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Un día, por la mañana temprano, cuando iba a trabajar, oí que me llamaban desde un coche que pasaba. Me volví, el coche se paró, y, vestida de miliciana, saltó de él la Julieta, muy delgada, muy blanca de cara, con los ojos llenos de fiebre y cansados. Me preguntó que cómo estaba y yo le dije que muy bien, con el Quimet en el frente de Aragón; y me dijo que me tenía que contar muchas cosas, que si todavía vivía en el mismo piso y que el domingo, si yo quería, le gustaría pasar la tarde conmigo. Antes de volver a subir al coche me dijo que habían matado al pastelero en la Rabassada, los primeros días de la revolución, porque tenía unos grandes líos de familia, entre un sobrino al que protegía y otro sobrino al que no quería proteger porque era un sobrino gandul y este sobrino se ve que le había hecho matar como si fuese una mala persona y un traidor. Y me dijo que ella estaba enamorada de un muchacho que también andaba por el frente. Y se fue para el automóvil y yo me fui para mi trabajo.
Y llegó el domingo. Desde las tres la estaba esperando. La señora Enriqueta había venido a buscarme los niños y se los había llevado a su casa porque unos conocidos le habían regalado unas cuantas latas de mermelada de melocotón y les iba a dar de merendar. Yo le dije que tenía que quedarme porque iba a venir a verme la Julieta, que estaba encargada de unas colonias de niños refugiados, porque venían de toda España. Y la señora Enriqueta se fue con los niños y la Julieta vino y en seguida me dijo que tenía mucho miedo de que le mataran al novio y que si se lo mataban ella se tiraría al mar porque estaba muy enamorada, y que habían dormido una noche juntos sin que pasase nada; y que por eso estaba tan enamorada, porque era tan buen chico y le parecía que la quería como pocos saben querer. Habían pasado la noche juntos en una torre requisada donde él hacía guardia porque no sé de qué partido me dijo que era. Dice que llegó allí cuando ya estaba oscuro y era el mes de octubre y se encontró, al abrir la verja, que tuvo que abrir empujándola muy fuerte porque la última lluvia había amontonado arena detrás, con un jardín lleno de hiedra y bojes y cipreses y grandes árboles y el viento arrastraba las hojas de un lado para otro y de pronto ¡zas!…, una hoja en la cara, como un muerto que se levantara. Y la casa estaba toda rodeada de jardín, y entre las sombras y el ir y venir de las ramas y la casa con todas las persianas cerradas y aquel viento y las hojas paseándose y volando, andaba con el corazón encogido. Él le había dicho que la esperaría a la entrada de la verja, pero que si no estaba allí, que entrase en seguida al jardín porque era mejor que no la viesen los vecinos. Y él tardó y ella plantada allí, mientras se iba haciendo cada vez más oscuro y los cipreses temblando sin parar, columpiándose como la sombra de muchos muertos amontonados, los cipreses negros, que son árboles de cementerio. Dice que cuando él llegó todavía se asustó más porque no le veía la cara y no sabía si era él. Y en seguida entraron en la casa y la recorrieron con una linternita y olía a abandonado y los pasos resonaban como si otras personas también anduviesen por otras habitaciones y ella pensaba que a lo mejor eran las almas de los dueños de aquella casa, que les habían matado sin dejar uno ni para un remedio, y eso la aterrorizaba. Era una casa con grandes salones y cortinas y balcones anchos y techos muy altos y una sala con paredes de espejo donde ellos dos se veían de cara, de espalda y de lado y las sombras de ellos también bailaban y el foco de la linternita estaba por todas partes a su alrededor y la rama de un árbol, flic, flac, golpeaba en los cristales o los rozaba, según si el viento quería que los rozase o los golpease. Encontraron un armario de pared lleno de trajes de noche y de abrigos de piel y dice que ella no se pudo contener y se puso uno de aquellos vestidos, uno negro con tules que volaban como una nube y rosas amarillas en el pecho y en la falda y llevaba los hombros descubiertos y dice que él la miraba sin atreverse ni a hablar y entonces fueron a una galería cubierta llena de sofás y de cojines y se echaron y se abrazaron y escuchaban el viento que arrancaba las hojas y movía las ramas y pasaron la noche así: entre despiertos y dormidos, solos en el mundo, y la guerra y el peligro cerca, y salió la luna y todo lo rayó de blanco por entre las ballestas de las persianas. Parecía la primera y la última noche de todo y se marcharon antes de que fuese de día y todo el jardín era una lucha de ramas y de viento y las hiedras que colgaban parecía que estaban vivas y que iban hacia ellos y les buscaban la cara y ella se llevó aquel vestido porque creía que no era robar si los dueños estaban muertos y lo tenía metido en una caja y cuando se sentía triste se ponía el vestido un rato y cerraba los ojos y volvía a oír el viento de aquel jardín que no era como el viento de otros sitios. Y dijo que su novio era alto y delgado y con los ojos negros y brillantes como el carbón de antracita. Y que tenía los labios hechos para hablar bajito y dar tranquilidad. Y que ella, sólo con oírle la voz cuando le pasaba por los labios, veía el mundo diferente. Y si me lo matan, dijo. Si me lo matan… Le dije que me hubiera gustado mucho pasar una noche como aquella que ella había pasado tan enamorada, pero que yo tenía trabajo limpiando despachos y quitando el polvo y cuidando de los niños y que todas las cosas bonitas de la vida, como ahora el vinito y las hiedras vivas y los cipreses taladrando el aire y las hojas de un jardín yendo de un lado para otro, no se habían hecho para mí. Que todo se había acabado para mí y que ya sólo esperaba tristezas y quebraderos de cabeza. Ella me animó, me dijo que no me acobardase porque el mundo iría mejor y todo el mundo podría ser feliz, porque habíamos venido a la tierra para ser felices y no para estar sufriendo siempre. Y que ella, sin la revolución, pobre y trabajadora como era, nunca habría tenido una noche de rico y de amor como la que tuvo. Pase lo que pase, ¡toda la vida tendré aquella noche!, con el miedo y todo y las hojas y la hiedra y la luna rayada y mi novio…
Cuando se lo conté a la señora Enriqueta se puso furiosa y dijo que esas muchachas de la revolución eran todas unas muchachas que no tenían vergüenza, que cuándo se había visto eso de pasar una noche en una casa donde a lo mejor habían matado a los dueños, sola con un muchacho y poniéndose vestidos de señora para encandilar al chico y acabar robándolos. Dijo que eran cosas que no se podían hacer ni en broma. Y dijo que los niños habían comido mucha mermelada y mientras lo contaba, ellos estaban encaramados en una silla, delante del cuadro de las langostas con cabeza de persona que salían de aquel pozo lleno de humo. El trabajo que tuve para arrancarles de allí… Y cuando íbamos los tres por la calle, yo en el medio con un hijo a cada lado, sin saber por qué: me subió desde adentro un chorro de pena caliente y se me atravesó en la garganta. Y en vez de pensar en el jardín y en las hiedras y en las rayas de la luna, me puse a pensar en el Ayuntamiento y ya está.