentido común que igual llevaban ofrendas a sus santos que colgaban ristras de ajos en las ventanas para espantar el mal de ojo.
Abbondia los pastoreó a todos con vara de hechicera y los convenció de que Sydney Morgan, felizmente difunta gracias a la intervención providencial de una tormenta divina, había sido en vida lo más parecido a un diablo disfrazado de mujer. Les contó que invocaba muertos, que resucitaba ranas, que se inyectaba los humores purulentos de las vacas y que por eso tenía un rabo largo, terminado en plumero de hojarasca, y pezuñas en lugar de dedos, y que había seducido a Domenico Fontana y lo había arrastrado con ella hasta el peor de los infiernos. Ahí es donde había ido a parar el muchacho, les aseguró; al fondo del lago, al averno, atado a unas piedras para que su cuerpo no pudiera salir jamás a flote.
Esto último lo dijo echando espumarajos por la boca porque tenía la costumbre de escupir. La vieja escupía a consecuencia de un berrinche, o para espantar los malos presagios, o para aclararse la garganta, con ruido y salpicando, que igual podía caer su baba sobre la hierba que sobre la espalda o los zapatos de su interlocutor.
Como era día de mercado también la escucharon algunas sirvientas de casas nobles que luego fueron a escandalizar a sus señoras con el relato de los amores prohibidos entre el primogénito de los Fontana y su inquilina, una mujer casada y quince años mayor que él.
Para aquellas damas, el asunto de las brujerías no pasó de anécdota chocante, pero, en cambio, la fantasía de retozar con un purasangre desbocado, como imaginaron todas ellas al joven Fontana, con aquellos bríos y aquella urgencia, que hasta relinchaba entre sus sábanas, se acabó convirtiendo en motivo de preocupación para los condes y los marqueses de las villas de Lario, los cuales, con horror, empezaron a descubrirse incapaces de sofocar el incendio que se había declarado en el vientre de sus mujeres o de dejarlas satisfechas como antaño. Lo que no quisieron ver fue que no era tal el problema, sino que las condesas y las marquesas habían dejado de fingir éxtasis inventados y habían comenzado a exigir placeres ciertos.
—¡A estas alturas! —protestó alguno, cumplidos ya los cincuenta, aquejado de gota y al borde de la extenuación ante las sorprendentes demandas de su esposa.
Secretos de alcoba y posturas aparte, lo cierto era que la misteriosa desaparición de Domenico Fontana se entendió como el resultado lógico de aquel derroche amoroso y nadie quiso emprender su búsqueda por miedo a encontrarlo muerto, desnudo y famélico, pero rotundamente feliz.
No creyeron la historia de las prácticas satánicas de los Morgan, pero tampoco les quedaron ganas de indagar entre los frascos vacíos y los restos despellejados que había abandonado el doctor en su laboratorio de Villa Fontana. Prefirieron correr un tupido velo sobre tan inquietante afición; se la achacaron a su condición de inglés y lo despidieron de lejos, asomados a los balcones de sus casas, aliviados por la buena suerte de perderlo de vista para siempre.
Sólo Vittoria Peluso y su marido, el general Pino, que acababa de regresar del frente ruso, acudieron a acompañar a lord Morgan en su penoso duelo y hubo quien llegó a sospechar y a comentar por lo bajo que lo habían hecho sólo para asegurarse de que Sydney estaba muerta y bien muerta, por si acaso su espíritu indómito lograba desprenderse del cuerpo y se quedaba vagando en Como para siempre, deshaciendo hogares y resucitando difuntos.
Nunca se supo con certeza qué fue de Domenico Fontana. Tampoco se volvió a preguntar por él. Simplemente dejaron de nombrarlo en voz alta por si su sola evocación inflamara de nuevo a las damas y se dio por hecho que el muchacho había sido engullido por las aguas del lago aquella noche de tormenta, como tantos otros hijos de Lario que a lo largo de la historia, confiados e ingenuos, habían creído que uno podía desafiar las leyes de la naturaleza y las de los hombres sin sufrir las consecuencias.
Domenico Fontana había tenido la desgracia de ir a nacer con el estigma de un tatarabuelo notable que a finales del siglo XVI había sido nombrado arquitecto de San Pablo por el papa Sixto V y enviado a Como con la encomienda de construir una catedral indestructible. Una vez allí, cayó rendido de amor por el olor a albahaca de sus bosques, la suavidad de las manos de sus mujeres, el silencio de sus valles y el calor de sus veranos y no se conformó sólo con dotar a aquel monumento de una cúpula inmensa, sino que extendió su hazaña arquitectónica a las dos orillas y los mil recovecos del lago, llenándolos de villas y palacios, balaustradas y soportales, puentes y embarcaderos, y fuentes, y torres, y laberintos rocambolescos de piedra y verdín.
Con el paso de los años, los descendientes de aquel gran señor fueron perdiendo influencia social y económica puesto que nunca volvió a surgir entre ellos otro talento comparable al del primer Domenico, pero conservaron intacto el respeto de sus vecinos y una incómoda sensación de responsabilidad hacia aquella tierra. Entre los Fontana, el patriotismo se acabó convirtiendo en un atributo hereditario que se intensificaba en cada generación de manera inversamente proporcional a sus rentas y que para el día en que nació el tataranieto había tomado ya dimensiones colosales.
Desde que aprendió a pensar por sí mismo, Domenico Fontana fue consciente del tremendo peso de las expectativas de cuatro generaciones de Fontanas fracasados sobre sus hombros.
—En este mundo sólo existen tres vocaciones del alma —le reveló su padre en un instante de lucidez del que se arrepintió más tarde—: La de santo, artista o héroe.
—¿Y se puede ser las tres cosas a la vez? —quiso saber el niño Domenico, que ya apuntaba maneras.
Era de naturaleza inquieta, de miras altas, de valor temerario. No levantaba aún metro y cuarto del suelo y ya luchaba contra los enemigos imaginarios que poblaban el jardín. Abbondia sospechaba que veía muertos, de tan vividas como eran sus batallas infantiles, espada de madera en ristre, capa de saco y heridas de guerra. Tenía una barca de remos con la que solía recorrer las orillas del lago en busca de algún rincón apartado donde inventar un reino hecho a su imagen y semejanza, con dragones, damas en apuros y caballeros solícitos, dispuestos a entregar sus vidas por amor.
Lo encontró, o lo soñó, quién sabe, una tarde de nieblas junto a Villa Minerva, a medio camino entre Italia y Suiza, montaña arriba, escondido detrás de una zarzamora, en los ojos azules de la criatura más sorprendente de cuantas había descubierto jamás. Fue visto y no visto. Una niña que deambulaba sola en un claro del bosque. Alguien la llamó —«¡Lizzy!»— y ella desapareció entre la maleza.
Se lo contó a la vieja.
—Era pequeña, blanca, ligera.
—¿De qué color era su pelo?
—Verde.
—¿Le viste los pies? ¿Los tenía del derecho o del revés?
—No sé si tenía pies. Más bien me pareció que flotaba.
—¿Y dices que cantaba?
—En una lengua extraña.
—Pero no te vio, ¿verdad?
—Ay, Abbondia, suéltame, que me haces daño.
—¡Dime que no te vio, Domenico!
Pero ya el niño se había liberado de su zarpa de bruja y corría libre a través del jardín hacia los brazos protectores de su madre, que siempre olía a violetas. Abbondia, la del picor de ajos y la redecilla negra, preparó esa noche un ungüento de ortigas con el que embadurnó a Domenico para hacerlo invisible a los ojos de las ninfas, por si aquella hija de Lario se hubiera encaprichado de los rizos rubios y la boca húmeda del muchacho y viniera de noche a raptarlo.
El joven Domenico vistió su primer uniforme militar el día en que cumplió diecisiete años. A su madre, Alberta, y a su ama de cría, Abbondia, les resbalaron las lágrimas por la cara al verlo tan guapo, tan alto y tan fuerte, vestido con el pantalón blanco, las botas de montar, la levita y el chacó emplumado de la Guardia Real.
Como todavía no tenía edad ni formación para entrar en combate, aquel uniforme no representaba ninguna amenaza para ellas. Sólo comenzaron a preocuparse por la seguridad del muchacho a partir del día de su licenciatura en la academia militar de Como, cuando, al despedirse de él en la puerta de Villa Fontana, se dieron cuenta de que el niño era un hombre y la guerra una realidad cruel.
Entonces, con el corazón en un puño y en la cabeza la pesadilla del millar de jóvenes italianos que habían perdido la vida en el frente, Alberta Fontana reunió el valor suficiente para ir a suplicar al general Pino, el vecino incómodo, que pusiera a su hijo Domenico bajo su protección.
Nunca le habían gustado demasiado los Pino. Alberta era de las que no olvidaban el origen farandulero de la Pelusina, la fama de pervertido de Calderara ni la de medrador del general, siempre con la cabeza gacha ante el virrey Beauharnais. Pero al contrario de lo que había temido, la signora Fontana descubrió en los Pino a una pareja amable, de modales exquisitos, que, en vez de avergonzarla por aquella solicitud de amparo, consiguieron que regresara a casa con la sensación de haberles concedido un tremendo honor.
—Lo protegeré con mi vida —prometió Pino—. Y volverá sano y salvo, convertido en un hombre. Eso es el ejército, eso hace la guerra: transforma niños en hombres, cobardes en héroes y débiles en titanes.
—Me conformo con que su guerra me lo devuelva tal y como me lo arrebata —respondió Alberta. Y luego puso rumbo a Villa Fontana con la necesidad perentoria de abrazar a Domenico y llenarlo de besos.
Una vez atados los cabos de la inmunidad de su pequeño, Alberta fue capaz de enfrentarse de nuevo a la rutina del corso, el mercado, la plaza y la ópera con la confianza puesta en la prudencia de Pino, que, en cuanto le fue posible, nombró a Domenico su ayudante de campo y hombre de confianza. Con esta garantía, ya sin tanto miedo, unos días más tarde vio partir al hijo en un caballo blanco, el hombre más apuesto de la Tierra, por el pasadizo de castaños atardecidos, camino de Como, donde esa noche se celebraba el baile de graduación que cambiaría su vida para siempre.
Pero olvidó lo más importante. Abbondia no se lo perdonó jamás.
—¿Dónde está el niño? —preguntó la vieja, que traía un manojo de albahaca en cada mano.
—Ha salido ya. Iba guapísimo.
—¡Maldita sea la hora! —gritó a la vez que lanzaba un escupitajo negro a los pies de Alberta—. ¡Se ha ido sin el antídoto contra los alborotos del alma!
Arrojó la albahaca al suelo y la pisoteó con una energía impropia de su edad. Continuó maldiciendo y escupiendo mientras regresaba a la huerta, furiosa como sólo Abbondia sabía hacerlo: echando fuego por los ojos y veneno por la boca.
Domenico, desconocedor de los peligros a los que se enfrentaba por el solo hecho de haberse olvidado la albahaca en casa, alcanzó la villa de Como con las últimas luces del día y se dirigió a Villa Trotti, donde esa noche se daba cita lo más selecto de la juventud de Lario. Hermosas doncellas procedentes de Bellagio, Moltrasio, Tremezzo y Varenna lucían sus mejores galas para encandilar a los cadetes. Bailaban el moderno vals, la zarabanda y el minué alrededor de una orquesta de cámara liderada por un piano y seis violines.
Era tanta y tan variada la belleza de las mujeres que poblaban aquel salón que un hada de pies cambiados, alas transparentes y cabellos verdes podría haber pasado desapercibida entre ellas. Sobre todo porque diminuta como era, etérea y silenciosa, la ninfa se escondía detrás de las cortinas y los visillos, como si tuviera miedo de ser descubierta lejos de su claro del bosque y obligada a unirse para siempre al infierno de los mortales.
Su nombre era Elisabeth, aunque sólo volvía la cabeza si la llamaban Lizzy, por ser una identidad más propia de una criatura mágica, y tenía dos hermanas: Jane y Emily, también muy bonitas. Las tres eran delicadas, las tres iban envueltas en seda, las tres aleteaban —sus párpados mariposas—, pero sólo Elisabeth sabía volar.
Desde un rincón del salón, sin atreverse a interrumpir el baile por miedo a romper en pedazos la burbuja que la protegía del mundo conocido y la mantenía a salvo, ajena a cualquier intromisión en su extraña realidad de fantasía, Domenico observó que aquella niña giraba sin tocar el suelo, se elevaba por encima de las cabezas de los demás y se mecía con las idas y venidas de la gente como un trocito de papel o una pluma muy ligera, o una partícula de polvo invisible que sólo aparece en el contraluz.
Al apreciar los destellos verdes y azules de la luz de las velas sobre su pelo, un latigazo muy violento desbarató de un plumazo el orden cronológico de su memoria. Entre la infancia y la juventud la recordó cantando en una lengua extraña y flotando sobre las zarzamoras, los ungüentos de Abbondia ineficaces contra semejante experiencia de los sentidos, maldita la hora en que olvidó la albahaca, y cayó sin remedio en el hechizo.
Por si fuera de mentira o producto de su imaginación, puesto que aquella visión colmaba cualquiera de sus deseos —los desbordaba—, el soldado sopló en su dirección y comprobó que ella sentía aquel viento y se dejaba llevar. Le miró. Para entender qué la empujaba.
Desde ese día sus corazones fueron de plomo fundido y los peligros del mundo, polichinelas de grotesca sonrisa.
PRIMERA CARTA DE DOMENICO FONTANA
A ELISABETH KING
No es fácil ser, como me pides, algo así como el guardián de tus secretos. Que no descubra a nadie dónde se encuentra tu claro del bosque, que no aprenda tus canciones, que no trate de besarte, ni de alcanzarte, ni de enredarme en tu pelo. Que los demás no se han dado cuenta, me dices, del color verde de tu cabello o del azul de tus ojos, uno de hierba y los otros de agua. Ni sabe nadie que tu piel está recubierta del polvo blanco de los caminos y tus labios de lluvia y tus manos impregnadas del olor a lavanda de los montes de Lario. Me dices que no puedes separar lo uno de lo otro; tu naturaleza humana de la salvaje que te rodea y en la que te mueves de rayo en rayo de luz, y que a veces, como esta noche, te refugias en la oscuridad, te confundes con la espesura y te dejas mojar por la lluvia, porque ése es tu modo de ralentizar el deterioro de tu cuerpo mortal.
Pero tienes padre y madre; dos hermanas que se parecen a ti; una vida convencional al otro lado de las montañas. ¿Eres de carne y hueso, Elisabeth King, o eres una criatura mágica, Lizzy, como quieres hacerme creer?
¿Podré beber de tu boca y acariciar tu rostro cuando me des permiso para acercarme a ti un poco más que hoy? ¿Tendré que aprender a manejar tu fragilidad: «No me asfixies, no me abrases, no me vayas a quebrar las alas»?
Te he preguntado estas cosas sin palabras, sólo con el pensamiento, y tú me has escuchado. Te has llevado el dedo índice a los labios y me has pedido que me callara, como si también las ideas fueran capaces de despertar a los habitantes del lago.
¿Lo son, Lizzy? ¿Somos de verdad tan insensibles los hombres que no sabemos ver en lo invisible ni escuchar en el silencio? ¿Desaparecerás el día en que te toque? ¿Te pulverizarás y se te llevará el aire?
SEGUNDA CARTA DE DOMENICO FONTANA
A ELISABETH KING
«Acércate, Domenico», me has pedido de repente, después de contemplarme durante horas eternas. Yo no sé leer tu pensamiento; tú sí el mío. Me aterra imaginar lo que has podido encontrar en el desorden de mi cabeza.
He obedecido. Me he levantado del suelo y he dado dos pasos hacia ti.
«Está bien», has dicho abriendo la mano y dirigiéndola hacia donde yo estaba. «Hasta ahí nada más».
Has debido de notar mi decepción; yo ya había tomado impulso y, por ello, probablemente, me has hecho un regalo: has girado sobre ti misma y he podido notar tu olor.
Hueles a nada. Es la ausencia de olores lo que te define. Ahora me pregunto a qué sabes.
TERCERA CARTA DE DOMENICO FONTANA
A ELISABETH KING
Agua, aguane, náyade o ninfa. Tu sangre es de agua, tu saliva es de agua, tu aliento es de agua.
Hoy, por fin, me has permitido entrar en el claro que habitas. Es un círculo del tamaño de una fuente de jardín. Anodino de día —he vuelto por la mañana para comprobar que aún seguía allí—, pero misterioso de noche, cuando tú lo iluminas.
Llevabas un vestido azul, trenzas en el pelo, los pies descalzos. Hemos hablado. Me has dicho: «Ya no soy libre».
Lo he comprendido de inmediato. Yo tampoco lo soy. Por el mismo motivo.
Pero yo no siento miedo, al contrario que tú, por pertenecerte. Protegeré tu vida con mi vida, te he prometido. Mi fuerza contra tu fragilidad, mi torpeza contra tu delicadeza. No tienes nada que temer, hada de los bosques, no dejaré que te hagan daño.
Pero tú me has respondido: «No es por mi vida por la que temo».
Después te has rendido y me has dejado besarte. He tratado de ser suave para no hacerte daño. Un roce de mis labios sobre los tuyos, he pensado, nada más.
Pero tal vez no sea posible. Tal vez el amor te duela de todas formas.
No sé de qué está hecha tu alma, ni tu cuerpo. Tal vez te has roto un poco esta noche, o has perdido parte de tu inmortalidad. Tal vez desaparezcas para siempre.