* «Si un rostro divino / esta alma robó, / si el amar es destino / ¡que resista quien pueda!»
-Veo que no lo has olvidado -respondió-. No, ésta es de Francesco Cavalli, de su Jasón. Creo que ha sido la ópera más representada en el último medio siglo.
Dicho esto, se apartó de mi lado a grandes zancadas; no quería hablar más.
Jasón, o de los celos. Nunca había oído esa ópera tan famosa, pero conocía bien el celebérrimo mito griego de los celos que Medea, reina de Cólquide, tenía de Jasón, jefe de los Argonautas, enamorado de Isifile reina de Lemnos. Un amor a tres, justamente.
Nos dirigimos hacia el lado norte de la villa, opuesto al de la entrada. La puerta de acceso estaba coronada por un dístico:
Si te, ut saepe solet, species haec decipit alta;
nec me, nec Caros decipit arcta Domus.
Una vez más tuve la curiosa e inefable sensación de que las palabras escritas en los muros de la villa recordaban, o incluso reflejaban, una realidad desconocida.
Tanteamos la puerta. Estaba abierta. En el momento mismo en que posaba la mano en el picaporte, creí oír un frenético rumor de pasos y de objetos, como si en el interior alguien se levantara de repente de una silla. Miré
a Atto: si había oído algo, no lo demostraba.
Franqueamos la puerta. Dentro no había nadie.
-No hay vestigio de las tres eminencias, según parece -comenté.
-No esperaba encontrarlos aquí, desde luego, pero podrían haber dejado algún rastro de su reunión, una nota, un apunte... Me bastaría saber en qué
sala se han reunido. Son detalles que siempre resultan muy, muy útiles. La villa es grande. Parece que aquí nadie tiene ganas de vigilar; mejor para nosotros. Nos hallábamos en un gran salón oblongo, alumbrado por la luz de las ventanas situadas a los lados. Enfrente de nosotros, una puerta cerrada. Aparentemente el salón estaba destinado a comedor de verano; por una ventana abierta entraba, suave y melancólico, el viento de poniente. En una salita contigua se entreveía una mesa para el juego de trucos, también llamado billar.
Avanzamos unos pasos con cautela, sin perder de vista la puerta del lado opuesto, imaginando que alguien acabaría saliendo por ahí. En medio del salón había una gran mesa circular sobre la que descollaba una amplia bandeja redonda de buena madera blancuzca taraceada. Nos aproximamos. Atto empujó con cuidado la bandeja, que giró
sobre sí misma.
-Brillante idea -comentó-. Los platos pueden pasar de un comensal a otro sin incomodar al vecino o contratar a un trinchante. Diría que Benedetti apreciaba las comodidades de la vida. Alguien debe haber salido de la sala poco antes de que nosotros entráramos -añadió un instante después.
-¿Por qué estáis tan seguro?
-Hay huellas en el suelo. Sus zapatos estaban manchados de tierra.
Nos separamos. Yo fui a explorar la parte del salón próxima a la entrada y Atto se encargó del resto.
Observé que en dos salientes de la pared, opuestos y simétricos, había sendos aparadores empotrados y del mismo color que la pared, de suerte que ocultaban discretamente las comodidades para las viandas y la bebida. Abrí los cajones. Estaban repletos de hermosa platería, con cubiertos de las formas y dimensiones más dispares, así como de utensilios para escamar el pescado y de largos cuchillos afilados para el servicio de carnes y de caza. Numerosos y variopintos eran los servicios de copas, cálices, vasos, cráteras, vasijas y tarros, botellas grandes y pequeñas de vino, bacías para los refrescos, jarras para el agua, tazones para caldos y bebidas calientes, todos de vidrio historiado, dorado y pintado, con alegres figuras de animales, amorcillos o decoraciones florales. El dueño de casa debía de amar los placeres de la vista no menos que los de la mesa; todo ello, para disfrutar del aire salubre del Janículo, entre el verdor de los huertos. A pesar de su extraño aislamiento, el Navío era realmente una villa de delicias.
Pegado a la pared, cerca de uno de los aparadores, había un tubo vertical de latón: empezaba a la altura de un hombre con una embocadura abocinada como una trompeta y ascendía hacia el techo, donde desaparecía. Atto notó mi mirada interrogativa.
-Ese tubo es otra de las comodidades de la villa -explicó-. Permite comunicarse con la servidumbre que se encuentra en las otras plantas sin necesidad de ir a buscarla. Basta hablar por él y la voz sale por las boquillas situadas en los otros pisos.
Me aparté del tubo. En cada postigo de las ventanas había pintados medallones de ilustres mujeres romanas: Pompeya, tercera mujer de César; Servilia, primera mujer de Octaviano; Drusila, hermana de Calígula; Mesalina, quinta mujer de Claudio, y muchas otras, como Cossutia y Cornelia, Marcia y Aurelia y Calpurnia (conté un total de treinta y dos), todas celebradas con solemnes inscripciones latinas con su nombre, estirpe y esposo. Observarnos que encima de los arcos y entre ventana y ventana había otros dichos, todos ellos alusivos al sexo femenino; eran numerosísimos, hasta el punto de que estas páginas no bastarían para reproducir ni la décima parte:
De las mujeres, el quinto elemento es un natural devaneo.
Es más fácil encontrar dulce el ajenjo que en medio de mujeres gran silencio.
La mujer ríe cuando puede y llora cuando quiere.
Mujeres y gallinas fastidian a las vecinas.
Hombre y mujer en lugar estrecho parecen paja junto al fuego. Interés más que amor suele atar el femenino corazón.
-Aquí todo está dedicado a las cualidades femeninas y a los placeres de la mesa. Es el salón de las mujeres y del paladar -apuntó Atto mientras observaba un medallón con el perfil de Plautia Herculanilla.
Hasta entonces, ocupados en hallar señales de la presencia de los tres augustos miembros del Sagrado Colegio Cardenalicio, cuyas huellas, de hecho, habíamos encontrado, aún no habíamos prestado atención a lo más interesante del salón: la rica serie de cuadros expuestos en las paredes. Atto se puso a mi lado mientras los contemplaba y caía en lo cuenta de que, como cabía esperar, el motivo de todos ellos era el mismo; a saber: rostros de hermosas mujeres.
El abate Melani comenzó a pasar rápidamente de un cuadro a otro sin siquiera leer los nombres que, alrededor de los marcos, indicaban la identidad de las damas. Conocía a la perfección todos y cada uno de los rostros (y le gustaba demostrarlo), porque los había visto personalmente o en otros retratos, y me enseñaba el nombre.
-Su Majestad Ana de Austria, añorada madre del Rey Cristianísimo. dijo, como si me la presentara en carne y hueso, mostrándome el rostro dulce y altivo de la difunta soberana, la mirada muy penetrante, la frente no vanamente alta, el cuello redondo pero noble, al que envolvía con amoroso respeto la gorguera escotada de organdí del suntuoso vestido de tafetán negro, con el corpiño adornado de brocado plisado, sobre el que se abandonaban suavemente sus regias y diáfanas manos-. Como tuve ocasión de contarte cuando nos conocimos, puedo afirmar que a la reina madre le gustaba sobremanera mi canto -añadió con una punta de coquetería, al tiempo que se ajustaba la peluca con un gesto rápido y discreto-, sobre todo las arias tristes, cantadas al atardecer.
Luego pasó a los retratos de la princesa Palatina, de la condesa Marescotti, de la añorada madame Enriqueta, cuñada del Rey Cristianísimo, todas retratadas de una forma tan noble y realista que se diría que acababan de almorzar en la mesa del salón.
Llegamos al último retrato, más a la sombra que los demás, pero siempre visible.
Puesto que a la mirada la instruye el deseo y a la palabra el intelecto, mis ojos abrazaron aquel rostro femenino y lo encontraron entre mis recuerdos antes de que el abate Melani anunciase su nombre.
Ya la había reconocido, pues, cuando él dijo:
-Madame Maria Mancini.
Era sin duda la muchacha que habíamos entrevisto a través seto, en el parque.
-Naturalmente, ha sido fruto de tu fantasía -dijo Atto después de escuchar mi explicación, mientras salíamos del salón y cruzábamos una puerta situada a la izquierda-. Has quedado sugestionado por un encuentro agradable e inesperado. Es normal; cuando tenía tu edad, me ocurría a menudo. -Al pronunciar estas palabras desvió la vista.
-De todos modos, no entiendo dónde se han metido la muchacha y su acompañante -objeté.
Atto no dijo nada. En las paredes del saloncillo había varios grabados en forma de cuadros que, con un hábil trampantojo, representaban bajorrelieves antiguos de singular gracia y hermosura. También aquí había una serie de retratos, pero esta vez masculinos.
Las paredes estaban adornadas con dichos referidos a la vida de la corte.