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Y entonces vino aquello. El Quimet tenía a veces como una especie de angustia. Y decía, tengo angustia, y no hablaba de la pierna, sólo de la angustia que tenía al cabo de un rato de haber comido; y eso que comía con muchas ganas. Y cuando se sentaba a la mesa, todo iba bien, y al cabo de diez minutos de haber acabado ya le empezaba la angustia. El trabajo había bajado un poco en el taller y yo pensaba que a lo mejor decía que tenía angustia para no decir que estaba preocupado porque el trabajo bajaba… Una mañana, cuando deshacía la cama, encontré, en el lado en que dormía Quimet, una especie de cinta como si fuese una tripa con los bordes ondulados. La envolví en un papel blanco de carta y cuando vino el Quimet se la enseñé y dijo que se la llevaría y que iría a la farmacia a enseñarla y dijo que, si era una tripa, estaba perdido. Por la tarde no me pude aguantar y con el niño y la niña fui al taller. El Quimet se enfadó y dijo que qué íbamos a hacer allí y dije que es que pasábamos, pero lo comprendió y mandó al aprendiz a comprar chocolate para los niños. En cuanto el aprendiz cerró la puerta de cristales dijo: no quiero que este chaval lo sepa porque lo sabrían hasta las piedras dentro de cinco minutos. Le pregunté que qué le habían dicho en la farmacia y dijo que le habían dicho que tenía una solitaria como una casa, de las más gordas que se habían visto. Y que le habían dado una medicina para matarla. Y dijo, cuando venga el chico con el chocolate, os vais en seguida, ya hablaremos a la noche… Vino el aprendiz con el chocolate, el Quimet se lo dio al niño, y a la niña sólo un poquito para que lamiese, y nos fuimos para casa. Llegó por la noche y dijo, trae la cena pronto, en la farmacia me han dicho que tengo que comer mucho para que el gusano no se me coma a mí. Y en cuanto cenaba tenía una angustia que no se aguantaba y dijo que el domingo tomaría la medicina y que la gracia estaba en echar al gusano entero, porque si no se echaba entero, de la cabeza hasta la punta de la cola, se volvía a hacer y dos palmos más largo. Le pregunté si le habían dicho la largura que tenía un gusano de esos y dijo, los hay de muchas medidas, según la edad y la naturaleza, pero generalmente sólo el cuello hace diez palmos.

El Cintet y el Mateu vinieron a ver cómo se tomaba la medicina y les dijo que se marchasen, porque necesitaba estar sólo. Al cabo de un par de horas iba por el pasillo sin saber lo que hacía, de un lado para otro, y dijo, es peor que si estuviese en una barca. Y gruñía que si echaba la medicina no habríamos adelantado nada, y que el gusano batallaba para hacerle echar la medicina. Cuando los niños ya dormían como ángeles y a mí se me cerraban los ojos e iba medio muerta de sueño por los rincones, echó el gusano. Nunca habíamos visto ninguno: era de color de pasta de sopa sin huevo y lo guardamos en un bote de mermelada, de cristal, con espíritu de vino. El Cintet y el Quimet le pusieron de modo que, delante de todo, quedase el cuello, bien enroscado, que era fino como un hilo de repasar, con la cabeza arriba, pequeña como la cabeza de un alfiler o menos. Lo pusimos encima de un armarito y estuvimos más de una semana hablando del gusano. Y el Quimet decía que él y yo éramos iguales porque yo había hecho los niños y él había hecho un gusano de quince metros de largo. Una tarde la tendera subió a verle y dijo que su abuelo también lo había tenido y que, por las noches, cuando roncaba se atragantaba y tosía porque el gusano le sacaba la cabeza por la boca. Después subimos al terrado a ver las palomas que le gustaban mucho y se fue muy contenta. Y cuando abrí la puerta del piso ya oí los grandes lloros de la niña, y me la encontré desesperada en la cuna moviendo muy furiosa los bracitos, toda cubierta de gusano, y cuando le quité el gusano de encima y fui a pegar al niño, pasó por delante de mis narices corriendo y riéndose y arrastrando un trozo de gusano como si fuese una serpentina.

La rabieta que tuvo el Quimet no se puede contar. Quería pegar al niño y le dije que lo dejase, que la culpa era nuestra por no haber puesto el bote del gusano más alto. Que ya sabíamos, desde el día que había puesto la peonza en la garganta de la Rita, que con el taburete llegaba a muchos sitios. Y el Cintet le dijo que no se preocupase, que a lo mejor pronto tendría otro gusano en un bote de cristal porque ya se le estaba haciendo. Pero no era verdad.