39
Toqué las balanzas y acabé de bajar. Era una tarde de domingo medio nublada, pero sin lluvia, sin sol y sin viento. Me costaba un poco respirar, como a los peces cuando los sacan del agua. El tendero me había dicho que entrase por la puertecita del patio, que estaría abierta, como de costumbre, porque era la única puerta de que se podía disponer los domingos. No se iba a pasar el tiempo bajando y subiendo el cierre metálico, si tenía visitas. Y no sé por qué, aunque le iba a ver, y aunque estaba decidida a ir, y la prueba es que me había puesto en camino, andaba como desganada y me entretenía mirándome en todas las lunas de los escaparates y me veía pasar por dentro de las lunas, donde todo era más oscuro y más brillante. El pelo me molestaba. Me lo había cortado yo misma y me lo había lavado y me iba un poco por donde le daba la gana.
Me esperaba de pie, entre dos columnas de las cuatro que sostenían las galerías de los seis pisos. De una galería de los últimos pisos, cuando entré, caía, dando vueltas, un aeroplano hecho con papel de periódico. El tendero lo cogió al vuelo y dijo que más valía callar porque, si subía a quejarse, a lo mejor se cabreaban y tiraban más cosas. Se veía que se había afeitado hacía poco y se había hecho un corte pequeño cerca de la oreja. Con aquella luz nublada los agujeritos de la viruela parecían más hundidos dentro de la piel. Cada agujerito era redondo y tenía una piel más nueva, un poco más clara que la piel que se tiene de nacimiento.
Me dijo si quería hacer el favor de entrar. Y me hizo pasar delante y me resultaba raro porque, sin la claridad que otros días venía de la tienda abierta, a través de la cortina de cañas, todo era distinto y parecía otra casa. Tenía la luz del comedor encendida. Esa luz era media bola de porcelana, puesta boca abajo, sostenida del techo por seis cadenas de metal. El fleco de la media bola estaba hecho de cañoncitos de vidrio blanco como la bola. A veces, cuando alguien corría en el piso de arriba, chocaban unos contra otros y hacían como una musiquita. Y hacia el comedor fuimos y en el comedor nos sentamos.
—¿Quiere unas galletas?
Me puso delante una caja cuadrada, llena hasta arriba de capas y capas de galletas de vainilla, y la aparté con la mano y le dije que muchas gracias, pero que no tenía nada de hambre. Me preguntó por los niños y mientras charlaba y volvía las galletas al aparador, de donde las había sacado, me di cuenta de que todo lo que decía y todo lo que hacía le costaba mucho decirlo y hacerlo, y me parecía como una almeja con la concha partida que es una cosa de las más abandonadas. Me dijo que le perdonase de haberme dado la molestia de ir en domingo, que seguramente era el día que yo más necesitaba estar en casa para arreglar mis cosas y para estar con los niños. Y en ese momento se sintieron carreras en el piso de arriba y los cañoncitos de la lámpara hicieron clinc, clinc… Miramos los dos la lámpara que bailaba y cuando los cañoncitos se callaron le dije que dijese lo que me quería decir si es que tenía alguna cosa que decirme. Y me dijo que era muy difícil. Y puso las manos encima de la mesa y enlazó los dedos de una mano con los dedos de la otra y cuando los tuvo bien enlazados, tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos, dijo que estaba muy preocupado, que él era una persona de vida sencilla, siempre allí, encerrado, arreglando la tienda sin parar, trajinando, limpiando, vigilando los sacos del almacén y que las ratas no los royesen, porque una vez una rata le hizo nido dentro de un hato de estropajos, y la rata se había ensuciado en los estropajos y él no se había dado cuenta, aunque pudo matar a la rata y a la cría, y puso los estropajos a la venta. Y una criada, que le ponía muy buena cara pero que a él no le gustaba nada, compró dos estropajos y al cabo de un rato vino la señora de la criada con la criada y le dieron cuatro gritos desagradables y le dijeron que parecía mentira que fuese tan abandonado como para vender estropajos, estropajos que habían de lavar los platos, con porquería de ratas dentro. Y que, eso de los estropajos sólo era un detalle para demostrarme el cuidado que había que tener para que las ratas que salían de la alcantarilla no entrasen del patio. Dijo que tenía una vida poco divertida, que no era una vida como para ofrecerla como si fuese una gran cosa, sólo pensando en el trabajo y haciendo ahorros para la vejez. Dijo que pensaba mucho en la vejez y que quería ser un viejo respetado y que a los viejos sólo se les respeta cuando tienen para vivir. Dijo que no era un hombre al que le gustase privarse de lo necesario, pero que pensaba mucho en la vejez y que no se quería encontrar, cuando no tuviese ni dientes ni pelo ni fuerza en las piernas ni ánimo para ponerse los zapatos, teniendo que ir a llamar a la puerta de un asilo y acabar asilado, después de una vida dedicada al trabajo de cada día y a la lucha. Desenlazó los dedos y entonces metió dos dentro del jarro que tapaba la mancha de tinta y de entro las rosas rojas y las margaritas sacó un pellizquito de musgo y dijo, sin mirarme, que siempre pensaba mucho en mí y en mis hijos y que él creía en el destino de las personas… y que si me había dicho que fuese el domingo era para poder hablar con tranquilidad, porque me tenía que pedir una cosa, que no sabía cómo empezar a pedírmela, más que nada porque no sabía cómo la tomaría yo. Y volvieron a correr por el piso de arriba y otra vez la musiquita, y él dijo, mientras no nos hundan el techo… y lo dijo como si yo también formase parte de la casa… y dijo que era un hombre solo. Un hombre completamente solo: ni padres ni familia de ninguna clase. Solo como la lluvia que vuela. Y que era de buena fe y que sobre todo no me tomase en mal sentido lo que quería decirme… Y quería decirme que era un hombre solo que no sabía vivir solo… Y estuvo un buen rato callado y levantando la cabeza y mirándome muy fijamente, dijo: me quisiera casar pero no puedo fundar una familia…
Y dio un puñetazo en la mesa con toda su fuerza. Eso dijo: que no podía fundar una familia y que se quería casar. E iba haciendo una bolita verde con el musgo que había sacado del jarrón de latón. Se levantó y se puso frente a la japonesa, y después se volvió y se sentó otra vez, y mientras se sentaba, cuando todavía no estaba sentado del todo, preguntó:
—¿Se querría casar conmigo?
Ya me lo temía, pero temiéndolo y viéndolo venir, me quedé como helada y sin acabar de entenderlo.
—Soy libre y usted es libre y yo necesito compañía y sus hijos necesitan un buen apoyo…
Se levantó más nervioso que yo y atravesó a la japonesa dos o tres veces entrando y saliendo del comedor, entrando y saliendo… Y volviéndose a sentar me dijo que no me podía imaginar todo lo bueno que era él. Que no sabía qué clase de buena persona era. Y que me tenía afecto desde siempre, desde cuando iba allí a comprar arvejas y me veía salir tan cargada que a duras penas si las podía llevar.
—Y yo creo que está usted muy sola y con los niños encerrados y solos mientras trabaja. Yo podría poner orden en todo eso… Si no le gusta, haga como si no le hubiese dicho nada…, pero he de añadir que no puedo fundar una familia porque por culpa de la guerra soy inútil y, con usted, ya me encuentro una familia hecha. Y no quiero engañar a nadie, dijo, Natalia.