*«Si una saeta punzante / de una mirada brillante / la razón me hirió, / si en pena de amor / se desgarra mi corazón / de noche y de día...»

La voz aguda y resonante de Atto, celebrada en toda Europa tanto por el público más selecto de las cortes como por los grandes auditorios de los teatros, no era ahora más que un gorjeo débil e incorpóreo. Vacío de toda fuerza interior, su canto parecía la cáscara de una fruta que se ha quedado seca; se había vuelto inmaterial, transformándose de prestación canora en alusión sugestiva, de vocalización en susurro, de afirmación en recuerdo. Lo que oía era un simulacro, aunque extraordinariamente cincelado, de la voz del gran Atto Melani. De sus trinos no quedaba casi ninguna evidencia física, sólo la incierta reminiscencia de una magia perdida para siempre: una magnífica y sublime cita de sí mismo.

No obstante, aquel hilo de voz seguía siendo celestial, arrebatador y refinado, hablaba al corazón mil veces mejor que toda una escuela de sabios al intelecto. Desvanecidas la corporeidad y la potencia de su canto, quedaba, indefensa pero intacta, su íntima e inefable belleza.

Atto repetía ahora los siguientes versos, como si sus palabras tuvieran para él un sentido recóndito y desgarrador:

Se un volto divino

quest'alma rubó,

se amar é destino

resista chi può!*

Aún lo atormentaba el recuerdo de Maria. Sentía que la había mirado a través de los ojos de Luis, rozado con la yema de los dedos de éste, besado con sus labios y, por último, que había percibido con el corazón del Rey Cristianísimo los latidos desesperados de la separación. Sensaciones que a Atto, año tras año, le parecían más verdaderas y reales que si las hubiera experimentado él mismo. Ya que su condición de eunuco le impedía llegar a Maria, había acabado poseyéndola a través del monarca.

Así se consumaba y renovaba aquel extraño amor a tres, entre dos almas separadas para siempre y una tercera, celosa guardiana de su pasado. A mí me tocaba el honor único y secreto de ser su espectador.

Melani interrumpió bruscamente su canto y, con un breve saltito, señal de que había recuperado el vigor, se separó del murete que le había dado protección y apoyo.

-Ya es hora de que entremos en la villa. Tiene que haber ahí alguien, maldición, que nos mande detener -dijo con una risita.

Me costaba romper el hechizo que la imagen de Maria, evocada por el abate con las palabras y con el canto, había dejado en mi espíritu.

-¿Un aria de vuestro maestro, el seigneur Luigi?