ERASMO DF ROTTERDAM
ÍNDICE
Al secretario de la Congregación para las Causas de los Santos Verdadera y ejemplar narración
Epístola dedicatoria
Primera Jornada - 7 DE JULIO DE 1700
Primera Noche - 7 DE JULIO DE 1700
Segunda Jornada - 8 DE JULIO DE 1700
Segunda Noche - 8 DE JULIO DE 1700
Tercera Jornada - 9 DE JULIO DE 1700
Tercera Noche - 9 DE JULIO DE 1700
Cuarta Jornada - 10 DE JULIO DE 1700
Cuarta Noche - 10 DE JULIO DE 1700
Quinta Jornada - 11 DE JULIO DE 1700
Quinta Noche - 11 DE JULIO DE 1700
Sexta Jornada -12 DE JULIO DE 1700
Sexta Noche - 12 DE JULIO DE 1700
Séptima Jornada - 13 DE JULIO DE 1700
Séptima Noche - 13 DE JULIO DE 1700
Octava jornada - 14 DE JULIO DE 1700
Octava Noche - 14 DE JULIO DE 1700
Novena Jornada - 15 DE JULIO DE 1700
Novena Noche - 15 DE JULIO DE 1700
Décima Jornada - 16 de Julio de 1700
Otoño de 1700
Marzo de 1702
Despedida
Pruebas documentales
Constanza, 14 de febrero de 2041
A Su Exc.ª Mons.
Alessio Tanari
Secretario de la Congregación para las Causas de los Santos
Ciudad del Vaticano
Mi muy querido Alessio:
Ya ha pasado un año desde la última vez que os escribí. Nunca me habéis respondido.
Hace unos meses me trasladaron repentinamente (lo que tal vez ya sabéis) a Rumania. Soy uno de los contados sacerdotes que hay en Constanza, pequeña ciudad a orillas del mar Negro.
El significado de la palabra «pobreza» es aquí tan cruel y contundente como el que antes tenía en nuestros pagos. Casas lúgubres y derruidas, niños desarrapados que juegan en las calles sucias, sin letreros, mujeres demacradas que desde las ventanas de edificios horrendos miran con desconfianza todos los destartalados vestigios del socialismo real, la monotonía y la miseria que reinan por doquier.
Ésta es la ciudad, ésta es la tierra a la que fui destinado hace unos meses. Aquí es donde me han pedido que cumpla mi misión pastoral y no voy a faltar a mis obligaciones. No van a impedírmelo ni la miseria de este país ni la tristeza que todo lo invade.
Como sabéis, el rincón de tierra del que procedo es bien distinto. Hasta hace pocos meses fui obispo de Como, la risueña ciudad lacustre que inspiró a Manzoni prosas inmortales: la antigua perla de la opulenta Lombardía, preñada de nobles memorias, en cuyo característico centro histórico residen hoy hombres de negocios, empresarios de la moda, futbolistas, acaudalados industriales de la seda.
Pero este cambio brusco e inesperado no debía alterar mi misión. Me dijeron que precisaban de mí en Constanza, que una vocación como la mía era la que mejor podía responder a las necesidades espirituales de esta tierra, que el traslado de Italia (que se me notificó con sólo dos semanas de antelación) no debía tomarlo como una postergación, ni mucho menos como un castigo. No bien se me expuso la novedad, manifesté bastantes dudas (y también una enorme sorpresa), ya que nunca antes había desarrollado mi labor pastoral fuera de Italia, salvo unos meses de formación en Francia, durante los ya remotos años de mi juventud.
Aunque juzgaba que el grado de obispo era la mejor culminación posible de mi carrera, y no obstante mi edad avanzada, habría aceptado de buen grado un nuevo destino: en Francia, en España (país cuyo idioma no ignoro) o incluso en América Latina.
Lo cual, de todos modos, hubiese sido completamente irregular, pues muy rara vez se procede al traslado de un obispo a países lejanos de un día para otro, salvo que tenga graves manchas en su carrera. Y ése, como desde luego sabéis, no es mi caso, lo que no ha impedido -precisamente por la forma abrupta e inaudita del traslado-que algún fiel de Como se haya sentido autorizado, no sin motivo, a sospechar.
Con todo, yo hubiera aceptado una decisión así como se acepta la voluntad de Dios, sin reservas ni quejas. Sólo que decidieron enviarme aquí, a Rumania, un país del que lo ignoro todo: su lengua, sus tradiciones, su historia y sus necesidades actuales. Así pues, lo que ahora hago es castigar mi fatigado cuerpo jugando al balón en el oratorio con los chicos del lugar, cuya veloz habla trato inútilmente de entender.
He de confesaros (perdonad la sinceridad) que vivo sumido en una tribulación perenne, no por mi nuevo destino (que he aceptado con gratitud y serenidad, porque ha sido la voluntad del Señor), sino por las misteriosas circunstancias que han concurrido para enviarme aquí. Lo que ahora me apremia es aclarar dichas circunstancias con vos.
En mi última misiva de hace un año abordaba un tema sobremanera delicado. Se hallaba a la sazón muy avanzado el proceso para la canonización del beato Inocencio XI Odescalchi, de cuyo pontificado entre los años 1676 y 1689 se guarda gloriosa memoria, promotor y financiero de la batalla de los ejércitos cristianos contra los turcos en Viena en 1683, que expulsó para siempre de Europa a los seguidores de Mahoma. Siendo aquel Papa originario de Como, a mí me correspondió el honor de instruir el proceso, por el que el Santo Padre sentía un enorme interés, ya que la apabullante e histórica derrota del Islam se había producido al amanecer del 12 de septiembre de 1683, esto es, cuando en Nueva York, habida cuenta de la diferencia horaria, aún era el día 11... Pues bien, pasados cuarenta anos del trágico ataque islámico contra las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre, a nuestro bien amado Pontífice no se le escapó la coincidencia entre las dos fechas, por lo que se fijó el propósito de proclamar santo a Inocencio XI -e1 Papa enemigo del Islam-el día en que se celebrasen ambos aniversarios, como gesto de reafirmación de los valores cristianos y del abismo que separa a Europa y a todo Occidente del Corán.
Cuando concluí el sumario os envié aquel inédito. ¿Os acordáis? Me refiero al texto mecanografiado de dos viejos amigos míos, Rita y Francesco, cuyo rastro había perdido hacía años. En el texto cuentan una larga serie de infamias del beato Inocencio, dictadas por los intereses personales a los que habría servido durante todo su pontificado. Por otra parte, si Inocencio XI fue sin duda instrumento del Señor cuando incitó a los príncipes cristianos a armarse contra el turco, en otros momentos causó gravísimas ofensas a la moral cristiana por su codicia de dinero, así como daños irreparables a la religión católica en Europa.
Entonces os pedí, como recordaréis, que sometieseis el asunto a la opinión de Su Santidad, con el fin de que él pudiese decidir la conveniencia de dejar las cosas como estaban o -como yo confiaba-conceder el imprimatur, ordenando la publicación para que todo el mundo pudiese conocer la verdad. Esperaba, os lo digo con el corazón en la mano, al menos un acuse de recibo. Creía que, más allá de los graves hechos que me habían impulsado a escribiros, os habría agradado tener noticias de quien, a fin de cuentas, fue vuestro docente en el seminario. Sabía perfectamente que la respuesta a mis interrogantes tardaría mucho, incluso muchísimo tiempo en llegar, dada la gravedad de las revelaciones que daba a conocer a Su Santidad. No obstante, suponía que entretanto, como ocurre en casos así, daríais señales de vida enviándome al menos una nota.
Y, sin embargo, nada. Pasaban los meses sin que me llegase ninguna comunicación escrita ni telefónica, y eso que de la respuesta que esperaba dependía el resultado del proceso. Supuse que Su Santidad precisaba reflexionar, evaluar, sopesar. O que había encargado la opinión de expertos, de forma confidencial. Así pues, me resigné pacientemente a la espera. Además, no podía hacer otra cosa, ya que, obligado como estoy al secreto y a velar por la fama del beato, a nadie más que a vos y al Santo Padre podía contar lo que había descubierto.
Hasta que un día, en una librería de Milán vi, entre otros mil, el libro de mis dos amigos.
Salí de dudas en cuanto lo abrí. Sí, era aquel libro. ¿Cómo era posible?
¿Quién lo había hecho imprimir? No tardé en responderme: nuestro Pontífice era el único que podía haber ordenado su publicación. El Papa debía de haber otorgado el imprimatur que yo esperaba, autorizando la impresión del escrito de Rita y Francesco.
Era patente que el proceso de canonización del papa Inocencio XI quedaba interrumpido para siempre. Pero ¿por qué no se me había informado?
¿Por qué nadie, y sobre todo vos, Alessio, me había dado una pista de lo que estaba pasando?
Pensaba escribiros de nuevo cuando un día, a primera hora de la mañana, recibí una nota.
Me acuerdo de aquel día con absoluta claridad, como si fuese hoy. Justo cuando me disponía a entrar en mi despacho, mi secretario me entregó un sobre. Lo abrí en la penumbra del pasillo, distinguiendo con dificultad las llaves papales que tenía impresas, y extraje una tarjeta.
Me convocaban a una entrevista. Me llamó la atención el apremio con que se me requería -dos días después, y encima un domingo-, pero aún más la hora (las seis de la mañana) y la identidad de la persona que quería hablar conmigo: monseñor Jaime Rubellas, secretario de Estado del Vaticano. El encuentro con el cardenal Rubellas fue de lo más cordial. Se interesó
primero por mi salud, por las necesidades de mi diócesis, por el estado de las vocaciones. Luego me interrogó discretamente sobre la marcha del proceso de canonización de Inocencio XI. Asombrado, le pregunté si no estaba al corriente de la publicación del libro. No respondió, pero me miró como si le hubiese lanzado un reto.
En ese instante me informó de cuánto me necesitaban en Constanza, de las nuevas fronteras de la Iglesia de hoy, de la falta de sacerdotes en Rumania. Fue tal la sencillez con que el secretario de Estado me explicó mi traslado que en ese momento me olvidé de que seguía ignorando por qué me había convocado para comunicármelo en persona y de una forma tan inusual, como a escondidas de ojos indiscretos, y tampoco le pregunté cuánto iba a durar mi ausencia de Italia.
Al despedirnos, monseñor Rubellas me pidió inopinadamente que guardase en secreto nuestra conversación y el tema que habíamos tratado. Aquí, en Constanza, querido Alessio, cada noche me hago con insistencia las preguntas que no llegué a formular aquella mañana en Roma, mientras en mi cuartito practico pacientemente el rumano, curiosa lengua en la que los sustantivos se anteponen a los artículos.
No bien llegué a la ciudad supe que Constanza, en el Imperio romano, al que durante no poco tiempo estuvo sometida, se llamaba Tomi. Luego, repasando un mapa de la región, descubrí que en las cercanías hay una localidad de nombre singular: Ovidiu.
Empecé a temerme lo peor. Tras revisar rápidamente el manual de literatura latina comprobé que mi memoria no me había traicionado. Cuando Constanza se llamaba Tomi, el emperador César Augusto desterró aquí al célebre poeta Ovidio, con la justificación oficial de que había escrito poemas licenciosos, cuando lo cierto es que sospechaba que conocía demasiados secretos de la casa imperial. Durante dos lustros Augusto rechazó los ruegos de Ovidio, hasta que éste murió, sin haber vuelto nunca a Roma. Ahora sé, querido Alessio, cómo habéis correspondido a la confianza que hace un año deposité en vos. Mi destierro aquí, en Tomi, el lugar del exilio por «culpas literarias», me lo ha revelado. La publicación del escrito de mis dos amigos no sólo no fue obra de la Santa Sede, sino que os ha caído encima como un jarro de agua fría. Y pensasteis que yo estaba detrás, que fui yo quien lo hizo imprimir. Por ese motivo me desterrasteis aquí.
Pero os equivocáis. Al igual que vosotros, no tengo la más remota idea de cómo ha llegado a publicarse él libro: el Señor, quem nullum latet secretum, que conoce todos los secretos -como se dice en las iglesias ortodoxas de estos lares-, se vale para sus fines también de quien actúa contra Él. Si habéis echado una ojeada al paquete que os envío con ésta, ya sabréis qué contiene: otro texto dactilografiado de Rita y Francesco. Tal vez se trate, como el anterior, de un documento histórico o de una novela; quién sabe. Está en vuestra mano descubrirlo cotejando las pruebas documentales que me han enviado en anexo y que también os remito.
Seguramente os preguntaréis cuándo recibí el texto, desde dónde me lo enviaron y si he vuelto a ver a mis dos viejos amigos, pero esta vez todo eso he de guardarlo en secreto. Sé muy bien que sabréis entenderme.
Por último, supongo que os preguntaréis por qué os lo envío. Ya imagino vuestro asombro y vuestras dudas acerca de si el que suscribe peca de ingenuo, está loco o sigue una lógica que no entendéis. Yo sólo puedo deciros que una de las tres opciones es la válida.
Que una vez más Dios os inspire en la lectura que os disponéis a hacer. Y que de nuevo os haga instrumento de Su voluntad.
Lorenzo dell'Agio,
pulvis et cinis
VERDADERA Y EJEMPLAR NARRACIÓN
de las Gloriosas Empresas
Que tuvieron lugar bajo el pontificado de
INOCENCIO XII
EN ROMA EL AÑO 1700
Dedicada al Excelentísimo
e Ilustrísimo Amo,
Abate Atto Melani
Con privilegio de los superiores
En Roma, por Michel'Ercole
MDCCII
Eminentísimo y reverendísimo Señor:
Estoy cada vez más convencido de que Vuestra Señoría recibirá con sumo beneplácito una compendiosa crónica de los extraordinarios sucesos que acaecieron en Roma en julio del año 1700, y que tuvieron como clarísimo e ilustrísimo protagonista a un súbdito muy fiel de Su Majestad Cristianísima el rey Luis de Francia, hechos sobre los que aquí se aportan abundantes descripciones y profusión de paráfrasis.
Éste es el fruto de las fatigas de un simple labriego, pero tengo lo firme esperanza de que el luminoso ingenio de Vuestra Ilustrísima no abominará de lo que haya alumbrado gracias a mi silvestre Musa. Aunque el don sea pobre, la voluntad es rica.
¿Sabréis perdonarme que en las páginas siguientes no haya puesto muchos elogios? El Sol nunca dejará de ser el Sol, aunque nadie lo ensalce. Como recompensa, no espero sino lo que ya me habíais prometido, que aquí
no os recuerdo, sabedor de que un alma tan generosa como la vuestra no puede desdecirse.
Hago votos para que Vuestra Excelencia tenga una larga vida, lo que es desearme a mí mismo larga esperanza, y humildemente hago una profunda reverencia.
Primera Jornada
7 DE JULIO DE 1700
El sol resplandecía con fuerza en el cielo de Roma en aquel mediodía de julio del año 1700, cuando Dios Nuestro Señor me concedía la merced de trabajar mucho (pero por un discreto jornal) en los jardines de la villa Spada. AI levantar la vista del suelo y mirar hacia el horizonte, más allá de las remotas verjas de acceso abiertas para la ocasión, fui quizá yo el primero en distinguir, después de los pajes que vigilaban la entrada de honor, la nube de polvo blanco que levantaba en la calle la cabeza de la larga y lenta serpiente que formaban los carruajes de los invitados.
Picados también por la curiosidad, los otros servidores de la villa habían abandonado sus ajetreadas faenas, que reanudaron muy pronto y todavía con mayor ardor: en la parte trasera del casino de la villa se desesperaban los mayordomos, que desde hacía días impartían a gritos órdenes a los criados; se atolondraban y tropezaban unos otros los lacayos que amontonaban las últimas viandas en la bodega, y los aldeanos que descargaban cajas de fruta y verdura se apresuraban a subir a los carros estacionados en la puerta para los abastecedores, llamando a sus mujeres, que se demoraban buscando entre las criadas la mano merecedora de recibir religiosamente las majestuosas guirnaldas de flores, aterciopeladas y rosadas como sus mejillas. Entretanto
llegaban
pálidas
bordadoras
para
entregar
telas
adamascadas, cortinajes y ebúrneos manteles recamados, cuya sola vista cegaba bajo aquel sol abrasador; los carpinteros terminaban de clavar y limar estrados, sillas y butacas, alborotando el aire en singular contrapunto con el sonido desordenado de los instrumentos de los músicos, que probaban la acústica de los teatros naturales; los arquitectos, con los ojos entornados, verificaban el trazado de una alameda y el efecto final de sus aparatos escénicos, arrodillados y sujetándose la peluca, que les hacía sudar la gota gorda.
Toda esa agitación tenía un motivo. Dos días después, el cardenal Fabrizio Spada iba a festejar las nupcias de su sobrino Clemente, de veintiún años y heredero de una copiosa fortuna, con Maria Pulcheria Rocci, también sobrina de un eminente miembro del Sagrado Colegio Cardenalicio. Para celebrar dignamente el acontecimiento, durante varios días el cardenal Spada agasajaría con entretenimientos a un sinfín de prelados, nobles y caballeros en la villa solariega, rodeada por magníficos jardines y ubicada en el Janículo, al lado de la fuente del Acqua Paola, desde donde se contempla el panorama más hermoso y amplio de los tejados de la ciudad.
A causa del bochorno estival se había preferido la villa al no menos grandioso y célebre palacio solariego de la ciudad, sito en la piazza Capo di Ferro, donde los invitados no podían disfrutar de las delicias del campo. Lo cierto es que la recepción comenzaba oficialmente ese mismo día, hacia las doce de la mañana, cuando, como estaba anunciado, en el horizonte se perfilaron los carruajes de los invitados más puntuales. Se esperaba la llegada de gran número de nobles linajes y de eclesiásticos de todas partes: de los representantes diplomáticos de las potencias, de los miembros del Sagrado Colegio, de los vástagos e integrantes de más edad de las grandes familias. Los primeros entretenimientos oficiales estaban previstos a partir del día de la boda, cuando todo estaría listo para maravillar con efectos escénicos naturales y efímeros, con verdura del lugar mezclada con flores exóticas y otras confeccionadas de cartón piedra, tan perfectas que era casi imposible reconocerlas bajo mil apariencias, y todo más rico que el oro de Salomón, más huidizo que el azogue de Idria.
El vocerío de los preparativos se sobreponía al ruido de los carruajes, pero la nube de polvo estaba cada vez más próxima, tanto que a la altura de la curva que desemboca en las verjas de la villa Spada ya se divisaban los primeros destellos de sus magníficos ornamentos.
Nos habían dicho que primero llegarían los invitados de fuera de Roma, para que se repusiesen de las fatigas del viaje y disfrutasen durante un par de noches de la paz que reinaba en la villa. Podrían así acudir a la celebración frescos, reposados y reconfortados. Lo cual seguramente contribuiría al buen humor general y al pleno éxito del acontecimiento.
Los invitados romanos, en cambio, podrían elegir entre alojarse en lo villa Spada o, si estaban muy atareados con las obligaciones propias de sus cargos y negocios, ir a diario a las doce en su carruaje y volver a su residencia por la noche.
Después de la boda estaban previstas, en efecto, otras jornadas y veladas, con diversiones de lo más espectaculares y variadas: partidas de caza, música, teatro, diversos juegos de sociedad y hasta una academia. Y
para concluir, fuegos artificiales. En total, desde el día de la boda iba a haber una semana entera de festejos, hasta el jueves 15 de julio, cuando, antes de despedirse, los huéspedes gozarían del especial favor de ser escoltados hasta la ciudad para visitar el fastuoso y soberbio palacio Spada, en la piazza Capo di Ferro, donde un siglo antes los tíos abuelos del cardenal Fabrizio, los difuntos cardenal Bernardino y su hermano Virgilio, habían reunido una riquísima colección de cuadros, libros, antigüedades, objetos preciosos, frescos, trampantojos y las más variopintas ingeniosidades arquitectónicas, que yo nunca había visto lirio, pero por lo que me habían contado, dejaban estupefacto a todo el mundo.
Además de los carruajes que se avistaban en el horizonte, se oía ahora el lejano chirriar de las ruedas por el empedrado. Aguzando la vista reparé en que sólo llegaba un coche; claro, me dije, los señores se cuidaban siempre de guardar distancia entre sus respectivos séquitos, de modo que cada uno de ellos fuese recibido como era debido y se evitasen los riesgos de cualquier desaire involuntario, que no rara vez acababan, ay, en discordias, viejas enemistades y, si Dios no mediaba para evitarlo, hasta en sangrientos duelos. Esta vez, para evitarlo se confiaba en la prudencia del maestro de ceremonias y del gentilhombre de la casa, el intachable don Paschatio Melchiorri; ambos tenían el cometido de recibir a los invitados, dado que, como era bien sabido, el cardenal Fabrizio estaba sumamente ocupado con su cargo de secretario de Estado.
Mientras trataba de distinguir el escudo del carruaje que se acercaba y ya vislumbraba la lejana polvareda que levantaban los que venían detrás, volví
a aprobar para mí el tino de la elección de la villa Spada romo teatro del acontecimiento: en los jardines del Janículo, tras la puesta del sol, el fresco estaba garantizado. Yo lo sabía muy bien, pues desde hacía un tiempo frecuentaba la villa. Mi modesta granja estaba relativamente cerca, pasada la puerta San Pancrazio. Mi esposa Cloridia y yo teníamos la suerte de vender hierbas frescas y buena fruta de nuestro pequeño huerto a los fámulos de la villa Spada. Y de vez en o cuando me llamaban para algún trabajillo, especialmente cuando había que trepar a lugares difíciles, como tejados y claraboyas, para lo que resultaba muy útil merced a mi reducida estatura. También me requerían si escaseaba el personal, como en esta ocasión para la fiesta en la villa, a la que también se había trasladado a todos los criados del palacio Spada, circunstancia que el cardenal había aprovechado para llevar a cabo obras de mejora, como decorar con pinturas al fresco una alcoba para los esposos.
Así pues, desde hacía dos meses estaba a las órdenes del maestro florista, trabajando afanosamente en roturar, plantar, podar y cultivar. Había mucho que hacer. Los dueños de la villa Spada deslumbrarían a todo el mundo. En la parte exterior de la verja que rodeaba la finca habían puesto miradores ornados de flores que, en fértiles espirales, se enroscaban como blandas y olorosas serpientes alrededor de columnas, pilares y capiteles, afinándose poco a poco hasta confundirse con las pequeñas filigranas de las arcadas. La alameda de entrada, antes flanqueada por sencillas hileras de vides, estaba ahora bordeada por dos alas de maravillosos arriates floridos. En los muros, todos pintados de verde, se representaban falsas ventanas; los prados mullidos, cortados a la perfección siguiendo las pautas del maestro florista, imploraban ser tocados con el pie desnudo.
El casino de la villa, es decir, el edificio destinado a morada, recibía con la sombra grata y la fragancia embriagadora de un gran cenador de glicinas, coronado por cúpulas de arquitectura efímera soberbiamente cubiertas de verdura.
Al lado del casino surgía, completamente reformado, el jardín de estilo italiano. Era un jardín secreto, esto es, cerrado. Las paredes que lo ocultaban a la vista tenían pinturas de paisajes y motivos mitológicos; por doquier había divinidades, amorcillos, sátiros. Dentro, en la frescura de la penumbra, quien quisiese retirarse en paz y recogimiento, lejos de miradas indiscretas, podía contemplar sin ser molestado olmos y álamos de Capocotta, guindos y ciruelos, vides de uva moscatel, generosas parras, árboles de Bolonia y de Nápoles, castaños, tallos silvestres, membrillos, plátanos, granados y moreras, además de fuentes, pequeños juegos de agua, juegos de perspectiva, terrazas y mil atracciones más.
A continuación, el huerto de los simples, también recién plantado de arriba abajo, con hierbas frescas y curativas para preparar infusiones, cataplasmas, emplastos y muchas cosas más del arte médica. Las plantas oficinales estaban cercadas por setos de salvia y romero podados en diligentes figuras geométricas, cuyo olor penetraba el aire y confundía los sentidos del visitante. Detrás del edificio un sendero llevaba, bordeando un umbroso bosquete, a la capilla privada de los Spada, donde se celebraría la boda. Desde ahí, siguiendo la cuesta que de la colina descendía a la ciudad, partían como un tridente tres veredas, una de las cuales conducía a un teatro al aire libre (expresamente construido para la fiesta y casi terminado), otra a un cobertizo (acondicionarlo como vivienda de guardianes, comediantes, fontaneros y otros empleados y otra a la salida de atrás.
En la parte delantera de la villa, en medio del agreste marco del viñedo, había una larga alameda (paralela a la de la entrada, pero situada más en el interior) que conducía a la rotonda de la fuente con el ninfeo, y seguía hasta un pequeño prado bien cuidado en el que se habían instalado para las meriendas al aire libre bancos y mesas copiosamente ornados de tallas y taraceas, a la sombra de suntuosos toldos de tela de lino rayas.
El visitante que veía aquello por primera vez se detenía admirado, hasta que comprendía que todo ese aparato no era sino un marco y una invitación a la vista más espectacular de la viña entera; sus estupefactas pupilas se veían entonces surcadas por una fulminante sucesión de bastiones romanos y murallas almenadas, que, surgiendo de repente de la profundidad de sus milenarios, invisibles y soñolientos cimientos, se extendían por la derecha hacia el horizonte. Ante aquella visión inesperada y fantástica los párpados se agitaban veloces, el corazón latía con fuerza. Entre todas aquellas delicias, rebosantes de fragancias y encantos todo parecía nacido para el placer y todo era poesía.
La villa Spada se erigía como el gran teatro de aquellas celebraciones y ya no parecía el pequeño, aunque delicioso, casino estival, que casi desmerecía frente a la riqueza y magnificencia del mucho más suntuoso palacio Spada de la piazza Capo di Ferro. Podía ahora parangonarse sin rubor con los celebérrimos casinos de delicias de dos siglos atrás cuando Giuliano da Sangallo y Baldassarre Peruzzi ennoblecían Roma con su arte, el primero construyendo la villa Chigi, el segundo contratado por el cardenal Alidosi para edificar su casino en Magliana, mientras Giulio Romano empezaba la villa del datario Turini en el Janículo y Bramante hacía el Belvedere del Vaticano y Rafael, la villa Madama, esas dos joyas arquitectónicas.
En realidad, desde tiempo inmemorial era costumbre en la Ciudad Eterna que los grandes señores se edificasen ricas residencias en las cercanías del campo, donde olvidar, aunque sólo fuesen a ellas pocas veces al año, las ocupaciones y los afanes cotidianos. Amén de las espléndidas mansiones que construían los romanos (cantadas por muchos eximios poetas, de Horacio a Catulo), yo sabía perfectamente, por lecturas o conversaciones con algunos libreros eruditos (pero aun más con viejos campesinos, que conocen mejor que nadie viñedos y huertos), que sobre todo en los últimos doscientos años los grandes príncipes de Roma habían adoptado la moda de edificar villas de delicias en los alrededores de la ciudad. Dentro de las murallas Aurelianas, o en sus proximidades, poco a poco las explanadas yermas y los terrenos húmedos fueron reemplazados por el viñedo y su casino, es decir, el jardín y la villa.
Si las primeras villas tenían almenas y torreones (como los que todavía pueden verse en la empero indefensa Vigna Capponi), brillante herencia de las turbulencias del Medievo, cuando las casas de los señores eran también sus fortificaciones, al cabo de pocos años el estilo se serenó y elevó, y ya todo noble ansiaba poseer una residencia con vistas a viñedos, huertos, bosques o pinares que dulcemente crease la ilusión de poseer todo cuanto la mirada abarcaba sin moverse del sillón, y de ejercer dominio.
En la Ciudad Santa, mientras progresaban los preparativos en el verde recinto de la villa, reinaba a la sazón una atmósfera alegre. Aquel año del Señor de 1700 era año de jubileo. Por ello, de todas partes convergían peregrinos sin cuento, llegados para implorar el perdón de sus pecados y el beneficio de la indulgencia. Tan pronto como desde la vía Romea alcanzaban la cima de las colinas circundantes y avistaban la cúpula de San Pedro, los fieles (llamados por tal motivo «romeros») entonaban un himno a la más excelente de las ciudades, teñida de la sangre púrpura de los mártires, inmaculada por los blancos lirios de las vírgenes de Cristo. Las posadas, las hospederías, los colegios y hasta las viviendas privadas, sujetas a la obligación de la hospitalidad, estaban atiborrados de peregrinos; los callejones y las plazas bullían de noche y de día de devotos, que inundaban el aire con sus letanías. Las noches las alumbraban las antorchas de las procesiones de las cofradías, que sin pausa animaban las calles de los barrios del centro. En medio de tanto fervor, ya ni el crudo espectáculo de los flagelantes suscitaba horror: el restallido del látigo, con el que los ascetas se martirizaban la espalda sudada y descarnada, hacía de contrapunto a los cánticos de alabanza que las novicias entonaban en la frescura de los claustros. No bien llegados a la ciudad del vicario de Cristo, los peregrinos, aunque extenuados por el largo viaje, iban al punto a San Pedro y sólo después de rezar largo rato ante la tumba del apóstol se permitían unas horas de descanso. Al día siguiente, antes de salir de sus alojamientos, se ponían de rodillas, elevaban el corazón al cielo, hacían la señal de la cruz, meditaban sobre los misterios de la vida de Cristo y de la Santísima Virgen María, desgranaban el rosario y comenzaban el recorrido de las cuatro basílicas jubilares, y luego la oración de las cuarenta horas o el ascenso de la Escalera Santa, con lo que obtendrían el perdón total y completo de los pecados.
En pocas palabras, en aquel jubileo, que, como cada veinticinco años desde la época de Bonifacio VIII, atraía a la ciudad a decenas de miles de romeros, todo transcurría con aparente normalidad. Sin embargo, no había que dejarse engañar por las apariencias. Una profunda aflicción recorría silenciosa a las masas de fieles y de romanos: Su Santidad estaba gravemente enfermo. Dos años antes, el papa Inocencio XII, llamado en el siglo Antonio Pignatelli, había sufrido una grave forma de podagra, que había empeorado poco a poco hasta impedirle ejercer con normalidad su cargo. En enero del año jubilar había experimentado una leve mejoría y en febrero había podido celebrar consistorio. Sin embargo, debido a su avanzada edad y a sus achaques, no había estado en condiciones de abrir la Puerta Santa. A medida que avanzaba el año santo, mayor era el número de fieles que acudían a Roma. Y el Papa lamentaba no poder cumplir los actos devoción, en los que hubieron de sustituirle obispos y cardenales. En San Pedro, donde cada día se presentaban miles de fieles, se encargaba de escuchar las confesiones el cardenal penitenciario.
En la última semana de febrero el Pontífice volvió a empeorar. En abril encontró fuerzas para bendecir a la multitud de devotos desde el balcón del palacio pontificio en Monte Cavallo. En mayo visitó incluso las cuatro basílicas y hacia finales de mes recibió al gran duque de Toscaza. A mediados de junio parecía casi recuperado; visitó numerosas iglesias así como la fuente de San Pedro en Montorio, justo a dos pasos de la villa Spada.
No obstante, todos sabían que la salud de Su Beatitud era más frágil que un copo de nieve al final de la primavera, y el calor de los meses estivales no prometía nada bueno. Las personas próximas al Pontífice contaban en voz baja que sufría frecuentes crisis de astenia, que pasaba noches atroces, que tenía cólicos subitáneos y muy crueles. A fin de cuentas, se repetían entre ellos los cardenales, el Santo Padre tenía ochenta y cinco años.
El Jubileo del año 1700, felizmente inaugurado por nuestro señor Inocencio XII, corría pues el riesgo de ser clausurado por otro Papa: su sucesor. Un hecho extraordinario, se pensaba en Roma, mas no por ello imposible. Algunos ya vaticinaban un cónclave para noviembre; otros, incluso para agosto. El bochorno del verano, juraban los más pesimistas, socavaría las últimas defensas del Pontífice.
El humor de la curia (y el de todos los romanos) se debatía entre la serena atmósfera del jubileo y las malas noticias sobre la salud del Papa. Yo mismo tenía un interés personal en el asunto. Mientras viviese el Santo Padre, tendría el honor de servir, aunque sólo fuese esporádicamente, al hombre más temido y reverenciado de toda Roma: el eminentísimo cardenal Fabrizio Spada, a quien Su Santidad había elegido como su secretario de Estado. Por supuesto, no podía afirmar que conociese bien al ilustrísimo y muy benévolo cardenal Spada. Ahora bien, por otros sabía que era muy probo y honesto, juicioso y de agudo entendimiento. No por casualidad Su Santidad lo había querido a su lado. Así, suponía que la fiesta que estaba a punto de empezar no podía ser una simple reunión de almas nobles, sino un cenáculo de cardenales, embajadores, obispos, príncipes y otras personas de relieve. Y
todos enarcarían las cejas con estupefacción ante la exhibición de músicos y comediantes, de entretenimientos poéticos, de alocuciones oratorias y de opíparos banquetes en las verdes escenografías y en los teatros de cartón piedra de los jardines de la villa Spada, todo lo cual no se veía en Roma desde los tiempos de los Barberini.
Mientras tanto, ya había identificado el escudo del primer carruaje: pertenecía a la familia Rospigliosi. Sin embargo, debajo tenía una vistosa borla de sus colores, lo que indicaba que en el coche viajaba, bajo la protección de los Rospigliosi, un personaje muy estimado por aquel gran linaje, no un miembro de la familia.
El carruaje estaba a punto de llegar a la verja de honor, pero a mí ya no me despertaba curiosidad la entrada de los vehículos en la villa, ver cómo se abrían las portezuelas y todo el ritual del recibimiento a los señores. Al principio, en mi primera temporada en la villa, sí me ocultaba en los rincones a fin de observar a los lacayos que ponían los escabeles para que se apeasen los invitados, las criadas con las cestas de frutas -el primer homenaje del dueño de la casa-, los discursos del maestro de ceremonias, que siempre se quedaban a medias por el cansancio de los recién llegados, y así
sucesivamente.
Me alejé para no molestar con mi oscura presencia la llegada de aquellas señorías y volví a mis faenas.
Mientras roturaba jardines, cortaba arbustos, arreglaba setos y arrancaba hierbajos, de vez en cuando levantaba la vista para regocijarme contemplando la ciudad de las siete colinas, dejándome arrullar por las alegres notas de los ensayos de orquesta que me traía la suave brisa estival. Con la palma de una mano en la frente para protegerme del resplandor solar, divisaba a la izquierda la grandiosa cúpula de San Pedro; a la derecha, la más modesta pero no menos espléndida de Sant'Andrea della Valle; en el centro, la imponente altura de Sant'Ivo alla Sapienza, justo al lado de la sumisa cúpula pagana del Panteón, y por último, al fondo, poderoso y tranquilo, el palacio pontificio del Quirinal en Monte Cavallo.
Al terminar una de esas breves pausas y agacharme para seguir mi faena con la podadera en unos arbolillos, vi que una sombra se alargaba al lado de la mía.
La observé largo rato; no se movió. Mi mano, en cambio, que empuñaba la podadera, se movió sola. La punta de la hoja dibujó el contorno de la sombra que tenía detrás en la tierra de la alameda. El ropòn, la peluca y la caperuza de abate... Fue entonces cuando la sombra, como queriendo condescender a la inspección de mi mano, se volvió lentamente hacia el sol, que descubrió su perfil; en el suelo pude así trazar una nariz aguileña, un mentón impertinente, unos labios burlones. La mano, que ahora acariciaba esos rasgos más que calcarlos, me temblaba. Ya no tenía dudas.
Atto Melani. Incapaz de apartar la mirada de la silueta que había delineado en la tierra, una maraña de pensamientos me ofuscaba la vista y los sentidos. El señor Atto Melani... para mí, don Atto. Atto, nada menos que Atto. La sombra esperaba benigna.
¿Cuántos años habían pasado? Dieciséis; no, diecisiete, calculé
tratando de acopiar fuerzas para volverme. Y, desdeñando las leyes del tiempo, mil pensamientos y recuerdos hicieron en esos pocos segundos su parábola. Casi diecisiete años sin tener la menor noticia del abate Melani. Y ahora reaparecía, su sombra estaba allí, detrás de mí, y tapaba la mía, me repetía mecánicamente mientras por fin me levantaba y me volvía muy despacio. Finalmente mis ojos se enfrentaron al sol.
Atto, un poco más bajo y curvado de como lo había dejado, se apoyaba en un bastón. Con su caperuza de abate y su ropón violeta, lo mismo que llevaba cuando nos conocimos, parecía un hombre de otro siglo, indiferente a la moda. Ante mi mirada fija y atónita sus palabras fueron de lo más lacónicas y descorazonadoras.
-Me retiro a descansar; acabo de llegar. Nos veremos más tarde. Te mandaré llamar.
Como un fantasma, desapareció camino del casino, bajo el resplandor del sol.
Me quedé de piedra. No sé cuánto tiempo permanecí así, inmóvil en medio del jardín. Tal como le ocurriera a Galatea en su blanco y frío mármol, el soplo vital calentó mi pecho poco a poco. En mi corazón estalló entonces el desbordante torrente de afecto y dolor que desde hacía años sentía cada vez que recordaba al abate Melani.
Las cartas que le había enviado a París habían caído en un pozo de negro silencio. Durante todos esos años había acudido inútilmente a la estafeta de correos de Francia en busca de una respuesta. Al final, por calmar mi inquietud, me resigné a recibir un mensaje tristemente definitivo, que mil veces me imaginé: «Tengo el penoso deber de comunicarle la muerte del señor abate Atto Melani...»
Pero nunca tuve noticias suyas. Las recibía sólo ahora, con esa inesperada aparición que me había dejado sin aliento. No podía creerlo: llegado a la villa Spada, donde lo habían recibido con todos los honores por su condición de huésped, lo primero que había hecho era buscarme a mí, un campesino inclinado sobre su azada. La amistad y la lealtad del abate Melani habían podido más que la distancia y los años.
Terminé deprisa y corriendo parte del trabajo que me quedaba y monté
en mi mula para encaminarme hacia casa. ¡No veía la hora de contárselo todo a Cloridia!
Durante el trayecto me repetía enternecido que no tenía motivos para asombrarme, pues era muy propio de él reaparecer de esa forma impetuosa e inesperada. Me emocionaba y acongojaba sobremanera revivir como en un sueño el torbellino de enseñanzas y pasiones del intelecto que el abate Melani me había revelado en la época en que lo seguí en sus peligrosas andanzas... Poco a poco, sin embargo, junto a la emoción y la gratitud surgió un interrogante. ¿Cómo había conseguido Atto encontrarme en la villa Spada?
Hubiese sido lógico que me buscase en la via dell'Orso, en el palacete donde antes se hallaba la Posada del Donzello, en la que yo había servido y nos habíamos conocido. Pero Atto, a todas luces invitado por el cardenal para las próximas nupcias de su sobrino, a su llegada había venido directamente a verme, con toda la apariencia de saber muy bien dónde podía encontrarme.
¿Por quién lo había sabido? No podía ser por nadie de la villa Spada, pues nadie estaba al corriente de nuestro antiguo trato, por no mentar que mi persona nunca era objeto de atención. Por lo demás, no teníamos ningún conocido común; lo único que nos unía era la remota aventura que habíamos vivido hacía diecisiete años en el Donzello. De aquellos avatares extraordinarios yo había redactado primero un sucinto diario, que luego convertí en unas pormenorizadas memorias, de cuyo resultado me sentía muy orgulloso. Hablaba de ellas a Atto en la última misiva que le había enviado unos meses antes, postrer intento de tener noticias suyas.
Mientras atravesaba los campos al trote, di rienda suelta a los recuerdos y por unos instantes, en una especie de ensoñación, vi aquellos sucesos lejanos y sorprendentes: la peste, los envenenamientos, las persecuciones por los subterráneos, la batalla de Viena, las conspiraciones de los soberanos de Europa...
Con cuánta brillantez, me dije, había logrado relatarlo todo en mis memorias, tanto es así que, cuando las terminé, mi mayor deleite era leerlas en las noches de insomnio. Y no me molestaba revivir todas las infamias cometidas por Atto, sus culpas, sus miserias y blasfemias. Me bastaba llegar al final de mi manuscrito para sentirme sereno y hasta contento: el amor de mi Cloridia, que todavía hoy, Deo gratias, sigue conmigo; la pureza de la labor en los campos y, por último, la mención a la villa Spada, para la que trabajo como un campesino desconocido, cuyas vicisitudes admirables nadie podía siquiera imaginar. Claro, la villa Spada...
Como asaltado por mil escorpiones, aguijé a mi mula para llegar cuanto antes a casa.
Por desgracia, había comprendido.
Cloridia no estaba. Jadeando, corrí a los baúles donde guardaba todos mis libros. Los vacié con ímpetu, hurgué en el fondo: las memorias habían desaparecido.
-Ladrón, bandido, truhán -gruñí en voz baja-. Y yo soy un cretino, un idiota, un cernícalo.
¡Mencionar mis memorias en la carta dirigida a Atto había sido un grave error! Aquellas páginas contenían demasiados secretos, demasiadas pruebas de las infidelidades y las traiciones de que Atto Melani era capaz. Tan pronto como tuvo conocimiento de su existencia -ay, sólo ahora me daba cuenta-, había mandado a uno de los sicarios que tenía en Roma para que las hurtase. Para alguien así, entrar en mi desprotegida casita debió de ser corno un juego de niños.
Despotricaba contra Atto, contra mí mismo y contra el enviado a robar mis hermosas memorias. Con todo, ¿acaso podía esperar otra cosa del abate Melani? Sólo necesitaba hacer un repaso de sus turbios manejos, Cantante castrado y espía de los franceses... esto ya lo decía todo sobre su catadura. Su carrera de cantor había terminado hacía mucho. Sin embargo, de joven había sido un célebre soprano y, con la excusa de los conciertos, durante años había hecho de espía en las cortes de media Europa. El subterfugio, la mentira y el engaño eran su pan cotidiano; la emboscada, la conjura y el asesinato, sus aliados. Era capaz de empuñar una pipa y hacerla pasar por una pistola; de ocultar la verdad sin llegar a mentir; de conmoverse (y conmoverte) por puro cálculo. Además, conocía y practicaba las artes de la persecución y el hurto.
Por otra parte, su intelecto era de lo más agudo y sagaz. Tal como lo recordaba, su conocimiento de los asuntos de Estado llegaba a los secretos más recónditos de las coronas y las familias reales. Además, su ingenio vivo y mordaz desentrañaba el alma humana como un cuchillo el blando tocino. Se granjeaba la simpatía de los demás con su mirada chispeante y la estima con su gran elocuencia.
Todas sus mejores virtudes, empero, estaban al servicio de los fines más sórdidos. Si te iluminaba con una revelación, no era más que para obtener tu cooperación. Si decía que estaba cumpliendo una misión, lo único que en realidad perseguía era lograr algún sucio fin personal. Y si prometía su amistad, pensaba yo asqueado, sólo lo hacía para conseguir los favores que más le convenían.
Prueba de ello era su indiferencia hacia los viejos amigos. Me había dejado sin noticias suyas durante diecisiete años. Y ahora, como si tal cosa, me llamaba urgentemente a su servicio...
«No, don Atto, ya no soy el muchacho de hace diecisiete años», me hubiese gustado decirle mirándolo directamente a la cara. Le demostraría que era un hombre con experiencia en la vida, que ya no era tímido con los señores, sino sólo deferente, capaz de afrontar cualquier situación y de decidir lo que más me interesaba. Y, aunque a causa de mi baja estatura todos seguían llamándome «chico», era y me sentía una persona distinta del mozo que Atto había conocido hacía tantos años.
No, no podía aceptar el proceder del abate Melani. Y, massime, no podía tolerar el hurto de mis memorias.
Me tumbé en la cama para descansar y desembarazarme de estas y otras cogitaciones, atormentando sin tregua las sábanas. Sólo entonces me acordé que Cloridia me había avisado que no iba a volver a casa; como toda buena comadrona, matrona, obstetriké o partera (en lo que se había convertido después de practicar largamente en los últimos años), se quedaba en la casa de las parturientas los días previos al alumbramiento. Con ella iban nuestras dos adoradas hijas, de diez y seis años, ya creciditas pese a su edad, pues acompañaban siempre a su madre (a la que veneraban) no sólo como alumnas, para ser bien instruidas en tan importante servicio, sino además para ayudarla siempre que hiciese falta alcanzándole aceites y grasas calientes, hazalejas, tijeras e hilo para cortar el cordón umbilical, o cuando extraía diestramente las secundinas, es decir la placenta, y en otros menesteres semejantes.
Les dediqué algún pensamiento: dotadas de una cordura en público solo pareja a su vivacidad entre las paredes domésticas, ambas niñas seguían a su madre como una sombra. Su ausencia hacía que la casa me pareciera ahora aún más vacía y triste, y me recordaba mi melancólica infancia de expósito. Así, la soledad me hizo meditar con pesadumbre. El insomnio me envolvió en su frío abrazo y conocí cuán amargo es el lecho conyugal sin el consuelo del amor.
Pasada una hora (me había saltado la comida por falta de apetito), decidí regresar a la villa Spada para reanudar mis faenas. El reposo, aunque exiguo, había surtido el efecto deseado: el abate Melani y su regreso inesperado (por el que aún no sabía si alegrarme) ocupaban ahora menos mi mente. Me dije, eso sí, que Atto había llegado como un molesto trítono a turbar el apacible contrapunto de mi vida. Lo mejor que podía hacer era no pensar en él.
Me había dicho que mandaría llamarme; hasta entonces, pues, podía dedicarme a otras cosas. Tenía mucho que hacer y me apresté a uno de los trabajos que más me distraían: la limpieza de la pajarera. El fámulo que solía ocuparse de esa tarea tenía que guardar cama casi siempre por una grave herida en el pie que no terminaba de cicatrizar. Así pues, no era la primera vez que cumplía esa función. Fui por la comida y enseguida me dirigí a la pajarera. No extrañe al lector que en la villa Spada hubiese una atracción tan exótica, ya que todas las de esa clase gozaban de gran predicamento desde hacía mucho en las villas romanas. El cardenal de Médicis tenía en su villa del monte Pincio osos, leones y avestruces; en las villas Borghese y Pamphili, ciervos y gamos vivían en libertad. En la época del Papa León X, en los jardines del Vaticano paseaba incluso un elefante, llamado Hannón. Además de los animales, para maravillar y entretener a los huéspedes no faltaban lúdicos entretenimientos como el mallo o palamallo (se jugaba en la villa Pamphili); el juego de trucos, llamado también billar, que se jugaba en la villa de los Caballeros de Malta o en la villa Costaguti, en un terreno que parecía limpiado con jabón o en un tablero cubierto con un paño; o bien las bochas, como en la villa Mattei, para vencer el humor melancólico de las tardes de verano.
La pajarera se encontraba en un rincón apartado de la villa, entre la capilla y el huerto, oculta a la vista por una hilera de árboles y un seto alto y tupido. Se había construido de tal modo que estuviese soleada en invierno y umbrosa en verano, para no exponer a los pájaros a molestas intemperies. Tenía la forma de un pequeño castillo de planta cuadrada, con cuatro torres en las esquinas y un cuerpo central, todo cubierto con cúpulas de red metálica, sobre las que además había hermosos pináculos con banderolas de hierro. El interior tenía frescos con vistas celestes y paisajes lejanos, para dar a los volátiles la impresión de mayor espacio. Había plantas de acebo y laurel, siempre verdes, tiestos con maleza para hacer nidos y cuatro grandes bebederos. Los huéspedes (algunos grupos de los cuales estaban en jaulas separadas) eran numerosos y muy agradables tanto a la vista como al oído: ruiseñores, avefrías, estarnas, perdices griegas, francolines, faisanes, escribanos hortelanos, verderones, mirlos, calandrias, pinzones, tórtolas, paros carboneros y otros más.
Entré con precaución en la pajarera y enseguida causé un gran revuelo de alas. Me habían dicho que debía alimentar y cuidar a los pájaros siempre la misma persona, al objeto de ganarse su confianza. Mi presencia en lugar de su amo habitual había hecho cundir entre ellos la inquietud. Avancé
cautelosamente, mientras unas avefrías me seguían nerviosas y un grupo de pajarillos volaba alrededor de mí en actitud hostil. Tuve un escalofrío cuando un mirlo se posó audazmente en mi hombro y batió con fuerza las alas al lado de mi cuello, y por puro milagro no me estrellé contra un francolín que se abalanzaba sobre mí revoloteando con insolencia.
-¡Si no paráis ahora mismo me marcho y os quedáis sin comida! -los amenacé.
Sin embargo, por toda respuesta obtuve una salva más fuerte y estridente de graznidos, ululaciones y aleteos, y nuevas y peligrosas incursiones aéreas a un palmo de mi cabeza.
Me guarecí en una esquina, atemorizado, hasta que la tormenta se calmó. El gobierno de los pájaros y de las pajareras, me dije, no era un oficio hecho para mí.
Cuando por fin se aquietaron todos, incluidos los más impertinentes, empecé a limpiar y renovar los bebederos y los comederos, que luego rellené
con agua fresca, achicoria, remolacha, álsine, lechuga, semillas de llantén, grano, taño, mijo y semillas de cáñamo. A continuación abastecí la pajarera de hierba de espárragos, excelente para construir nidos. Mientras esparcía trozos de pan seco, un joven y hambriento francolín me saltó al brazo tratando de dejar a sus compañeros sin el botín de apetitosa miga.
Una vez que hube terminado de limpiar las perchas y barrer las deyecciones del suelo, me dirigí a la salida, feliz de dejar atrás el hedor y el caos de la pajarera. Estaba cerrando la puerta cuando de pronto se me hizo un nudo en la garganta.
Había sonado un tiro de pistola a poca distancia. Alguien estaba disparándome.
Instintivamente me agaché cubriéndome la cabeza con las manos. Oí
entonces una voz dura y fuerte, que a todas luces se dirigía a mí:
-¡Arrestadlo! Es un ladrón.
Levanté las manos, como para rendirme. Me volví, pero no vi a nadie. Me di una palmada en la frente y sonreí, decepcionado por mi mala memoria. Alcé por fin lentamente la mirada y lo encontré en su sitio de siempre.
-Muy gracioso -dije cerrando la puerta de la pajarera y procurando ocultar el miedo.
-He dicho que lo arrestéis. Es un ladrón. ¡Pum!
Con un segundo disparo, que parecía aún más verdadero que el primero, se había anunciado definitivamente la criatura más singular de toda la villa Spada: el papagayo César Augusto.
Cumple que ahora explique la naturaleza y la conducta de aquel extraño volátil, que habrá de desempeñar un papel importante en los sucesos que me dispongo a narrar.
Sabía que algunos autores llaman al papagayo «Luz de los pájaros»,
«Reinador de las Indias Orientales» y de otras maneras semejantes, en razón de sus virtudes. Los primeros ejemplares se los llevaron a Alejandro Magno de la isla Taprobana; más tarde se descubrieron muchas otras especies en las Indias occidentales, massime en Cuba y en Manacapán. Por otra parte, todos saben que el papagayo (del que, según algunos, existen más de cien variedades) posee la muy singular facultad de imitar la voz humana, y no sólo ésta, sino también ruidos y sonidos y muchas cosas más. Años atrás, en Roma poseyó esas dotes el papagayo del excelentísimo cardenal Madruzzo, y también el del cardenal Cassiano dal Pozzo, mediocre imitador de la voz humana pero excelente de voces de perros y gatos. Había otros que sabían remedar a la perfección los sonidos de otros pájaros, incluso de más de una especie. Fuera del Estado de la Iglesia aún se guardaba memoria del papagayo de la Alteza Serenísima de Saboya, que según muchos hacía alarde de una palabra rápida y muy suelta. Al parecer, el papagayo del cardenal Colonna recitaba de memoria todo el credo. Por último, a la finca de los Barberini, situada al lado de la villa Spada, había llegado hacía poco un papagayo de la misma especie que César Augusto, blanco y amarillo, un buen hablador por lo que contaban.
Ahora bien, César Augusto superaba con creces a todos sus camaradas. Imitaba a la perfección la voz humana, incluso de personas a las que había conocido hacía poco, sin omitir el tono, la cadencia, el acento y hasta los leves defectos de pronunciación. Reproducía sonidos de la naturaleza como truenos, el fragor de los manantiales, el susurro del follaje, el silbo del viento y el embate de las olas marinas. Era igualmente diestro con las voces de los perros, los gatos, las vacas, los asnos, los caballos, de todas las especies de pájaros y seguramente con las de otros animales con las que aún no lo había oído exhibirse. Contrahacía fielmente el chirrido de los goznes de una puerta, el ruido de pasos que se acercan, el del disparo de una pistola o un arcabuz, el repiqueteo de las campanas, el trote de los caballos, los portazos, los gritos de los vendedores ambulantes, el llanto de un niño, el entrechocar de dos espadas en duelo, todos los matices de las risas y el llanto, el tintineo de cubiertos, platos y vasos, y así sucesivamente.
Era como si para César Augusto todo el cosmos fuese un inmenso gimnasio donde afinar cada día sus extraordinarias, indescriptibles e insuperables dotes de imitador. Su prodigiosa memoria le permitía, semanas después de haberlos oído, declamar susurros y voces, superando así cualquier humana facultad.
Nadie sabía qué edad tenía. Algunos decían que cincuenta años; otros, incluso sesenta. Lo cierto es que todo era posible, dada la conocida longevidad de los papagayos, que no rara vez pasan el siglo y sobreviven a sus dueños. Con todo, su incomparable talento, que habría podido convertir a César Augusto en el más célebre papagayo de todos los tiempos, tenía un límite. En efecto, el papagayo de la villa Spada se negaba desde hacía mucho a desplegar sus capacidades. En pocas palabras, fingía que era mudo. De nada habían valido peticiones, halagos, órdenes ni un cruel ayuno al que fue sometido, por orden del cardenal Spada en persona, para convencerlo de exhibirse. César Augusto permanecía desde hacía muchos años (nadie recordaba cuántos) recluido en un pertinaz silencio.
Nadie, por supuesto, conocía la causa. Algunos recordaban que César Augusto había pertenecido originalmente al padre Virgilio Spada, tío del cardenal Spada y muerto hacía cuarenta años. Virgilio, aficionado a las antigüedades y al mundo clásico, era quien le había puesto el nombre del más célebre emperador romano. Debía de tratarse de una prueba de amor; en efecto, se contaba que Virgilio quería mucho a su plumado, y entre los criados corría el rumor de que la muerte del amo había sumido a César Augusto en la tristeza más profunda. ¿Era el luto lo que había cerrado el pico al papagayo?
Sí, era como si hubiese hecho un voto de silencio, con la melancólica e insensata esperanza de que su antiguo dueño resucitase.
Pero yo sabía que eso no era del todo cierto. César Augusto hablaba, vaya que si hablaba. La verdad es que nadie más que yo podía atestiguarlo, por cuanto únicamente en mi presencia abría el pico. Yo mismo no sabía explicarme la causa; barruntaba que me tenía una simpatía especial. Tal vez porque nadie más que yo lo trataba con urbanidad; no lo irritaba ni molestaba con ramitas o piedras para que hablase, como harían los criados de la villa. Había hecho todo lo posible por inducirlo a decir algo en presencia de otros asegurando que pocos minutos antes, cuando nos hallábamos solos, había hablado de corrido, pero impepinablemente permanecía callado, mirando a todos con ojos vacíos. Por su culpa quedaba como un tonto, y al final nadie volvió a darme crédito; con palmaditas en el hombro y la seguridad de todos de que el papagayo ya no hablaba (y la conjetura de algunos de que quizá nunca lo había hecho) concluyeron mis intentos.
La memoria de las pasadas gestas de César Augusto fue perdiéndome con la muerte de los viejos criados de la familia Spada. Ahora yo era quizá el único que sabía de qué era capaz aquel enorme pájaro blanco de cresta amarilla.
Ese día, como de costumbre, el plumado me lo había recordado. Los falsos disparos y la voz de un esbirro (una de las muchas que César Augusto debía de haber oído deambulando por Roma) me habían pillado por sorpresa, tan auténticos como sonaban. Era imposible saber donde había oído los sonidos originales. Y es que César Augusto gozaba desde antiguo de un privilegio exclusivo: no estaba recluido con los otros pájaros y tenía una pequeña pajarera propia, con alcándara y comedero. Desde ahí solía levantar el vuelo, a veces para explorar la villa, otras para ausentarse durante varias semanas. Dando vueltas por la ciudad, surtía su depósito de imitaciones con números siempre nuevos, de los que yo era el único y pasmado espectador.
- Dona nobis hodie panem cotidianum -dijo tres o cuatro veces César Augusto salmodiando el padrenuestro.
-Te he dicho mil veces que no blasfemes -lo amonesté-. Si no... Oh, ya sé lo que quieres. Tienes razón.
Resultaba que había renovado las reservas de agua y comida de todos los otros pájaros, menos las del papagayo. Estaba ofendido. Y es que César Augusto tenía un excelente apetito y comía de todo; pan, requesón, sopa (sobre todo si estaba hecha con vino), castañas, nueces, manzanas, peras, cerezas y muchas cosas más. Pero su pasión, digna más de un caballero que de un ave, era el chocolate. De vez en cuando, si después de un banquete en la villa Spada sobraba alguna jícara, se le permitía mojar el pico y su negra lengua en la costosa y exótica bebida. Le gustaba tanto que durante varios días era capaz de hacerme toda clase de zalamerías (algo inusitado en un bicho con tan malas pulgas como él) para que le consiguiese una cucharada. Una vez que le hube cambiado el agua y llenado la pequeña despensa de fruta y semillas, oí unos pasos que se acercaban.
-Chico, ¿sigues aquí? -me preguntó con tono reprobador un mayordomo-. Alguien te está buscando. Te espera al pie de la escalinata de atrás.
-Ea, no llores, tú también sabías que tarde o temprano volveríamos a vernos. ¡Atto Melani es un pedernal! -exclamaba Atto sujetándome por los antebrazos y sacudiéndome fraternalmente.
-Si no estoy llorando, no os...
-Calla, calla, no digas nada, acabo de informarme sobre ti, tienes dos niñas preciosas. ¿Cómo se llaman? ¡Qué emoción! -me susurró al oído, mientras me acariciaba la cabeza con embarazosa ternura.
Un par de campesinas observaban anonadadas la escena.
-¡Vaya sorpresa! ¡Eres padre! -seguía el abate sin inmutarse-. Y pensar que, viéndote, nadie lo diría; pareces el de siempre...
Tras esa observación, que no supe si recibir como un cumplido o una ofensa, pude por fin librarme, aunque con gran esfuerzo, de los brazos de Atto y di un paso atrás. Estaba rendido, como si hubiese tenido que defenderme de una agresión.
No podía creerlo: parecía que le hubiese picado una tarántula. Lo cierto es que, cuando me acercaba, había notado cómo los ojitos triangulares del abate me escrutaban con atención y que, al reparar en el ceño fruncido que a mi pesar no lograba borrar de mi rostro, Atto había cambiado de pronto de actitud para transformarse en el vejete parlanchín que ahora me abrumaba con besos y abrazos.
Fingía no darse cuenta de mi frialdad y me cogió del brazo para llevarme a pasear por los huertos de la villa.
-Anda, cuenta, chico, cuéntame qué ha sido de tu vida -susurró con tono confidencial, mientras entrábamos, no sin dificultad, en la vereda de las robinias, donde los jardineros contratados para la ocasión pululaban dando los últimos toques.
-En realidad, don Atto, debéis de saberlo perfectamente... -traté de decirle pensando en el hurto de mis memorias, en las que refería también mis recientes andanzas.
-Lo sé, lo sé -me interrumpió al momento con tono paternal, al tiempo que se detenía ante la fuente de la villa Spada, que para la fiesta se había transformado, por medio de un estrado, en una espléndida arquitectura efímera.
En lugar de la típica y modesta pila con una gran piña de piedra de donde manaba agua, surgía ahora un dios Tritón, magnífico y serpentino que, con la cola enroscada a un peñasco piramidal, soplaba con ímpetu una orza, de la que salía un caprichoso chorro que se abría como un paraguas y caía a los pies de su artífice con musical gorgoteo. Alrededor, el espejo de agua del ninfeo ofrecía el sensual espectáculo de las plantas acuáticas que, con bonitas flores medio abiertas, flotaban laxas.
Atto observó con admirado interés el Tritón y su hermoso juego de agua.
-Bonita fuente -comentó-. El Tritón está bien conseguido, y los peñascos también son de buena factura. Sé que en la villa d'Este, en Tivoli, hubo una vez un órgano de agua, que luego fue imitado en el jardín del Quirinal y en la villa Aldobrandini, en Frascati, pero también en Francia, por orden de Francisco I. Reproducía el sonido de las trompetas o el canto de los pájaros. Bastaba con soplar en unos finos tubos de metal introducidos en tiestos de tierra medio llenos de agua y ocultos entre las ninfas.
Rodeó entonces la fuente. No lo seguí. Se detuvo en el extremo apuesto y me miró de reojo entre los chorros de agua. Enseguida volvió a mi lado.
-Ver de repente a un viejo amigo al que temías muerto puede confundir el corazón y también la mente -continuó-. Te aseguro que con el tiempo recobraremos los antiguos sentimientos.
-¿Con el tiempo? ¿Cuánto pensáis quedaros en Roma? -pregunté, ya contrariado por la idea de verme envuelto en alguno de sus ruines asuntos. Se detuvo. Me miró con los ojos entornados; a continuación posó la vista en la fuente y luego en el horizonte, como para meditar prudentemente su respuesta.
Tuve entonces ocasión de observarlo bien por primera vez. Así, vi las carnes blandas y fláccidas de las mejillas, la piel arrugada de la nariz y de la frente, los surcos que atormentaban los labios y las comisuras de la boca, las venillas azuladas que le recorrían las sienes, los ojos aún vivaces pero pequeños y hundidos, con el blanco ahora amarillento, y el cuello, sobre todo, despiadadamente marcado por el cruel cincel del tiempo. La gruesa capa de albayalde que cubría su rostro, en lugar de suavizar los efectos de la edad, convertía a Atto en el triste simulacro de un fantasma. Por último, las manos, apenas veladas por los bullones de encaje de las mangas, estaban atrofiadas, maculadas y arqueadas.
Diecisiete años atrás había conocido a un hombre maduro pero vigoroso. El que ahora tenía delante era un anciano.
Como si no reparase en mi mirada, que indagaba implacablemente su decadencia, calló unos instantes, con la vista perdida en el cielo azul y una mano apoyada en mi hombro. De pronto me pareció terriblemente cansado.
-¿Cuánto tiempo voy a quedarme en Roma? -repitió para sí con tono ausente-. Pues sí, caray, he de decidir cuánto tiempo voy a quedarme... Daba la sensación de chochear.
Mientras tanto, habíamos llegado al cenador de glicinas. La fresca brisa que soplaba bajo la sombra nos tranquilizó. Era un mes de julio caluroso; las noches apenas mitigaban el sofoco mañanero.
-Un poco de sombra, gracias a Dios -dijo Atto con un suspiro y, sentándose en un banco, se enjugó el sudor con un pañuelito de encaje blanco que tenía en la mano. Enseguida se levantó, se inclinó hacia una glicina, la arrancó y, tras volver a sentarse, inhaló profundamente el delicioso aroma. De repente me dio un leve manotazo y se echó a reír-. ¡Qué maravilla, haces las mismas preguntas tontas de siempre! Oh, es magnífico encontrar a los amigos iguales a sí mismos, de verdad que es estupendo. ¿Que cuánto tiempo voy a quedarme en Roma? Chico, la respuesta es obvia: como puedes suponer, me quedaré en la villa Spada toda la semana de los festejos. ¡Pero no me iré de Roma antes del cónclave! Ahora ven y deja de hacer preguntas -agregó
poniéndose en pie como un joven resuelto y cogiéndome alegremente del brazo.
No se podía con Melani, pensé molesto y divertido al tiempo. Hacía un instante parecía atontado y ahora se escabullía como una anguila; era imposible saber cuándo hablaba en serio.
-Don Atto -dije elevando la voz-, nunca me atrevería a faltaros al respeto, pero ayer fui víctima de una de las peores afrentas de mi vida y por eso...
-Oh, qué desagradable. ¿Y bien? -Volvió a oler la flor de glicina y tamborileó levemente con la otra mano sobre el puño del bastón.
-Me han robado. ¿Lo entendéis? Ro-ba-do -remaché acalorado, sin poder contener más mi cólera.
-Oh, bueno, consuélate -repuso con suficiencia-, a mí también me ha pasado. Recuerdo que en el convento de las capuchinas, en Monte Cavallo, hará treinta años, me sustrajeron tres anillos de oro cuajados de gemas, un diamante en forma de corazón, un libro de lapislázuli encuadernado en oro y guarnecido con rubíes y turquesas, una capa de camelote de Francia, guantes, abanicos, píldoras y bolas aromáticas, lacre...
Entonces estallé.
-Ya está bien, don Atto. No finjáis que no sabéis nada: vos os habéis apoderado de mis memorias, del relato de los sucesos que vivimos hace diecisiete años, cuando nos conocimos. Había confiado únicamente en vos, erais el único que conocía su existencia, ¿y cómo me habéis correspondido?
¡Mandando a alguien a que me las robase!
Atto no se descompuso. Con afectada delicadeza, posó la flor de glicina en un seto y siguió tamborileando con los dedos sobre el puño de plata del bastón, dejando que continuase con mi desahogo.
-¡En ningún momento habéis pensado en mí, que os añoraba con lágrimas ardientes, que os escribía sin interrupción implorándoos una respuesta! Vuestra única preocupación era que alguien pudiese leer las memorias y descubriese así que sois un intrigante, que sonsacáis los secretos de las personas honradas, que traicionáis a vuestros amigos, que seríais capaz de cualquier cosa y que, en resumidas cuentas, si se tercia no tendríais la menor contemplación.
Me sequé con la palma de la mano el sudor de la frente, jadeando por la emoción. Atto, con la punta de dos dedos, me tendió su pañuelito de encaje, que acepté. Estaba extenuado.
-¿Has terminado? -preguntó al fin, con indiferencia.
-Yo... veréis, estoy indignado con vos. Quiero recuperar mis memorias balbucí, rabioso conmigo mismo porque con el abate seguía actuando como el mozo presumido de diecisiete años atrás, pese a todo el tiempo transcurrido.
-Oh, eso es imposible. Ahora tu manuscrito se encuentra en lugar seguro. Lo he escondido en París para que nadie pueda darle el imprimatur.
-¿Admitís, entonces, que sois un ladrón?
-Un ladrón, un ladrón... -canturreó-. Empleas un lenguaje un poco rudo. La pluma, en cambio, no se te da mal; me he divertido bastante leyendo tu relato, aunque a veces te excedes en el tono y has escrito alguna cosilla que puede dejarme en mal lugar. Además, has sido muy ingenuo: escribir del abate Melani semejantes cosas y después contárselo...
-Claro, yo también me he dado cuenta -dije.
-Como te explicaba, no me ha desagradado tu trabajo. Es más, en algunos momentos lo he encontrado bastante eficaz. Tienes una pluma ágil, a veces algo ingenua, pero nunca tediosa. A lo mejor llega a resultarte útil. Es una lástima que hayas omitido que eras padre, pues me habría encantado saberlo... pero te entiendo: la radiante alba del nuevo día, que eso son los hijos para todo padre, no podía encontrar espacio en aquella historia vieja y sombría. Guardé un silencio hostil, para que supiese que tampoco ahora tenía intención de contarle nada de mis niñas.
-Imagino que durante estos años habrás leído libros, gacetas, un poco de rimas -prosiguió cambiando de tema, como para animarme a hablar.
-En realidad, don Atto, compro y leo con sumo placer libros de historia, política, teología, vidas de santos. Entre los poetas, me gustan Chiabrera, Achillini, Filicaia... Pero no leo gacetas.
-Perfecto. Es a ti a quien necesito.
-¿Para qué?
-¿Le has enseñado a alguien tus memorias?
-No.
-¿Existen más copias?
-No; no he tenido tiempo de transcribirlas. ¿Por qué lo preguntáis?
-¿Te conformas con mil? -preguntó a su vez, secamente.
-No sé a qué os referís -dije, pese a que empezaba a comprender.
-Sea. Mil doscientos escudos, en moneda de Roma, pero ni uno más. Y
tendrán que ser dos memorias.
Fue así como el abate Melani compró las largas memorias en que había descrito nuestro primer encuentro y todas las aventuras que siguieron. En segundo lugar, por aquella cifra compraba por adelantado otras memorias o, mejor dicho, un diario: la descripción de su estancia en la villa Spada.
-¿En la villa Spada? -exclamé incrédulo, mientras reanudábamos nuestro paseo.
-Así es. Tu amo es secretario de Estado y el cónclave está a punto de empezar; ¿crees que la flor y nata de la aristocracia romana, de las jerarquías eclesiásticas y de los embajadores va a reunirse aquí por pura diversión? La partida de ajedrez del cónclave ya ha comenzado, chico. Y en la villa Spada se van a mover importantes peones, puedes estar seguro.
-Y supongo que no queréis perderos un solo movimiento.
-Soy especialista en cónclaves -afirmó sin sombra de modestia-. No olvides que la ilustre estirpe pistoyesa de los Rospigliosi, como cuyo invitado tengo a gala estar aquí, me debe el honor de contar con un Papa entre sus antepasados.
Hacía diecisiete años ya le había oído vanagloriarse de haber favorecido la elección del papa Clemente IX Rospigliosi.
-Así pues, hijo mío -concluyó Melani-, vas a redactar para mí una crónica juiciosa de todo cuanto veas y oigas en los próximos días, añadiendo los datos necesarios y oportunos que yo te indique. Luego me entregarás el manuscrito, del que no guardarás copia y cuyo contenido no podrás reproducir. Éste es el pacto. Por ahora es todo.
Yo estaba perplejo.
-¿No estás conforme? Si no hubiese escritores, los hombres y su fama desaparecerían en un solo día, y las virtudes serían enterradas con ellos. ¡Pero el recuerdo que se atesora en los libros no muere nunca! -proclamó el abate con voz solemne y melosa, tratando de halagarme.
No estaba del todo equivocado, reflexionaba yo mientras Atto continuaba con su perorata.
-Decía Anaxarco, sabio y docto filósofo, que una de las cosas más dignas de esta vida es lograr que el mundo te tenga por inteligente en tu profesión. En efecto, si en un mismo arte hubiese millones de hombres expertos y doctos, solamente los que se esforzaran en destacar serían reputados dignos de alabanza, y su fama no moriría por toda la eternidad. Si había entendido bien, el abate Melani quería una especie de biógrafo que enalteciese sus gestas de aquellos días. Tenía el propósito, pues, de cumplir muchas, me dije inquieto, recordando que el abate era temerario e intrépido como el que más.
-... Yo, siguiendo esa máxima -prosiguió Atto con gesto ampuloso y vivaz-, de joven estudié con ahínco, de mayor apliqué mis conocimientos y ahora me esfuerzo para que el mundo me conozca. He servido a varios príncipes y a grandes hombres con palabras, consejos y hechos, y redactado para ellos numerosos informes sobre el arte de la diplomacia; muchos, pues, son los que se han valido y los que siguen valiéndose de mí.
«Sin embargo, vuestros servicios no han convenido a todos», comenté
para mis adentros, recordando la facilidad con que Atto cambiaba la fidelidad de un amo a otro.
-Como prueba de lo que digo -añadió con énfasis, como si hubiese adivinado mis objeciones-, te dictaré para tus memorias gran cantidad de ejemplos, todos los cuales confirmarán esta verdad. Y quienes los lean sacarán gran provecho de ellos, pues conocerán hechos muy hermosos.
Con dos niñas que criar, para Cloridia y para mí aquel dinero constituía una auténtica bendición. De modo que no vacilé en aceptar la oferta de Atto de comprarme lo que ya me había robado, máxime porque sabía perfectamente que nunca recuperaría mis memorias.
-Sólo una cosa, don Atto -dije al fin-. No creo que mi pluma esté a la altura de cumplir lo que me pedís.
En realidad, me hacía temblar de miedo la idea de que montones de caballeros y notables pudiesen llegar a tener un día entre sus manos un escrito mío. Atto lo entendió.
-Te dan miedo los lectores, y ese miedo hace que prefieras seguir siendo un simple campesino, ¿no es verdad? -preguntó, mientras se detenía a coger una ciruela.
Respondí afirmativamente con la mirada.
-Pues entonces, en tu prólogo no te dirigirás «Al benévolo lector», sino
«Al maligno lector».
-¿Cómo decís?
Melani tomó aliento y, al tiempo que con su pañuelo de encaje sacaba brillo a la ciruela, empezó a instruirme con palabras didácticas y una mueca pedantesca.
-Has de saber que, hace muchos años, cuando imprimí algunas de mis obras, yo también seguí la común y vulgar costumbre de disculparme con los benévolos lectores por los errores que por defecto mío pudiesen detectar en la obra. Ahora, en cambio, tras las experiencias habidas, estimo que los benévolos lectores, leyendo con prudencia las obras ajenas, como llenos de bondad, cuando hay algo bueno lo descubren y, cuando no, suelen conformarse con la buena voluntad de los autores. Así, me he convencido de que es mucho mejor dedicar el prólogo de los libros a los lectores malignos y maldicientes, que tienen el oído tan tierno que se escandalizan hasta de un pequeño error.
Dio un mordisco a la ciruela y se puso a escrutar mi mirada distraída.
-A estos nasuti (por emplear el término latino), a estos maldicientes y detractores, que juzgan todos los libros excesivos, todas las obras imperfectas, todos los conceptos erróneos y todos los esfuerzos baldíos, les digo que no deseo que lean ni miren mis obras, que cuanto menos les gusten a ellos, más les gustarán a los demás. ¿Sabes qué respuesta doy cuando uno de estos pajarracos viene a importunarme con sus agrios comentarios?
Contesté con una mirada interrogativa.
-Respondo: «Si a vuestra merced os parece larga mi obra, leed la mitad; si os parece breve, añadid lo que os plazca; si la estimáis demasiado clara, consolaos pensando que os costará menos entenderla; si os parece demasiado oscura, haced comentarios al margen; si demasiado baja de materia y de estilo, tanto mejor, pues si cae le dolerá menos que desplomarse desde grandes alturas.»
El abate rubricó su perorata escupiendo con un golpe seco el hueso de la ciruela, como si fuese la pluma de un detractor. Yo estaba admirado de su sagacidad; de Atto Melani, me dije, siempre se aprendía algo.
-Nunca he leído vuestras obras, don Atto, pero seguramente de ellas se podrá afirmar -dije para halagarlo-, en el peor de los casos, que son demasiado doctas...
-No te apures -repuso desenfadadamente, con la boca llena-, que nadie va a decir que son demasiado doctas, pues eso es un elogio, y esos cuervos repudian el elogio, no incurren en él ni por equivocación. A lo sumo pueden decir: «Este autor se ha servido de las obras de otros. » Y tendrían razón. Pero yo siempre me he servido con modestia, nombrándolos y alabándolos como corresponde. Por eso mismo no puedo perdonar a Aristóteles que utilizara las obras de Hipócrates sin mencionarlo una sola vez.
-Si me lo permitís -intervine con tono de humildad, pero deseando demostrarle que ya no era el mozo ignorante de antaño y que durante todo el tiempo que no nos habíamos visto había hecho un gran acopio de conocimientos-, a esos detractores les respondería lo que san Jerónimo dijo a sus calumniadores en el prólogo sobre san Mateo y en el cuarto volumen sobre Jeremías: con el ánimo de disculparse por haberse servido de las obras de Orígenes en la composición de sus libros, dijo que no podía censurársele por ello, sino elogiarle, dado que todos los autores antiguos observaban la misma costumbre. Además, si fue hurto servirse de otros autores, ¿qué diríamos de Ennio, de Cecilio, de Plauto, de Cicerón y de Virgilio? Es más, ¿qué diríamos de Hilario, que tomó hasta ocho mil versos de Oriente y los trasladó a sus libros?
El abate sonrió con una pizca de admiración y sorpresa, paternalmente complacido del despliegue de mis conocimientos, y acto seguido se agachó
para apagar su sed en una pequeña fuente.
-Bien pensado -proseguí envanecido-, ni siquiera harían falta vuestras palabras a los lectores malignos, ya que, según reza un antiguo oráculo, la mayor desventura del hombre de bien es ser amado y alabado por los malos, y su mayor dicha, ser por éstos odiado y reprobado.
-Oh, yo acepto de todo corazón las correcciones -se apresuró a aclarar el abate mirando un cerezo que estaba cerca de nosotros-, pero detesto las difamaciones. Cuando alguien me señala mis errores, como filósofo, lo tengo por maestro; como cristiano, por mi hermano, porque cumple conmigo tan cortés obra de caridad. Ahora bien, chico, recuerda que jamás debes tolerar a esos desconsiderados que, a pesar de saber leer apenas la obra de los demás, tan pronto como ven el título y echan una ojeada a las ilustraciones, ya arrugan la nariz ganchuda y le dan nombres despectivos que sacan de su furiosa ignorancia. Si alguno de ellos sabe componer, en sus escritos no hace más que señalar con el dedo a éste o desprestigiar a aquél. Tanto es así que -concluyó
con una risita socarrona-convendría preguntarle qué príncipe le otorgó el privilegio de la censura general. Perdona, ¿puedes cogerme esas bonitas cerezas de allá arriba?
-Tenéis toda la razón -dije, admirado de la agudeza del abate, mientras trepaba por el tronco del árbol-. Es adecuado debatir sobre los puntos dudosos y buscar la verdad, pero con la modestia que se aprende en la sustancia de la filosofía y en los sermones del cristianismo.
-Desde luego, la discreta y moderada corrección es muy santa -precisó
acalorado-, y ningún literato, por grande que sea, debe rechazarla nunca, porque no hay hombre tan excelente que no pueda ser engañado por su propio saber. Los evangelistas, los apóstoles, los profetas y los santos padres escribieron inspirados por Dios, y por ello escribieron bien; pero todos cuantos han escrito en el mundo después de ellos han errado, unos más y otros menos. Con todo, quien apalease al enfermo en vez de curarlo ejercería más de verdugo que de médico.
Había bajado del cerezo y me disponía a hablar para continuar la singular disputa retórica que sosteníamos en el huerto, cuando el abate me atajó en el instante en que despegaba los labios.
-Ya es suficiente, hijo mío, que el pensamiento se hace arrogante muy deprisa. Lo que debemos ejercitar es la humildad, no la presunción. Las obras humanas son imperfectas a causa de nuestros pobres ingenios y encuentran detractores por la infelicidad de nuestros tiempos. Mi enseñanza de hoy te servirá para que tus futuros escritos no queden desvalidos y a merced de los detractores. Quiera Dios Nuestro Señor concedernos la gracia de conocer nuestros errores para enmendarlos, y, a los otros la de no condenar lo que se hizo con buen fin, para que no se ofenda la Divina Majestad ni por nuestros errores ni por los ajenos.
Dicho lo cual, me invitó con un gesto a saborear con él las cerezas. Comí contrito y agradecido ala vez porque el abate me hubiese recordado el mandamiento de la humildad de espíritu justo cuando estaba cayendo en la estéril jactancia. ¿O es que el Evangelio no dice «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos?
Al cabo de unos instantes Melani me miró satisfecho y, sin añadir nada más, me entregó una letra de cambio pagadera por un usurero de la judería. La cogí lentamente. Estaba hecho: me había vendido a Atto para un servicio literario, por llamarlo de algún modo, que contemplaba, sin embargo (como ocurre muchas veces cuando la pluma se convierte en medio de lucro), mi absoluta disponibilidad. Mientras pugnaban en mi interior los sentimientos de amistad, repulsión e interés, y el sabor agridulce de las cerezas se disolvía en mi boca, lo único que sabía con certeza era que ya estaba a su servicio.
Entretanto, habíamos llegado al casino, ante el cual vimos estacionados otros carruajes de invitados. Lo que se temía había ocurrido: los huéspedes procedentes de Roma también se habían presentado en la fiesta con días de antelación. Como desde esa noche iban a celebrarse losa banquetes, nadie (ni siquiera Atto) había tenido la paciencia y el buen gusto de esperar a la inauguración oficial de los festejos.
Atto miraba con atención los escudos que lucían los carruajes, sin duda para averiguar con quién iba a compartir la magnífica hospitalidad de los Spada durante esa semana.
-He oído decir a un criado de tu amo que don Livio Odescalchi y la marquesa Serlupi están a punto de llegar. Espera... -dijo reteniéndome y mirando los carruajes, desde una distancia suficiente para reconocer sin que nadie lo reconociese-. Esa cara me suena. Creo que es... Sí, claro, monseñor D'Aste -afirmó Atto, mientras a lo lejos veíamos apearse del coche a un anciano canoso y macilento, tanto que casi se perdía en los paramentos cardenalicios-. Es tan pequeño, desgarbado y enteco que Su Santidad lo llama monseñor Trapito -apostilló con sorna para demostrar que estaba al corriente de las habladurías de Roma-. Veo por allí un gran movimiento de lacayos continuó-. Debe de estar llegando alguno de los Barberini o de los Colonna, tan dados a presumir; se creen el centro del mundo. Me parece ver las armas de los Durazzo en el carruaje de atrás, que debe de traer al cardenal Marcello; el viaje desde Faenza, donde es obispo, sí es largo. Como no descanse un buen rato, no podrá disfrutar de la fiesta. Anda, también ha llegado el cardenal Bichi comentó aguzando aún más la vista-. No sabía que tuviese tanta intimidad con el cardenal Fabrizio.
-A propósito, don Atto, ignoraba que conocieseis al cardenal Spada -lo interrumpí.
-¿Cómo? ¿No sabías que ha sido durante años nuncio en Francia?
Hubo un tiempo en que nos tratábamos con bastante asiduidad en París. Es un individuo, ¿cómo diría yo?, muy conciliador. Lo que más le preocupa es no tener enemigos. Y hace bien, porque en Roma ése es el mejor modo de medrar. Apuesto a que se acuerda muy bien de su paso por París, porque fue entonces cuando le concedieron el capelo cardenalicio; en mil seiscientos setenta y seis, si no me equivoco. Antes había sido nuncio en Saboya, donde ganó algo de experiencia. Ha participado en tres cónclaves: el de Inocencio XI, precisamente en mil seiscientos setenta y seis; el de Alejandro VIII, en mil seiscientos ochenta y nueve, y el del Papa que hoy ocupa el solio, en mil seiscientos noventa y uno. La próxima elección será la cuarta en la que intervendrá, lo que no está nada mal para un cardenal que tiene apenas cincuenta y siete años, ¿no te parece?
Pese a los muchos años transcurridos, Atto conservaba intacta su capacidad de recordar los pormenores de la carrera de decenas de Papas y cardenales. El agente con el que Su Majestad Cristianísima podía contar ya no era, desde luego, un hombre atlético, pero seguía teniendo una memoria perfecta.
-¿Creéis que esta vez puede ser elegido Papa? -pregunté con la secreta esperanza de ser algún día uno de los domésticos de un Pontífice.
-Por supuesto que no. Es demasiado joven. Podría reinar entre veinte y treinta años. De sólo pensarlo, los otros purpurados caerían postrados en cama con fiebre -respondió Melani entre risas-. Conmigo se va a mostrar altanero, porque teme que lo tomen por vasallo del rey de Francia. Hay que entender a estos pobres cardenales –concluyó con una mueca burlona.
Seguimos paseando cerca de la verja de entrada, cuando en eso vimos aparecer en la calle a un viejo jorobado y temblequeante, casi calvo y con un gran cuévano lleno de papeles. Humilde y con el sombrero en la mano, pidió
algo a los lacayos, que enseguida intentaron despedirle con cajas destempladas. Y es que, quienquiera que fuese, tendría que haberse presentado en la entrada de servicio, donde los pobres no se exponían a sufrir el menosprecio de los nobles huéspedes de la villa.
El abate se aproximó y con un gesto me indicó que lo siguiera. El viejo llevaba manguitos y un delantal tiznado; era a todas luces un artesano, quizá
un tipógrafo.
-Sois Haver, el encuadernador de la vía dei Coronari, ¿verdad? -le preguntó Atto en medio de la calle-. Yo os he mandado llamar. Tengo trabajo para vos. -Y extrajo un montón de hojas.
-¿Cómo queréis la portada?
-De pergamino.
-¿Alguna inscripción en el lomo?
-Ninguna.
Tras establecer rápidamente otros acuerdos, Atto puso en las manos del anciano un puñado de monedas en concepto de anticipo.
De pronto oímos un enorme estrépito en la zona verde que rodeaba la calle situada a nuestra izquierda.
-¡Al hombre, al hombre! -exclamaba alguien con voz estentórea Entonces salió veloz una sombra que pasó entre nosotros y tropezó
violentamente con el encuadernador y con el abate Melani, que cayó al suelo lanzando un agudo grito de rabia y dolor.
Los papeles que Atto tenía en la mano salieron volando por los aires, lo mismo que las hojas que había en el cuévano del encuadernador, mientras la sombra que había derribado al abate se desplomaba también describiendo espirales dramáticas e indescriptibles.
Cuando por fin dejó de rodar, vi que era un joven sucio y enjuto, con la camisa hecha jirones, barba de varios días, la mirada perdida y afligida por el triste accidente. Llevaba en bandolera un morral de mala estofa del que se habían caído varios objetos mugrientos, entre los que me pareció distinguir una bolsita de cuero, un par de medias viejas y unas cuartillas grasientas, tal vez el miserable fruto de una visita a un basurero en busca de algo para comer o para sobrevivir.
Pero no tuve tiempo de observarlo mejor, ni de ofrecer mi ayuda a Atto y al desconocido, pues el estrépito que había oído al principio se hacía cada vez más intenso.
-Prendedlo, prendedlo, por todas las jacerinas -decía ahora a grito pelado la voz de antes.
En el pabellón donde se alojaban los esbirros que vigilaban la villa empezaron a oírse gritos e imprecaciones. En ese instante el joven se levantó
y, echando de nuevo a correr, desapareció entre el follaje.
Atto, que se había sentado, intentaba inútilmente ponerse en pie. Justo cuando me disponía a prestarle ayuda, mientras el encuadernador recogía humildemente las hojas en su cuévano, pasaron corriendo por delante de nosotros dos esbirros de la villa, que se unieron dando gritos desaforados al perseguidor. Pero éste, ay, tropezó también con el pobre Atto, que volvió a caer al suelo. El perseguidor, por su parte, rodó por el empedrado, después de eludir milagrosamente a los lacayos, a dos monjas (a las que yo solía ver allí
llevando pequeños regalos al cardenal Spada) y a dos perros. Entre los chillidos de las monjas y los ladridos de los perros, la calle era un guirigay. Me apresuré a socorrer al abate Melani, que gemía desconsolado.
-Ay, primero aquel loco, y ahora éste... Mi brazo, maldición. La manga derecha de la chaqueta de Atto, que comenzaba a impregnarse de humor negruzco, tenía un buen corte, probablemente causado por una cuchillada. Lo despojé de la prenda. Una fea herida, de la que manaba abundante sangre, desfiguraba el fláccido y blanco brazo del abate. Dos doncellas misericordiosas que vivían en el casino, donde se desempeñaban como ayudantes de guardarropa, habían presenciado la escena. Nos proporcionaron gasas con un poco de ungüento medicinal que, según nos aseguraron, aliviarían el dolor y curarían la herida del abate.
-Este pobre brazo parece signado por el destino -se quejaba Atto, mientras yo se lo vendaba-. Hace once años me caí a un foso, me herí
gravemente el brazo y el hombro, a punto estuve de morir. Aquel accidente me impidió, entre otras cosas, venir a Roma con el duque de Chaulnes para el cónclave que se celebró después de la muerte de Inocencio XI.
-Se diría que los cónclaves son perjudiciales para vuestra salud comenté instintivamente. El abate me echó una mirada que despedía fuego. Un pequeño grupo de curiosos, niños y campesinos de la zona se había congregado alrededor.
-Malditos sean esos dos sujetos -refunfuñó Atto-. El primero era demasiado rápido; el segundo, demasiado pesado.
-Por mil bombas -exclamó el de la voz potente-, ¿cómo que pesado? Si he estado en un tris de atrapar a ese cerretano.
El círculo de espectadores se abrió al punto, asustado por esas palabras groseras y graves.
Las había pronunciado un coloso tres veces más alto, dos veces más ancho y probablemente cuatro veces más fornido que yo. Lo miré con fijeza: rubio era, y bello y de gentil aspecto, pero un antiguo golpe, que le había partido una ceja, le daba una expresión melancólica, que contrastaba con sus maneras joviales y rudas.
-De todos modos, y lo juro sobre la punta de todas las alabardas de Silesia, no pretendía ofenderos -prosiguió el energúmeno avanzando hacia nosotros.
Acto seguido, sin pedir permiso levantó a Atto del suelo y lo puso en pie como si fuese una aguja de pino. El corrillo que nos rodeaba, intrigado, se apretujó aún más, pero enseguida fue dispersado por los lacayos de la villa, que habían acudido en buen número. Mientras, el encuadernador recogía respetuosamente los papeles de Atto, esparcidos aquí y allá, a un lado y otro de la verja.
-Eres un esbirro -afirmó Atto estirándose y limpiándose la chaqueta-. ¿A quién perseguías?
-A un cerretano, he dicho; un gorrón, un gallofero o como diablos llaméis a esa gentuza. Seguramente os quería robar, por el alma de cien espingardas.
-Ah, un mendigo -traduje.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Atto.
-Sfasciamonti.
Atto, no obstante el dolor, lo miró de hito en hito.
-Bonito nombre, muy apropiado para ti. ¿Dónde trabajas? -inquirió, pues no había visto de dónde había llegado Sfasciamonti.
-Por lo general, en los aledaños de la via de Panico, pero desde ayer trabajo allí -respondió señalando la villa Spada.
A continuación explicó que era uno de los esbirros contratados por el cardenal Fabrizio para garantizar la seguridad de sus invitados. En ese instante el encuadernador se acercó con premura.
-Excelencia, he encontrado el arma que os ha herido -dijo tendiendo a Atto una especie de daga brillante de puño cuadrado.
Sin embargo, Sfasciamonti se hizo con ella antes que el abate y se la guardó en el bolsillo.
-Eh, un momento -protestó, Atto-. Ése es el cuchillo que me ha herido.
-Exacto, es el cuerpo del delito, que queda a disposición del gobernador y del alguacil. Tengo la misión de ocuparme de la seguridad de la villa, y no hago más que cumplir con mi deber.
-Esbirro, has visto lo que me ha pasado. La hoja de aquel miserable, gracias a Dios, sólo ha acariciado mi brazo, no mi espalda. Si tus colegas lo atrapan, quiero que también pague por esto.
-¡Os lo prometo y juro, por la cartuchera de Wallenstein! -rugió
Sfasciamonti, lo que suscitó en los presentes un murmullo de temor. La herida no era leve y el abate seguía perdiendo sangre. Dos criadas trajeron más gasas y volvieron a vendarle el brazo para detener la hemorragia. Pude así admirar el estoicismo con que el abate Melani soportaba el dolor, una virtud que no, le conocía. Todavía se quedó un rato para entablar acuerdos con el encuadernador, que en el ínterin había recogido del suelo todos los papeles de Atto, a los que debía dar forma y dignidad de volumen. Estipularon rápidamente el precio y se citaron para el día siguiente.
Nos dirigimos luego hacia el casino, donde Atto pensaba llamar a un médico o un cirujano para que le examinase el feo corte.
-Por ahora me duele poco, confiemos en que no empeore. Maldita la hora en que se me ocurrió citar en la verja a ese encuadernador. Pero le tengo mucho cariño a mi librito.
-A propósito, ¿qué le habéis encargado que os encuaderne?
-Oh, nada importante -respondió levantando las cejas y poniendo la boca redonda como una cereza.
Entramos en el casino sin decir nada más. Yo estaba perplejo por la afectada indiferencia con que el abate Melani había respondido o, mejor dicho, no había respondido a mi pregunta. Los mil doscientos escudos me obligaban a compartir su suerte durante muchos días, para documentar su estancia en la villa Spada. Y aún no sabía qué me esperaba exactamente.
Le pedí permiso para retirarme, con el falso pretexto de ciertas tareas muy urgentes que se me habían acumulado. En realidad no me quedaba mucho por hacer aquel día; no era doméstico interno de la casa y, además, los preparativos para el comienzo de los festejos ya estaban terminados. Sólo deseaba un poco de soledad para reflexionar sobre los últimos acontecimientos. El abate, sin embargo, me rogó que le hiciese compañía hasta que llegase el cirujano.
-Apriétame más las gasas del brazo, por favor; el vendaje de esas chicas está haciendo que me desangre -me dijo con una punta de impaciencia. Hice lo que me había pedido y reforcé además el vendaje con otras gasas que el ayudante de cámara nos había traído.
-¿Un librito francés, don Atto? -me resolví por fin a preguntar aludiendo a lo que me había dicho antes.
-Sí y no -respondió lacónico.
-Ah, quizá circula en Francia, pero ha sido impreso en Amsterdam, como es muy común... -dije esperando sonsacarle algo más.
-Que no -replicó con un suspiro de cansancio-. En realidad ni siquiera es un libro.
Nos interrumpió la llegada del cirujano. Mientras éste se afanaba con el brazo de Atto, dando órdenes al ayudante de cámara, aproveché para meditar. Obviamente, no era casual que Atto reapareciese después de diecisiete años de silencio y me pidiese, como si tal cosa, que fuese su memorialista. Y
aún era menos casual que estuviese entre los invitados a la boda del sobrino del cardenal Fabrizio Spada. Éste era secretario de Estado del papa Inocencio XII y había nacido en el reino de Nápoles, por lo que era partidario de los españoles. El papa Inocencio estaba al borde de la muerte y desde hacía meses toda Roma se preparaba para el cónclave. Melani era agente francés: un lobo en el cubil de las ovejitas.
Conocía bien al abate y no necesitaba hacer excesivos esfuerzos para entender su proceder. Bastaba aplicar una regla elemental: pensar mal. Así se acertaba siempre. Seguro que, enterado por mis memorias de que trabajaba como criado del cardenal secretario de Estado, había conseguido que lo invitasen a la fiesta de los Spada, conjeturé, valiéndose de su antiguo trato con el cardenal. Y ahora quería servirse de mí, encantado de la fortuita coincidencia que me había puesto donde más útil podía serle. Quizá pretendiese de mí no sólo que contase sus gestas en el próximo cónclave. Pero ¿qué podía tener previsto esta vez? Sobre eso era más difícil hacer cábalas. Una cosa sí tenía muy clara: hasta donde me lo permitieran mis escasas fuerzas, no iba a consentir que los manejos del abate Melani dañasen de ningún modo a mi amo, el cardenal Spada. Al menos en este sentido era una bendición que Atto me hubiese confiado aquel encargo: así podría seguir sus pasos.
El cirujano ya había terminado su tarea, no sin haber arrancado a Atto algún ronco chillido de dolor y un buen montón de monedas por sus honorarios, que tuvo que desembolsar el herido debido a la temporal ausencia del gentilhombre de la casa.
-Menuda hospitalidad -comentó Atto con acritud-. Acuchillan a los invitados y éstos tienen encima que pagarse las curas.
El secretario de la villa Spada, que entretanto había acudido a la cabecera de Melani en ausencia de don Paschatio, el gentilhombre de la casa, mandó que le sirvieran enseguida el almuerzo, que dos lacayos se quedasen para ayudarlo a comer, ya que no podía hacerlo solo a causa del brazo herido, y que atendiesen todos sus deseos. Reiteró una y otra vez sus excusas, maldijo con palabras muy civilizadas la delincuencia y la mendicidad que en cada jubileo convertían a la urbe en un lazareto y le aseguró que, a la mayor brevedad, se le reembolsaría lo que había pagado con los correspondientes intereses e incluso se le recompensaría ampliamente por la gravísima afrenta que había sufrido, y eso que por fortuna habían contratado para encargarse de la seguridad de la villa durante los días de la fiesta a un esbirro, al que sin duda el gentilhombre de la casa pediría cuentas. Así siguió durante un cuarto de hora largo, sin percatarse de que Atto empezaba a quedarse dormido. Yo aproveché para retirarme.
La extraña agresión a Atto me había dejado entre consternado e intrigado. Con la excusa de arreglar unos setos de la entrada que no me parecían perfectos, saqué las tijeras de podar que llevaba en el mandil y me dirigí de nuevo hacia la verja.
-¿No has tenido bastante con el accidente de antes, chico?
Me volví o, mejor dicho, alcé la cabeza hacia lo alto.
-Este bosque debe de estar lleno de cerretanos. ¿Te quieres meter en más líos?
Era Sfasciamonti, que montaba guardia.
-Oh, ¿estáis vigilando?
-Vigilando, sí, vigilando. Estos cerretanos son una maldición, líbranos de ellos, Señor, por todas las estrellas del firmamento -dijo mirando alrededor con inquietud.
Cerretanos. Tanto repetía ese término de sonido siniestro, cuyo verdadero significado en realidad yo desconocía, que entendí que quería explicármelo.
-¿Qué es un cerretano?
-¡Chist! Noramala, ¿quieres que te oiga todo el mundo? -bisbiseó
Sfasciamonti, y agarrándome violentamente del brazo me apartó del seto, como si un cerretano se ocultase entre el follaje.
Me llevó hasta la tapia, oteando a diestro y siniestro con sumo tiento, tanto que parecía temer una celada.
-Son... ¿cómo te diría yo? Son galloferos, pidienteros, sopistas, guitones... Vagamundos, en una palabra.
A lo lejos, dentro del parque, las notas de los músicos contratados con ocasión de la boda se mezclaban con los últimos golpes de martillo para terminar los decorados efímeros y teatrales.
-¿Queréis decir que son mendigos, como los gitanos?
-Eso mismo. O, mejor dicho, no -rectificó casi indignado-. ¡Que cosas me haces decir! Los cerretanos son mucho más o, más bien, menos. Los cerretanos hacen un pacto con el diablo -susurró persignándose.
-¿Con el diablo? -exclamé incrédulo-. ¿Acaso los persigue el Santo Oficio?
Sfasciamonti negó con la cabeza y elevó desconsolado la vista al o cielo, como para remarcar la gravedad del tema.
-Si tú supieses, chico.
-¿Qué hacen, pues?
-Piden caridad.
-¿Eso es todo? -repuse decepcionado-. Pedir limosna no es malo. ¿Qué
culpa tienen de ser pobres?
-¿Quién te ha dicho que son pobres?
-¿No acabáis de decir que mendigan?
-Ya, pero eso se puede hacer por elección, no por necesidad.
-¿Por elección? -repetí entre risas. Empezaba a sospechar que la masa de músculos que era Sfasciamonti no estaba regida por más de media onza de cerebro.
-Más aún, por lucro. Lo creas o no, mendigar es uno los oficios más rentables del mundo. En tres horas ganan más que tú en tres meses. Sobrecogido, callé.
-¿Son muchos?
-Desde luego. Están por todas partes.
La seguridad con que respondió a mi última pregunta me dejó
impresionado. Vi que miraba alrededor y escudriñaba la alameda repleta de carruajes y criados atareados, como si temiese haber hablado demasiado.
-Ya se lo he contado todo al gobernador de Roma, monseñor Pallavicini
-continuó-, pero nadie quiere darse por enterado. Me dicen: Sfasciamonti, no te preocupes. Sfasciamonti, bebe una copa. Pero yo lo sé: Roma está infestada de cerretanos y nadie los ve. Cuando pasa algo malo, ellos siempre están detrás.
-¿Queréis decir que antes, cuando perseguíais a aquel joven y el abate Melani resultó herido...?
-Claro. Fue el cerretano quien lo hirió.
-¿Cómo sabéis que era un cerretano?
-Me encontraba en la puerta San Pancrazio cuando lo reconocí. La policía andaba tras sus pasos desde hacía tiempo. Es imposible atrapar a los dichosos cerretanos. Enseguida comprendí que debía hacer algo, tenía una misión que cumplir. No me gustó verlo cerca de la villa Spada; por eso lo seguí.
-¿Una misión? ¿Cómo podíais estar tan seguro? -pregunté con cierto escepticismo.
-Los cerretanos van por la calle mirando a todas partes, pendientes de las bolsas ajenas y de cualquier otra cosa que puedan auñar. Se pasan la vida robando, tumbados a la bartola y retozando. Los conozco bien: sólo ellos tienen esos ojos avispados y aviesos. Un cerretano que camina mirando de frente como una persona normal con toda seguridad va a hacer algo importante. Estuve gritando hasta que me oyeron los otros esbirros de la villa. Es una lástima que huyera, porque le habríamos sonsacado algo.
Me pregunté que habría hecho Atto Melani en mi lugar.
-Apuesto a que conseguiréis averiguar adónde ha ido a parar ese hombre -dije-. El abate Melani, que se aloja en la villa Spada, seguramente os estará muy agradecido -concluí con la esperanza de espolear la codicia del esbirro.
-Claro que puedo averiguarlo. Sfasciamonti sabe siempre a quién preguntar -afirmó, mientras brillaba en sus pupilas no el ansia de la ganancia, sino el orgullo del esbirro.
Sfasciamonti había reanudado su ronda. Yo observaba cómo su imponente mole se confundía en la lejanía con la curva de la tapia, cuando vi que se acercaba un hombre desmirriado y encorvado.
-Perdona -me dijo con tono amigable-. Soy el secretario del abate Melani. He llegado esta mañana con él. He tenido que ir unas horas a la ciudad y ahora no me acuerdo de por dónde diablos se entra. ¿No había aquí delante una puerta vidriera?
Le expliqué que la puerta efectivamente existía, pero estaba en la parte trasera del casino.
-Habéis dicho que sois el secretario del abate Melani, si no he entendido mal -dije sorprendido. Atto me había ocultado que en esta ocasión no estaba solo.
-Sí. ¿Lo conocéis?
-¡Ya era hora! ¿Dónde os habíais metido? -bramó el abate Melani cuando vio entrar al secretario en sus aposentos.
Mientras lo acompañaba, tuve tiempo de fijarme mejor en él. Una gran nariz aquilina, plantada entre los ojos azules, protegidos con anteojos de cristales muy gruesos y sucios, y coronados por sendas cejas espesas y rubias. Una mata de pelo trataba en vano de disimular el largo y delgado cuello, en el que despuntaba una nuez insolente y puntiaguda.
-Yo... he ido a presentar mis respetos al cardenal Casanate -se justificó-y me he retrasado un poco.
-Dejadme adivinar -dijo Atto, entre divertido e impaciente-. Os han tenido un buen rato haciendo antesala, os han preguntado hasta la saciedad quién erais y quién os enviaba. Al final, después de otra media hora de espera, os han dicho que Casanate ha muerto.
-Sí, en efecto... -balbuceó el otro.
-¿Cuántas veces os he de repetir que tenéis que decirme adónde vais cuando os ausentáis? El cardenal Casanate falleció hace seis meses; yo lo sabía y os habría ahorrado este papelón. Chico -dijo Atto dirigiéndose a mí-, éste es Buvat. Jean Buvat. Es escribano de la Biblioteca al de París y un gran hombre. Es un poco distraído y demasiado amante del vino. Pero tiene el honor de acompañarme en alguna ocasión, como la presente.
Recordaba, en efecto, que era un colaborador de Atto, como éste mismo me había contado en los días de nuestro primer encuentro, y que era un copista de talento extraordinario.
Nos saludamos cohibidos. La camisa mal remetida en el pantalón, donde los faldones formaban una especie de rodete, y las mangas estranguladas en un nudo sin lazo eran otras pruebas de la índole despistada de aquel hombre.
-Habláis muy bien nuestro idioma -le manifesté amablemente, con ánimo de contrarrestar la brutalidad del abate.
-Ah, las lenguas habladas no son su único talento -afirmó Atto-. Buvat se distingue más con la pluma, pero no como tú: tú crea; él copia. Y lo hace mejor que nadie. Pero sobre esto hablaremos en otra ocasión. Id a cambiaros de ropa, Buvat, que vuestro aspecto es deplorable.
El secretario se retiró sin decir palabra al cuartito contiguo, donde habían instalado su catre y dejado sus baúles de viaje.
Aprovechando que estaba allí, conté a Atto mi charla con Sfasciamonti.
-Cerretanos -me dijo-. Sectas secretas. De modo que, según tu esbirro, aquel pordiosero llegó por azar, empuñando el arma, para probar su hoja en mi brazo. Interesante.
-¿Tenéis otra teoría? -pregunté, a la vista de su escepticismo.
-No, ninguna. Hablaba por hablar -se limitó a responder distraídamente-. Además, en Francia existe algo parecido entre los mendigos, aunque nadie sabe nada con precisión sobre estas cosas, sólo de oídas.
El abate me había recibido con las ventanas que daban al jardín abiertas, en sayo, sentado en un bonito sillón de terciopelo rojo a cuyo lado había una mesilla con los restos de su opíparo almuerzo: la raspa de una enorme lubina, que aún despedía aroma a hinojo silvestre. Me acordé de que estaba en ayunas desde la mañana y noté que se me despertaba el apetito.
-He oído hablar de algunas antiguas tradiciones -prosiguió Atto sobándose el brazo herido-, pero son cosas hoy algo perdidas. En París existió
una vez el gran César, o rey de Tule, el soberano de los andrajosos y de los vagabundos. Recorría la ciudad en un miserable carrito tirado por perros, como imitando al verdadero soberano. Cuentan que tenía una corte, pajes y vasallos en cada una de las provincias. Incluso convocaba los estados generales.
-¿Una asamblea del pueblo, queréis decir?
-Exacto. En lugar de nobles, sacerdotes y damas, reunía a miles de tullidos, ladrones, mendigos, timadores, putas y enanos... Sí, un poco de todo, en suma -se apresuró a enmendar su metedura de pata-. Anda, quítate ese mandil lleno de herramientas, que supongo debe de pesar bastante -dijo tratando de ser simpático.
La frase poco feliz del abate Melani no me había enojado, pues sabía perfectamente cuántos de mis desdichados semejantes poblaban los oscuros antros del hampa. Y también sabía que había sido bendecido por la buena suerte.
Mientras accedía gustoso a la invitación de Atto y me despojaba de mi pesado mandil de jardinero, un paje pidió permiso para entrar: traía una carta para el abate.
-Creo que también en Alemania -continuó Atto cuando el paje se hubo marchado-ha existido siempre algo semejante. Se llama Cofradía de los Falsos Mendigos o algo así. En España, según me contaron hace años, hay varios grupos de la misma índole. Pero son secretos y dudo que se pueda saber más.
-No entiendo. ¿Por qué tanto misterio? Los señores y los hombres de Estado son los que deberían hacer las cosas en secreto.
-Te equivocas -aseguró Atto con una sonrisa sardónica, mientras rompía distraídamente el lacre de la carta, aún muy pendiente de aleccionarme-. Todo el mundo adora el secreto. La mitad de la humanidad quiere guardarlo para sus propios fines. La otra mitad lo quiere descubrir, también para sacar provecho.
-¿Y los mendigos?
-Como habrás entendido, a menudo son falsos mendigos. Estafadores. Y eso ya es un secreto.
-Pero ¿acaso es necesario estar en una sociedad secreta para ser estafador? ¿Y hacer pactos con el diablo, como dice Sfasciamonti? Yo veo mendigos por todas partes aquí, en Roma, massime ahora, con el jubileo. Si se les mira bien, en efecto, a veces parecen más degolladores que limosneros. Pero de ahí a formar una secta, y encima prohibida...
-¿Y los zapatos? -me interrumpió de improviso Atto, mirando detrás de mí-. ¿No pensaréis presentaros a mi lado calzado de semejante guisa?
Buvat estaba de nuevo con nosotros, lavado, peinado y con un atuendo limpio, pero el raso verde oscuro de los zapatos estaba visiblemente desgastado, por no decir raído, en varios puntos, uno de los tacones de roble estaba partido y las hebillas, casi completamente descosidas, colgaban de los lazos.
-He olvidado los zapatos nuevos en el palacio Rospigliosi -se atrevió por fin a decir-, pero os prometo que antes de que anochezca iré a buscarlos.
-No vayáis a olvidar allí también la cabeza -dijo el abate con una resignación que delataba su desprecio-. Y no perdáis el tiempo callejeando, como tenéis por costumbre.
-¿Cómo está vuestro brazo? -pregunté.
-Estupendamente. Me encanta que me corten en lonchas con una hoja afilada -respondió, y enseguida se acordó de la carta que le habían entregado. Su lectura, que hizo rápidamente, debió de causarle una serie de sentimientos encontrados: primero arrugó la frente, luego sus labios se abrieron una sonrisa carnosa y conmovida que le hizo temblar el hoyuelo del mentón. Por último, fijó pensativo la vista en el cielo, al otro lado de la ventana. Estaba pálido.
-¿Malas noticias? -inquirí tímidamente, tras cruzar una mirada interrogante con su secretario.
Los ojos inexpresivos del abate nos revelaron que no había oído nada.
-Maria... -me pareció oír que murmuraba antes de guardarse la carta, mal doblada, en el bolsillo del sayo.
Aunque sentado en el sillón, se había apoyado en su bastón de paseo, como para soportar el peso de una noticia muy grave. Su aspecto volvía a ser el de un Atto Melani viejo y cansado.
-Ahora vete. También vos, Buvat, os lo ruego. Dejadme solo.
-Pero... ¿estáis seguro de que no necesitáis nada? -pregunté vacilante.
-Ahora no. Volved al anochecer.
No bien dejamos los aposentos del abate y bajamos por la escalera de caracol de servicio, mi frente y la de Buvat fueron acogidas de nuevo por el fulgor del mediodía.
Estaba desconcertado. ¿Qué había sumido a Atto en tal postración?
¿Quién era la misteriosa Maria, cuyo nombre había brotado de una manera tan dulce de sus labios? ¿Era una mujer de carne y hueso? ¿O una invocación a la Santa Virgen?
Sea como fuere, razoné mientras caminaba a buen paso al lado de Buvat, el hecho resultaba inexplicable. Atto no se distinguía por su fe ardiente; hasta donde recordaba, ni en los momentos de mayor peligro lo había oído invocar la ayuda del cielo. Ahora bien, todavía más extraño sería que la tal Maria fuese una mujer del mundo. En efecto, el suspiro y la palidez con que Atto había susurrado aquel nombre hacían pensar en una promesa incumplida, en una pasión antigua e insatisfecha, en un tormento del corazón. En una palabra, en un amor.
El amor por una mujer: la única prueba, me dije, a la que el castrado Atto Melani nunca habría podido hacer frente.
-Si queréis recuperar vuestros zapatos, os espera una buena cabalgada bajo el sol hasta el palacio Rospigliosi -comenté a Buvat mirando hacia los establos en busca del palafrenero.
-Ay -dijo con una mueca de malestar-, y ni siquiera he comido. Aproveché la ocasión al vuelo.
-Si no tenéis inconveniente, puedo prepararos algo rápido en las cocinas...
No hubo que repetírselo dos veces. Dimos, pues, media vuelta y, tras cruzar la puerta trasera del casino, enseguida estuvimos en el barullo de las cocinas de la villa Spada.
En medio del tráfago de los pinches que limpiaban y de los ayudantes de cocina que ya se disponían a preparar la cena, me hice con algunos restos: tres agujas sin espinas y desaladas, ya guarnecidas de rodajas de limón con rizos de mantequilla, dos rosquillas ázimas y un bello recipiente blanquiceleste en forma de copa, lleno de aceitunas verdes con cebollas. Conseguí también una caña de vino moscatel. Para mí, que me moría de hambre, corté un par de trozos de queso a las hierbas y miel y los puse sobre cogollos de lechuga, que había sacado en perfecto estado de las sobras de las guarniciones. Después de una jornada de trabajo, eso no podía saciarme, pero al menos me permitiría llegar vivo y con moderado apetito a la hora de cenar.
Sin embargo, en el febril trajín de las cocinas no era fácil encontrar un rincón donde pudiésemos comer nuestro tardío almuerzo. Yo buscaba además un lugar apartado para conocer un poco mejor a aquel ser extraño, alto y taciturno, que trabajaba como secretario para Atto Melani. Tal vez de ese modo conseguiría aclararme las ideas sobre la mentada Maria y sobre el singular comportamiento del abate, así como sobre lo que éste tenía previsto para su futuro y, massime, para el mío.
Así pues, propuse a Buvat, que no se hizo de rogar, que nos sentáramos en la hierba del parque, a la sombra de un níspero o de un melocotonero, donde además tendríamos la ventaja de poder coger directamente del árbol un sabroso fruto, que sería nuestro postre. Al punto nos apropiamos de un cesto y de una tela doble de yute y nos encaminamos por la grava candente hacia la capilla de la villa Spada. El espeso bosquete de delicias que se extendía detrás era el sitio ideal para nuestra improvisada colación. Llegados a aquella sombra perfumada, el suave frescor del suelo dio alivio inmediato a nuestros pies, y nos habríamos sentado en la orilla del bosque si unos ronquidos quedos y regulares no nos hubiesen revelado la presencia del capellán, don Tibaldutio Lucidi, quien evidentemente había decidido disfrutar de un breve descanso de las fatigas del oficio divino. Nos alejamos, pues, y elegimos como techo la acogedora copa de un hermoso ciruelo cargado de frutas maduras y rodeado por todas partes de fresas silvestres.
-Conque sois escribano en la Biblioteca Real de París -dije para entablar conversación, mientras extendía sobre la hierba la amplia tela de yute.
-Escribano para Su Majestad y escritor para mí mismo -explicó medio en broma, medio en serio, al tiempo que hurgaba con avidez en el cesto de los víveres-. Lo que de mí ha dicho el abate Melani no es del todo cierto. No solamente copio, sino que también creo.
Pese a que le había dolido el juicio de Atto, Buvat hablaba con cierta ironía de sí mismo, conforme a esa actitud resignada que, en los espíritus elevados pero destinados a una vida subalterna, determina la imposibilidad de que hasta ellos se tomen en serio.
-¿Y sobre qué escribís?
-Fundamentalmente de filología, aunque de forma anónima. Con motivo de una peregrinación que hice a Nuestra Señora de Loreto, en la Marca de Ancona, publiqué algunos antiguos textos latinos que había descubierto hacía años.
-¿En la Marca de Ancona, decís?
-Sí -respondió con amargura, mientras se dejaba caer al suelo y hundía los dedos en la copa con aceitunas-. « Nemo propheta in patria», dijo el Evangelista. En París nunca he publicado nada; apenas consigo que me paguen. Por suerte, el abate Melani me da de vez en cuando algún trabajillo; si no, el encargado de la biblioteca, un viejo cicatero y envidioso... Pero háblame de ti. Según el abate, también escribes.
-Ejem, no exactamente, nunca he dado nada a la imprenta. Me hubiese gustado, pero no he podido -expliqué turbado, apartando la mirada y fingiendo prisa en servirle los lomos de aguja con mantequilla.
No le dije que mi único escrito, las voluminosas memorias sobre los hechos que nos habían acaecido al abate y a mí muchos años atrás en la Posada del Donzello, me lo había robado Atto.
-Comprendo. Pero ahora, si no estoy equivocado, el abate Melani te ha encargado que anotes los sucesos de estos días -apuntó, al tiempo que cogía una rosquilla ázima y la abría con avidez para hacer sitio al relleno.
-Sí, aunque todavía no sé muy bien qué debo...
-Yo ya sabía que tenía intención de proponértelo, pues asegura que no escribes nada mal. Tienes suerte; Melani es muy pródigo en el pago -prosiguió, mientras ponía en el pan un par de lomos de pescado.
-Pues sí -convine, encantado de que por fin hablásemos de Atto-. Volviendo a lo de antes, ¿qué trabajos me decíais que os encargaba el abate Melani?
Buvat pareció no oírme. Se detuvo a reflexionar un instante, sin hacer otra cosa que exprimir limón sobre la rosquilla rellena. Por fin me dijo:
-¿Por qué no me enseñas lo que has escrito? A lo mejor podría ayudarte a encontrar un impresor...
-Hum... No merece la pena, señor Buvat; no es más que un diario y está
escrito en lengua vulgar...-aduje, con la nariz pegada a mis trozos de queso a las hierbas, deplorando para mis adentros la debilidad del pretexto.
-¿Y eso qué tiene de malo? -protestó Buvat blandiendo la rosquilla-. ¡No estamos en el siglo dieciséis! Además, ¿no has nacido libre? Pues puedes obrar a tu manera. Así como no tendrías que rendir cuentas a nadie si hubieses escrito en alemán o en hebreo, tampoco tienes que hacerlo por haber escrito en lengua vulgar. -Se interrumpió para dar un bocado, mientras con la otra mano me pedía que le alcanzase el vino-. ¿Es que la majestad de la lengua vulgar no es lo bastante grande para abordar los temas más exquisitos? exclamó a continuación, con la boca llena-. El reverendo monseñor Panigarola se ocupó con ella de los mayores secretos de la teología, y antes que él lo hicieron los muy singulares ingenios de monseñor Cornelio Muso y de Fiamma. El excelentísimo señor Alessandro Piccolomini puso en ella casi toda la filosofía; Mattiolo adaptó prácticamente la entera medicina simple, y Valve, toda la anatomía. ¿Y no vas a poder tú plasmar las cuatro hablillas de un diario?
Donde puede instalarse cómodamente la reina, que es la teología, bien avenida con la doncella, que es la filosofía, y sentirse aun mejor el ama de llaves, que es la medicina, imagínate una simple criada, lo que es precisamente el diario.
-Pero mi lengua vulgar no es siquiera el toscano, sino la lengua romana repuse, también con la boca llena.
-«¡Oh, tú, conque no has escrito en toscano!», diría aquí el maestro Aristarco. Mas yo te digo que si no has escrito en toscano, ni en alemán, es porque eres romano, y quien prefiera el toscano que lea a Boccaccio y a Bembo -afirmó tajantemente mi interlocutor con semblante cómico y voz bronca, y concluyó sus palabras con un gran trago de moscatel. Era perspicaz e inteligente este Buvat, me dije, mientras daba un buen mordisco a una lechuga. A pesar de la dulce frescura de aquel cogollo, noté
que una punta de envidia me quemaba el estómago; ¡ojalá tuviese yo un ingenio tan agudo como el suyo! Encima, Buvat era francés, y no necesitaba su lengua materna para expresarse tan bien. ¡Dichoso él!
-He de decir, sin embargo -quiso precisar mientras devoraba las últimas cebollas-, que tan mal hábito es muy propio de los italianos, un pueblo de envidiosos profesionales. ¿De dónde sacáis esta costumbre tan bárbara? ¿Por qué tenéis el hábito inhumano de ser enemigos mortales de elogiar a otros? En cuanto un ingenio aparece entre vosotros y su nombre y reputación crecen, ya están ahí los infundiosos para difamarlo y maltratarlo sembrándole el camino de tamañas invectivas y maledicencias que su valor suele convertirse en miseria.
Con la condescendencia que procura el hambre aplacada, no me costó