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Me despertó el Toni cuando volvió, y eso que cuando volvía por las noches siempre cruzaba el patio andando de puntillas. Empecé a pasar un dedo por una flor de ganchillo y de vez en cuando tiraba de una hoja. Un mueble crujió, a lo mejor la consola, a lo mejor el sofá, a lo mejor la cómoda… A oscuras volví a ver cómo giraba el bajo de la falda blanca de Rita sobre sus pies con zapatos de satén y hebillita de brillantes. Y así iba pasando la noche. Las rosas de la colcha tenían corazón en el medio y, una vez, uno de los corazones se gastó y de dentro saltó un botoncito muy pequeño de media bola… señora Natalia. Me levanté. El Toni había dejado el balcón entornado para no despertarnos… iba a cerrar el balcón. Y cuando ya estaba junto a él me volví para el dormitorio y me metí detrás del biombo y me vestí a palpas. Y sólo era la madrugada. A palpas fui a la cocina, como siempre, tocando las paredes, descalza. Me paré delante de la puerta de la habitación del chico y le oí respirar hondo y tranquilo. Y entré a la cocina a beber agua, por beberla. Abrí el cajón de la mesita de madera blanca con hule de cuadritos encima y saqué el cuchillo de pelar patatas que tenía la punta fina. El corte del cuchillo tenía dientes como una sierra… señora Natalia. El que había inventado el cuchillo lo había hecho muy bien, debía de haber pensado mucho debajo de una lámpara sobre una mesa después de comer porque antes los cuchillos eran diferentes y tenía que venir el afilador y a lo mejor los afiladores por culpa del que había inventado el cuchillo sierra quemándose las cejas habían tenido que cambiar de oficio. A lo mejor ahora hacían otra cosa los pobres afiladores y a lo mejor habían salido ganando y tenían moto e iban por las carreteras como un rayo con su mujer asustada detrás. Arriba y abajo por las carreteras. Porque todo era así: carreteras y calles y pasillos y casas para meterse dentro como una carcoma dentro de la madera. Paredes y paredes. Una vez me dijo Quimet que la carcoma era una desgracia y yo le dije que no comprendía cómo se las arreglaban para respirar, siempre agujereando, agujereando y que cuanto más agujereaban menos debían de poder respirar y él me dijo que ya estaban acostumbrados a vivir de ese modo, siempre de narices en la madera y buenos trabajadores por gusto. Y pensé que los afiladores a lo mejor todavía podían vivir del oficio porque no todos los cuchillos eran cuchillos de cocina y de colonias y de hospicios, que la administración sólo piensa en economizar, sino que todavía quedaban cuchillos con hojas buenas para pasarlas por la piedra. Y mientras pensaba eso nacieron los olores y los hedores. Todos. Persiguiéndose, haciéndose sitio y escapándose y volviendo: olor de terrado con palomas y el olor de terrado sin palomas y el hedor a lejía que cuando estuve casada supe qué clase de olor era. Y el olor de sangre que ya era como un anuncio de olor de muerte. Y el olor de azufre de los cohetes y de los buscapiés aquella noche en la Plaza del Diamante y el olor de papel de las flores de papel y el olor de seco de la esparraguera que se desmigaba y hacía en el suelo un cuerpo de cositas pequeñas que eran el verde que se había escapado de la rama. Y el olor muy fuerte del mar. Y me pasé la mano por los ojos. Y me preguntaba por qué a los hedores les llamaban hedores y a los olores olores y por qué no podían llamar hedores a los olores y olores a los hedores y llegó el olor que tenía el Antoni cuando estaba despierto y el olor que tenía el Antoni cuando estaba dormido. Y le dije al Quimet que a lo mejor las carcomas, en vez de trabajar de fuera a dentro, trabajan de dentro a fuera y sacaban la cabeza por el agujerito redondo y pensaban en las diabluras que estaban haciendo. Y el olor de los niños cuando eran pequeños, de leche y de saliva, de leche todavía buena y de leche que se había agriado. Y la señora Enriqueta me había dicho que teníamos muchas vidas, entrelazadas unas con otras, pero que una muerte o una boda, a veces, no siempre, las separaba, y la vida de verdad, libre de todos los lazos de vida pequeña que la habían atado, podía vivir como habría tenido que vivir siempre si las vidas pequeñas y malas la hubieran dejado sola. Y decía, las vidas entrelazadas se pelean y nos martirizan y nosotros no sabemos nada como no sabemos del trabajo del corazón ni del desasosiego de los intestinos… Y el olor de las sábanas llenas de mi cuerpo y del cuerpo del Antoni, aquel olor de sábana cansada que va chupando el olor de la persona, olor del pelo en la almohada, olor de todas las brocitas que hacen los pies en la punta de la cama, el olor de la ropa usada que se deja por las noches encima de una silla… Y el olor del grano, y el de las patatas y el de la bombona de aguafuerte… El cuchillo tenía el mango de madera atravesado por tres clavitos con la cabeza aplastada para que nunca se pudiera separar de la hoja. Llevaba los zapatos en la mano y cuando hube salido al patio ajusté el balcón movida por una fuerza que me arrastraba, que no me venía ni de dentro ni de fuera, y apoyada en una columna para no caerme me puse los zapatos. Me pareció que oía el primer carro, lejos, todavía medio perdido no sé dónde, en medio de la noche que se acababa… Al albaricoquero se le movieron unas cuantas hojas llenas de luz de farol y unas alas de pájaro escaparon. Una ramita tembló. El cielo era azul oscuro, y sobre ese cielo, azul de tan alto, se recortaban los tejados de las dos casas de pisos del otro lado de la calle con las galerías encaradas. Me parecía que todo lo que hacía ya lo había hecho, sin que pudiese saber dónde ni cuándo, como si todo estuviese plantado y arraigado en un tiempo sin memoria… Y me toqué la cara y era mi cara con mi piel y con mi nariz y con la forma de mi mejilla, pero aunque era yo veía las cosas nubladas, pero no muertas: como si les hubiesen caído encima nubes y nubes de polvo… Volví hacia la izquierda, hacia la calle Mayor, antes de llegar al mercado y más debajo de la casa de las muñecas. Y cuando llegué a la calle Mayor anduve por la acera de baldosa en baldosa, hasta llegar a la piedra larga del bordillo, y allí me quedé tiesa como un palo por fuera, con todo un chorro de cosas que me subían del corazón a la cabeza. Pasó un tranvía, debía de ser el primero que había salido de las cocheras, un tranvía como siempre, como todos, descolorido y viejo… y aquel tranvía a lo mejor me había visto correr con el Quimet detrás, cuando salimos como ratas locas viniendo de la Plaza del Diamante. Y se me puso un nudo en la garganta, como un garbanzo clavado en la campanilla. Me vino el marco y cerré los ojos y el viento que hizo el tranvía me ayudó a seguir adelante como si me escapase de la vida. Y al primer paso que di todavía vi el tranvía dejándose ir y levantando chispas rojas y amarillas entre las ruedas y los raíles. Era como si fuese por encima del vacío, con los ojos sin ver, pensando a cada momento que me hundiría, y crucé la calle agarrando fuerte el cuchillo y sin ver las luces azules… Y al otro lado me volví y miré con los ojos y con el alma y me parecía que aquello no podía ser verdad. Había cruzado. Y me puse a andar por mi vida antigua hasta que llegué enfrente de la pared de casa, debajo del mirador… La puerta estaba cerrada. Miré hacia arriba y vi al Quimet que, en medio de un campo, cerca del mar, cuando yo estaba embarazada del Antoni, me daba una florecita azul y después se reía de mí. Quería subir arriba hasta mi piso, hasta mi terrado, hasta las balanzas y tocarlas al pasar… Había entrado hacía muchos años por aquella puerta casada con el Quimet y había salido por ella para casarme con el Antoni y con los niños detrás. La calle era fea y la casa era fea y el empedrado sólo era bueno para los carros y los caballos. El farol estaba lejos y la puerta estaba oscura. Busqué el agujero que el Quimet había hecho en la puerta, encima de la cerradura, y lo encontré en seguida: tapado con corcho justo encima de la cerradura. Y empecé a sacar migas de corcho con la punta del cuchillo. Y el corcho saltaba desmigado. Y saqué todo el corcho y entonces me di cuenta de que no podría entrar. Con los dedos no podía coger la cuerda y sacarla afuera y tirar y abrir la puerta. Tendría que haber llevado un alambre para hacer de gancho. Y cuando iba a dar dos puñetazos en la puerta pensé que haría demasiado ruido y golpeé la pared y me hice mucho daño. Y me volví de espaldas a la puerta y descansé y tenía mucha madrugada dentro. Y me volví a girar de cara a la puerta y con la punta del cuchillo y con letras de periódico escribí Colometa, bien hondo y, como sin saber lo que hacía me puse a andar y eran las paredes quienes me llevaban y no mis pasos, y me metí en la Plaza del Diamante: una caja vacía hecha de casas viejas y el cielo por tapadera. Y en medio de aquella tapadera vi volar unas sombras pequeñas y todas las casas empezaron a columpiarse como si todo lo hubieran metido dentro de agua y alguien hiciese mover el agua despacito y las paredes de las casas se estiraron hacia arriba y se empezaron a echar las unas contra las otras y el agujero de la tapadera se iba estrechando y empezaba a formar un embudo. Y sentí una compañía en la mano y era la mano del Mateu y se le posó en el hombro una paloma corbata de satén y yo no había visto nunca ninguna, pero tenía plumas de tornasol y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva… y aquella pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada dentro, era mi juventud que se escapaba con un grito que no sabía bien lo que era… ¿abandono? Me tocaron en el brazo y me volví sin asustarme y un hombre viejo me preguntaba si estaba enferma y oí que abrían un balcón. ¿No se encuentra bien? Y se acercaba una vieja y el viejo y la vieja se quedaron plantados delante de mí y en el balcón una sombra blanca. Ya se me ha pasado, dije. Y venía más gente: venían poco a poco, como la luz del día, y dije que ya estaba bien, que todo había terminado, que eran los nervios, nada, nada peligroso… Y empecé a andar otra vez, a deshacer el camino. El viejo y la vieja, me volví a mirarles, se habían quedado plantados y me seguían con los ojos y con el poco de luz que había nacido parecían de mentira… Gracias. Gracias. Gracias. El Antoni se había pasado años diciendo gracias y yo nunca le había dado las gracias por nada. Gracias… Sobre la piedra del bordillo de la acera de la calle Mayor, miré arriba y abajo a ver si venían tranvías y crucé corriendo y cuando llegué al lado bueno todavía me volví otra vez para ver si me seguía aquella pizca de cosa de nada que me había hecho volverme tan loca. Y andaba sola. Las casas y las cosas ya tenían los colores puestos. Por las calles que iban a la plaza del mercado, bajaban y subían carros y camiones, y los hombres del matadero, con la bata manchada de sangre y media ternera a la espalda, entraban en el mercado. Las floristas ponían ramos en los cucuruchos de hierro llenos de agua que hacían los ramos de flores. Los crisantemos despedían un hedor amargo. La colmena vivía. Y entré en mi calle, la del carro de la madrugada. Y al pasar miraba las entradas anchas donde un vendedor vendía los melocotones y las peras y las ciruelas hacía años, con balanzas antiguas, con pesas doradas y con pesas de hierro. Con balanzas que el vendedor sostenía pasando un dedo por el gancho de arriba. Y en el suelo había paja y copos de viruta y papeles finos estrujados y sucios. No, gracias. Y los chillidos de los últimos pájaros arriba en el cielo; de los que huyen temblando en el azul que tiembla. Me paré junto a la verja, las galerías estaban allí arriba, unas junto a otras como los nichos de un cementerio extraño, con persianas que se estiraban con cuerda, todas verdes, con persianas enroscadas arriba o desenroscadas abajo. Había ropa tendida en los alambres y, de vez en cuando, una mancha de color que era una flor de geranio en un tiesto. Entré en el patio cuando un hilo de sol miserable de tan enclenque manchaba las hojitas del albaricoquero. Y con la nariz pegada a los cristales del balcón estaba el Antoni, que me esperaba. Y yo, expresamente, andaba muy poco a poco, ahora un pie, ahora el otro, iba entrando… los pies me llevaban y eran pies que habían andado mucho y que cuando estuviese muerta a lo mejor la Rita me los enganchaba con un imperdible para que estuvieran bien juntos. Y el Antoni abrió el balcón y con una voz que le temblaba preguntó, ¿qué te pasa?, y dijo que ya hacía mucho rato que estaba angustiado porque se había despertado de repente como si le hubiesen avisado de una desgracia y no me había encontrado ni a su lado ni en ninguna parte. Y le dije, se te enfriarán los pies… y que me había despertado cuando todavía era de noche y que no me había podido volver a dormir y que había necesitado respirar aire porque tenía no sé qué que me ahogaba… Sin decir nada se volvió a meter en la cama. Todavía podemos dormir, le dije, y le veía de espaldas con el pelo del cogote un poco demasiado largo, con las orejas tristes y blancas, que siempre las tenía blancas si hacía frío… Dejé el cuchillo encima de la consola y empecé a desnudarme. Antes cerré los postigos y por la rendijita entraba la claridad del sol y fui hasta la cama y me senté y me descalcé. El somier crujió un poco, porque era viejo y ya hacía tiempo que teníamos que cambiarle los muelles. Tiré de las medias como si tirase de una piel muy larga, me puse los escarpines y entonces me di cuenta de que estaba helada. Me puse el camisón descolorido de tanto lavarlo. De uno en uno me abroché los botones hasta el cuello, y también me abroché los botoncitos de las mangas. Haciendo que el camisón me llegase hasta los pies, me metí en la cama y me arrebujé. Y dije, hace buen día. La cama estaba caliente como la panza de un gorrión, pero el Antoni temblaba. Le sentía castañetear los dientes, los de arriba contra los de abajo o al revés. Estaba vuelto de espaldas y le pasé un brazo por debajo de su brazo y le abracé por el pecho. Todavía tenía frío. Enrosqué las piernas con sus piernas y los pies con sus pies y bajé la mano y le desaté la atadura de la cintura para que pudiese respirar bien. Le pegué la cara a la espalda y era como si sintiese vivir todo lo que tenía dentro, que también era él: el corazón lo primero de todo y los pulmones y el hígado, todo bañado con jugo y sangre. Y le empecé a pasar la mano poco a poco por el vientre porque era mi pobrecito inválido y con la cara contra su espalda pensé que no quería que se me muriera nunca y le quería decir lo que pensaba, que pensaba más de lo que digo, y cosas que no se pueden decir y no dije nada y los pies se me iban calentando y nos dormimos así y antes de dormirme, mientras le pasaba la mano por el vientre, me encontré con el ombligo y le metí el dedo dentro para taparlo, para que no se me vaciase todo él por allí… Todos, cuando nacemos, somos como peras… para que no se escurriese todo él como una media. Para que ninguna bruja mala me lo sorbiese por el ombligo y me dejase sin el Antoni… Y nos dormimos así, poco a poco, como dos ángeles de Dios, él hasta las ocho y yo hasta las doce bien dadas… Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era un mediodía, me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño. Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho y si lo que había hecho, que no sabía si lo había hecho, lo había hecho algo despierta o muy dormida, hasta que me lavé la cara y el agua me despabiló… y me puso color en las mejillas y luz en los ojos… No hacía falta almorzar porque era muy tarde. Sólo beber un poco de agua para quitarme el fuego de la boca… El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, a la hora de la boda, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor todavía encontraba charcos de agua en los senderitos… y dentro de cada charco, por pequeño que fuese, estaría el cielo… el cielo que a veces rompía un pájaro… un pájaro que tenía sed y rompía sin saberlo el cielo del agua con el pico… o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos…

Ginebra, febrero-septiembre 1960.