* Locución latina que indica la aceptación contra la propia voluntad (Nota digitalización)

Levanté la vista, conmovido por las últimas líneas. Pobre abate Melani; recordaba a la condestablesa el amor que sentía por ella desde hacía cuarenta años y se humillaba aludiendo a su inmutable condición de castrado: Maria nunca había sido suya, ni habría podido serlo.

A pie de página había una fugaz referencia al tal Lidio:

Paso ahora a nuestro Lidio. No hablemos más de él; habéis vencido, por ahora. No obstante, lo que recibiréis cuando nos veamos os convencerá. Entonces cambiaréis de opinión. Sabéis que a él le satisface sobremanera vuestro juicio y vuestra aprobación.

Cerré el fajo y reflexioné. A juzgar por su correspondencia con la condestablesa, Atto parecía única y exclusivamente interesado por la sucesión de España y por los riesgos (incluidos los físicos) que ésta entrañaba. Ni una palabra sobre el próximo cónclave, para el cual me había dicho, sin embargo, que había venido a Roma. Eso no era todo; según las cartas, Melani temía ser blanco del puñal (o del veneno) imperial a causa de la sucesión española, pero nada decía del cónclave, donde, en última instancia, tendría que defender los derechos franceses contra los austriacos. Era como si al abate no le importara en lo más mínimo el cónclave.

Suspendí de golpe mis meditaciones; aquella impresión, confesé para mis adentros, parecía irracional o carente de fundamento. No podía creer que Atto no se preocupara por el cónclave que se perfilaba en el horizonte. Era absurdo. ¿No me había enseñado el propio abate, muchos años antes, a razonar por suposiciones y a no retroceder ni siquiera ante las verdades que parecen más inverosímiles? ¿El cónclave y la sucesión... o la sucesión y el cónclave? Sí, era como si del resultado de la sucesión de España dependiera el del cónclave.

Pasé rápidamente al resto de la correspondencia, con la esperanza de encontrar algún dato sobre la misteriosa condesa de S. Todos los fajos eran bastante gruesos: relaciones confidenciales, informes muy detallados sobre el reino de España y sobre el rey Carlos II. Estaban numerados, con cifras casi invisibles, escritas en una esquina. Abrí el primero. Debía de ser bastante antiguo: la condestablesa escribía desde la capital española.

Observaciones

para servir a las cosas de España

Aquí, en Madrid, todos se preguntan qué será del reino después de la muerte del soberano. Las últimas esperanzas de un heredero se han disipado desde hace tiempo, el rey está enfermo y todos dicen que su simiente ha muerto. Con el pobre cuerpo del monarca, devorado por la enfermedad, todo se encamina hacia el ocaso en este reino sobre el que nunca se pone el sol: el poderío de España, el fasto de la corte, hasta el glorioso pasado están oscurecidos por las miserias del presente...

Leí con sorpresa esas líneas tan desconsoladas, amargas y definitivas.

¿Quién era, pues, Carlos II de España, «el rey», como lo llamaba la condestablesa en sus cartas a Atto? Me di cuenta de que no sabía nada del soberano moribundo de aquel reino ilimitado. Así pues, me enfrasqué en la lectura de ese lúgubre informe y me abismé en la sensación de inminente desastre que aquellas líneas, como veneno sabiamente destilado, infundieron en mi alma.

Que se corran las cortinas, que caigan los telones sobre los amplios ventanales, que se expulse el sol de la sala del trono, que descienda piadosa sobre El Escorial la noche sin luna: el cuerpo del rey se deshace horriblemente, amigo mío, y con él toda su estirpe. Que se levante la tormenta y se lleve el inmundo hedor de la muerte real. Bebamos todos en las aguas del Leteo, para que la orgullosa España no recuerde el insulto de un fin tan repugnante.

El gemido de dolor de la condestablesa me conmovió profundamente. Seguí leyendo. Lo que decía la carta no eran meras metáforas; en el palacio real se vivía de verdad a cubierto de la luz del día, sólo alumbrado por contadas velas; de este modo se intentaba atenuar, a los ojos de los cortesanos y de los embajadores de visita, el espectáculo espantoso del cuerpo y el rostro del rey.

La nariz hinchada y pustulosa, la enorme frente desfigurada por amenazadores bubones, los pómulos lívidos, el aliento que huele a vísceras podridas. Los párpados, del color de la carne viva, caen sobre las bolsas negrísimas y purulentas de los ojos, que, opacos y hundidos en las cuencas, se mueven con dificultad y están medio ciegos. Tampoco la lengua le obedece; el habla es incierta, un balbuceo, un murmullo incomprensible para quien no está

cerca de él desde siempre.

Agotado, exangüe, jadeante, narraba la condestablesa en su informe, el rey sufre constantes desfallecimientos. Se desvanece, lo que provoca el pánico de la corte; luego se recupera, se levanta bruscamente, para enseguida dejarse caer sobre el trono como una marioneta sin hilos. Pasa de la somnolencia a repentinos y violentísimos ataques epilépticos. Camina a duras penas y sólo permanece de pie si se apoya contra la pared, en una mesa o en el hombro de alguien. Le cuesta llevarse la mano a la boca. Tiene los órganos y las articulaciones destrozados. Los pies y las rodillas se le hinchan cada ves más. Se anuncia la hidropesía. Está sometido a una dieta de gallos y capones alimentados con carne de serpiente. Sólo bebe orina fresca de vaca. Desde hace algunos meses el rey se arrastra de la cama al sillón y de éste a la cama. Su cuerpo ya está en descomposición. Y sólo tiene treinta y nueve años. Dejé por un instante la lectura. ¡El rey de España tenía, pues, apenas dos años más que yo! ¿Qué horrendo mal lo había reducidlo a semejante estado?

Repasé rápidamente aquellos folios en busca de la respuesta.

Los ataques de mal caduco, amigo mío, no dejan de devastar las carnes del rey. En la corte todos hemos aprendido a reconocer sus síntomas: el labio inferior de Su Majestad se pone primero pálido como el de un cadáver, luego se tiñe de rojo, de azul, de verde. Enseguida llegan los temblores de las piernas. Por último, todo el cuerpo se sacude con brincos y saltos penosísimos una, dos, diez veces.

Carlos II de España vomita varias veces al día. La mandíbula prominente del Rey Católico, herencia de sus antepasados Habsburgo, no es sólo fea: cuando cierra la boca, los dientes inferiores, demasiado salientes, no tocan los superiores; es más, se puede cómodamente meter un dedo. El rey Carlos no puede masticar. Para su desgracia, de sus ascendientes (sobre todo de Carlos V) ha heredado un apetito de león, así que acaba comiéndolo todo en trozos enteros. Engulle higadillos de oca como si fuesen sorbos de agua, bajo la mirada impotente y sombría de los cortesanos, y poco después de levantarse de la mesa devuelve toda la comida. El vómito se acompaña de fiebres y virulentos dolores de cabeza, que lo obligan a guardar cama durante varios días. Apenas puede seguir los razonamientos de sus consejeros y no sonríe nunca. Ya no lo divierten los bufones, los enanos de la corte ni las marionetas, que tanta gracia le hacían antes.

No es que el ingenio, la memoria y la facilidad de palabra lo hayan abandonado del todo, pero se pasa casi todo el tiempo taciturno y melancólico, adormilado e indolente, contando los días con el triste reloj del asma. Con el tiempo sus súbditos se han acostumbrado a tener por soberano a un hombre reducido a este estado. En cambio, los embajadores de los reinos extranjeros no dan crédito a sus ojos: en cuanto se establecen y acuden por vez primera a la corte, se encuentran ante un ser agonizante, con la mirada vacía y la voz desfalleciente. En su presencia no queda otro alivio que apartar la mirada y la nariz.

Terminé la lectura con el corazón transido de inquietud y pesar. Lo que había averiguado clandestinamente en los papeles de Atto aclaraba la carta de Maria Mancini y la respuesta del abate que había leído la víspera. La gran actividad diplomática en torno a la sucesión de España no era sólo una febril preparación para futuros desafíos entre las potencias, sino una guerra ya iniciada. Era evidente que un soberano en ese estado podía fallecer en cualquier momento. Ahora bien, no había encontrado nada de la misteriosa condesa de S. Tendría que seguir buscando; aún quedaba mucha correspondencia por leer.

Miré por la ventana. Hacía rato que Atto y Buvat habían desaparecido en el horizonte. Por la alameda paseaba una dama que mostraba los signos de un avanzado embarazo. Debía de ser la princesa de Forazo, aquella Teresa Strozzi por cuya salud Cloridia había sido llamada a velar desde aquella noche. Dediqué un rápido y dulce pensamiento a mi esposa, a la que pronto volvería a ver.

No era prudente permanecer más tiempo en los aposentos de Atto. Él mismo podía sorprenderme ahí, y tampoco tardarían en reparar en mi larga ausencia del trabajo. Más valía que me presentase a don Paschatio, quien me había mandado, ay de mí, sostener las antorchas también en la cena de esa noche. Por fortuna, me habían exonerado de servir la mesa.

Mientras con cautela volvía a poner los papeles en su sitio, un sinfín de pensamientos se agolpaba en mi pobre y ya cansada cabeza, que siempre he juzgado demasiado pequeña para los grandes asuntos de Estado y demasiado tosca para las sutilezas de la diplomacia.

De sus cartas se desprendía que la condestablesa residía habitualmente en la corte española. Ahora me explicaba su conocimiento e interés por las cosas de España. Pero ¿qué vicisitudes la habían llevado hasta allí?

Madame la condestablesa (que evidentemente disponía de fuentes muy reservadas) presentaba en su informe un cuadro cruel y apocalíptico de la corte española, que contrastaba singularmente con las palabras tiernas, y en verdad muy osadas, que Atto le dedicaba en sus misivas. Aquella correspondencia era un extraño hircocervo*, mezcla de amor y política, de galantería y diplomacia. Conociendo al abate Melani, al menos uno de los dos caminos -sentimiento y conspiración-debía de conducir, sin embargo, a un fin práctico. El camino del corazón llevaba al encuentro inminente, después de treinta años de separación, entre Atto y Maria. El camino de la política, en cambio, llevaba a un objetivo aún desconocido.

El propio Melani afirmaba que su único interés residía en el próximo cónclave; en cambio, sus papeles me demostraban que la sucesión al trono de España era una cuestión mucho más candente. Atto, me dije, debía de tener algún proyecto secreto; lo bastante secreto, al menos, para no querer revelármelo.

Sin embargo, yo tenía ojos y oídos; yo también sabía sonsacar a los cardenales y a los príncipes que en esos días visitaban la villa Spada pormenores valiosos, chismes reveladores, susurros y delaciones. Sin duda Atto sabía interpretar todo aquello con una habilidad mil veces superior a la mía; hecho a todas las taimadas vilezas de las intrigas de Estado, verdadero artista de las maquinaciones entre bastidores, le bastaba un puñado de piedritas para componer un mosaico de colores. Pero yo tenía de mi parte la juventud. ¿Acaso no había sido yo quien había oído de los labios del cardenal Spinola di Santa Cecilia las palabras que nos habían puesto sobre la pista de la cumbre entre Spada, Albani y el otro Spinola?

No sólo eso: deseaba sobre todo favorecer al cardenal Spada, mi amo, aunque ello comportaba ayudar a alguien tan insensato como el abate Melani. Si él, como súbdito francés, actuaba en nombre del rey de Francia, yo espiaría en calidad de servidor de un magnánimo cardenal de la Santa Iglesia Romana, en nombre de la fidelidad y el reconocimiento.

Imprudente, no consideraba que él había recibido un mandato de su señor. Y yo no.