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Por fin hizo la silla. Se había pasado muchas noches haciendo los planos y viniendo a dormir cuando yo ya dormía. Me despertaba y me decía que lo más difícil era encontrar el equilibrio. Lo discutía con el Cintet y con el Mateu los domingos que hacía mal tiempo, que lo pasaban en casa. Era muy extraña: medio silla, medio mecedora, medio butaca, y estuvo mucho tiempo para hacerla.

Mallorquina, dijo que era. Toda de madera. Sólo se columpiaba un poco. Y dijo que tendría que hacerle un cojín del mismo color que los flecos de la lámpara. Dos: uno para sentarse y otro para poner la cabeza. En aquella silla sólo podría sentarse él.

—Es silla de hombre, dijo. Y la dejé. Añadió que la tenía que encerar cada sábado porque había que sacar todo el brillo a la madera y hacer que tuviese reflejos. Sentado en la silla, cruzaba una pierna sobre la otra. Si fumaba, para echar el humo cerraba un poco los ojos de un modo como si todo él se derritiera. Se lo conté a la señora Enriqueta.

—¿Verdad que no hace nada malo? Pues vale más que se distraiga sentado que no haciendo el loco con la moto.

Y me dijo que tuviese mucho cuidado con la madre del Quimet y que, sobre todo, no dejase que él adivinase lo que pensaba, porque si era de los que sólo viven para molestar, valía más que no me conociese los puntos flacos. Le dije que a la madre del Quimet, pobre señora, la quería un poco por aquella manía tan graciosa de hacer lazos. Pero la señora Enriqueta me dijo que eso de los lazos era un truco que la señora tenía para engañar y hacer creer que era muy inocente. Pero que de todos modos tenía que hacer ver que la quería, porque el Quimet estaría más contento de mí si su madre me apreciaba.

Los domingos que no salíamos porque llovía, y el Mateu y el Cintet no venían, pasábamos la tarde en la cama, con aquellas columnas hechas de bolas unas encima de otras y una madera de color miel. Mientras comíamos avisaba:

—Hoy haremos un niño.

Y me hacía ver las estrellas. Ya hacía tiempo que la señora Enriqueta me dejaba adivinar que le gustaría mucho que le contase mi noche de bodas. Pero yo no me atrevía, porque no hicimos noche de bodas. Hicimos semana de bodas. Hasta aquel momento, y mientras se desnudaba, puede decirse que nunca me lo había acabado de mirar bien. Estaba sentada en un rincón, sin atreverme a mover, y al final dijo, si te da vergüenza desnudarte delante de mí saldré, y si no empezaré yo para que veas que no tiene importancia. Tenía el pelo como un bosque, plantado sobre la cabeza redondita. Brillante como de charol. Se peinaba a tirones de peine y a cada tirón de peine se alisaba el pelo con la otra mano. Cuando no tenía peine se los peinaba con los dedos de las manos abiertos, muy de prisa, muy de prisa, como si una mano persiguiese a la otra: Si no se peinaba, le caía un mechón en la frente, que era muy ancha y un poco baja. Las cejas eran espesas, negras como el pelo, encima de sus ojos menudos y brillantes de ratón. Los bordes de los ojos siempre los tenía húmedos, como algo untados, y le hacía muy bonito. La nariz no era ni muy ancha ni muy estrecha, ni se volvía para arriba, que entonces no me hubiese gustado nada. Los carrillos eran llenos, rosados en verano, encarnados en invierno, con una oreja a cada lado un poco separadas por la parte de arriba. Y tenía los labios siempre rojos y eran gorditos; el de abajo salía hacia fuera. Cuando hablaba o se reía se le veía la cadeneta de los dientes, muy metidos en cada agujero de la encía. Tenía el cuello sin nervios. Y en la nariz, que ya he dicho que no era ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, tenía, en cada ventana, una madejita de pelos para parar el frío y las polvaredas. Sólo detrás de las piernas, más bien delgadas, las venas se le hinchaban como culebras. Todo el cuerpo era largo y redondo donde tenía que ser redondo. La tabla del pecho alta, las caderas estrechas. El pie largo y delgado, con la planta un poco aplanada, y si andaba descalzo pisaba de talón. Estaba bastante bien hecho y se lo dije, y se volvió poco a poco, y me preguntó, ¿tú crees?

En mi rincón, yo tenía un miedo muy grande. Y cuando él ya estaba dentro de la cama, para darme ejemplo, como dijo, me empecé a desnudar. Siempre había tenido miedo de que llegase aquel momento. Me habían dicho que se llega a él por un camino de flores y que se sale por un camino de lágrimas. Y que te llevan al engaño con alegría… Porque de pequeña había oído decir que te partían. Y yo siempre había tenido mucho miedo de morir partida. Las mujeres, decían, mueren partidas… El trabajo empieza cuando se casan. Y si no se han partido bien, la comadrona las acaba de partir con un cuchillo y con un cristal de botella y ya se quedan así para siempre, o abiertas o cosidas, y por eso las casadas se cansan antes cuando tienen que estar un rato de pie. Y los señores que lo saben, cuando el tranvía va demasiado lleno y hay algunas que tienen que estar de pie, se levantan para que se sienten, y los que no lo saben se quedan sentados. Y cuando me eché a llorar el Quimet sacó la cabeza por encima del embozo de la sábana y me preguntó que qué me pasaba y le confesé la verdad: que tenía miedo a morir partida. Y se rió y dijo que sí, que había habido un caso, el caso de la reina Bustamante, que su marido, para no tener que molestarse, la hizo abrir por un caballo y de resultas se murió. Por eso no le podía explicar mi noche de bodas a la señora Enriqueta, porque el día que nos casamos, cuando llegamos al piso, el Quimet me hizo ir a buscar provisiones, echó la barra de la puerta e hizo durar la noche de bodas una semana. Pero lo que sí le expliqué a la señora Enriqueta fue el caso de la reina Bustamante, y dijo que sí, que era horroroso, pero que todavía era más horroroso lo que le hacía a ella su marido, al que ya hacía años que le regaba la lluvia y que las malvas le florecían encima, que la ataba a la cama como crucificada porque ella siempre se quería escapar. Y cuando se ponía un poco cerca queriendo saber la noche de bodas, procuraba distraerla y una buena distracción fue la mecedora. Y la historia de la llave perdida.