21
Aun cuando estaba plácidamente dormida, como consecuencia de los efectos del cansancio y de la codeína, Hella oyó el llanto del niño, y supo que no era de dolor, sino de hambre. Una vez completamente despierta, sintió una placentera ansiedad, sabiendo cuán fácilmente podía acallar a la criatura; escuchó, y luego abandonó la cama, disponiéndose a preparar la botella de leche.
A pesar de que durante las dos últimas noches había dormido bien, se sentía muy débil. El uso constante de la codeína se hacía notar, y el dolor en la cabeza y en la boca había decrecido. Quiso tocarse la cara, y quedó sorprendida al observar la rapidez con que su mano entró en contacto con la mejilla. La hinchazón había aumentado todavía más durante la noche, pero no le había dolido en absoluto. Mientras esperaba que se calentara la leche, tomó otra tableta de codeína, tragándosela con la ayuda de un dedo. Ahora le resultaba difícil incluso el tragar saliva. Puso la botella en la boca del niño, y en la habitación se hizo un silencio absoluto.
Estaba muy cansada, por lo que volvió a echarse en la cama. Oía moverse a Frau Saunders, que estaba limpiando sus dos habitaciones y la sala que compartía con ellos. Habían tenido suerte con Frau Saunders, pensó Hella. Y Walter sentía simpatía por ella. Confiaba en que traería los papeles matrimoniales, y así podrían salir de Alemania. Ahora vivía siempre con miedo, más por el niño que por todo lo demás. Si la criatura enfermaba, no podrían conseguir medicamentos norteamericanos. Acudir al mercado negro era arriesgado, y ella no quería correr riesgos en lo que a su hijo se refería.
Cuando se sintió algo más fuerte, Hella se levantó de la cama y limpió sus habitaciones. Luego entró en la sala. Frau Saunders estaba sentada junto a la estufa, bebiendo café. Había una taza para Hella.
—¿Cuándo regresa su hombre? —preguntó Frau Saunders—. ¿No debía haber llegado esta mañana?
—Debe permanecer allí unos días más —respondió Hella—. Esta noche, cuando llame por teléfono, tendrá ya noticias concretas. Ya sabe usted lo que pasa siempre con el papeleo.
—¿Le ha dicho lo de la penicilina? —preguntó Frau Saunders.
Hella hizo un gesto negativo.
—Creía que ese Yergen era realmente amigo de ustedes —dijo Frau Saunders—. ¿Cómo es posible que haya hecho una cosa así?
—No creo que tenga la culpa él —dijo Hella—. El médico me explicó que era imposible utilizarla, porque no había sido cuidada adecuadamente. Pero era penicilina. Yergen, claro, no podía saberlo.
—Debería haberlo sabido —dijo Frau Saunders. Y luego, secamente, añadió—: Veremos qué ocurre cuando Herr Mosca vaya a visitarlo.
En la otra habitación, el niño comenzó a llorar, y Hella fue a sacarlo del cochecito. Frau Saunders dijo:
—Déjeme tenerlo.
Hella se lo dio y fue a por unos pañales limpios.
Cuando volvió, con la ropa limpia, a la habitación, Frau Saunders pidió:
—Permita que lo cambie yo.
Era una ceremonia que se celebraba todas las mañanas.
Hella tomó el cubo metálico que había junto a la estufa y dijo:
—Voy a buscar un poco de carbón.
—No se encuentra lo bastante fuerte para eso —contestó Frau Saunders.
Pero habló sin pensar en lo que decía, pues estaba concentrada en la tarea de cambiar los pañales del niño.
El aire de la mañana otoñal era frío, y los árboles se veían despojados de todas sus hojas. Hella sintió en su nariz un fuerte olor a manzanas caídas; procedente del otro lado de las ajardinadas colinas, sentía el frescor del río Weser, recién acariciado por las lluvias del otoño. Al otro lado de la Kurfürsten Allee vio a una joven y bonita muchacha que vigilaba a cuatro niños, los cuales jugaban debajo de los árboles, apilando las hojas caídas. Luego, al sentir frío, Hella se metió en la casa.
Bajó las escaleras de la bodega y abrió la puerta de tela metálica que encerraba su parte del sótano. Llenó el cubo con trozos de carbón. Trató de levantarlo, pero, sorprendida, vio que no podía. Hizo un gran esfuerzo. Se sintió desfallecer. Por un momento, la muchacha se asustó. Se asió a la tela metálica, y el desfallecimiento, la sensación de tremenda debilidad, desapareció. Tomó tres trozos de carbón y se los puso en el delantal, que asió por los extremos, formando un cesto. Con su mano libre cerró la puerta, y luego comenzó a subir las escaleras.
Cuando se hallaba a mitad del último tramo, sus piernas se negaron a moverse. La muchacha estaba perpleja. Un tremendo escalofrío se apoderó de su cuerpo. Se le reventó uno de los vasos sanguíneos, y sintió un dolor tan fuerte, que le pareció como si su cerebro fuera golpeado con un pico. Ni se dio cuenta de que el carbón estaba rodando escaleras abajo. Comenzó a caer, a hundirse, y vio, como a través de una espesa niebla, a Frau Saunders inclinada sobre el pasamano, con el niño en brazos. Le parecía que estaban muy cerca y muy lejos a la vez. Levantó los brazos hacia ellos y comenzó a gritar, y luego se fue alejando de la horrorizada cara de Frau Saunders y del niñito vestido de blanco, y, todavía gritando, se fue alejando más y más de su propia voz, hasta que no pudo ya oírla.